MEDITACION
XIV
¿Qué
provecho hay en mi sangre, si desciendo a la corrupción?
Quæ
utilítas in sanguine meo, dum descendo in corruptionem? (Psalm. XXIX, 10).
Reveló
Jesucristo a la venerable Águeda de la Cruz, que estando en el seno de María,
la que mayor dolor le causó entre todas las penas, fue ver la dureza de los
corazones de los hombres, que habían de menospreciar después de su redención
las gracias que había venido a derramar sobre la tierra.
Y
este sentimiento, bien pronto lo expresó él mismo por boca de David en las palabras
del salmo arriba puestas, comúnmente entendidas por los santos Padres, según
las explica san Isidoro; y es como sigue: Dum descendo in corrupiionem, esto
es, cuando desciendo a tomar la naturaleza humana tan corrompida de vicios y de
pecados, Padre mío, parece que dijera el Verbo divino, yo voy a vestirme de
carne, y luego a derramar toda mi sangre por los hombres; pero ¿qué provecho
habrá en ella?
La
mayor parte de los hombres no harán caso de esta mi sangre, y seguirán
ofendiéndome como si nada hubiese yo hecho por su amor.
Esta pena fue aquel cáliz amargo del
cual pidió Jesús al eterno Padre le librase. ¡Qué cáliz! ver tanto desprecio de
su amor! Esto le hizo aun clamar sobre la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has desamparado? Mt. 27, 46.
Reveló
el Señor á santa Catalina de Sena, que el desamparo de que se lamentó era el
ver que su Padre había de permitir que su pasión y su amor hubieran de ser
desestimados de tantos hombres por quienes moría. Esta misma pena, pues,
atormentaba a Jesús niño en el seno de María, al mirar desde allí tanta costa
de dolores, de ignominias, de sangre y de una muerte cruel y afrentosa, con tan
poco fruto.
Vio
ya entonces el santo Infante aquello que decía el Apóstol de muchos, o más bien
la mayor parte, los cuales habían de hollar la sangre del Hijo de Dios, tenerla
por vil y profanarla, ultrajando la gracia que esta misma sangre les adquiría
Hbr. 10, 29.
Pero
si hemos sido del número de estos ingratos, no desesperemos. Jesús al nacer
viene ofreciendo la paz a los hombres de buena voluntad, como hizo anunciarlo
por los Ángeles: et ín terra pax hominibus bonæ voluntatis.
Mudemos, pues, nuestra voluntad,
arrepintiéndonos de nuestros pecados, y proponiendo amar a este buen Dios; así
hallaremos la paz, esto es, la amistad divina.
Afectos
y súplicas
Amabilísimo
Jesús mío, ¡cuánto os he hecho padecer aun en vuestra vida! Vos habéis
derramado la sangre por mí con tanto dolor y con tanto amor; y hasta aquí ¿qué
fruto habéis sacado de mí? desprecios, disgustos y ofensas.
Pero,
Redentor mío, yo no quiero afligiros más; espero que en lo venidero vuestra
pasión hará fruto en mí con vuestra gracia, la cual veo me asiste ya. Habéis
padecido tanto, y habéis muerto por mí para que os amase; quiero, pues, amaros
sobre todo bien; y por daros gusto, estoy pronto a sacrificar mil veces la
vida.
Padre
eterno, yo no tendré atrevimiento de comparecer delante de Vos a pediros ni
perdón ni gracia; mas vuestro Hijo me dice, que cualquiera gracia que pida en
nombre suyo, me la concederéis.
Os
ofrezco, pues, los méritos de Jesucristo, y antes os pido en nombre del mismo
un perdón general de todos mis pecados; os pido la santa perseverancia hasta la
muerte, y sobre todo os pido el don de vuestro santo amor, que me haga vivir
siempre según vuestra voluntad divina.
En
cuanto a la mía, yo estoy resuelto a elegir antes mil muertes, que ofenderos, a
amaros con todo el corazón, haciendo cuanto pueda por complaceros; más para
¡todo esto os pido y de Vos espero la gracia de ejecutarlo!
Madre
mía, María, si Vos rogáis por mí estoy seguro. Rogad, rogad, y no ceséis jamás
de rogar si no me veis mudado y reducido como
Dios me quiere.
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