Meditación
XVII
Nacerá
para vosotros el sol de justicia, y la salud bajo sus alas.
Orietur
vobis sol justilice, et sanitas in pennis ejus.
(Malach.
4, 2)
Vendrá
vuestro Médico, dice el Profeta, a sanar los enfermos, y vendrá veloz como ave
que vuela, y cual sol que al asomar en el horizonte envía al momento su luz al
otro polo.
Pero
he aquí que ya ha venido. Consolémonos, pues, y démosle gracias, dice san
Agustín, porque ha bajado hasta el lecho del enfermo, quiere decir, hasta tomar
nuestras carne; puesto que nuestros cuerpos son los lechos de nuestras almas enfermas.
Los
otros médicos, por mucho que amen a los enfermos, solo ponen todo su cuidado
por curarlos; pero ¿quién por sanarlos toma para sí la enfermedad?
Jesucristo
solo, ha sido aquel médico que se ha cargado con nuestros males, a fin de
sanarlos. No ha querido mandar a otro, sino venir Él mismo a practicar este
piadoso oficio, para ganarse nuestros corazones. Ha querido con su misma sangre
curar nuestras llagas, y con su muerte librarnos de la muerte eterna, de que
éramos deudores. En suma, ha querido tomar la amarga medicina de una vida
continuada de penas, y de una muerte cruel, para alcanzarnos la vida y
labrarnos de todos nuestros males. El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo
tengo de beber? Decía el Salvador a Pedro. Jn. 18, 11. Fue, pues, necesario,
que Jesucristo abrazase tantas ignominias para sanar nuestra soberbia: abrazase
una vida pobre para curar nuestra codicia: abrazase un mar de penas, hasta
morir de puro dolor, para sanar nuestro deseo de placeres sensuales.
Afectos
y súplicas.
Sea
siempre loada y bendita vuestra caridad, Redentor mío. Y ¿qué sería de mi alma
tan enferma, y afligida por tantas llagas, si no tuviese a Vos, Jesús mío, que
me podéis y queréis sanar? ¡Ah! Sangre de mi Salvador, en ti confío; lávame y
sáname: Me arrepiento, amor mío, de haberos ofendido. Vos para manifestarme el
amor que me tenéis, habéis llevado un vida tan atribulada, y sufrido una muerte
tan amarga… Yo quisiera manifestaros también mi amor; mas ¿qué puedo hacer
miserable enfermo y tan débil?
¡Oh
Dios de mi alma! Vos podéis curarme, y hacerme santo, pues sois todopoderoso.
Encended en mí un gran deseo de daros gusto. Renuncio a todas mis
satisfacciones por agradaros, Redentor mío, que merecéis ser complacido a toda
costa. ¡Oh sumo Bien! Yo os estimo y os amo sobre todo otro bien; haced que os
ame, y que os pida siempre vuestro amor. Hasta aquí os he ofendido, y no os he
amado porque no he solicitado vuestro amor.
Este
busco ahora, y os pido la gracia de buscarlo siempre. Oídme por los méritos de
vuestra Pasión.
¡Oh
madre mía, María! Vos estáis siempre dispuesta para oír a quien os ruega; Vos
amáis a quien os ama. Yo os amo, pues, Reina mía; alcanzadme la gracia de amar
a Dios, y nada más os pido.
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