LA VIRGEN
MARÍA
Mons.
Tihámer Toth
Obispo de
Veszprém (Hungría)
CAPÍTULO NOVENO
DEVOCIÓN DE ESPAÑA A MARÍA
Para encomiar la
veneración y amor que España profesa a María, basta recordar algunos párrafos
de JUAN VÁZQUEZ DE MELLA:
«La Cristología y la
Mariología forman una unidad que la historia de la Teología demuestra que no se
puede separar y que tiene que ser afirmada o negada totalmente.
El tipo de la Virgen
es de una grandeza tal, que excede a todas las ideas más altas de los hombres.
Hija, esposa, madre,
virgen, todo a un tiempo y en una sola unidad, es el ideal realizado de una
belleza sobrenatural que toscamente los artistas de la primera época de la Edad
Media querían representar en la imagen de Santa Ana teniendo en su regazo a la
Virgen, que tenía en el suyo al Niño Dios.
Turbada y humilde en
la salutación angélica; transportada de
gozo en el Magnificat;
atravesada con todas las espadas del dolor en el Stabat Mater Dolorosa,
bajo todas las formas y advocaciones ha rendido la admiración de los hombres,
pues hasta el mahometismo, la religión de la impureza, ha proclamado en el
Corán su virginidad y su Concepción Inmaculada, y ningún verdadero poeta ha
pasado delante de su altar sin saludarla con una vibración de su lira y de su
alma.
Hay una palabra que
es la primera que se pronuncia: Madre. Sólo los que la han conocido y la han
perdido después de vivir y crecer bajo el impulso de su amor, pueden comprender
todo lo que ese nombre encierra.
El despertar de la
niñez y las primeras oraciones puestas con los primeros besos en los labios;
las horas doradas de la adolescencia que no volverán; las inquietudes, las
ilusiones, las esperanzas y también los desengaños que las marchitan; las congojas
y las alegrías, todo se enlaza a la que nos comunicó la savia del cuerpo y del
alma; y por eso, cuando la perdemos, nos acompaña como una sombra invisible,
dejándonos un recuerdo fúnebre que los años no borran en la memoria y una
espina siempre
clavada en el corazón.
¡La orfandad! ¿Qué
religión y filosofía han pensado en aliviarla y en suprimirla sustituyendo la
madre muerta con una que no muere nunca?
Sólo una religión
divina podía hacerlo, y la Iglesia nos la muestra en la Virgen, no como un
símbolo, sino como una realidad, como la realidad que invocan en las horas de
angustia nuestras madres, y de la que todos guardamos testimonio, porque es
ella la que, en momentos supremos, cuando el corazón es arrastrado por las
aguas negras del dolor, parece que se inclina hacia nosotros y nos alarga su
manto para que, asidos a él, nos salvemos del naufragio.
Por eso el culto a
la Virgen acompaña a la sociedad cristiana desde sus orígenes. El
protestantismo, al alzarse contra la Iglesia, se alzó contra la Virgen, y,
fabricándose una historia para justificar sus negaciones, llegó a decir que no
hubo imágenes que probasen el culto a la Virgen hasta después del Concilio de
Éfeso. Y los muros de las Catacumbas, que se han derrumbado sobre las
negaciones protestantes, contestaron con magníficos descubrimientos arqueológicos,
como el de las Catacumbas de Santa Priscila, donde aparecen múltiples imágenes
de la Virgen, y precisamente una de las escenas es la salutación angélica, y
otra el vaticinio de Isaías, de tal perfección, contrastado con la pobreza de
otras pinturas, que se ha llegado a decir que si se hubiesen descubierto en el
siglo XVI, pudiera haberse creído que servían de inspiración a Rafael, ¡y son
del primer siglo y contemporáneas de San Juan!
La historia de
España está de tal manera unida al culto de la Virgen, que sin él no se
concibe. En el décimo Concilio de Toledo ya se regulan sus festividades que se
venían celebrando, y, cuando la nacionalidad empieza, todas las lenguas la
cantan como la alondra de la aurora. La de Castilla puede decirse que empieza
con la Vida de Santa María Egipcíaca; la catalana, con el Desconsuelo,
de Raimundo Lulio, y la gallega, con las Cantigas, de Alfonso el Sabio.
Y cuando toda la
Península se estremece con las terribles invasiones de Almanzor, que amenazan
reducir la Reconquista a las grutas y las montañas de donde salieron los
primeros guerreros; cuando los normandos siembran el espanto en las costas, y
la monarquía naciente vacila en el siglo milenario, un Obispo compostelano, San
Pedro de Mezonzo, como un quejido de angustia, pero también de esperanza y de
amor, que sale del alma española, forma la Salve, que después rezará la
Cristiandad entera.
Y en el siglo XIII,
cuando todos los esfuerzos se agotaban en la lucha contra los albigenses, Santo
Domingo de Guzmán, como supremo precursor, por inspiración de lo Alto,
instituye el Rosario. Y bien puede decirse que toda la Reconquista no es
más que la marcha triunfal de España a través de un río de sangre y de una selva
de laureles, cuyas ramas van separando con su espada los cruzados para abrir
paso a la Virgen, que los protege con su manto y lo tiende sobre ellos como un
dosel de gloria; y por eso dan su nombre a la carabela de Colón y a la
prodigiosa de Magallanes, la primera que dio la vuelta a la tierra.
Y a la historia
común corresponde la particular de las regiones, que parece que se agrupan ante
un altar de la Virgen para recibir el calor y la protección de la madre.
Sevilla, con los
esplendores de su cielo y la gallardía de su Giralda, y las vegas perfumadas
que riega el Guadalquivir, se abre como una rosa para exhalar el aroma de su
alegría ante la imagen de la Macarena; Granada ofrece sus maravillosos
cármenes a la Virgen de las Angustias, como si quisiera endulzar su
amargura; en Murcia, la Virgen de la Fuensanta reina sobre las fiestas,
los cantos y los hogares de la muchedumbre campesina; en Valencia, la Virgen
de los Desamparados parece una pasionaria ante la que se inclinan
amorosamente todas las flores de su huerta; en Cataluña, sobre las rocas que
parecen las columnas de un templo ciclópeo quebrantadas por un terremoto, se
levanta la Virgen de Montserrat, más alta que las chimeneas de las
fábricas, que asemejan con las nubes de su humo sus incensarios; en Navarra,
una raza más fuerte que el granito y el roble de sus montañas se postra
ferviente y rendida ante la Virgen de Puy y del Camino; en Vizcaya, por encima
del árbol milenario de sus libertades, la Virgen de Begoña preside el
trabajo fecundo de sus hijos; en Asturias, en una grieta del Auseva, la Virgen
de Covadonga, la Virgen de las batallas, la primera que vieron mis ojos,
señala, en el hilo de agua que brota a sus pies y se filtra en el musgo de las
rocas, el torrente que se convertirá en río de sangre que atravesará la
Península y penetrará en el mar señalando el camino que recorrerán los audaces
aventureros para dominar el planeta; en Galicia, en la incomparable
Catedral Compostelana,
frente al Pórtico de la Gloria, el arco de triunfo levantado por la Fe y
el Genio a los Cruzados de Las Navas, los versos de Rosalía de Castro parecen
caer sobre la Virgen de la Soledad, como gotas de llanto con que la
piedad popular quiere regar las heridas que producen en su corazón las espadas
del dolor; en Extremadura, la Virgen de Guadalupe, a cuyos pies fue a descansar
como un león fatigado el gran Emperador, señala, con el esplendor y decadencia
de su culto, la grandeza y la postración de su pueblo; en León, Santa María,
donde Alfonso VII quiere poner como un exvoto su espada y el manto imperial,
que intenta extender sobre los demás Estados; en Castilla, la Virgen que llevan
en el arzón de su caballo el Cid Campeador y San Fernando, y las múltiples
imágenes de la Virgen del Carmen, que parece encontrar su pedestal más
apropiado en el corazón de Santa Teresa; y, finalmente, en Aragón, en las
márgenes del río que da nombre a toda la Península, se levanta la Virgen cuyo Pilar
indica una tradición que sube hasta la edad gótica y los últimos tiempos de
Roma y llega a la edad apostólica como un cimiento de España. Porque la Virgen,
con sus distintas advocaciones, coronada de estrellas o atravesada por espadas
dolorosas o triunfante, reúne con su culto los amores de esta Patria, que
creció bajo su manto, desde el Auseva, al empezar la gran Cruzada occidental,
hasta terminarla invocando su nombre en la última de las Cruzadas en Lepanto.»
(Fragmento del
discurso pronunciado en el Teatro de las Damas Catequistas el 7 de mayo de
1922).
Y ¿qué decir de la
devoción de la América Española a la Santísima Madre? Los santuarios de
Guadalupe, de los Remedios, de Ocotlán, de San Juan de los Lagos, en Méjico; de
la Caridad del Cobre, en Cuba; de Altagracia, en Haití; de Chiquinquirá, en Colombia;
del Rosario, en Perú; de Andacollo, en Chile; de Luján, en Argentina —y
solamente nombramos unos pocos—, son pruebas fehacientes de la tierna devoción
con que los católicos
hispanoamericanos honran a
la Santísima Señora y del solícito cuidado con que han sabido conservar esa
devoción, aprendida de labios de los primeros misioneros españoles.
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