Artículo del Card. Robert Sarah
publicado en Il Foglio
El 7 de mayo de 2020
En muchos países, la
práctica del culto cristiano se interrumpió por la pandemia de Covid-19. Los
fieles no pueden reunirse en las iglesias, no pueden participar
sacramentalmente en el sacrificio eucarístico.
Esta situación es
fuente de gran sufrimiento. También es una oportunidad que Dios ofrece para
comprender mejor la necesidad y el valor del culto litúrgico. Como cardenal
prefecto de la congregación para el Culto divino y la disciplina de los
sacramentos, pero sobre todo en comunión profunda en el humilde servicio de
Dios y de su Iglesia, deseo ofrecer esta meditación a mis hermanos en el
episcopado y en el sacerdocio y al pueblo de Dios para tratar de aprender
algunas lecciones de esta situación.
A veces se ha dicho
que debido a la epidemia y al confinamiento ordenado por las autoridades
civiles, se suspendió el culto público. Esto es incorrecto. El culto público es
el culto hecho a Dios por todo el cuerpo místico, la cabeza y los miembros,
como lo recuerda el Concilio Vaticano II: “Efectivamente para realizar una obra
tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres son
santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia,
que invoca a su Señor y Él tributa culto al Padre eterno. Con razón, pues, se
considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella
los signos sensibles significan y cada uno a su manera realizan la santificación
del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus
miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración
litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia,
es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el
mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (Sacrosanctum
Concilium 7). “Este culto se tributa cuando se ofrece en nombre de la
Iglesia por las personas legítimamente designadas y mediante aquellos actos
aprobados por la autoridad de la Iglesia” (Código de Derecho Canónico, c 834).
Por lo tanto, cada
vez que un sacerdote celebra la misa o la liturgia de las horas, incluso si
está solo, ofrece el culto público y oficial de la Iglesia en unión con su
Cabeza, Cristo y en nombre de todo el Cuerpo. Para empezar, es necesario
recordar esta verdad. [Ello] Nos permitirá disipar mejor algunos errores.