Novena de
Navidad-segundo día, para rezar 17 de diciembre
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO
Para los nueve días antes de la Navidad
MEDITACIONES DE SAN ALFONSO MARIA DE LIGORIO
Para los nueve días antes de la Navidad
Meditación II
Sacrificio y ofrenda no quisiste, más me apropiaste cuerpo
Hb. 10, 5.
Hpatiam el oblationem noluisti, corpus autem aplasti mihi
Considera la grande
amargura de que debía sentirse afligido y oprimido el corazón de Jesús en el
seno de María en aquel primer instante en que el Padre le propuso la serie de
trabajos, desprecios, dolores y agonías que había de padecer en su vida, para librar
a los hombres de sus miserias.
Ya Jesús había dicho por el profeta Isaías: El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto, mi cuerpo di a los que me herían Is. 50, 4; como si dijera: Desde el primer momento de mi concepción, mi Padre hízome entender su voluntad de que yo llevase una vida de penas, para ser al fin sacrificado sobre la cruz.
Ya Jesús había dicho por el profeta Isaías: El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto, mi cuerpo di a los que me herían Is. 50, 4; como si dijera: Desde el primer momento de mi concepción, mi Padre hízome entender su voluntad de que yo llevase una vida de penas, para ser al fin sacrificado sobre la cruz.
Y ¡Oh almas! Todo lo
acepté por vuestra salvación, y desde entonces entregué mi cuerpo a los azotes,
a los clavos y a la muerte. Pondera aquí que cuanto padeció Jesucristo en su
Pasión, todo se le puso delante, estando aún en el vientre de su Madre, y todo
lo aceptó con amor; pero al hacer esta aceptación, y al vencer la natural
repugnancia de los sentidos
¡Oh Dios! ¡qué angustias y opresión no padeció el corazón de Jesús! Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir, con estar encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María; con las humillaciones y penalidades del nacimiento, siendo el lugar de este una gruta fría que servía de establo a las bestias; con haber de pasar después treinta años entretenido y envilecido en el taller de un artesano: al ver, por fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo de seductor, y reo de muerte, las más infame y dolorosa que se daba a los malvados.
¡Oh Dios! ¡qué angustias y opresión no padeció el corazón de Jesús! Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir, con estar encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María; con las humillaciones y penalidades del nacimiento, siendo el lugar de este una gruta fría que servía de establo a las bestias; con haber de pasar después treinta años entretenido y envilecido en el taller de un artesano: al ver, por fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo de seductor, y reo de muerte, las más infame y dolorosa que se daba a los malvados.
Todo, pues, lo
aceptó el Redentor nuestro en todos los momentos, y en todos ellos venía a
padecer reunidas en sí mismo todas las penas y abatimientos que después había
de sufrir hasta la muerte.
El mismo
conocimiento de su dignidad divina le hacía sentir más las injurias que estaba
para recibir de los hombres, diciéndonos por el Profeta: Mi ignominia está todo
el día delante de mí.
Continuamente tuvo a
la vista vergüenza, especialmente aquella que debía causarle algún día verse despojado,
desnudo, azotado y colgado de tres garfios de hierro, terminando así su vida
entre vituperios y las maldiciones de aquellos mismos por quienes moría.
Hízose obediente
hasta la muerte, y muerte de cruz. Y ¿Por qué? Por salvar a nosotros miserables
pecadores.
Afectos y súplicas.
Redentor mío. ¡Cuánto os costó desde que
entrasteis en el mundo el levantarme de la ruina que yo me he ocasionado con
mis pecados!
Pues Vos por
librarme de la esclavitud del demonio, al que yo mismo pecando me he vendido
voluntariamente, habéis aceptado ser tratado como el peor de los esclavos.
Y sabiendo yo esto,
he tenido valor de amargar tantas veces vuestro ¡amabilísimo corazón que me ha
amado tanto! Mas, ya que Vos siendo inocente y mi Dios, habéis abrazado una
vida y una muerte tan penosa, yo acepto, o Jesús mío, por amor vuestro todas
las penas que me vendrán de vuestras manos.
Las acepto y las
abrazo, porque me vienen de aquellas manos que han sido un día traspasadas a
fin de librarme de las penas del infierno tantas veces merecido.
Vuestro amor, o
Redentor mío, en ofreceros a padecer tanto por mí, me obliga sobremanera a
aceptar por Vos toda pena, todo desprecio.
Dadme, Señor mío,
por vuestros méritos vuestro santo amor. Este me hará dulces y amables todos
los dolores y todas las ignominias.
Yo os amo sobre
todas las cosas, os amo con todo el corazón, os amo más que a mi mismo. Vos en
toda vuestra vida disteis tan repetidas y tan grandes señales de vuestro
afecto; pero yo ingrato hasta aquí, he vivido tantos años en el mundo; y ¿qué
señal de amor os he dado? Haced, pues, o mi Dios, que en los años que me restan
de vida, os de alguna prueba de que os amo.
No me fio de
llegarme a Vos, cuando me habréis de juzgar, sin haber hecho antes alguna cosa
por amor vuestro.
Mas ¿qué puedo hacer
yo sin vuestra gracia? Otra cosa no puedo, sino pediros que me socorráis; y aún
ésta mi súplica es gracia vuestra.
Jesús mío,
socorredme por los méritos de vuestras penas y de la sangre que habéis
derramado por mí.
María Santísima,
recomendadme a vuestro Hijo, por el amor que le tuvisteis. Mirad que yo soy una
de aquellas ovejuelas por las que vuestro Hijo ha muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario