MEDITACION
XII
Mi
dolor está siempre delante de mí. Salmo 38, 18
Dolor
meus in conspectu meo Semper.
Considera
como todas las penas e ignominias que Jesús padeció en su vida y muerte, todas
las tuvo presentes desde el primer instante de su vida; y todas ellas comenzó
desde niño a ofrecerlas en satisfacción de nuestros pecado, principiando desde
entonces a hacer de Redentor. El mismo reveló a un siervo suyo, que desde el
primer momento de su vida hasta la muerte siempre padeció; y padeció tanto por
los pecados de cada uno de nosotros, que si hubiese tenido tantas vidas cuantos
son los hombres, tantas veces habría muerto de dolor, a no haberle conservado
Dios la vida, para padecer más.
¡Oh!
¡y qué martirio tuvo siempre el amante corazón de Jesús, al ver todos los
pecados de los hombres! Dice Santo Tomás que este dolor de Jesucristo en
conocer la ofensa del Padre, y el daño que del pecado debía después provenir a
las almas de él mismo amadas, sobrepujó al dolor de todos los pecadores
contritos, aún de aquellos que murieron de puro dolor. Si, porque ningún
pecador ha amado jamás a Dios y a su propia alma tanto, cuanto Jesús amaba al
Padre y a nuestras almas. De aquí es, que aquella agonía padecida por el
Redentor en el huerto a la vista de todas nuestras culpas, de cuya satisfacción
se había encargado, la padeció ya desde el vientre materno: Pobre soy yo, y
en trabajos desde mi juventud Sal. 87. Así por boca de David predijo de sí
nuestro Salvador, que toda su vida debía ser un continuo padecer. De esto
deduce san Juan Crisóstomo, que nosotros no debemos afligirnos de otra cosa que
del pecado; y que así como Jesús por los pecados nuestros fue afligido en toda
su vida; así nosotros que los hemos cometido, debemos tener un continuo dolor,
acordándonos de haber ofendido a un Dios que tanto nos ha amado.
Santa
Margarita, no más, basta, el Señor ya te ha perdonado. ¡Cómo! Respondió la
Santa; ¿Cómo pueden serme bastantes las lágrimas derramadas y el dolor por
aquellos pecados que afligieron a mi Jesús durante toda su vida?
Afectos
y súplicas.
Ved,
Jesús mío, a vuestros pies el ingrato, el perseguidor que os ha tenido afligido
toda vuestra vida. Pero os diré con Ezequías: Más tú has librado mi alma de
que no pereciese, echaste tras tus espaldas todos mis pecados Isaías 38.
Yo
os he ofendido, os he traspasado con tantos como son mis pecados; mas Vos no
habéis rehusado cargaros de todas mis culpas; yo espontáneamente he arrojado mi
alma a arder en el infierno cuantas veces he consentido en ofenderos
gravemente, y Vos, a costa de vuestra sangre, no habéis dejado de librarla y
procurar no quedase perdida. Amado Redentor mío, os doy gracias. Quisiera morir
de dolor pensando que he maltratado tanto vuestra bondad infinita. Amor mío,
perdonadme, y venid a tomar posesión de todo mi corazón. Habéis dicho que no
os desdeñaréis de entraros a quién os abre, y estaros en su compañía Ap. 3, 20.
Si en algún tiempo yo os he desechado, ahora os amo, y no deseo otro que
vuestra gracia. Ved la puerta que está abierta, entrad luego en mi pobre
corazón, pero entrad luego para no salir nunca. Él es pobre, más entrando lo
haréis rico. Yo seré rico, siempre que os poseyere a Vos, sumo bien.
O
Reina del cielo, Madre dolorosa de Hijo dolorido, también yo os he sido motivo
de pena, habiendo Vos participado de una gran parte de los dolores de Jesús.
Perdonadme
sin embargo, Madre mía y alcanzadme la gracia de seros fiel, ahora que espero
haya vuelto ya Jesús a mi alma.
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