LA VIRGEN
MARÍA
Mons.
Tihámer Toth
Obispo de
Veszprém (Hungría)
CAPÍTULO SEXTO
“ME LLAMARÁN BIENAVENTURADA
TODAS LAS GENERACIONES”
(Lucas 1, 48)
EL CULTO DE MARÍA EN EL PRIMITIVO
CRISTIANISMO - EL CULTO DE MARÍA EN LOS TIEMPOS MEDIEVALES - EL CULTO DE MARÍA
EN LA ÉPOCA MODERNA -
La historia del
culto mariano tiene un rasgo peculiar en extremo interesante, que merece ser
estudiado en un capítulo aparte. Y es que la Virgen María, visitando a su prima
Isabel, predijo el culto extensísimo, general, que había de recibir en el decurso
de los siglos, y sus palabras proféticas y su cumplimiento incesante y perfecto
nos obligan a una profunda meditación.
Imaginémonos que una
muchacha lugareña, de unos dieciséis años, viniese a la capital y en una de las
calles más céntricas empezase a decir con toda seriedad: «Ya veréis que
mientras el mundo exista los hombres, desde el Polo Norte al Polo Sur, hablarán
siempre de mí, una pobre aldeana, con admiración!...» ¡Qué sonrisas de lástima provocaría
en nosotros! ¿No es verdad?
Pues esto, poco más
o menos, es lo que aconteció con la Virgen María. El mismo país de los judíos
carecía de importancia en el mundo a la sazón conocido; y Nazaret, donde tenía
su hogar aquella doncella, era un pueblecito insignificante, y de no muy buena
fama (Jn 1, 46), de la tierra de los judíos. Después de la salutación del
ángel, aquella doncella desconocida, María, parte de su pueblo para visitar a
su prima Isabel; y brota de sus labios el gozo, y se le escapa un grito... que,
por su increíble ingenuidad, sólo podría ser motivo de risas si el testimonio
de dos milenios no lo confirmase.
Isabel saluda con
regocijo a la Virgen María, y María responde al saludo de Isabel con este
bellísimo himno: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra de
júbilo en Dios mi salvador: porque ha puesto los ojos en la bajeza de su
esclava; desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque
ha hecho en mí cosas grandes Aquel que es poderoso, cuyo nombre es santo» (Lc
1, 46-49).
¡Con qué
incredulidad hubiésemos recibido estas palabras si casualmente hubiésemos
presenciado la escena!
¿Te llamarán
bienaventurada todas las generaciones? ¿Los millones y millones de hombres que
vivirán en la tierra? Pero, ¿quién eres tú? ¿Tal vez la esposa de un emperador
poderoso? ¿Quizá la hija del casi omnipotente César Augusto? Pero ¡no! Tú eres
hija desconocida de un pueblo insignificante. ¡Tú sueñas! ¡Son alucinaciones!
Pero la historia
refuta nuestras palabras de desprecio... De ello quiero tratar en este
capítulo. Pasemos revista a la historia para ver cómo se realizó, palabra por
palabra, lo que María dijo: «Me llamarán bienaventurada todas las
generaciones.»
Veamos la historia
del culto mariano: I, en la edad antigua; II, en los tiempos
medievales; y III, en la época moderna.
I
EL CULTO DE MARÍA EN EL PRIMITIVO CRISTIANISMO
A) El culto mariano
se presenta hoy a nuestra mirada como una inmensa catedral que abarca el mundo
entero; todas las generaciones han ido construyendo, ampliando esa magnífica catedral;
pero los cimientos fueron puestos por los evangelistas SAN MATEO y SAN LUCAS,
que con pocas palabras dicen de María lo más grande que decirse pueda de una
criatura.
Los primeros
fundamentos del culto mariano los encontramos en las primeras páginas de los
Evangelios, allí donde el evangelista refiere la genealogía terrena de Jesús y
termina la relación con estas palabras: «Y Jacob engendró a José, el esposo
de María, de la cual nació Jesús, por sobrenombre Cristo» (Mt 1, 16).
Si en toda la
Sagrada Escritura no se volviese a decir nada más de María, estas breves
palabras serían más que suficientes para explicar el intenso culto que se le
tributa. ¿Dónde hay elocuencia humana capaz de agotar este solo pensamiento:
¡María es la Madre de Dios! ¿No hay que honrar a la Madre que tiene por hijo a
Dios?
Todo el culto que le
tributaron con alma jubilosa los siglos cristianos brota de este solo hecho:
ella es la Madre de Cristo, del Hijo de Dios encarnado.
Se consignan también
en el Evangelio de SAN LUCAS las bellísimas palabras con que saludó por primera
vez a la Virgen María el ángel del Señor, y que desde entonces son repetidas a diario
por millones y millones de hombres: «Dios te salve, llena de gracia, el
Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres » (Lc 1, 28).
Y leemos, también en
SAN LUCAS, el rápido eco que tuvo esta salutación, cuando Isabel recibió a
María con estas palabras: «¡Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y
bendito es el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42).
Leemos la historia
de los pastores de Belén. Fueron apresurados a Belén, y hallaron... ¿a quién?
¿Hallaron a un niño solo? No. Sino: «Hallaron a María y a José, y al Niño
reclinado en el pesebre» (Lc 2, 16). Junto al Niño divino está siempre
también su Madre Virgen.
Y leemos su
presentación en el templo, la visita que allí hace Jesús a los doce años y su
vuelta; al final del acontecimiento memorable hay estas líneas: «Y les
estaba sujeto» (Lc 2, 51). Cristo era obediente hijo de María.
Y pendiente de la
cruz, el Señor confía su Madre al apóstol SAN JUAN con estas palabras: «Ahí
tienes a tu Madre.» Y los HECHOS DE LOS APÓSTOLES consignan que después de
la Ascensión de Cristo, el centro de cohesión de los Apóstoles fue la Virgen
Santísima.
Dios envió a un
arcángel para saludar a la Virgen María, y esta Virgen es la Madre de Dios, y a
esta Madre obedecía con humilde amor su divino Hijo...: he ahí la raíz última
del culto mariano; he ahí la primera etapa del cumplimiento de la profecía: «Me
llamarán bienaventurada todas las generaciones».
B) El acendrado
amor con que la piedad de los primeros cristianos rodeó a la Virgen María se
muestra con diferentes testimonios. Y si no quisiéramos dar crédito a los
pasajes mencionados de la Sagrada Escritura, hablarían las mismas palabras a favor
de María; imágenes, estatuas, iglesias, leyendas, santuarios, fiestas y
cánticos antiquísimos darían prueba de la piedad con que la Iglesia católica
enaltece a María.
El primer testimonio
nos lo dan las antiquísimos imágenes. El culto cristiano, al principio, se
celebraba —a causa de las persecuciones sangrientas— en las catacumbas. Y es un
hecho interesante que en las catacumbas más antiguas, por ejemplo, en las de
Priscila, ya se hallan imágenes de la Virgen Bendita, teniendo en sus brazos al
Niño Jesús. Tales imágenes datan de la primera mitad del segundo siglo. Se daba
culto a la Virgen María en una época en que —por decirlo así— estaba todavía
caliente la Sangre de Cristo, cuando los primeros mártires ofrendaban su vida por
la fe de Jesús. ¿Es posible que los primeros cristianos ya se hubiesen desviado
de la fe verdadera?
Si el culto mariano
no es compatible con la voluntad de Cristo, ¿no habrían protestado los que
pudieron aprender todavía su fe de los mismos apóstoles y de sus sucesores
inmediatos? Y no protestaron, más aún, nos legaron hermosos libros en defensa
de María, que provienen del segundo siglo y se deben a la pluma de San Justino,
San Ireneo y Tertuliano.
También se prueba la
antigüedad del culto mariano por aquel cúmulo de leyendas que se
trenzaron en torno de la figura bendita ya en los primeros tiempos, leyendas
que nos han sido transmitidas por los llamados escritos apócrifos.
Otro paso en el
desarrollo del culto mariano fue la institución de las fiestas de María,
que colocaron ante la vista de los fieles algún que otro acontecimiento de la
vida de la Virgen. Un nuevo paso son las iglesias erigidas en su honor.
Bien es verdad que hasta el siglo IV no encontramos tales templos al descubierto
sobre el suelo; pero mucho antes los cristianos honraban con amor y homenaje
las imágenes de María bajo tierra, en las catacumbas.
El más antiguo
templo mariano de que tenemos noticia lo hizo construir el Papa Silvestre I, a
principios del siglo IV; es la iglesia de «María Antigua». En el siglo V, el
Papa Sixto III hace construir la de «Santa María la Mayor», que todavía hoy es
uno de las más hermosas iglesias marianas del mundo entero. Desde entonces andan
a porfía, para levantar iglesias en honor de la Virgen, emperadores, reyes,
obispos y seglares distinguidos, de suerte que
al finalizar ya la edad
antigua se alzan templos a cual más hermosos, que testifican la verdad,
expresada en el himno de la humilde Virgen de Nazaret: «Me llamarán
bienaventurada todas las generaciones.»
Y para ver el
cuidado filial y la preocupación solícita con que los primitivos cristianos
velaban por la dignidad y el culto de María, basta recordar el Concilio de
Éfeso, celebrado en el año 431, en que tuvo de procederse a la defensa de la
maternidad divina de María contra las herejías.
El pueblo cristiano,
congregado en gran multitud, esperaba con ansiedad las noticias que le llegaban
del Concilio: a ver cómo fallarían los Obispos. Y cuando por la noche conoció
el resultado, cuando supo que el Concilio hacía triunfar la maternidad divina
de María, la recelosa inquietud se trocó en una manifestación espontánea de
júbilo, y el pueblo acompañó a los Padres del Concilio con procesiones de
antorchas, en medio de un entusiasmo delirante. ¿Es posible que aquella que fue
honrada con tanto amor filial por el cristianismo del siglo V sea olvidada por
los cristianos del siglo XX?
II
EL CULTO DE MARÍA EN LOS TIEMPOS MEDIEVALES
La santa herencia
recibida de los primeros siglos cristianos fue piadosamente recogida y ampliada
por la Edad Media. Junto a las antiguas fiestas marianas se instituyeron otras
nuevas. Se introdujo la costumbre de consagrar de un modo especial, cada
sábado a María. Se compusieron himnos a cual más hermosos en honor de la
Virgen. Se propagó de un modo especial la oración del Avemaría; hasta el siglo
XV solamente la primera parte, o sea las palabras del Arcángel y el saludo de
Santa Isabel; después, a segunda parte, tal como la rezamos hoy día. Se
difundió el rezo del Santo Rosario, y desde el siglo XIV pasa de
campanario en campanario, de pueblo en pueblo, la voz de pregón con que las campanas
invitan al Ángelus, la voz solemne y suave del Ave, que resuena en medio del
silencio, de la tranquilidad de la aldea. ¡Qué emociones más excelsas
experimenta el hombre cansado por las faenas del día, cuando de un valle
oculto, de una capilla lejana, se oye de repente la campana del Ángelus!
Cuadros hermosísimos
de pintores, bellísimos versos de poetas sirven de expresión a esa poesía de
embeleso. Pasta leer las estrofas maravillosas de Lord Byron (inglés), de
Lamartine (francés), de Gebel (alemán), que cantan la «campana del Ángelus». Es
interesante el hecho de que a mediodía se toquen las campanas aún en muchas
iglesias que no son católicas... El mismo que las toca no sabe el porqué.
Tendríamos que
dedicar un capítulo especial a la labor de las Órdenes de Caballeros, de las
Congregaciones marianas y Órdenes religiosas, que en noble competición
rindieron culto a la Virgen, como por ejemplo, los cistercienses, los
premonstratenses, los dominicos, los franciscanos.
Recuérdense también los
centenares y millares de santuarios, iglesias, catedrales, levantados
durante la Edad Media en honor de la Virgen Santísima, himnos marianos plasmados
en piedra, esplendores regios del estilo románico y del gótico, que por todos los
países y ante todos los hombres pregonan el cumplimiento de las palabras
proféticas: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones».
¿Quién podrá
enumerar las hermosísimas iglesias que la Edad Media, con el perseverante y
admirable trabajo de decenios de siglos, levantó en honor de la Virgen
Santísima? ¿Quién podrá componer la lista de volúmenes que cantan la gloria de
María? ¿Contar los millares de imágenes y célebres cuadros de la Madre de Dios?
¿Las innumerables poesías que los hombres le ofrecieron en homenaje, empezando
por los cantos XXXII y XXXIV del Paraíso, del DANTE?
Hoy día nadie sabe
pintar imágenes de María como las de Fray Angélico o de Rafael. Nadie sabe
cantarle melodías como las que brotaron de las armas medievales. Quizá nunca
vuelva la humanidad a levantar catedrales como las que el Medievo erigió en honor
de María. No se podrá ya imitar la ternura —y por decirlo así — el balbuceo
infantil con que la Iglesia mimaba en su liturgia a la Virgen Santísima,
llamándola «cedro del Líbano», «ciprés de Sión», «palmera de Cades», «rosa de
Jericó», «olivo», «bálsamo», «casa de oro», «torre de marfil», «rosa mística».
¿Nos es lícito a
nosotros, cristianos modernos; olvidar el alto grado a que llegaron nuestros
mayores en la antigüedad y en el Medievo honrando a la Virgen Santísima?
III
EL CULTO DE MARÍA EN LA ÉPOCA MODERNA
¿Qué aspecto
presenta la época presente? Es época que al principio vio peligrar el culto
mariano, porque la terrible conmoción religiosa del siglo XVI se volvió con
peculiar vehemencia contra este culto, Un sinnúmero de imágenes y estatuas
marianas, artísticamente inapreciables, fueron víctima del odio más obcecado. Es
la época en que podía tal vez ocurrírsele al hombre pensar con honda duda: «Me
llamarán bienaventurada todas las generaciones »...; sí, hasta hoy ha sido
verdad; pero ¿lo será también en adelante?
A) Pues bien; si
ahora, en la primera mitad del siglo XX, echamos una mirada retrospectiva sobre
los mismos tiempos de la época moderna, vemos con emoción que nuestro recelo
carece de fundamento. Apenas se produjo la dolorosa escisión, tan pronto se desgajó
una hermosa y grande rama del árbol de la Iglesia, cuando, a los pocos años, en
1563, se fundó la primera Congregación Mariana, y se difundieron con una
rapidez increíble las congregaciones, que, no solamente propagaban el culto
mariano, sino que, además, lograron, precisamente por ello, una radical renovación
religiosa.
También vemos en
esta época un auge incomparable de las romerías a los diferentes santuarios
marianos. Muchos hombres, del todo escépticos, se escandalizan hoy de estas
peregrinaciones. Y, sin embargo, sólo puede escandalizarse quien desconozca el alma
humana, el deseo místico, el afán innato que, no sólo en el cristianismo, sino
también en las otras religiones, dio por resultado un gran incremento de las
peregrinaciones. En fin de cuentas, si no nos escandalizamos de que una miss
americana diga en la habitación de Goethe, en Wéimar: « ¡Ah! ¡Es aquí donde
vivió el gran Goethe! », y de que millares y millares de hombres se detengan en
silencio delante de una casa señalada con una pequeña lápida de mármol, porque
« ¡Aquí nació Beethoven! », « ¡En esta casa vivió Napoleón! », tampoco puede
causarles sorpresa, ni pueden tomar a mal que el corazón cristiano siempre se
haya sentido intensamente atraído por Belén, Nazaret, Jerusalén, la tumba de
San Pedro..., los lugares en que vivió y se movió Cristo, o en que vivieron los
héroes de la fe cristiana.
Y ya que no todos
pueden ir tan lejos, han de contentarse muchos con una imagen sagrada,
principalmente con una imagen mariana, y visitarla en peregrinación y explayar
ante ella el corazón. Tal es el origen de los famosos santuarios de Loreto, Lourdes,
Censtochova, Guadalupe, etc., que constantemente se ven visitados por millares
y centenares de millares de fieles que allí acuden para cantar las alabanzas de
María. Lo que significan estos santuarios marianos en orden a profundizar la
vida religiosa, difícilmente podría decirse. Esto hay que vivirlo.
Los que no están
conformes con el culto mariano sacan a relucir con preferencia los abusos
reales o más bien los abusos imaginarios que se cometen. Es indudable que en el
vivo colorido del culto mariano se mezclan también los rasgos peculiares de determinados
países, razas o clases sociales, y si el hijo de los países norteños toma parte
con su sangre fría en la liturgia con los meridionales de sangre caliente, o si
un erudito sepultado entre libros se encuentra de repente en medio de las
manifestaciones ardientes de los peregrinos llegados a un santuario mariano...,
es posible que el espíritu de crítica quiera entonces poner sus peros y, sin
embargo, no hay motivo ni razón. Porque si Dios ha creado una inmensa variedad
de naciones y pueblos, entonces es lícito y obvio que se introduzcan mil
variedades de colores en el culto que brota de un mismo dogma invariable, único
y verdadero.
Y aun allí donde
realmente se cometen abusos —o, con más precisión, donde hay falsas excusas
para divertirse—, por más que nos esforcemos por suprimirlos, no hemos de
olvidar que los hombres pueden abusar de todo lo grande y de todo lo noble;
pero así como no suprimimos las fiestas nacionales, porque hay personas que por
su entusiasmo patriótico se emborrachaban en ellas, de un modo análogo tampoco
podemos renunciar a las bendiciones del culto mariano porque por parte de
algunos se manifieste en una forma errónea..
B) ¿No habéis
experimentado, amigos lectores, cuán severa y fría es la casa donde no se
habla de la madre? Pues bien, la Iglesia católica no quiere ser una casa
huérfana de madre. En las páginas de su historia, casi dos veces milenaria,
sentimos una y otra vez el calor, el cuidado y la preocupación filial con que
la Iglesia defendió, pregonó y extendió el culto de María.
En un altar de la
Iglesia de la Universidad, en Budapest, hay una imagen muy conocida de María.
No es más que copia. El original está en Censtochova, en Polonia. Nuestra Iglesia
sirvió un día de templo a los paulistas; y el templo y el convento de Censtochova
es actualmente el centro de la Orden. El día 15 de agosto llegan anualmente
polacos a Censtochova para honrar a la Virgen, unos 300.000 peregrinos.
Cuando éstos entran en
el magnífico templo, después de una caminata de ocho o diez días a pie, hay que
ver en su cara y en sus ojos, arrasados de lágrimas, la alegría inmensa que
ninguna otra cosa puede comunicarles en esta tierra.
Hay que ver también
una noche cualquiera, desde la terraza que hay delante de la basílica de
Lourdes, a la multitud de todos los países que pasa con cirios encendidos en la
mano, y cantan el Avemaría, y levantan después el cirio, brotando de miles de gargantas,
con aire triunfal, con sentimiento de orgullo, el «Credo in unum Deum!» El que
ha vivido estas escenas sabe lo que significa el culto mariano para avivar
nuestra fe.
¿Y quién podrá
contar las fervorosas oraciones que se pronunciaron en todos los rincones del
mundo ante una imagen solitaria, perdida en los campos, de María? ¿Quién podrá
medir aquel mar de amargura que se mitigó ante una imagen de la Virgen María?
¿Quién podrá hacer una lista de todas las almas que después de una larga vida
pecaminosa se encontraron nuevamente con Cristo en algún santuario mariano? En
el Septentrión y en el Mediodía, en el Oriente y en el Occidente, en los montes
y en los valles, en los campos y en los bosques, se levantan amables imágenes,
capillas, iglesias dedicadas a la bienaventurada a la Virgen Madre.
Entra en cualquier
museo célebre del mundo y contempla los centenares de imágenes marianas de fama
mundial; escucha la serie de obras maestras de la literatura universal que
cantan a María; observa las bellas melodías de los cánticos marianos, a cual más
hermosos, compuestos por Haydn, Liszt, Mozart, Beethoven, Wágner, Gounod,
Verdi, y después medita, y piensa quién ha podido ser aquella doncella
desconocida que hace unos dos mil años pudo decir con tanta verdad, con una
verdad que excede toda imaginación: «Bienaventurada me llamarán todas las
generaciones ». No creo que, meditando en serio tal hecho inaudito haya hombre
que pueda negar a la Virgen María el respeto filial.
* * *
Agonizaba una madre,
y junto a su lecho, con el corazón oprimido, estaban sus hijos. Allí estaba el
menor, un niño de cinco años, que no podía comprender aún lo que significa
morir. No sabía más que su madre, a la cual había oído cantar tantas veces y tan
hermosamente, estaba entonces pálida, sin fuerzas, y yacía en la cama. Y el niño
con su ingenuidad infantil, le preguntó a la madre: «Mamaíta, ¿es verdad que ya
no volverás a cantar más?» Y a estas palabras, la mujer moribunda recogió todas
las fuerzas que le quedaban y, con un último esfuerzo, empezó a cantar: «Venid,
alabemos a María...» Es lo que pudo cantar. Después se desplomó muerta.
Pálida, sin fuerzas,
yace también nuestra época en su lecho de dolor. En vez de llevar una vida
tranquila, digna del hombre, vivimos en medio de privaciones, de un miedo
continuo y de cambios sociales. En el ruido infernal de la presente lucha de
vida o muerte, ¿puede oír aún el hombre moderno la voz de la campana que toca
el Avemaría? Se construyen fábricas de aviones y autos, Bancos y tiendas,
tribunales y prisiones...; pero ¿dónde se construyen espíritus fuertes que
honren a María? Y, sin embargo, si no son nuevamente numerosas las almas que
alaban a María, si no nos alistamos todos nosotros en las filas de las
generaciones que llaman bienaventurada a la Virgen María, no podremos experimentar
de nuevo la fuerza vivificadora del culto mariano. Coloquémonos, pues, en
espíritu junto a la Virgen María, que con alegría canta el «Magníficat», y
resuene, asimismo, en nuestros labios el cántico de alabanza: «Rosa del Edén,
luz del cielo, ¡oh, María; yo te bendigo!»
* * *
Saludo magnífico,
antiquísimo, de la Iglesia católica es aquella oración de todos conocida, que
comienza con estas palabras: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia;
vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve.» El que ha oído una vez
siquiera la magnífica melodía con que la cantan los religiosos en monasterios después
del rezo vespertino, antes de ir a descansar, habrá sentido en este cántico
toda la confianza filial, todo el respeto y devoción que la Iglesia de Cristo
tiene a la Madre de Jesús.
¡Dios te salve!,
Reina, Virgen gozosa, que desde la eternidad fuiste escogida por Dios y hallada
digna de ser la Madre de su Hijo Unigénito.
¡Dios te salve,
Reina!, Virgen dolorosa, que compartiste con fidelidad de mártir todos los
padecimientos de tu divino Hijo.
¡Dios te salve!
Reina, Virgen gloriosa, que gracias a la hermosura de tu alma impregnada de
Dios fuiste hecha de «esclava del Señor» «Reina de los cielos».
... Vuelve a
nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y después de este destierro, muéstranos
a Jesús, fruto bendito de tu vientre...
Oh clementísima, oh
piadosa, oh dulce siempre Virgen María.
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