Λογική λατρεία
UN CULTO CONFORME AL LOGOS DIVINO
La Liturgia en el pensamiento teológico
de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI
de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI
Mons. Gerhard Ludwig Müller
Madrid,
28 de enero de 2013
Tras el domingo de
Cuasimodo del año 1956 en el que fui invitado por primera vez a la mesa del
Señor, cuatro chicos del grupo de primera comunión – entre ellos yo – fuimos
llamados a la casa parroquial.
Allí estábamos, nerviosos,
de pie en la sala de espera en la que entró, vestido con traje talar, el
párroco Philipp Heinrich Lambert, un sacerdote digno y concienzudo de la vieja
escuela, para comunicarnos una decisión irrevocable. Nos había estado
observando de cerca durante las clases de catequesis. Y dado que todos
procedíamos de familias católicas, éramos los elegidos para ser monaguillos ese
año. Nos pidió que fuéramos conscientes de tan alta vocación y realizáramos
nuestro servicio al altar con devoción y lealtad.
Lo primero era, sin
embargo, adquirir práctica como portadores de velas primero y de estandartes
después, aprendiendo el comportamiento correcto en el altar. Sólo cuando
estuviéramos en condiciones de dar sin titubeos las respuestas en latín de las
oraciones ante las gradas y hubiéramos aprendido de memoria el Suscipiat podíamos
“servir al altar”. “Servir al altar” significaba representar al pueblo a través
de las respuestas en latín, trasladar el misal del lado de la epístola al lado
del Evangelio, llevarle al sacerdote el vino y el agua para el ofertorio y
sonar las campanillas durante la consagración y antes de la sagrada comunión
para de este modo llamar a los fieles a la adoración más profunda de nuestro
Señor Jesucristo. Pues, en su inmenso amor hacia nosotros, hace presente su
sacrificio en la cruz, y en la comunión se da, de una forma oculta pero real,
con su cuerpo y su sangre como comida y bebida para la vida eterna. La
espiritualidad del servicio al altar se cristalizaba en nuestra actitud a
través de las primeras palabras de la misa y las frases aprendidas en
latín: Introibo ad altare Dei – ad Deum qui laetificat juventutem meam.
En ellas se expresa la
experiencia de tener la Iglesia como patria espiritual. Dios es el origen y la
meta de mi vida. Desde su infancia, un monaguillo solícito se forma una idea de
las múltiples situaciones pastorales y experiencias vitales humanas. Está
presente en bautizos, entierros, bodas, unciones extremas y comuniones a
enfermos. Crece en el seno de la parroquia y pasa a formar parte de la vida de
la Iglesia de tal modo que el sensus fidei, el sentir con y pensar
con la Iglesia, constituye la configuración decisiva de la propia existencia.
Allí donde se experimenta de forma palpable el poder auxiliador y edificante de
la gracia de Dios que en Jesucristo se nos ha acercado de un modo insuperable,
allí no hay duda que pueda corroer la certeza de la fe en que Dios mismo y sólo
ÉL es y siempre será la respuesta a la pregunta que el hombre es para sí mismo
durante toda su existencia finita, que siempre anhela la eternidad. Desde mi
más tierna infancia lo que asocio con la celebración eucarística es la
experiencia de la majestas divina – pero precisamente en la
forma del amor hacia el Jesús crucificado y de la alegría sobre su Resurrección
de entre los muertos, que también nos da nosotros la esperanza para la vida
eterna.
Por esa razón no sólo
aprendí con sumo interés las oraciones en latín de un modo fonético-acústico,
sino que también leía el Ordinarium missae contenido en el
cantoral en la versión de columnas paralelas en latín y alemán. En este sentido
resultó de gran utilidad el hecho de que los estudiantes de quinto comenzáramos
a dar latín en ese curso. Una y otra vez leí también la introducción teológica
a la estructura y el sentido de la misa.
De ahí que, a día de hoy,
siga sin compartir un concepto de misterio que define su esencia como lo
incomprendido o incomprensible. ¿Acaso Dios no quiere ser comprendido de una
forma cada vez más profunda a través de la revelación de su misterio de amor y
acercamiento a nosotros en el Logos hecho carne, a pesar de que el amor de Dios
escape al razonamiento meramente técnico-racionalista, es decir, a la razón
excesivamente plana de un espíritu creado, revelándose a los humildes al tiempo
que se oculta a los soberbios?
En el año 1960 llegó un
párroco nuevo: Sylvester Hainz quien, tras nueve años de guerra y prisión en
Rusia, contaba con una experiencia vital cargada de realismo y de un amplio
horizonte cultural. Fue él quien nos familiarizó con el movimiento litúrgico y
con la gran figura de Romano Guardini, que procedía del clero de Maguncia. Un
año más tarde se estableció en nuestra parroquia del barrio Maguncia-Finthen
Adolf Adam, un profesor universitario de ciencias litúrgicas. Más tarde fue
conocido en amplios círculos como intérprete de la “Liturgia Renovada”. En mi
época de estudiante de secundaria tenía una gran sed de conocimiento y me
enteré de muchas cosas que se estaban debatiendo en el seno de las comisiones
preparatorias del anunciado Concilio Vaticano II (1962 – 1965) cuya primera
constitución trata, como es sabido, de la Sagrada Liturgia y fue proclamada
solemnemente el 4.12.1963. Los obispos de mi tierra natal, Albert Stohr y el
Cardenal Hermann Volk tuvieron una participación decisiva.
En mi historia personal el
resurgimiento y la renovación de la liturgia coinciden con la época de mi
juventud, en la que se había formado en mi interior la decisión de entregarme
totalmente a Cristo y a su Iglesia. Las profundas huellas e impresiones
recibidas en mi infancia durante la vivencia del culto, de la proclamación y de
la doctrina moral de la Iglesia se habían traducido en la voluntad de abarcar –
desde un punto de vista espiritual e intelectual – todo el círculo de lo
cristiano, de hacerlo mío y también de representarlo sin complejos ni temor a
los que ya entonces se distanciaban o incluso combatían el cristianismo de
forma abierta. Recuerdo muy bien que me decía a mí mismo: yo no voy a la
iglesia sólo porque así lo quiera mi madre. Así que, aun agradeciendo el acompañamiento
de padres, sacerdotes y profesores, opté conscientemente por la fe que
siempre estuvo marcada por el amor a Jesús, cuya Iglesia siempre fue mi
hogar.
Haber crecido en la región
de Maguncia significa tener a Romano Guardini como maestro de la renovación
litúrgica y de la renovación de la Iglesia a través de la liturgia. Pero
significa también encontrarse con el obispo Wilhelm Emmanuel von Ketteler, un
luchador valiente y competente comprometido con la justicia social que combatió
el paternalismo del Estado sobre la Iglesia en la “Kulturkampf” provocada por
Bismarck.
Cuando el Concilio describe
la liturgia como la cumbre y fuente de toda la actividad de la Iglesia (SC 10),
ello también implica que su anuncio y pastoral, su teología y cultura así como
su actividad caritativa constituyen una realización propia de la vida y de la
misión de la Iglesia, en la que martyria, leiturgia y diakonia están
internamente entrelazadas entre sí y se apoyan mutuamente. El Papa
Benedicto XVI nos ha recordado esto mismo de una forma sugestiva y convincente
en su primera encíclica Deus caritas est. La liturgia no es, por
tanto, un juego con los sentimientos religiosos de espaldas al mundo, sino
preparación para el servicio en el mundo en la unidad interna de amor a Dios y
amor al prójimo.
La reforma de la liturgia
no se ha entendido en todas partes como una ruptura con la tradición en la que
unos expertos han erigido, de un día para otro y de forma inesperada, una
construcción, fruto de sus propias elucubraciones en contra de la forma histórica.
La contraposición de la teología y liturgia preconciliares y posconciliares es
contraria a mi experiencia personal en la vida de la Iglesia y demuestra ser
cada vez más un instrumento ideológico con el que se quiere romper la unidad de
la Iglesia en la continuidad de su tradición y mediación histórica de la
revelación.
Desde muy pronto había oído
hablar una y otra vez de las encíclicas del gran Papa Pío XII. Se decía
que Mystici corporis (1943) y Mediator Dei (1947)
eran imprescindibles para la comprensión de la Iglesia. En ellas se afirma que
por medio del bautismo y de la confirmación todos nos hemos convertido en
miembros del cuerpo místico de Cristo y, por ello, todos nos ofrecemos a través
de Cristo, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, en sacrificio intelectual y
espiritual a Dios Padre, cuando el sacerdote ordenado, en su calidad de
representante de Jesucristo revestido de autoridad, hace presente el sacrificio
único de Cristo en el Gólgota, convirtiendo en las sagradas palabras de la
consagración la sustancia de pan y vino en la sustancia del cuerpo y la sangre
de Cristo.
También me di cuenta –al
ver el nerviosismo mi padrino, el sacristán, durante el día de viernes santo–
del impacto que habían tenido los cambios en la liturgia debidos a la reforma
de la celebración de la noche pascual por Pío XII.
A principios de los años 60
se sustituyó en las misas de los días laborables el rezo del rosario por la
traducción paralela de las oraciones de la misa, que eran leídas en alemán por
un lector. Los domingos el coro o el pueblo ya cantaban los textos del
ordinario en alemán, mientras que el sacerdote leía tanto la epístola como también
el Evangelio primero en silencio en latín para luego proclamarlos en voz alta
en alemán. La sagrada comunión ya sólo se repartía en el marco de la
celebración de la misa al tiempo que se hacía un llamamiento para que se
recibiera con dignidad y con frecuencia. En cada misa de domingo había homilía.
La misa cantada o
comunitaria que sustituía a la misa privada seguramente fuera ya de por sí un
paso hacia la participatio actuosa.
Pero también volvía a poner
de manifiesto la separación entre el sacerdote y el pueblo de un modo que no
podía tener futuro. El sacerdote celebraba en el altar lejano para sí mismo,
mientras que los directores de oración, en su mayoría jóvenes, rezaban y
cantaban en voz alta y conjuntamente el Ordinarium y el Proprium. De
este modo el que dirigía la oración asumía casi el papel de un intérprete,
mediador y representante del pueblo.
De ahí que se percibiera
como el fin de un estado casi antinatural cuando con la reforma litúrgica pasó
a ser el propio sacerdote el que rezaba las oraciones en voz alta y en alemán y
el pueblo entero respondía en su lengua materna sin necesidad de un mediador.
El desarrollo externo de la
misa sufrió muy pocos cambios. Pero se hizo más transparente su estructura
interna como un solo acto de culto (SC 56) compuesto de liturgia
verbi y liturgia eucaristica con la preparación de
las ofrendas, la plegaria eucarística y la comunión.
Lo que más revuelo causó
fue la construcción del altar cara al pueblo y, co ello, el cambio de
orientación de la celebración. Pero a la mayoría de los fieles les afectó más
el hecho de que el altar mayor, con el que se habían identificado generaciones
enteras, hubiera perdido todas su funciones.
Otra cosa que también se
percibió como algo negativo –a pesar de toda la alegría que suscitó el poder
entender la lengua materna– fue la preponderancia de lo verbal frente al canto
y el silencio. Sobre todo las constantes explicaciones e indicaciones por parte
del propio sacerdote. Éste adoptaba el papel de comentarista y suponía así más
un impedimento que una ayuda para que los fieles se concentrasen en la
realización simbólica del misterio, escucharan y gustaran la palabra de Dios y
se entregaran a Él con devoción.
La modificación de la
orientación de la celebración ponía de manifiesto también una cierta
incertidumbre sobre la esencia de la misa. No se trataba tanto de la cuestión
de la orientación al este como de la pregunta si la misa, en su configuración
simbólica, era sacrificio o banquete. Hasta entonces se entendía que el
sacerdote estaba ante Dios representando al pueblo, haciendo presente a través
de sus manos el sacrificio de Cristo y ofreciendo el sacrificio de la Iglesia.
Pero si el sacerdote ahora se volvía hacia el pueblo formando con él una
comunidad en torno al altar, ello se asemejaba a una representación de la
Última Cena, en la que Jesús estaba reunido con sus discípulos en torno a la mesa.
Pero el hecho de que el
sacerdote ya no pronunciara los textos de la misa en latín y fuera posible una
comunicación con el pueblo en su lengua materna no alejó el peligro de que éste
ahora actuase como en un espectáculo religioso ante espectadores. Y es que si
todos miran hacia el sacerdote, esperando que él sea el sujeto de la acción
propiamente dicha, se logra justo lo contrario de lo que pretendía la reforma
litúrgica. Los fieles se convertirían en espectadores emancipados y críticos,
encargados de calificar la actuación del sacerdote en su calidad de predicador
y celebrante.
Quizá fueran precisamente
esas inseguridades teológicas más profundas la razón de las muchas confusiones
e incongruencias y, en ocasiones, incluso abusos de la liturgia en una mentalidad
secularista frente a la cual Romano Guardini había planteado, ya en el año 1948
con ocasión de las Jornadas Católicas alemanas, la cuestión de la capacidad
litúrgica del hombre moderno.
En realidad, el carácter
sacrificial de la eucaristía no depende de la orientación de la celebración ni
se opone a su concepción como banquete.
El sacrificio de Cristo en
la cruz se hace presente de forma simbólica y real y en él todo el misterio
pascual de la muerte y Resurrección del Señor en las palabras de la consagración
proclamadas por el sacerdote ordenado, quien hace visible a Cristo, cabeza de
la Iglesia. En él habla y actúa Cristo, quien en la santa comunión se une a los
fieles y representa así a la Iglesia en su unidad como “cabeza y cuerpo, la
plenitud de Cristo” (cf. Ef 4,13s.).
Por consiguiente, tiene
poco sentido la alternativa de si el sacerdote celebra hacia Dios o hacia la
comunidad. Antes bien, la misa constituye una comunión de acción del sacerdote
con todos los fieles, en la que se realiza siempre de nuevo la Communio de
la Iglesia, cuerpo de Cristo, con su Señor que la edifica con su gracia
salvífica y hace que crezca tendiendo siempre hacia Él. De este modo también la
congregación de la Iglesia en torno a Cristo, Palabra y Sacramento sobre el
altar, es expresión de la actualización del sacrificio de Cristo al Padre en el
que incluye también la entrega de todos los miembros de ese cuerpo al Padre.
Así se realiza la comunión más íntima del hombre con Dios y con sus semejantes.
En Cristo, la PALABRA de Dios hecha carne y Señor crucificado, con sus brazos
extendidos clamando hacia el Padre, la liturgia siempre es teocéntrica y
orientada al prójimo, Communio con Dios y con los demás fieles
como miembros de su cuerpo que es la Iglesia (LG 1).
También en el caso de la
celebración versus populum nunca puede tratarse del aspecto
superficial de si el sacerdote celebra de espaldas al pueblo o le mira a los
ojos. Aunque la orientación al este, dirigiendo la mirada al Cristo que
regresa, el sol naciente de la salvación, no sea posible en todos los casos, lo
que debe importar también en el caso de la orientación de la celebración actualmente
habitual es que le escuchemos juntos a ÉL, que miremos hacia ÉL quien convierte
nuestra Communio, nuestra asamblea en sacramento de la
presencialización de su muerte en la cruz y de su Resurrección y que edifica a
la Iglesia partiendo de la eucaristía. La eucaristía es la congregación de la
Iglesia en torno a Cristo en el Espíritu Santo para alabanza y gloria de Dios
Padre. La Iglesia se ofrece a sí misma al ser ofrecida por Cristo al Padre. En
presencia del Cristo crucificado y resucitado toma parte en la Communio
Trinitatis. Todos nos revelamos en ella como hijos e hijas de Dios en
el Hijo único de Dios.
En él adoramos a Dios de
conformidad con el Logos y participamos del conocimiento de
Dios tal como Él se conoce a sí mismo en el Logos desde toda la eternidad y se
ama en el Espíritu cuando en Cristo, por él y con él nos ofrecemos como
“sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom 12,1).
En esto consiste la
liturgia católica: en una adoración razonable de Dios que es espíritu y verdad
y cuyo Logos ha asumido nuestra carne para que, en el Espíritu y por Cristo,
podamos decir a Dios Abba, Padre y experimentar la libertad y la gloria de los
hijos de Dios.
En contra de la confinación
de la fe en el irracionalismo, de la reducción de la liturgia a un juego
estético y a un racionalismo plano de la instrumentalización pedagógica, de la
socavación del misterio mediante la desacralización del sacerdocio y de los
sacramentos, estamos llamados a un culto conforme al Logos del
mismo modo que debemos transmitir las doctrinas de nuestra fe de conformidad
con la razón y de forma argumentativa (cf. 1 Pe 3, 15).
Joseph Ratzinger, nuestro
Papa Benedicto XVI, se ha esforzado toda su vida por alcanzar una comprensión
adecuada de la liturgia. En el volumen 11 de las Obras Completas con el que hoy
se abre la serie de los 16 volúmenes que integran las Opera Omnia se
publican todos los trabajos importantes en este sentido, ordenados siguiendo
criterios sistemáticos. Lo que está a debate no es el orden exterior del rito
en algunos de sus detalles sino la comprensión cristológica y, por
consiguiente, conforme al Logos, y la participación activa en la liturgia en el
Espíritu del Señor. De la renovación de nuestra capacidad litúrgica depende la
renovación de nuestra capacidad de dar razón a los hombres y mujeres de hoy del
Logos de la esperanza que habita en nosotros (1 Pe 3, 15).
Para aprehender el espíritu
de la reforma litúrgica lo mejor es, sin duda, recordar una vez más la
Constitución Litúrgica del Concilio Vaticano II, donde se dice de la eucaristía
y, con ello, en último término de todo el culto de la Iglesia:
«Nuestro Salvador, en la
Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico
de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su
vuelta, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el
Memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad,
vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se
llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera.»
Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los
cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores,
sino que comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen
conscientes, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la
palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Cuerpo del Señor, den gracias a
Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo
por manos del sacerdote, sino juntamente con él, se perfeccionen día a día por
Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea
todo en todos» (SC 47-48).
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