LA VIRGEN
MARÍA
Mons.
Tihamer Tóth
Obispo de
Veszprém (Hungría)
CAPITULO SEGUNDO
ESCRÚPULOS RESPECTO AL CULTO DE MARÍA
«QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU
SANTO» - LOS «HERMANOS» DE CRISTO - CRISTO Y MARÍA -
Rafael, la Madonna della Sedia |
CAPITULO II
ESCRÚPULOS RESPECTO
AL CULTO DE MARÍA
Un día se me
presentó una señora, diciendo que quería hablar conmigo.
No soy católica —me
dijo—; pero desde hace diez años vengo a la iglesia de la Universidad y escucho
sus conferencias. Ahora ya no puedo aguardar más: quiero ser católica. Habrá
revuelo en mi casa, mis padres querrán impedirme dar este paso, todos estarán contra
mí, es posible que llegue a perder hasta el trabajo que tengo; pero no puedo
diferirlo por más tiempo, tengo que hacerlo.
—Y dígame usted,
¿qué es lo que la atrajo hacia nosotros?— pregunté—. ¿Qué verdad ha cautivado
más su alma del catolicismo?
—Varias cosas
—contestó ella—. En primer lugar, el Santísimo Sacramento. Al que lea con
atención las palabras claras de Jesucristo en la Sagrada Escritura: «Esto es
mi cuerpo», no le basta creer que Cristo está junto a ese pan. No es
posible descansar hasta poder estar en la Iglesia, que nos da el cuerpo de Cristo.
Yo quiero al Cristo que vive todo entero en el Santísimo Sacramento. Además, me
atrae la confesión; porque siento que mi
alma necesita poder
explayarse con toda sinceridad y recibir la absolución en el nombre de Dios.
—¿Y hay algo más que
la atrae? —seguí interrogándola.
—Sí: el culto de
María. Veo que Jesucristo, al decir en la cruz a San Juan: «Ahí tienes a tu
madre», nos dio también una madre a todos nosotros, una madre que nosotros
hemos de honrar y amar...
* * *
Los que por gracia
especial de Dios hemos nacido ya en la religión católica, los que, por decirlo
así, hemos respirado aire católico desde nuestro primer aliento, quizá nunca
nos hemos dado cuenta de la verdad expresada por esta alma que andaba en busca de
Cristo; ¡cuánta hermosura, cuántos y cuán inagotables tesoros se ocultan en la
Iglesia católica!
No hablo ahora del
Santísimo Sacramento, ni de la confesión...; no entran en nuestro tema. Mas sí
trato del culto de María, del tesoro escondido, cuyo valor no conocen todos los
católicos, del tesoro que con su brillo y luz nos guía con seguridad por el camino
que conduce a Cristo.
Siempre fue señal
característica de la Iglesia católica el culto fervoroso de la Madre de Dios.
Con alegría, orgullo santo y corazón agradecido, siempre rendimos nosotros
homenaje a la Virgen Bendita: y, sin embargo, algunos interpretaron mal nuestro
culto, no lo comprendieron y levantaron escrúpulos en su contra. Si en el último
capítulo he mostrado los fundamentos dogmáticos en que se apoya nuestro culto
mariano, en el presente quiero examinar los escrúpulos que se ponen y propalan
contra el mismo. Nosotros
sabemos muy bien que
nuestra fe católica nada tiene que ocultar; enfrentémonos, pues, abiertamente
con las objeciones y dificultades que puedan presentarse contra el culto
mariano.
I
«QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO»
La primera
dificultad se presenta ya en torno a las palabras del Credo: «...fue
concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen».
¡María Virgen!
Virgen Bendita! Virgen y, con todo, madre! Es el título que solemos dar a
María, pero ya tropezamos con la primera objeción, con la primera dificultad:
¡la virginidad intacta de la Madre de Dios!
* * *
A) No hay duda,
afirmar esto —respecto al nacimiento de Jesucristo— es una cosa que puede dejar
perplejas aun a gentes de buena voluntad. Porque según nuestra fe, Cristo no
nació como los demás hombres. El no tuvo padre terreno, El fue concebido por obra
del Espíritu Santo; es decir, San José y la Virgen María — aunque unidos en
verdadero matrimonio— no llevaban vida conyugal. No tuvieron más que un solo
hijo: Jesús; y éste no fue hijo de San José, sino solamente de María.
Es un hecho excepcional.
La historia de la humanidad no nos ofrece, ni puede ofrecernos, caso semejante.
No aconteció según las leyes humanas... Pero la Sagrada Escritura afirma de un
modo que no deja lugar a dudas, lo afirma con tanta claridad y decisión, que no
es posible suprimirlo de nuestros dogmas, y quien no lo creyere no puede
cristiano.
Cuando, de labios
del ángel, oye María que le nacería un hijo, pregunta con zozobra: «¿Cómo ha
de ser eso, pues yo no conozco, ni conoceré, varón alguno?» (Lc 1, 34). Y
el ángel contesta con toda claridad: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti,
y la virtud del Altísimo te cubrirá con sus sombras; y por esta causa, el santo
que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Así lo escribe SAN
LUCAS evangelista. Y en SAN MATEO leemos: «Estando
desposada su Madre, María,
con José, se halló que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18). Y cuando San
José se turba por ello, el ángel le tranquiliza con estas palabras: «José,
hijo de David, no tengas reparo en recibir a María, tu esposa, porque lo que se
ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).
¿Es posible hablar
con más claridad? Aludimos a estos pasajes de la Sagrada Escritura cuando
rezamos en el Credo «Fue concebido por obra del Espíritu Santo, nació de
María Virgen.» Con ello confesamos que Cristo nació de un modo muy distinto
a los demás hombres. El no tuvo padre mortal en la tierra; El no se vio sujeto
al modo, a la ley general del nacimiento; si bien recibió de una madre su
cuerpo, no lo recibió como los demás hombres, porque su Madre, María, fue
virgen e intacta antes de su nacimiento, y lo fue también después... Es verdad
que no puede comprenderlo nuestra pobre razón humana; hemos de creerlo...; pero
es necesario creerlo. Y el que no lo cree no puede ser cristiano.
* * *
B) En relación con
este dogma, quisiera destacar también una circunstancia que corrobora esta
nuestra creencia. La corrobora y hace asequible hasta tal punto que, aunque no
llegamos a comprender la maternidad virginal de María —porque nunca podremos comprenderla—,
nos vemos forzados a exclamar: Realmente, así tenía que venir el Hijo de Dios a
nosotros.
Conocéis, claro
está, lectores queridos, a padres buenos, honrados, que tienen un hijo que en
nada se parece a la familia. Padres fervorosos, piadosos, honrados, que tienen
hijos frívolos, pródigos, indignos. ¿Quién comprende semejante secreto? Las últimas
conclusiones biológicas afirman que cuando los padres dan el ser a un nuevo
hijo, este nuevo ser humano queda injertado desde su primer momento en el
tronco milenario del árbol de la humanidad, y recibe como triste y misteriosa
herencia las tendencias, las disposiciones, buenas o malas, de padres, abuelos
y aun de lejanos ascendientes. El que nace hoy no puede ya ser el hombre
primitivo, puro, ideal, tal como salió el primer hombre de las manos del
Creador, sino que somos todos una mezcla incomprensible y dolorosa de los
caminos, inclinaciones, deseos, deslices y pecados de nuestros antepasados
próximos y remotos. Es una triste realidad.
Y pregunto ahora
—haciendo abstracción de los fundamentos dogmáticos—: ¿No era necesario que
nuestro Redentor, al bajar a la tierra, escogiera en su nacimiento un camino
completamente distinto? Un camino que, en cierto modo, lo dejase aislado del tronco
podrido, enfermo, de la humanidad. Un camino que presentase un origen distinto
de los demás. Un camino por donde llegase a la tierra el «nuevo Adán»,
completamente puro, ideal, que sale inmediatamente de las manos de Dios, como
en día lejano salió también el primer Adán inmediatamente de las manos del
Creador.
Desde luego..., para
admitir que Cristo nació tal como lo enseña nuestra fe católica, es a saber:
sin padre, de una madre que concibió por obra del Espíritu Santo...,
necesitamos una fe profunda. Pero, a la vez, parece más fácil aceptar este
nacimiento insólito que atribuir al Hijo de Dios hecho hombre un nacimiento
común, y hacerle llegar por el camino acostumbrado, por donde vienen al mundo
los hijos de los hombres.
Y si comprendemos
esta enseñanza sublime de la Iglesia, entonces podemos hablar con todo derecho
de la Madre Virgen, de la Virgen Bendita, y podemos honrar en ella con profunda
humildad a la Virgen Madre.
II
LOS «HERMANOS» DE CRISTO
Si es así, entonces
todos tenemos que deplorar en lo más hondo del corazón los indignos ataques que
al correr de los tiempos se dirigieron contra la Virgen María en este punto
precisamente, y que querían poner en tela de juicio su virginidad.
* * *
A) He afirmado al
principio del capítulo que nuestra fe católica nada tiene que ocultar, que no
tenemos motivo para turbarnos por cualquier clase de acusación; quiero
enfrentarme ahora con la descarada murmuración, con la terrible calumnia que
los enemigos obcecados de la Virgen María quieren esparcir por todas partes e inculcarla
en el alma de los hombres, maledicencia que acaso no haya llegado a muchos de
mis lectores, pero que no podemos
omitir, porque han de vivir
preparados para rebatirla si un día llegaran a oírla.
¿A quién me refiero
ahora? A los hombres obcecados, que contra María susurran con maliciosa
satisfacción a nuestros oídos: «¿Por qué habláis continuamente de la Virgen
María cuando, además de Jesús, tuvo varios hijos?
La llamáis Virgen
sin derecho.» Hiela el alma ver con qué gozo, con qué superioridad triunfal
suelen lanzar esta acusación al rostro de los fieles—¡y con citas de la Sagrada
Escritura!—, y ver que los nuestros, en tales trances, quedan turbados, no
saben qué contestar y se callan..., cubiertos de rubor.
* * *
B) Pero ¿habla
realmente la Sagrada Escritura de los «hermanos de Jesús»? Sí, habla. Y
para mostrar mejor cuán poco motivo tenemos de ocultar nada, he reunido los
pasajes en que se habla de ellos. En cierta ocasión, el Señor se vio rodeado de
gran muchedumbre, mientras enseñaba. SAN MARCOS escribe así: «Entretanto,
llegan su madre y hermanos; (y quedándose fuera, enviaron a llamarle» (Mc 3,
31). De modo que ¡la madre y los hermanos de Cristo! Leemos en otro pasaje de
SAN MATEO: «Por ventura, ¿no es el hijo del artesano? —preguntan en
cierta ocasión, después de oír sus sabias enseñanzas—. ¿Su madre no es la
que se llama María? ¿No son sus hermanos Santiago. José, Simón y Judas? Y sus
hermanas, ¿no viven todas entre nosotros?» (Mt 13, 55,56). De modo que otra
vez ¡los hermanos y aun las hermanas de Cristo! Según SAN JUAN fue Jesús a
Cafarnaum, y con El fueron «su Madre, sus hermanos y sus discípulos» (Jn
2, 12). También, según SAN JUAN, «aun muchos de sus hermanos no creían en
él» (Jn 7, 5). En los Hechos de los Apóstoles se habla de María,
madre de Jesús, y de sus hermanos (Hech 1, 14).
He ido enumerando
los principales pasajes de la Sagrada Escritura en que se habla de los hermanos
de Jesús.
Pero el problema es
éste: ¿se han de entender, se pueden entender estos pasajes en el sentido de
que se aluda en ellos a hijos de José y María, hermanos carnales de Cristo,
otros hijos de la Virgen?
De ninguna manera.
El que cita la
Sagrada Escritura debe conocerla. Pues bien: lea el pasaje de SAN LUCAS (24,
19) en el que las mujeres refieren a los Apóstoles la resurrección de Cristo, y
confróntenlo con otro pasaje de SAN JUAN (19, 25). SAN LUCAS dice: «María, madre
de Santiago.» SAN JUAN dice: «Estaban al mismo tiempo junto a la cruz de
Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás.» De modo
que la Virgen María tenía una
parienta, que se llamaba
también María, que era mujer de Cleofás, y tenía un hijo, Santiago, el menor.
Pues bien: SAN MARCOS (6, 3) llama también a éste «hermano» de Cristo,
cuando es claro que era su primo. Y es que en el lenguaje oriental se llamaban «hermanos»
—y se llaman todavía hoy— aun los parientes lejanos, los que pertenecen a
la misma familia (1). En los pueblos
húngaros también es muy corriente que un mozalbete hable con otro, que ni
siquiera es pariente suyo,
y le diga: «¿Adónde vas, hermano?»
Y cuántas veces
oímos de boca de los húngaros:
—¿Adónde vas,
hermanito?
—¿Cómo? ¿Aquél niño
de diez años es tu hermanito? ¡Pero tú tienes ya cuarenta!
—¡Ah, sí! Es mi
sobrino.
Se me contestará tal
vez que somos nosotros quienes colgamos este giro a la Sagrada Escritura. No.
La Sagrada Escritura llama en cierta ocasión a Lot «hermano» de Abraham y en
otro lugar consigna con fidelidad que Lot era el hijo del hermano de Abraham,
es decir, sobrino suyo. También leemos de Jacob que era «hermano» de Labán, y,
sin embargo, sabemos que era hijo de su hermano. El Cantar de los Cantares (4,
9) llama a la misma esposa o novia «hermana».
Pero —proseguimos
todavía con las objeciones— la Sagrada Escritura llama a Cristo, en diferentes
pasajes, primogénito de María (Mt 1, 25; Lc 2, 7). De modo que, en resumidas
cuentas, María tuvo varios hijos.
De ninguna manera.
Porque quien conozca el lenguaje de la Sagrada Escritura sabe que suele llamar
primogénito al primer hijo, aunque no hayan venido después otros; más todavía:
SAN PABLO llama a Jesucristo Primogénito del Padre (Hebr 1, 6).
Además, si
Jesucristo hubiera tenido hermanos carnales, hijos de María, ¿quién podría
comprender entonces la escena delicada en que el Crucificado deja confiada
su Madre a los cuidados de San Juan?
Si María tenía otros
hijos, ¿por qué dejarla en manos de un extraño?
No. La Virgen María
no tuvo más que un hijo, un hijo único: nuestro Señor Jesucristo. Y por este
Hijo único honramos a María.
Todos los homenajes,
todo el gozo purísimo, todo el culto con que los pueblos católicos honran hace
miles de años a María brotan de este hecho: Ella nos dio a Cristo.
Y nosotros no
tememos lo que farisaicamente parece temen algunos, es a saber: no tememos que
el culto de María desvíe nuestras almas de Jesucristo y sea una muralla, un
obstáculo entre nosotros y Dios. No sólo no es obstáculo, sino que, por el
contrario, es nuestro acicate: «Per Mariam ad Jesum» es lo que confesamos siempre:
«A Jesús por María.»
III
CRISTO Y MARÍA
Examinemos con más
detenimiento esta otra objeción, que suele proponerse con frecuencia: El culto
de María ¿es un obstáculo en el camino que nos conduce a Cristo?
* * *
A) Sería realmente
obstáculo si fuera verdad la calumnia tan cacareada, la falsedad que nunca
podemos refutar bastante: que nosotros adoramos a la Virgen María.
Algunas veces se agota y fracasa toda nuestra fuerza de convicción frente a tal
modo de pensar erróneo y obstinado; en vano aducirnos pruebas; el final siempre
resulta el mismo: vosotros adoráis a María. Sin embargo, con cuánta claridad
nos enseña el Catecismo que nosotros sólo honramos, y no adoramos, a María.
“¡Pero le rezáis
tantas oraciones! —se nos objeta—. ¡Cuántos santuarios, cuántas letanías, cuántas
imágenes...!»
Pero basta leer el
texto de las oraciones y letanías, ir a los lugares de peregrinación, para ver
que en ninguna parte adoramos a María, que no hacemos más que dirigirle
nuestras súplicas.
Ahí está el texto
tan querido, el «Ave María». Cualquiera puede oírlo: «Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros...» De modo que no te adoramos, sino que te
rogamos para que ruegues tú por nosotros.
Después: «Ruega por
nosotros, santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas
de nuestro Señor Jesucristo.» De modo que: ¡ruega por nosotros!
Y en la letanía
siempre decimos: Ruega por nosotros, ruega por nosotros. Fijémonos en la
marcada diferencia que hace la Iglesia católica entre la adoración de Dios y el
culto de María, ¿Cómo principia la letanía lauretana? «Dios Padre celestial
—ten piedad de nosotros.» Sí, esto es adoración. «Dios Hijo Redentor — ten
piedad de nosotros.» Sí, también esto es adoración. Dios Espíritu Santo —ten
piedad de nosotros.» Esta es una voz que adora. Pero sigue después: «Santa
María...» Y ¿qué decimos? «¿Ten piedad de nosotros?» No, sino: «Ruega por
nosotros.» Así hasta el final: «Ruega por nosotros.»
Al final de la
letanía nos dirigimos nuevamente a Dios, y el «ruega por nosotros» cambia de
nuevo: «Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo —ten piedad de
nosotros.» He ahí con cuánta claridad distingue la Iglesia entre la adoración
de Dios y el culto de María.
* * *
B) Dicho esto, está
de más proponer la otra cuestión, es a saber, si es prudente nuestro culto
mariano, si sirve o no de obstáculo, si cierra o no el camino al culto de
Jesucristo.
No es posible dar a
esta objeción una respuesta mejor que las palabras del Arcángel al saludar a
María. «¿Cómo os atrevéis a rezar el Ave María?», se nos dice. Contestamos: Si
envía Dios a un ángel para que salude a una persona, entonces no se nos puede censurar
si también nosotros la saludamos con las mismas palabras. Y si en la Sagrada
Escritura, escrita por inspiración del Espíritu Santo, hay una profecía, según
la cual a María la «llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc
1, 48), entonces obran muy bien los que trabajan por la realización de esta profecía
y llaman bienaventurada a la Virgen María.
¿Es posible que el
culto de María entorpezca el culto de Dios y lo ponga en segundo término? ¿Hay
en el mundo una obra maestra cuya magnífica hermosura haga menguar la
admiración que sentimos por el artista? El maestro es siempre más grande que su
obra, y nosotros sabemos que lo que hay de hermosura, encanto y virtud en María
se debe a su maestro, al Dios infinito.
Jesús y su santa
Madre vivieron unidos con parentesco de sangre y parentesco de alma. ¿Y ahora
es lícito que la religión de Cristo afloje y rompa estas relaciones íntimas?
«Nosotros buscamos
únicamente a Cristo» —dicen los otros. También nosotros Le buscamos a El. Pero
¿es culpa nuestra si, al buscar a Cristo, encontramos siempre a su lado también
a María? Ella está junto al pesebre, delante de los Magos del Oriente, en la huida
a Egipto, en la casita de Nazaret, al pie de la Cruz, en la sepultura de Jesús.
Jesús y María se pertenecen: el que halla a Cristo halla también a María, y los
que cesan de honrar a María dejan también —como lo demuestra el testimonio de
la historia— de inclinar sus rodillas ante Cristo.
Según la enseñanza
de la historia, las madres de los hombres eximios siempre fueron recordadas con
respeto... ¿Deberemos explicar aún más con qué títulos honramos nosotros a la
Madre del Hombre-Dios, a María? ¿Quién no ha oído hablar de la madre de los
Gracos? ¿Y de Santa Mónica, la heroica madre de San Agustín? ¿Y de Santa Elena,
la madre del emperador Constantino el Grande? ¿Y hemos de aducir todavía otros
ejemplos?... Podemos pronunciar con respeto el nombre de ellas..., y,
¿precisamente vamos a negar este honor solamente a la Madre de Jesús?
¿El culto de María
se opone al culto de Jesucristo? ¡Ah! Pero ¿dónde hay un hijo que no quiera que
se honre a su madre? ¿Dónde hay un hijo que considera una ofensa el que se
respete a su madre? Todo lo contrario: yo no entraría gustoso en una casa donde
no dejasen entrar a mi madre.
* * *
Entre las ceremonias de la coronación hay en
Hungría una interesantísima y de profundo significado. Cuando el Príncipe Primado
corona al rey, en la antiquísima iglesia de Matías, y coloca en sus sienes la
diadema de San Esteban, roza un momento con la santa corona también el hombro
de la reina. Y nadie se sorprende por ello, a nadie le parece que con ello se
mengüe la autoridad del rey, sino al contrario. ¡Cuán grande ha de ser
—pensamos— la
autoridad real, que puede
iluminar con sus fulgores a quienes, sin serlo, están solamente cerca del rey!
¿No es natural que María tenga su puesto junto a Jesús? María no es Dios, no es
Cristo, pero está cerca de El, puesto que es su Madre, y esta cercanía inspira
nuestros homenajes.
Y si alguno afirma, aun
después de cuanto llevamos expuesto, que el culto mariano nos distrae de la
adoración de Cristo, yo le suplico que se detenga una vez siquiera con espíritu
observador, en Florencia, ante una de las más hermosas imágenes de María, ante
el cuadro sin par de Rafael, la Madonna della Sedia. Que examine el
rostro transfigurado de la Virgen, al bajar la mirada. Se ve que no mira el
exterior del Niño, sino que se abisma de lleno en la contemplación de su rostro
divino. El rostro de María, en este cuadro, es una de las bellezas más sublimes
que haya producido jamás el arte humano. Y con todo..., mientras miramos a
María, de repente notamos que su mirada, embebida con una visión admirable, conduce
imperceptiblemente nuestras almas al objeto de la visión, al misterioso Niño
divino.
Por tanto, a la
cuestión propuesta de si el culto de María sirve de obstáculo al culto de
Cristo, la respuesta no puede ser sino ésta: todo lo contrario. Cuantas veces
honramos a María honramos a Cristo; ya que nos inclinamos ante María porque
Cristo, el Hijo de Dios, fue también Hijo suyo. Nosotros amamos y honramos a la
Virgen María, le presentamos nuestros homenajes y alabanzas. Pero ¿quién ignora
que la piedra fundamental, el centro y el fin último, el alfa y omega de toda
nuestra religiosidad es su santo
Hijo, Cristo Jesús?
El que mire a María
siente que su vista reposa en Cristo: el que se dirige a María sube hasta
Cristo. No adoramos a María, no adoramos más que a Dios: a ella le suplicamos,
sí, y seguiremos suplicándole también en adelante, con amor cálido y filial,
que ruegue por nosotros. «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros
ahora y en la hora de nuestra muerte.»
Nota:
1 Copio unas líneas de la carta de un estudiante de Medicina: «Como
buen católico y corno médico conozco bien la Sagrada Escritura. En Tierra Santa
visité los santos lugares con la Biblia en la mano. Conozco la mentalidad
oriental. Quiero ofrecer una excelente prueba respecto de la palabra «hermano».
En la lengua árabe-turca esta palabra «Kardhasim» significa «mi
hermano». Pues bien: el turco inteligente, y aun el turco sencillo que
conociera el parentesco de su pueblo con los húngaros, nos saludaban a nosotros
húngaros —si sabían que lo éramos y, por ende, que éramos sus «parientes»— en
forma muy amistosa, diciéndonos «kardhasim, kardhasim» y apretándonos la
mano. Allá en Tierra Santa y en la Arabia «hermano mío» (kardhasim)
significa pariente o persona muy querida. Probablemente también los húngaros
sacamos de allí —del Turán— la expresión: «Cómo estás, adónde vas, hermano?»
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