Novena de Navidad-octavo
día, para rezar 23 de diciembre.
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO
Para los nueve días antes de la Navidad
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO
Para los nueve días antes de la Navidad
Meditación VIII
Se manifestó a todos los hombres la gracia de Dios Salvador nuestro,
enseñándonos que vivamos en este siglo piamente, aguardando la esperanza
bienaventurada, y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador Jesucristo.
Tito 2, 11.
Apparuit gratia Deu Salvatoris nostri ómnibus hominisbus, erudiens nos ut…pie vivamus in hoc seculo, expectantes beatam spem, et adventum glorias magni Deu, et Salvatoris nostri Jesu Christi.
Apparuit gratia Deu Salvatoris nostri ómnibus hominisbus, erudiens nos ut…pie vivamus in hoc seculo, expectantes beatam spem, et adventum glorias magni Deu, et Salvatoris nostri Jesu Christi.
Considera que por la gracia
que aquí se dice manifestada se entiende el entrañado amor de Jesucristo hacia
los hombres, amor nunca merecido por nosotros, y por esto se llama gracia.
Este amor por otra parte fue siempre el mismo en Dios, pero no
siempre se mostró del mismo modo. Primeramente fue prometido en tantas
profecías, y encubierto bajo el velo de tantas figuras.
Más en el nacimiento del
Redentor se dejó ver a las claras este amor divino, apareciendo a los hombres
el Verbo eterno, niño, recostado sobre el heno, que gemía y temblaba de frío,
comenzando ya de esta manera a satisfacer por nosotros las penas que
merecíamos, y dando así mismo a conocer el afecto que nos tenía, con dar por
nosotros la vida.
Porque, como dice san Juan:
En esto hemos conocido la caridad de Dios, en que puso él su vida por nosotros.
1 Jn 3, 16. Se manifestó, pues, el amor de Dios, y se manifestó a todos,
ómnibus hominibus. Pero ¿por qué después no le han conocido todos, y todavía
hay tantos que no le conocen? El mismo Jesucristo da la razón: Porque los
hombres amaron más la tinieblas que la luz. Jn. 3, 19. No le han conocido ni
conocen, porque no quieren, estimando en más las tinieblas del pecado, que la
luz de la gracia.
Procuremos no ser del
número de estos infelices. Si hasta aquí hemos cerrado los ojos a la luz,
pensando poco en el amor de Jesucristo, procuremos en los días que nos restan
de vida tener siempre delante la vista las penas y la muerte de nuestro
Redentor, para amar a quién tanto nos ha amado, “aguardando entre tanto la
esperanza bienaventurada y el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador
nuestro Jesucristo”.
Así podremos confiar
fundadamente, según las divinas promesas, en aquel paraíso que Jesucristo nos
ha adquirido con su sangre. En esta primera venida, viene Jesús niño, pobre y
envilecido, y dejase ver nacido en un establo, cubierto de pobres mantillas, y
reclinando sobre el heno; pero en la segunda venida vendrá de juez sobre un
trono de majestad.
¡Dichoso en aquella hora el
que le habrá amado, y miserable el que no le haya amado!
Afectos y súplicas.
¡Oh mi santo Niño! Ahora os
veo sobre esa paja, pobre, afligido y abandonado; más sé que un día habéis de
venir a juzgarme en un solio de resplandores, y cortejado por los ángeles. ¡Ah!
Perdonadme, antes que me hayáis de juzgar. Entonces deberéis portaros como Dios
de justicia, pero ahora sois para mí Redentor y Padre de misericordia.
Yo ingrato, he sido uno de
aquellos que no os han conocido, porque no han querido conoceros; y por esto en
vez de pensar en amaros, considerando el amor que me habéis tenido, no he
pensado sino en satisfacer mis apetitos, despreciando vuestra gracia y vuestro
amor. Esta mi alma, que he perdido, ahora la consigno en vuestras santas manos.
Salvadla, Señor: In manus
tuas commendo spiritum meum. En tus manos mi espíritu encomiendo, tú, Yahveh,
me rescatas. Dios de verdad. Sal.31, 6.
En Vos pongo, deposito
todas mis esperanzas, sabiendo que habéis dado la sangre y la vida por mí, para
rescatarme del infierno: Redemisti me, Domine, Deus veritatis. Vos no habéis
permitido que yo muriese cuando estaba en pecado, y me habéis esperado con
tanta paciencia, para que yo, reconocido, me arrepienta de haberos ofendido, y
comience a amaros; y así podáis después perdonarme y salvarme. Sí, Jesús mío,
pues perdonarme y salvarme.
Sí, Jesús mío, quiero
complaceros: yo me arrepiento sobre todo mal de cuantos disgustos os he
causado: me arrepiento, y os amo sobre todas las cosas. Salvadme por vuestra
misericordia; y mi salvación sea amaros siempre en esta vida y en la eternidad.
Amada madre mía, María,
recomendadme a vuestro Hijo. Hacedle presente que yo soy siervo vuestro, y que
en Vos he puesto mi esperanza. Él os oye, y nada os niega.
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