Meditación
VIII
Deus autem, qui dives est in
misericordia, propier nimiam charitatem suam qua dilexil nos, el cum essemus
mortui peccatis, convivificavil nos Christo (EF. 2, 4, 5)
Mas, Dios, que es rico en
misericordia, por su extremada caridad con que nos amó, aun cuando estábamos
muertos por los pecados, nos dio vida juntamente con Cristo.
Considera
que la muerte del alma es el pecado; pues que este enemigo de Dios nos priva de
la Divina Gracia, que es la vida del alma.
Nosotros,
miserables pecadores, por nuestras culpas estábamos ya todos muertos y
condenados al infierno. Dios, por el inmenso amor que tenía a nuestras almas,
quiso volvernos la vida, y ¿Qué hizo? Envió a la tierra a su Unigénito, para
que muriese, a fin de que el mismo nos recobrase la vida con su muerte.
Con
razón, pues, el Apóstol llama a esta obra de amor, extremada caridad. Sí,
porque ni pudiera jamás esperar el hombre porque no pudiera jamás esperar el
hombre recibir de un modo tan amoroso la vida, si recibir de un modo tan
amoroso la vida, si Dios no hubiese hallado esta manera de redimirle para
siempre, eterna redemptione inventa Hb. 9, 12. Estaban todos los hombres
muertos, y no había redención para ellos. Pero el Hijo de Dios, por las
entrañas de su misericordia, viniendo del cielo, oriens ex alto, nos ha
dado la vida; y por esto justamente llama el Apóstol a Jesucristo nuestra
vida. He aquí a nuestro Redentor, que vestido ya de carne y hecho niño nos
dice: He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia Jn 10, 10. Á
este fin vino a tomar sobre si la muerte, para darnos la vida. Razón es, pues,
que nosotros vivamos solamente para aquel Dios que se ha dignado morir por
nosotros: razón es que Jesucristo sea el único señor de nuestro corazón, ya que
ha derramado su sangre, y dado la vida para ganárselo; porque, como dice san
Pablo: Por esto murió Cristo y resucitó, para ser Señor de muertos y de
vivos. Rm 14, 12 ¡Oh Dios para cautivarse su amor, rehusé después amarle; y
renunciando a su amistad, quiera hacerse voluntariamente esclavo del infierno?
Afectos
y súplicas
¡Con
qué, Jesús mío! Si Vos no hubieseis aceptado y sufrido la muerte por mí, yo
habría quedado muerto en mi pecado, sin esperanza de salvarme, y de poder ya
más amaros!
Pero
después que con vuestra muerte me habéis alcanzado la vida, yo de nuevo la he
perdido voluntariamente tantas veces, volviendo a pecar. Vos habéis muerto por
ganar mi corazón, y yo rebelándome contra Vos, lo he hecho esclavo del demonio.
Os he perdido respeto, y he dicho no queremos por mi Señor. Todo es verdad; más
lo es también que Vos no queréis la muerte del pecador, sí que se convierta y
viva; y por esto habéis muerto por darnos la vida. Yo me arrepiento de haberos
ofendido.
Redentor
mío amado, y Vos perdonadme por los méritos de vuestra pasión; dadme vuestra
gracia; dadme aquella vida que me habéis adquirido con vuestra muerte, y de hoy
en adelante dominad plenamente en mi corazón.
No,
no quiero que sea más dueño el demonio; él no es mi Dios, no me ama, nada
tampoco ha padecido por mí. Por lo pasado, no ha sido verdadero señor de mi
alma, sino ladrón; Vos solo, Jesús mío, sois mi verdadero dueño, que me habéis
criado, y redimido con vuestra sangre; Vos solo me habéis amado, y amado tanto.
Razón es, pues, que sea solamente vuestro en el tiempo que me resta de vida.
Decid
qué es lo que queréis de mí, que todo quiero hacerlo. Castigadme como os
plazca, yo todo lo acepto. Ahorradme solo el castigo de vivir sin vuestro amor,
haced que os ame, y después disponed como queráis de mí.
María
Santísima, refugio y consuelo mío, recomendadme a vuestro Hijo. Su muerte y
vuestra intercesión son toda mi esperanza.
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