MISA DE NOCHEBUENA
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
25 de diciembre de 2007
25 de diciembre de 2007
Queridos hermanos y
hermanas:
«A María le llegó el
tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada» (cf. Lc 2,6s).
Estas frases, nos llegan al corazón siempre de nuevo. Llegó el momento
anunciado por el Ángel en Nazaret: «Darás a luz un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo» (Lc 1,31). Llegó
el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas
oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad con figuras
todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera de su
ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo.
Podemos imaginar con cuánta preparación interior, con cuánto amor, esperó María
aquella hora. El breve inciso, «lo envolvió en pañales», nos permite vislumbrar
algo de la santa alegría y del callado celo de aquella preparación. Los pañales
estaban dispuestos, para que el niño se encontrara bien atendido. Pero en la
posada no había sitio. En cierto modo, la humanidad espera a Dios, su cercanía.
Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para Él. Está tan ocupada consigo
misma de forma tan exigente, que necesita todo el espacio y todo el tiempo para
sus cosas y ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para
Dios. Y cuanto más se enriquecen los hombres, tanto más llenan todo de sí
mismos y menos puede entrar el otro.
Juan, en su
Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de
san Lucas sobre la situación de Belén: “Vino a su casa, y los suyos no lo
recibieron” (1,11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a
su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había
sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero
no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que
el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se
le escucha, no se le acoge.
En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada
persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que
tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto? ¿Para aquel
que sufre y necesita ayuda? ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo?
¿Tenemos tiempo y espacio para Dios? ¿Puede entrar Él en nuestra vida?
¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento,
nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?
Gracias a Dios, la
noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De
la misma manera que en Lucasencontramos el amor de su madre María y la
fidelidad de san José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y
en Mateoencontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así
también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para
ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde
fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la
nueva ciudad, el mundo nuevo. El mensaje de Navidad nos hace reconocer la
oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad
que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar
fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres
que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos
habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra
en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a
ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para
ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la
verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los
cuales Él nos espera.
En algunas
representaciones navideñas de la Baja Edad media y de comienzo de la Edad
Moderna, el pesebre se representa como edificio más bien desvencijado. Se puede
reconocer todavía su pasado esplendor, pero ahora está deteriorado, sus muros
en ruinas; se ha convertido justamente en un establo. Aunque no tiene un
fundamento histórico, esta interpretación metafórica expresa sin embargo algo
de la verdad que se esconde en el misterio de la Navidad. El trono de David, al
que se había prometido una duración eterna, está vacío. Son otros los que
dominan en Tierra Santa. José, el descendiente de David, es un simple artesano;
de hecho, el palacio se ha convertido en una choza. David mismo había comenzado
como pastor. Cuando Samuel lo buscó para ungirlo, parecía imposible y
contradictorio que un joven pastor pudiera convertirse en el portador de la
promesa de Israel. En el establo de Belén, precisamente donde estuvo el punto
de partida, vuelve a comenzar la realeza davídica de un modo nuevo: en aquel
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual
este David atraerá hacia sí el mundo es la Cruz. El nuevo trono —la Cruz—
corresponde al nuevo inicio en el establo. Pero justamente así se construye el
verdadero palacio davídico, la verdadera realeza. Así, pues, este nuevo palacio
no es como los hombres se imaginan un palacio y el poder real. Este nuevo
palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con
Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. El poder que proviene de
la Cruz, el poder de la bondad que se entrega, ésta es la verdadera realeza. El
establo se transforma en palacio; precisamente a partir de este inicio, Jesús
edifica la nueva gran comunidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el
momento de su nacimiento: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los
hombres que Dios ama», hombres que ponen su voluntad en la suya,
transformándose en hombres de Dios, hombres nuevos, mundo nuevo.
Gregorio de Nisa ha
desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje
de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14).
Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y
débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo
el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese
visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso
de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo?
Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo
que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas
las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de
servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían
sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por
el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no
habían sido creadas» (PL 158, 955s). Así, según la visión de Gregorio, el
establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no
reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al
cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace
saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el
hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la
sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto
con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta
de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la
Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría
porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos;
porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Padres, forma parte
del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos
y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de
alabanza. El canto litúrgico —siempre según los Padres— tiene una dignidad
particular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro
con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles,
creando así la verdadera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y
este sentir juntos.
En el establo de
Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de
allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la
alegría y nace el canto. Al final de nuestra meditación navideña quisiera citar
una palabra extraordinaria de san Agustín. Interpretando la invocación de la
oración del Señor: “Padre nuestro que estás en los cielos”, él se pregunta:
¿qué es esto del cielo? Y ¿dónde está el cielo? Sigue una respuesta
sorprendente: Que estás en los cielos significa: en los santos y en los justos.
«En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los
cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden
ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de
Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse
que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próximas a
Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres
elevados, o sea de aquellos que habitan en los montes, sino que fue escrito en
el Salmo: “El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado” (Sal 34
[33], 19), y la tribulación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como
el pecador fue llamado “tierra”, así, por el contrario, el justo puede llamarse
“cielo”» (Serm. in monte II 5,17). El cielo no pertenece a la geografía
del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche
santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si
salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se
renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pongámonos en
camino, en esta Noche santa, hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad
de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso
el mundo. Amén.
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