LA VIRGEN
MARÍA
Mons.
Tihámer Toth
Obispo de
Veszprém (Hungría)
CAPÍTULO SÉPTIMO
LAS IMÁGENES DE LA VIRGEN MARÍA
MARÍA, LA MADRE DE DIOS - MARÍA, VIRGEN
INMACULADA - MARÍA, REINA DEL CIELO
Tiziano La Asunción de María a los cielos |
No sé si habéis
tenido en las manos un libro o un álbum en que sólo hay pinturas de María,
reproducciones de obras de los mejores artistas del mundo. No es posible
describirlo; es preciso experimentarlo; el encanto y la exquisitez..., el gran
consuelo que experimenta nuestra alma al contemplar una de esas colecciones.
Centenares y
centenares de cuadros. Pero todos tienen el mismo tema: la única, la
inmaculada, la bendita Virgen María.
Tengo delante de mí
el cuadro de Tiziano: «María, en su Asunción a los cielos». El cuadro de
Bellini: «La Virgen Madre mira, soñando, un paisaje lejano». El cuadro de
Memling: «María, sonriente, ofrece una manzana al Niño Jesús». El cuadro de Granach:
«La Virgen Santísima mira desde un vergel». El cuadro de Rubens: «El Niño
Divino se abraza con un encanto singular contra su madre.» El cuadro de
Leonardo de Vinci: «La Virgen Madre con sus rasgos delicados». El cuadro de
Guido Reni: «El éxtasis de los ojos que miran al cielo». El cuadro de Sandro Boticelli:
«La Virgen, cubierta con un velo, escucha las palabras del ángel». Y ¡el cuadro
de Dolci y el de Durero y el de Giotto y el de Fray Angélico y el del Greco y
el de Filippo Lippi y el de Correggio y el de Mantegna! ¡Y los treinta cuadros
de Murillo, cuadros de la
«Inmaculada»! ¡Y los
cincuenta y dos de Rafael, cuadros de la «Madonna»!
Tendría que ir
enumerando todos los nombres que se destacan en la historia del arte, porque
apenas hubo pintor que no cifrase su ambición en rendir homenaje con sus
pinceles a la Madre de Dios. ¡Cuántos artistas pintaron ya su cuadro! ¡En distintas
épocas! ¡Con distinto criterio! ¡En diferentes vestidos! ¡Con técnica distinta!
Pero siempre el mismo tema: el ideal que se levanta con aire de triunfo sobre la
tierra y la materia.
Bueno es tratar de
estas imágenes.
Claro está que no
hemos de recordarlas todas, porque jamás acabaríamos. Pero hemos de destacar
algunas; aquellas por lo menos, que irradian una fuerza, un aliento, una
enseñanza peculiar para nuestras luchas terrenas. Quiero detenerme delante de
tres imágenes y meditar sus enseñanzas: I. María, la Madre de Dios; II. María,
la Virgen Inmaculada, y III. María, la Reina del empíreo.
I
MARÍA, LA MADRE DE DIOS
Antes de levantar
nuestra mirada para contemplar las imágenes de la Virgen Madre, quiero
tranquilizar con breves palabras a ciertos escrupulosos; a los que, viendo la
gran cantidad de imágenes marianas, empiezan a dudar de si este fervoroso culto
no es una desviación del primitivo cristianismo, y un distanciarse de la vida
religiosa, pura y originariamente cristiana, y si, debido al gran culto mariano
nos olvidamos de Cristo, su Hijo divino.
Con frecuencia nos
proponen semejantes objeciones, principalmente los que no son católicos. Desde
luego, estas objeciones soto pueden turbar a quienes no conocen el sentir y la
vida religiosa de los primeros cristianos. Quien los conozca, ve inmediatamente
que carecen de fundamento las acusaciones que se nos dirigen de haber
introducido el culto de la Virgen en época tardía, ya que no era conocido de
los primeros siglos cristianos.
No hay una palabra
de verdad en todo esto. El que desee saber cómo pensaban los primeros
cristianos respecto de la Virgen Bendita, lea el Evangelio de San Lucas. Este
evangelista, amigo y compañero del apóstol San Pablo, tuvo ocasión de ver y
saber cómo pensaban las primeras comunidades cristianas en lo tocante a la
Madre de Jesús. Y es él precisamente quien da más pormenores concernientes a
María; él describe la escena de la salutación angélica, recoge el «bendita tú
eres entre todas las mujeres», el saludo de Santa Isabel, el «Magnificat», los
acontecimientos de Navidad y la historia de Jesús en el templo a los doce años.
El que describió estas cosas, y los que las leyeron, es decir, los primeros cristianos,
tenían que sentir un profundo y tierno respeto para con María. No cabe la menor
duda.
El que con esto no
se quede satisfecho, baje a las catacumbas más antiguas, a los corredores
subterráneos de Roma, en que se refugiaban los cristianos en tiempo de
persecución y celebraban sus actos de culto, y enterraban a sus amados muertos.
Mire, por ejemplo, la célebre imagen de María en las catacumbas de Priscila, donde
se ve a la Virgen María entre estrellas, con el Niño divino en los brazos, y
delante de ella al profeta Isaías teniendo en la mano el rollo que contiene sus
profecías.
La imagen data de la
primera mitad del segundo siglo; por tanto, de la época cuya generación podía
haber oído directamente las predicaciones de los Apóstoles. En las mismas
catacumbas hay otra imagen mariana de la segunda mitad del siglo tercero, la
cual representa a la Virgen María vestida con una túnica aristocrática. ¿Hemos
de buscar argumentos más decisivos para probar que el culto mariano ocupa un
puesto prominente en la liturgia del más antiguo cristianismo? Y si a aquellos
primeros cristianos no se les ocurrió que el culto de María pudiese distraer
las almas y enfriar la devoción que se debe a Cristo, o pudiese menguar el
carácter cristocéntrico de su liturgia, ¿nos será lícito a nosotros alimentar tales
escrúpulos?
No. Nosotros nos
paramos con tranquilidad ante las imágenes, de la Virgen María, porque sentimos
que la fuerza, el aliento, las enseñanzas y los consuelos que de las mismas emanan,
nos llevan hacia su divino Hijo...
* * *
La primera imagen
que quiero presentar a mis lectores es la imagen de María, Madre de Dios.
Es el típico cuadro
de la «Madonna», quizá el más frecuente cuando se trata de cuadros de la
Virgen.
En estos cuadros
aparece María como Madre bondadosa, sonriente, sosteniendo a su Divino Hijo. En
un lienzo le tiene en los brazos; en otros, le sostiene sobre las rodillas; en
el tercero nos lo presenta a nosotros, y sus bondadosos ojos maternales nos
miran alentadores: «Hombres, mirad; el Dios misericordioso no está lejos de
vosotros: ha bajado en medio de vosotros, colocó sus tesoros en mis manos
maternales y está dispuesto a repartirlos en cualquier momento...»
¿Qué nos dice, pues,
y qué nos ofrece la imagen de la «Madonna», la imagen de la Madre de Dios?
a) Nos dice
palabras de aliento que nos empujan hacia Dios; b) nos infunde energías
provenientes de Dios.
a) Hasta el momento
en que María dio al mundo a su Divino Hijo, la humanidad caída y cargada de
pecados, peregrinaba sin esperanza por el camino de los desterrados. Pero así
que apareció la Madre de Dios, empezó a despuntar, en sustitución del tronco podrido
de Adán, el brote de los nuevos hijos de Dios. Es lo que leemos en los ojos del
sonriente Niño que sostiene María en sus brazos. Como si en este cuadro se
hubiese inspirado también SAN PABLO al escribir a Tito: «Dios, nuestro
Salvador, ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres» (Carta
a Tito 3, 4).
Leemos, además, en
el rostro de la Virgen Madre la gran advertencia: Hombres, sabéis que la
voluntad de Jesucristo se adaptaba en todo a la voluntad del Padre celestial,
de suerte que pudo decir: «Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado»
(Jn 4, 34). Pero sabéis también que mis planes y mis actos concordaban
siempre con la voluntad de mi Divino Hijo. Oíd, pues, la gran advertencia: «El
que quiera seguirme a mí, ha de seguir a Cristo, porque quien sigue a Cristo
llegará al Padre celestial.»
b) Pero la Madre de
Dios no solamente nos alienta, sino que nos ayuda también. No exagera el sabio
más eximio del cristianismo, SANTO TOMÁS DE AQUINO, al afirmar que la Virgen Bendita,
si bien es una criatura, limitada, por tanto, como nosotros, no obstante, por
su maternidad divina, está en alturas rayanas ya con lo infinito. «La Virgen
Santísima —escribe textualmente (Sum. Theol. 1ª q. 25 art 6 ad. 4)—, por
ser Madre de Dios, tiene una especie de dignidad infinita, sobre la cual no
puede haber otra mejor, como no puede haber nada mejor que Dios.»
Ciertamente, nosotros
sabemos bien que Dios es el que nos escucha y es Dios quien nos ayuda. Pero
sabemos que nos escucha y nos ayuda por amor a la Virgen Santísima, a quien
nosotros, católicos, damos con todo derecho el hermoso y característico nombre
de «Omnipotencia suplicante». María es omnipotente, porque puede hacerlo todo;
pero sólo es omnipotente suplicando; no es ella quien lo hace todo, sino su
Divino Hijo, a quien ella suplica. El Rey Salomón no pudo resistir al ruego de
su madre, ¿cómo podría resistir Jesús a la mejor de las madres?
Todos conocemos el
bellísimo libro de SAN AGUSTÍN: sus Confesiones. En este libro escribe,
después de morir su madre Mónica: «Tú sabes, Dios mío, qué madre he perdido yo
en ella. Jamás ha vertido una madre tantas lágrimas junto a la tumba de su hijo
único, como vertió ella por la caída de mi alma. Y yo, ¿podría ser ingrato
hasta el punto de olvidar a tal madre? No, madre mía, nunca olvidaré tu amor,
tu solicitud por mí, tus pesares y afanes, el dolor agudo de tu corazón.»
¡Con tanta gratitud
se acuerda San Agustín de su madre Mónica! Y, sin embargo, ¿quién es Mónica, en
comparación con la Virgen María, y quién es Agustín, en comparación con Jesús?
Por esto imploramos nosotros la intercesión de la Madre de Dios con tanta y tan
filial confianza; porque sabemos que Jesucristo, que en las bodas de Caná obró
su primer milagro, movido por el ruego de su Madre, nunca rechaza las súplicas
que ella le dirige. Por esto brotan sin cesar de nuestros labios estas hermosas
invocaciones: «Consuelo de los afligidos...» «Refugio de los pecadores...»
«Salud de los enfermos...»: ruega por nosotros.
II
MARÍA, VIRGEN INMACULADA
Otra imagen amable
de María, en que tienen singular complacencia nuestros grandes artistas, es la
imagen de la Inmaculada.
A) Antes de estudiar
el cuadro, juzgo necesaria aclarar con unas breves palabras el dogma de la
«Concepción Inmaculada de María», que muchos entienden en sentido erróneo.
Repetidas veces
oímos decir que no se acepta la Concepción Inmaculada de María, por ser una
cosa realmente increíble. «Yo soy buen cristiano —dicen algunos—; pero hay
cosas que no se pueden creer. ¿Cómo es posible prestar fe a la afirmación de
que María nació sin padre, o sin madre, o qué sé yo cómo? ¿Cómo es posible
enseñar tal cosa?...»
Y estos descontentos
abren unos ojos como platos de sorpresa al oír que la religión católica nunca
enseñó tamaño desatino. Porque la Concepción Inmaculada de la Virgen María no
significa que ella no naciera como los demás hombres, que no tuviera ella padre
ni madre...; precisamente celebramos el 26 de julio la fiesta de Santa Ana,
madre de María, y el 16 de agosto, la fiesta de su padre, San Joaquín.
La Concepción
Inmaculada se refiere únicamente al alma de María, y afirma que el Señor eximió
su alma del castigo que pesa sobre todos los demás hombres, la eximió de la ley
de la culpa original, y no permitió, en consideración a su Divino Hijo
Jesucristo, que su alma fuese obscurecida un solo momento por esta nube de pecado.
La Concepción Inmaculada significa que el alma de María no fue rozada siquiera
por la mancha original. ¡Inmaculada! ¡Por fin, una criatura que el Padre
celestial puede mirar con satisfacción plena! ¡Una criatura, por fin, que puede
mirar al Padre celestial con amor encendido y sin turbación alguna!
B) Examinemos ahora
la imagen de esta Virgen sin pecado concebida.
En esta clase de
imágenes María está en las alturas de una dignidad inaccesible. Bajo sus pies
está la serpiente con la cabeza aplastada, y está el orbe terráqueo, con toda
su mezquindad, todo su polvo y miseria; las manos están cruzadas, los ojos
miran al cielo, a las alturas serenas de las estrellas. Y como si nos dijera esta
Virgen Inmaculada: «Hijos míos, ¡qué cosas escribís en vuestros libros! ¡Qué
cosas enseñáis en vuestros teatros y cines! ¡Qué cuadros colgáis en vuestras
exposiciones! Pero ¿es que realmente no conocéis vuestra dignidad? ¡Por todas
partes veneno de serpiente, por todas partes polvo, inmundicia y fango! La generación
joven come las mondaduras que se arrojan a los cerdos...: ¿adónde llegaréis,
adónde llegaréis?...»
Esto nos predica la
imagen de la Inmaculada.
Leemos las palabras
magníficas de SAN JUAN: «En esto apareció un gran prodigio en el cielo: Una
mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza una corona
de doce estrellas» (Apoc. 12, 1). Este prodigio, esta gran señal en nuestro
cielo es la Virgen Santísima, la nueva mujer. La mujer antigua se arrastraba en
compañía de Eva por las huellas de la serpiente, y compartió su suerte: se quedó
pegada al fango..., y comía y se
tragaba la tierra. Esta
mujer nueva reviste de belleza celestial su propia alma y la de todos los que a
ella recurren.
Hasta hoy veíamos
por todas partes la bondad por el suelo; con alas de murciélago volaba entre
nosotros el pecado, y en pos de él se quebrantaban los cuerpos, se inclinaban
las cabezas, perdían los rostros sus rosas y los templos se derrumbaban. Pero, por
fin, llega la Bondad triunfante: María. El mar infinito dice: “¡Boga mar
adentro!» La cima cubierta de nieve dice: “¡Sube a las alturas!» La Virgen
Inmaculada dice: “¡Levántate a mí!»
Si una criatura de
carne y sangre, si María pudo lograrlo, '¡también lo lograré yo!
Así se cumplen las
palabras del poeta
«Mi mente se vuelve
por completo a Ti; mi vida está en tus manos. Fórmala Tú también, fórmala Tú
según la justicia, haz de ella una obra maestra, bella y verdadera, para que
siempre mire a las alturas y alabe feliz al Creador.»
Miro larga y
profundamente la imagen de esta Madre sin mancilla, y como si oyera resonar de
nuevo en sus labios los acentos del «Magnificat». «Mi alma enaltece al Señor.»
Los grandes artistas ponen todo el calor de su alma en sus obras, y es su
propia alma la que habla en el cuadro, que sonríe en la estatua, que llora en
la música. Toda la hermosura, profundidad, belleza,
intensidad que el Dios
creador puso en la Virgen Santísima, resuenan ahora en un solo himno de labios
de la Inmaculada. ¡Mira cómo palpita su alma de alegría, porque vive llena de
Dios! Y es cosa sabida que un alma sabe exaltarse, levantarse, regocijarse en la
misma medida que se llena con los pensamientos, planes y voluntad de Dios. Y no
sólo el alma de María, sino también la nuestra, toda alma humana. Tienes la
dicha en la medida en que te acercas a Dios...., es lo que nos enseña María
cuando entona él «Magnificat»; es lo que pregona y nos enseña la imagen de la Inmaculada.
III
MARÍA, REINA DEL CIELO
Finalmente nos
detenemos delante de un nuevo cuadro, que nos ofrece a la Virgen María en la
gloria de los cielos, junto al trono de Dios. Es la imagen de María, Reina del
cielo.
¿Habéis meditado
alguna vez, amados lectores, qué fuerza irradia y qué consuelo comunica a
nuestra fe la imagen de la Virgen triunfante, victoriosa?
A) ¡Qué árida, qué
fría, qué tormentosa y falta de finalidad parece hoy día la vida de muchos
hombres! ¿Por qué vivo propiamente? ¿Qué objeto puede tener el que yo vaya
desgranando los días, uno tras otro, en el silencio de un desconocimiento completo?
—así se quejan muchos—. ¡Cuán provechoso es para ellos, en tales trances,
acordarse de María! Una vida pasada en una aldea desconocida de un país lejano;
una vida que, al parecer,
también consistía en un
desgranar de días grises, pero que, en realidad, tuvo tal precio a los ojos del
Dios omnipotente, que le confió la misión más grande y honrosa que pueda
confiarse a una criatura; una vida que se mostraba silenciosa e insignificante,
y con todo terminó en la felicidad eterna del Reino de Dios.
Es posible que mi
vida sea también así, una vida silenciosa, insignificante, de la que no harán
memoria los biógrafos, ni mucho menos le dedicará gruesos volúmenes. «¿Memoria
eterna?» ¡Qué orgullosa palabra humana! ¡Como si nosotros pudiésemos perpetuar
la memoria de una cosa cualquiera! Pues sí, señor; la memoria de mi vida,
pasada en el amor y servicio de Dios, por muy silenciosa y humilde que haya
sido, será recogida para la eternidad; la recogerá Jesucristo, de cuyos labios
saldrán estas palabras en el día postrero: «Venid, benditos de mi Padre, a
tomar posesión del Reino, que os está preparado desde el principio» (Mt 25,
34).
La vida silenciosa,
oculta, de la Virgen María, que con todo llegó a tener un significado que
orienta y modela la historia y su coronación de Reina de los cielos, nos
enseñan que la mirada del Padre celestial se posa y esparce bendiciones también
sobre los pequeños desconocidos hogares, si en el alma de sus habitantes flamea
la llama del amor divino.
B) Dios desde el
principio tenía sus designios no solamente respecto de María, sino respecto de
cada hombre, también respecto de mí...; pero de nosotros depende conocer o no
estos designios divinos, y hemos de vivir dispuestos a cooperar para
realizarlos.
Lo mismo aconteció
con María. Primero se deja ver el ángel y le comunica los designios de Dios: «¡María!,
no temas, porque has hallado gracia en los ojos de Dios. Concebirás en
tu seno, y parirás un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,
30-31). Ahora todo depende ya de María. ¿Qué dirá?: ¿«si» o «no»? ¿Ofrece su cooperación
a los planes de Dios, o se inhibe? La respuesta de María, es afirmativa: «He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
¿Sabéis qué
encierran estas sencillas palabras? La ofrenda completa de María a la voluntad
divina, que le había sido revelada. «Señor, desde hoy en adelante no viviré ya
mi propia vida, sino que me doy por completo a la realización de tus designios:
Cumple, Señor, en mí tu santísima voluntad.»
¡Qué lección, qué
rumbo, qué impulso para nuestra propia vida! ¡Conocer la voluntad de Dios y
entregarnos incondicionalmente a sus santos planes! ¡Qué bella devoción la de
las almas realmente cristianas que en su oración matutina rezan también el «Ángelus»,
y se aplican estas palabras humildes de María: «He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra», diciendo ellos a su vez: «He aquí,
Señor, tu hijo fiel. Hágase en mí,
Señor, tu santísima
voluntad.»
Hermosa práctica la
de hacerse con frecuencia esta pregunta durante el día: Lo que ahora digo, leo,
hago o dejo de hacer, ¿es según la voluntad de Dios? Que en este ambiente
insoportable procuro ser dulce, manso, amable, disciplinado... Sí, esto es voluntad
de Dios. Que conduzco de nuevo al Señor a ese conocido que bordeaba ya el
precipicio... Sí, esto es voluntad de Dios. Que en medio de las tentaciones que
me acometen no titubeo, que la enfermedad no me quebranta, que no me quejo por
las lágrimas que debo verter... Sí, esto es voluntad de Dios.
Si voy a ver aquella
película excitante, provocativa; si hojeo una revista tan frívola... Señor,
¿también esto es tu voluntad? Si emprendo aquel negocio sospechoso... Señor,
¿también esto es tu voluntad? Si no lo es..., ¡ah! entonces no lo haré. Hágase
en mí, Señor, tu voluntad santísima.
Tales son las
lecciones magníficas que nos da la Reina de los cielos sentada en su trono de
gloria.
* * *
Doy por terminado
este capítulo, en que me había propuesto estudiar las imágenes de María; pero
sé muy bien que algunos de mis lectores desearían llamarme la atención sobre un
punto.
«No puede terminarlo
todavía —me dicen en silencio—. Todavía no ha tratado de una imagen de María,
la más humana, la que acaso está más cerca de nosotros, la que más nos
consuela: no ha tratado todavía de la Madre Dolorosa.»
Realmente, no he
hablado de ella. Pero no lo hice por la sencilla razón de que deseo tratar de
ella con más minuciosidad en el siguiente capítulo, que consagraré por completo
a la Madre Dolorosa.
Tenemos muchas
estatuas de los tiempos precristianos; pero ninguna de ellas conmueve tanto como
el conocidísimo grupo de LAOCOONTE. Es una obra maestra, de incomparable valor.
Representa a un padre con sus dos hijos; una serpiente gigantesca se enrosca a
las tres figuras y mata con su mortal abrazo a los tres, reflejándose en los
rostros desfigurados el dolor y la desesperación. He ahí el dolor y la
esclavitud de la humanidad, que antes de la Redención gemía impotente bajo el
peso del pecado original.
Pero en nuestras
iglesias hay otra estatua: la estatua de una mujer bellísima, de dulce mirada.
En torno de su cabeza hay una corona de doce estrellas, debajo de sus pies —no
enroscada a ella con abrazo mortal, sino aplastada— yace la serpiente. He ahí
la gran alegría, la gozosa libertad de los hombres redimidos.
Antes de vivir en la
tierra esta Mujer bendita, era el hombre cautivo. Pero de María recibimos el
don mayor, al Redentor del mundo. Y por esto le ofrecen a ella su homenaje los
pinceles de los artistas más renombrados. Y por esto también millones y
millones de fieles acuden con sus súplicas fervientes a la Virgen Santa.
Madre nuestra, que
eres Madre de Dios, muéstranos el fruto de tu vientre para que podamos ser
siempre hijos fieles de Jesucristo.
Madre nuestra, llena
de gracia, ruega por nosotros, para que apreciemos y conservemos la gracia de
Dios.
Madre nuestra, que
has aplastado la cabeza de la sierpe infernal, ruega por nosotros, para que
seamos puros de corazón. Y enséñanos a vencer la serpiente.
Madre nuestra, Reina
del cielo, ayúdanos a pasar esta vida de manera que, al final de la misma,
podamos llegar también nosotros al reino eterno de tu divino Hijo.
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