Homilía en la Eucaristía de
apertura
del V Centenario de San Francisco Javier
7 de abril de 2006
Cardenal
Antonio Mª Rouco Varela
Arzobispo de Madrid
Enviado Pontificio en el
V Centenario de
San
Francisco Javier
Majestades
Mis queridos Hermanos Sr. Arzobispo de Pamplona, Sres. Cardenales, Sr. Nuncio,
Sres. Arzobispos y Obispos, Rvdmo. Sr. Prepósito General de la Compañía de
Jesús, y hermanos en el Sacerdocio
Excelentísimo Sr. Presidente del
Gobierno de Navarra
Excelentísimos Señores y Señoras
Mis queridos hermanos y hermanas en
el Señor:
Javier: la historia
apasionada de una sublime vocación misionera
Hoy se cumplen quinientos años del nacimiento de San Francisco Javier.
Hijo, el quinto, de una culta y cristianísima familia navarra que tuvo aquí en
este Castillo y Lugar de Javier su cuna y hogar. Familia de nobles raíces y de
añejos y fieles compromisos con la Iglesia y el Reino de Navarra. Familia, en
la que destacaba por su fino estilo de cristiana ejemplar, la madre, Dña. María
de Azpilcueta. Juan Pablo II en su visita a Javier el 6 de noviembre de 1982 no
dudó en exhortar a las familias cristianas a mirarse en el ejemplo de esta
familia ilustre de Navarra: “Familias cristianas… miraos también en la acción
edificante de los padres de Javier, especialmente su madre, que hicieron de su
hogar una ‘iglesia doméstica’ ejemplar”.
Francisco Javier fue uno de esos españoles universales –¡verdadera
pléyade!– que poblaron esa España prodigiosa del siglo XVI, que ha dejado una
huella imborrable en la historia de la Iglesia y de la humanidad por llevar el
nombre de Jesús y la señal de la Cruz a nuevos mundos y por alumbrar una
concepción teológica de la dignidad del hombre, imagen de Dios, persona libre,
dotada de derechos inviolables, llamada a realizar en la historia el plan del
amor de Dios “trazado desde antiguo” –¡desde toda la eternidad!– para la gloria
de Dios y la felicidad del hombre. Concepción que ha marcado para siempre el
recto camino de la configuración justa y solidaria del Estado y de la comunidad
internacional. Javier fue el más intrépido de todos ellos; el que encarnó con
una inaudita radicalidad la obediencia al mandato del Señor, el día de su
Ascensión a los cielos, cuando se dirige a los suyos, “los Doce”, aún
vacilantes a pesar de sus experiencias reales y objetivas de la Resurrección, a
pesar de haber visto y constatado que el Señor había vencido gloriosamente a la
muerte: “Se me ha dado todo poder en el cielo y la tierra: Id y haced
discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”.
Javier no duda un instante cuando su padre, amigo y compañero, Ignacio de
Loyola, le pide que abra los surcos de la Misión en las otras Indias, las de
Oriente, las del inmenso y lejano Continente Asiático, distintas de las
descubiertas por Cristóbal Colón medio siglo antes. Serán diez años de intensa
y heroica acción misionera: años de joven madurez humana y espiritual que
comienzan en Goa el año 1542 y concluyen en la Isla de Sancián mirando a las costas
del Gran Imperio de China el día de su muerte, el 3 de diciembre de 1552. Desde
aquellos primeros contactos con la población india de la incipiente colonia
portuguesa de Goa, que le agotan y le espolean en su ardor misionero a la vista
del ansia de Dios y de Evangelio que encuentra, especialmente entre los niños,
hasta ese día en que, extenuado frente al gran reto de llevar la Misión a la
China acariciada y soñada tantas veces, fallece, no pasará un momento en que la
entrega a su vocación, la de anunciar a Jesucristo Salvador del hombre, hubiese
decaído lo más mínimo; antes al contrario, se sentía cada vez más confirmado en
ella y en la necesidad de que la Iglesia en los países de la vieja cristiandad
tomasen conciencia de su urgencia y apremio.
Conmovía a Javier el que “cuando llegaba a los lugares –así lo escribe a
San Ignacio desde Tuticorin, en la India portuguesa, el 28 de octubre de 1542–,
no me dejaban los muchachos ni rezar mi oficio ni comer, ni dormir, sino que
los enseñase algunas oraciones. Entonces comencé a conocer por qué de los tales
es el reino de los cielos”. Y, le conmovía todavía más –como lo refleja lo que
escribe a sus compañeros residentes en Roma desde Cochín el 15 de enero de
1544– que “muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber
personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven
pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que
tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en
Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar
con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la
negligencia de ellos! Y así como van estudiando en letras, si estudiasen en la
cuenta que Dios nuestro Señor les demandará de ellas, y del talento que les
tiene dado, muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios
espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina,
conformándose más con ella que con sus propias afecciones, diciendo: ¡Aquí
estoy, Señor, ¿qué quieres que yo haga? Envíame adonde quieras; y, si conviene,
aún a los indios”. Eso es lo que había hecho el propio Javier, sobre todo desde
aquellos treinta días de Ejercicios Espirituales del mes de septiembre de 1534
en los que cuaja definitivamente su conversión, forjada en la larga y delicada
amistad con Ignacio de Loyola y su grupo de los seis “amigos del Señor” en el
bullicioso mundo universitario parisino de la década de los años treinta del
siglo XVI, inquieto por el debate intelectual y religioso suscitado por el
humanismo erasmista y las nuevas ideas teológicas de los llamados “novatores” y
“reformadores”. Participando activamente en él se podía encontrar allí, entre
otros conocidos partidarios de las nuevas ideas, a Juan Calvino; uno, luego, de
los más influyentes y relevantes en la historia de la Reforma Protestante.