Meditación
X
Virum
dolorum et scientem infirmitatem. (Isai. LIII, 3).
Varón
de dolores y que sabe de trabajos.
Así
llamó el profeta Isaías a Jesucristo, el hombre de dolores; sí, porque este
hombre fue engendrado para padecer, y desde niño comenzó a sufrir los mayores
dolores que jamás habían sufrido los otros.
El
primer hombre Adán tuvo algún tiempo en que gozó en esta tierra las delicias
del paraíso terrenal. Pero el segundo Adán, Jesucristo, no tuvo momento alguno
de su vida que no estuviese lleno de afanes y agonías; habiéndole ya afligido
desde niño la vista funesta de todas las penas e ignominias que debía padecer
en su vida, y especialmente después en su muerte, sumergido en una tempestad de
dolores y oprobios; como ya predijo David por aquellas palabras: He llegado a
alta mar, y la tempestad me vio anegado. “Y se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz”. Flp. 2, 8.
Jesucristo
desde el vientre de María aceptó la obediencia dada a él por el Padre, acerca
de su pasión y muerte: Facius obediens usqve ad mortem; pues que desde el
vientre de María previó los azotes, y ofreció a estos sus carnes: previó las
espinas y ofrecióles su cabeza: previó las bofetadas y ofreció sus mejillas:
previó los clavos y ofreció las manos y los pies: previó la cruz y ofreció su
vida.
De
aquí fue, que nuestro Redentor desde la primera infancia, en todos los momentos
de su vida padeció un continuo martirio, y este le ofreció sin cesar por
nosotros al eterno Padre.
Pero
lo que más le afligió fue la vista de los pecados que debían cometer los
hombres, aun después de su penosa redención.
Conocía bien con su luz divina
la malicia de todos los pecados, y para quitarlos venia al mundo; mas viendo
además un número grande que se habían de cometer después, esto dio mayor pena
al corazón de Jesús, que las penas que han padecido y padecerán todos los
hombres de la tierra.
Afectos
y súplicas.
Dulce
Redentor mío, ¿cuándo será que yo comience a ser agradecido a vuestra bondad
infinita? ¿Cuándo comenzaré a reconocer el amor que me habéis tenido, y las
penas que por mí habéis sufrido? Hasta aquí en vez de amor y gratitud os he
dado ofensas y desprecios.
¿Deberé,
pues, seguir siempre viviendo ingrato a Vos, Dios mío, que nada habéis excusado
por conquistaros mi amor? No, Jesús mío, no ha de ser así. Yo quiero en los
días que me restan de vida seros agradecido, y Vos me habéis de ayudar.
Si os
he ofendido, vuestras penas y vuestra muerte son mi esperanza. Vos habéis
prometido perdonar al que se arrepiente. Yo me arrepiento con toda el alma de
haberos despreciado.
Cumplid
vuestra palabra, amor mío, perdonadme. Oh mi amado Niño, en ese pesebre os
contemplo clavado ya en la cruz que tenéis presente y aceptáis por mí.
Infante
mío crucificado, os diré, yo os doy gracias y os amo. Vos sobre esa paja,
padeciendo por mí, y preparándoos ya para morir por mi amor, me convidáis y
mandáis que os ame diciendo: Amarás al Señor tu Dios. Y yo no deseo otro que
amaros. Ya, pues, que de mí queréis ser amado, dadme todo el amor que de mí
exigís. El amor hacia Vos es don vuestro, y el don más grande que podéis hacer
a un alma.
Aceptad,
o Jesús mío, por amante vuestro un pecador que tanto os ha ofendido. Vos habéis
venido del cielo a buscar las ovejuelas perdidas: buscadme, pues, que yo no
busco a otro que a Vos.
Queréis
mi alma, y ella no quiere a otro que a Vos. Amáis a quien os ama diciendo:
Diligentes me delego. Yo os amo, amadme también Vos, y si me amáis, atadme a
vuestro amor, y atadme de manera que no pueda separarme más de Vos. María madre
mía, ayudadme.
Sea
también vuestra gloria ver amado a vuestro Hijo de un miserable pecador, que
antes tanto le ha ofendido.
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