MEDITACIÓN
IX
Nos
amó y se entregó a si mismo por nosotros.
Dilexit
nos, et tradidit semelipsum pro nobis. (Ephes. V, II)
Considera
como el Verbo eterno es aquel Dios infinitamente feliz en sí mismo; de manera
que su felicidad no puede ser ya más grande, ni la salvación de todos los
hombres podía aumentarla, ni disminuirla cosa alguna. Y con todo, ha hecho, y
padecido tanto por salvar a nosotros miserables gusanos, que si su
bienaventuranza (dice santo Tomás) hubiese dependido de la del hombre, no habría
podido padecer ni sufrir más. Quasi sine ipso beatus esse non posset.
Y
en verdad, si Jesucristo no pudiera haber sido bienaventurado sin redimirnos
¿cómo hubiera podido humillarse más de lo que se ha humillado, hasta tomar
sobre sí nuestras enfermedades, los abatimientos de la infancia, las miserias
de la vida humana, y una muerte tan cruel e ignominiosa?
Solo
un Dios era capaz de amar con tanto exceso a nosotros miserables pecadores, que
éramos tan indignos de ser amados. Dice un devoto autor, que si Jesucristo nos
hubiese permitido pedirle las pruebas más grandes de su amor, ¿quién jamás se
habría atrevido a demandarle que se hiciese niño como nosotros, que se vistiese
de todas nuestras miserias, y además fuese el más pobre entre todos los
hombres, el más vilipendiado y el más maltratado, hasta morir por manos de
verdugos y a fuerza de tormentos sobre un infame patíbulo, maldecido y
abandonado de todos, hasta de su mismo Padre que desampara el Hijo, por no
dejarnos sepultados en nuestras ruinas?
Pero
lo que nosotros no nos habríamos ni aun atrevido a pensar, el Hijo de Dios lo
pensó, y lo ha ejecutado.
Desde
niño se ha sacrificado por nosotros a las penas, a los oprobios y a la muerte.
Dilexit nos, el tradidit semetipsum pro nobis.
Nos
ha amado, y por amor se nos ha dado así mismo, a fin de que ofreciéndole por
víctima al Padre en satisfacción de nuestras deudas, podamos por sus méritos
alcanzar de la bondad divina cuantas gracias deseemos: víctima más estimada al
Padre, que si le fuesen ofrecidas las de todos los hombres, y de todos los
Ángeles. Ofrezcamos, pues, nosotros siempre a Dios los méritos de Jesucristo, y
por ellos pidamos y esperemos todo bien.
Afectos
y súplicas
¡Jesús
mío! demasiada injusticia haría yo a vuestra misericordia y a vuestro amor, si
después que me habéis dado tantas muestras del afecto que me tenéis, y de la
voluntad de salvarme, desconfiase de vuestra piedad y amor.
¡Mi
amado Redentor! Yo soy un pobre pecador, pero a estos habéis venido Vos a
buscar, según aquello que dijisteis: No he venido a llamar los justos, sí los
pecadores. Soy un pobre enfermo, pero a estos habéis venido a curar. Estoy
perdido por mis pecados, más a tales perdidos habéis venido a salvar, porque
el Hijo del Hombre vino a salvar lo que había perecido. Mt 18, 11
¿Qué
puedo temer, pues, si quiero enmendarme y ser vuestro? Solamente debo temer de
mí y de mi debilidad; Pero esta mi debilidad y pobreza debe aumentarme la
confianza en Vos, que habéis protestado ser el refugio de los pobres, y
escuchar sus deseos.
Esta
gracia, pues, os pido, Jesús mío, dadme confianza en vuestros méritos, y haced
que por ellos siempre me encomiende a Dios. Padre eterno, salvadle del
infierno, y antes del pecado por amor de Jesucristo. Por los méritos de este
Hijo dadme luz para seguir vuestra voluntad: dadme fuerza contra las
tentaciones; dadme el don de vuestro santo amor. Y sobre todo os suplico me
deis la gracia de pediros siempre que me ayudéis por amor de Jesucristo, el
cual ha prometido que Vos concederéis cuanto os pidiéremos en su nombre. Si de
esta manera continúo pidiéndoos, ciertamente me salvaré; pero si no lo hago
así, me perderé seguramente.
María
santísima, alcanzadme esta gracia suma de la oración de perseverar
encomendándome a Dios y también a Vos, que alcanzáis de Dios cuanto queréis.
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