MISA DE
NOCHEBUENA
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
25 de diciembre de 2008
25 de diciembre de 2008
Queridos hermanos y
hermanas
«¿Quién como el Señor, Dios
nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar al cielo y a la
tierra?». Así canta Israel en uno de sus Salmos (113 [112],5s), en el que
exalta al mismo tiempo la grandeza de Dios y su benévola cercanía a los
hombres. Dios reside en lo alto, pero se inclina hacia abajo... Dios es inmensamente
grande e inconmensurablemente por encima de nosotros. Esta es la primera
experiencia del hombre. La distancia parece infinita. El Creador del universo,
el que guía todo, está muy lejos de nosotros: así parece inicialmente. Pero
luego viene la experiencia sorprendente: Aquél que no tiene igual, que «se
eleva en su trono», mira hacia abajo, se inclina hacia abajo. Él nos ve y me
ve. Este mirar hacia abajo es más que una mirada desde lo alto. El mirar de
Dios es un obrar. El hecho que Él me ve, me mira, me transforma a mí y al mundo
que me rodea. Así, el Salmo prosigue inmediatamente: «Levanta del polvo al
desvalido...». Con su mirar hacia abajo, Él me levanta, me toma benévolamente
de la mano y me ayuda a subir, precisamente yo, de abajo hacia arriba. «Dios se
inclina». Esta es una palabra profética. En la noche de Belén, esta palabra ha
adquirido un sentido completamente nuevo. El inclinarse de Dios ha asumido un
realismo inaudito y antes inimaginable. Él se inclina: viene abajo,
precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo, símbolo
toda necesidad y estado de abandono de los hombres. Dios baja realmente. Se
hace un niño y pone en la condición de dependencia total propia de un ser
humano recién nacido. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos
nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en
el establo. En el antiguo Testamento el templo fue considerado algo así como el
escabel de Dios; el arca sagrada como el lugar en que Él, de modo misterioso,
estaba presente entre los hombres. Así se sabía que sobre el templo,
ocultamente, estaba la nube de la gloria de Dios. Ahora, está sobre el establo.
Dios está en la nube de la miseria de un niño sin posada: qué nube impenetrable
y, no obstante, nube de la gloria. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer
más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? La
nube del ocultación, de la pobreza del niño totalmente necesitado de amor, es
al mismo tiempo la nube de la gloria. Porque nada puede ser más sublime, más
grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace
dependiente. La gloria del verdadero Dios se hace visible cuando se abren los
ojos del corazón ante del establo de Belén.
El relato de la Natividad
según San Lucas, que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, nos dice que
Dios, en primer lugar, ha levantado un poco el velo que lo ocultaba ante
personas de muy baja condición, ante personas que en la gran sociedad eran más
bien despreciadas: ante los pastores que velaban sus rebaños en los campos de
las cercanías de Belén. Lucas nos dice que estas personas «velaban». Podemos
sentirnos así atraídos de nuevo por un motivo central del mensaje de Jesús, en
el que, repetidamente y con urgencia creciente hasta el Huerto de los Olivos,
aparece la invitación a la vigilancia, a permanecer despiertos para percibir
llegada de Dios y estar preparados para ella. Por tanto, también aquí la
palabra significa quizás algo más que el simple estar materialmente despiertos
durante la noche. Fueron realmente personas en alerta, en las que estaba vivo
el sentido de Dios y de su cercanía. Personas que estaban a la espera de Dios y
que no se resignaban a su aparente lejanía de su vida cotidiana. A un corazón
vigilante se le puede dirigir el mensaje de la gran alegría: en esta noche os
ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es capaz de creer en el
mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de encaminarse para
encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo. Roguemos en esta
hora al Señor que nos ayude también a nosotros a convertirnos en personas
vigilantes.
San Lucas nos cuenta,
además, que los pastores mismos estaban «envueltos» en la gloria de Dios, en la
nube de luz, que se encontraron en el íntimo resplandor de esta gloria.
Envueltos por la nube santa escucharon el canto de alabanza de los ángeles:
«Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». Y,
¿quiénes son estos hombres de su benevolencia sino los pequeños, los
vigilantes, los que están a la espera, que esperan en la bondad de Dios y lo
buscan mirando hacia Él desde lejos?
En los Padres de la Iglesia
se puede encontrar un comentario sorprendente sobre el canto con el que los
ángeles saludan al Redentor. Hasta aquel momento –dicen los Padres– los ángeles
conocían a Dios en la grandeza del universo, en la lógica y la belleza del
cosmos que provienen de Él y que lo reflejan. Habían escuchado, por decirlo
así, el canto de alabanza callado de la creación y lo habían transformado en
música del cielo. Pero ahora había ocurrido algo nuevo, incluso sobrecogedor
para ellos. Aquél de quien habla el universo, el Dios que sustenta todo y lo
tiene en su mano, Él mismo había entrado en la historia de los hombres, se
había hecho uno que actúa y que sufre en la historia. De la gozosa turbación
suscitada por este acontecimiento inconcebible, de esta segunda y nueva manera
en que Dios ha manifestado –dicen los Padres– surgió un canto nuevo, una
estrofa que el Evangelio de Navidad ha conservado para nosotros: «Gloria a Dios
en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». Tal vez podemos
decir que, según la estructura de la poesía judía, este doble versículo, en sus
dos partes, dice en el fondo lo mismo, pero desde un punto de vista diferente.
La gloria de Dios está en lo más alto de los cielos, pero esta altura de Dios
se encuentra ahora en el establo: lo que era bajo se ha hecho sublime. Su
gloria está en la tierra, es la gloria de la humildad y del amor. Y también: la
gloria de Dios es la paz. Donde está Él, allí hay paz. Él está donde los
hombres no pretenden hacer autónomamente de la tierra el paraíso, sirviéndose
para ello de la violencia. Él está con las personas del corazón vigilante; con
los humildes y con los que corresponden a su elevación, a la elevación de la
humildad y el amor. A estos da su paz, porque por medio de ellos entre la paz
en este mundo.
El teólogo medieval
Guillermo de S. Thierry dijo una vez: Dios ha visto que su grandeza –a partir
de Adán– provocaba resistencia; que el hombre se siente limitado en su ser él
mismo y amenazado en su libertad. Por lo tanto, Dios ha elegido una nueva vía.
Se ha hecho un niño. Se ha hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro
amor. Ahora –dice ese Dios que se ha hecho niño– ya no podéis tener miedo de
mí, ya sólo podéis amarme.
Con estos pensamientos nos
acercamos en esta noche al Niño de Belén, a ese Dios que ha querido hacerse
niño por nosotros. En cada niño hay un reverbero del niño de Belén. Cada niño
reclama nuestro amor. Pensemos por tanto en esta noche de modo particular
también en aquellos niños a los que se les niega el amor de los padres. A los
niños de la calle que no tienen el don de un hogar doméstico. A los niños que
son utilizados brutalmente como soldados y convertidos en instrumentos de
violencia, en lugar de poder ser portadores de reconciliación y de paz. A los
niños heridos en lo más profundo del alma por medio de la industria de la
pornografía y todas las otras formas abominables de abuso. El Niño de Belén es
un nuevo llamamiento que se nos dirige a hacer todo lo posible con el fin de
que termine la tribulación de estos niños; a hacer todo lo posible para que la
luz de Belén toque el corazón de los hombres. Solamente a través de la
conversión de los corazones, solamente por un cambio en lo íntimo del hombre se
puede superar la causa de todo este mal, se puede vencer el poder del maligno.
Sólo si los hombres cambian, cambia el mundo y, para cambiar, los hombres
necesitan la luz que viene de Dios, de esa luz que de modo tan inesperado ha
entrado en nuestra noche.
Y hablando del Niño de
Belén pensemos también en el pueblo que lleva el nombre de Belén; pensemos en
aquel país en el que Jesús ha vivido y que tanto ha amado. Y roguemos para que
allí se haga la paz. Que cesen el odio y la violencia. Que se abra el camino de
la comprensión recíproca, se produzca una apertura de los corazones que abra
las fronteras. Qué venga la paz que cantaron los ángeles en aquella noche.
En el Salmo 96 [95] Israel,
y con él la Iglesia, alaban la grandeza de Dios que se manifiesta en la
creación. Todas las criaturas están llamadas a unirse a este canto de alabanza,
y en él se encuentra también una invitación: «Aclamen los árboles del bosque
delante del Señor, que ya llega», (12s.). La Iglesia lee también este Salmo
como una profecía y, a la vez, como una tarea. La venida de Dios en Belén fue
silenciosa. Solamente los pastores que velaban fueron envueltos por unos
momentos en el esplendor luminoso de su llegada y pudieron escuchar una parte
de aquel canto nuevo nacido de la maravilla y de la alegría de los ángeles por
la llegada de Dios. Este venir silencioso de la gloria de Dios continúa a
través de los siglos. Donde hay fe, donde su palabra se anuncia y se escucha,
Dios reúne a los hombres y se entrega a ellos en su Cuerpo, los transforma en
su Cuerpo. Él «viene». Y, así, el corazón de los hombres se despierta. El canto
nuevo de los ángeles se convierte en canto de los hombres que, a lo largo de
los siglos y de manera siempre nueva, cantan la llegada de Dios como niño y, se
alegran desde lo más profundo de su ser. Y los árboles del bosque van hacia Él
y exultan. El árbol en Plaza de san Pedro habla de Él, quiere transmitir su
esplendor y decir: Sí, Él ha venido y los árboles del bosque lo aclaman. Los
árboles en las ciudades y en las casas deberían ser algo más que una costumbre
festiva: ellos señalan a Aquél que es la razón de nuestra alegría, al Dios que
viene, el Dios que por nosotros se ha hecho niño. El canto de alabanza, en lo
más profundo, habla en fin de Aquél que es el árbol de la vida mismo
reencontrado. En la fe en Él recibimos la vida. En el sacramento de la
Eucaristía Él se nos da, da una vida que llega hasta la eternidad. En estos
momentos nosotros nos sumamos al canto de alabanza de la creación, y nuestra
alabanza es al mismo tiempo una plegaria: Sí, Señor, haz vernos algo del
esplendor de tu gloria. Y da la paz en la tierra. Haznos hombres y mujeres de
tu paz. Amén.
Para ver la homilía del año 2006 aquí
Para ver la homilía del año 2006 aquí
No hay comentarios:
Publicar un comentario