LA VIRGEN
MARÍA
Mons.
Tihámer Toth
Obispo de
Veszprém (Hungría)
CAPÍTULO OCTAVO
LA MADRE DOLOROSA
MARIA POR EL CAMINO DEL DOLOR - LA MADRE
DOLOROSA Y NUESTRO DOLOR
Los sabios y artistas
de todo el mundo saludan con gran acontecimiento el día en que el rey de Suecia
entrega el I Premio Nóbel a los que lo consiguieron.
En 1928, el premio
de Literatura fue concedido a una escritora, Sigrid Undset. El día 7 de
diciembre pasaba ella por Oslo, camino de Estocolmo, para recibir el premio. En
Oslo se organizó una gran fiesta en su honor, y al siguiente día, en la fiesta
de la Inmaculada, ella fue a la iglesia de los dominicos y depositó en silencio
a los pies de la Madre Dolorosa la corona de laurel recibida, la noche
anterior, de sus admiradores.
No sabemos cuántas
veces debió estar arrodillada esta escritora de fama mundial ante la estatua de
la Madre Dolorosa. No sabemos qué cosas pudo decirle el rostro de la Madre
Dolorosa sobre ambiciones, planes de vida, esfuerzos, amor, paz. No sabemos
sino que fueron millones los hombres que miraron así los ojos de la Madre
afligida, y encontraron consuelo, tranquilidad y nuevo ánimo de vida... a los
pies de la Dolorosa.
¡La Madre Dolorosa!
A. ella deseo consagrar el presente capítulo.
¡La Madre Dolorosa!
Por el camino de la vida —camino de zarzales, pedregoso, rudo y triste—
quisiera conducir yo a mis lectores para hacerles comprender después la
influencia maravillosa que ejerce su culto en el alma humana. I. Primero
iremos por el camino espinoso que hubo de andar María, porque solamente así
II. Descubriremos con claridad aquellas fuentes de vida que brotan de la
Madre Dolorosa para endulzar nuestras penas.
I
MARIA POR EL CAMINO DEL DOLOR
Hoy día, el nombre
que con más frecuencia damos a María es el de «Bienaventurada Virgen»; pero con
él indicamos más bien su estado actual en los cielos, y no su antigua vida
terrena. Porque su vida mortal estuvo afligida en tal forma por acontecimientos
tristes, que, teniéndolos en cuenta, hemos de llamarla más bien «Virgen Dolorosa».
Y ello no debe
sorprendernos. No ha de sorprendernos que la corriente impetuosa de la Pasión
de Cristo prendiera con tanta y tan intensa fuerza en la Virgen María. ¿Quién
estuvo tan cerca de Cristo como ella? Ella es el árbol lozano, cuya flor es
Cristo, y si el huracán se ha llevado la flor, ¿es maravilla que no deje
intacto tampoco el árbol? ¿Es maravilla, si todo cuanto padeció Cristo lo sufrió
con El también María?
Solemos hablar de los
siete dolores de María. ¿Cuáles son éstos?
1. El primer dolor
hubo de soportarlo mucho antes del Nacimiento de Cristo: quería pasar toda su
vida en el templo al servicio de Dios, y tuvo que abandonar el templo para ser
esposa de San José. La decisión era dolorosa; pero no vaciló, porque siempre
anteponía la voluntad del Señor a los deseos y planes propios.
2. El segundo dolor
fue una prueba más dura todavía. Al principio, San José no sabía de qué manera
maravillosa quería Dios enviarnos su Hijo Unigénito. Miraba turbado, sin tino,
la maternidad de María, y quiso repudiarla en secreto. Fácil es comprender la
herida dolorosa que hubo de causar este pensamiento en el alma purísima de la
Virgen.
3. Sigue el dolor
del destierro en Navidad. La Sagrada Familia buscaba alojamiento, y encontró la
crueldad de los hombres..., las paredes frías del establo de Belén..., en
invierno..., por la noche...
4. Cuarenta días
después del Nacimiento de Jesús hubo la profecía misteriosa del anciano Simeón.
La Virgen presenta al Niño Jesús al templo. Y, entonces, Simeón dirige a María
estas palabras abrumadoras: «Una espada traspasará tu alma» (Lc 2, 35).
¡Qué presunciones más agobiantes debieron de despertar en el alma de María las
palabras de Simeón! Si un puñal afilado traspasa la carne, si penetra
profundamente en las fibras, es doloroso, ¿verdad? Pero si una palabra aguda
hiere nuestras almas, y no solamente las hiere, sino que las «traspasa», ¡qué
horroroso sufrimiento! Las palabras de Simeón produjeron en el alma de María el
mismo efecto que la bala en la caza mayor. Si no la mata, sigue atormentándola.
Hay palabras y acontecimientos —la madre que se despide, las palabras postreras
del padre moribundo— que no puede el hombre olvidar en toda su vida. Palabras
inolvidables fueron las de Simeón; vibraban de continuo en el corazón de María;
cuando cuidaba de Jesús, cuando Le mecía, cuando Le arrullaba..., siempre sabía
que Le educaba para el sufrimiento. «A ti misma una espada traspasará tu alma.»
Me imagino la casita
de Nazaret: ¡con qué ojos, llenos de desvelos, de agobio, debió de mirar muchas
veces la Madre Santísima al Niño, que iba creciendo! ¡Qué sentiría leyendo en
el Antiguo Testamento u oyéndolo el día del sábado en la sinagoga, lo que había
de sufrir el Mesías! ¡Cuánto le harían sufrir las profecías de Isaías y el
salmo de David que describen al Mesías paciente: «Varón de dolores..., no es de
aspecto bello, ni es esplendoroso...
», «es gusano y no hombre»,
«el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe». «Se han contado sus
huesos», «han taladrado sus manos y sus pies»..., ¡ah!, ¡qué puñal de dolor
debía de traspasar en estas ocasiones el alma de la Virgen María!
5. Y, entretanto,
hubo de sufrir todas las amarguras de la huida a Egipto y todas las privaciones
de una vida en destierro. 6. Tuvo que perder por tres días a Jesús, cuando Éste
llegó a los doce años, y hubo de buscarle con la mayor zozobra del corazón
materno. Era como una especie de preparación para la gran despedida, para la
gran pérdida, para el séptimo dolor, para la
muerte de Cristo. Para
estar realmente cerca de nosotros, hubo de saborear el supremo dolor: la
pérdida de su Hijo.
7. Y éste fue el
dolor supremo, el séptimo dolor de María.
Llegan noticias
espantosas a los oídos de María tocante a su divino Hijo: Judas Le ha
traicionado... Rudos soldados y una turba soez Le apresaron en el huerto...
Pedro también renegó de El... El pueblo ingrato ruge: “¡Crucifícale! »...
Latigazos, espinas... ¿Podemos hacernos una idea de lo que significaba para la
Madre Dolorosa cada noticia que le llegaba? ¡Se coronó «Reina de mártires», fue
mártir no derramando su sangre, sino por los atroces tormentos de su alma!
Cristo está
condenado y carga su cruz a cuestas. Suenan los clarines. Pregoneros abren la
marcha... Después, mozalbetes... Clavos, cuerda, martillo, escalera, jinetes...
Al final va Cristo, cansado, deshecho, sangrando, con la pesada cruz sobre el hombro.
Y ahora, en una
esquina... se desarrolla una escena que hiela la sangre. Si los enemigos de
Cristo no hubiesen estado tan empedernidos, ellos mismos habrían tenido que
conmoverse... Una parte de la misma turba se siente presa de un sentimiento
humano, y abre paso, ¡allí está María! En vano quisieron detenerla almas compasivas.
No pudo permanecer en casa: quiso ver una vez más a su Hijo.
Pero, ¡qué
encuentro!: «Cuanto más grande es el amor, más grande es el dolor» —dice SAN
AGUSTÍN.
¡Cuanto más grande
es el amor! Pero ¿hubo en este
mundo amor materno que pueda compararse, ni de lejos, al de María? ¿Quién
conoció a Cristo como ella? Ella fue quien oyó del ángel que su Hijo sería
llamado Hijo del Altísimo. Ella quien vio a los Magos del Oriente de rodillas
ante El, rindiéndole homenaje. Durante treinta años no descubrió un solo
defecto, una sola imperfección en El, sino amabilidad, sabiduría, bondad, amor.
Y ahora
¿es este Hijo a quien
llevan arrastrado a tanta ignominia?
Y sigue después la
crucifixión, la muerte y la sepultura. En este punto la Virgen Santísima hubo
de ver crecer sus méritos hasta el cielo... Su alma tuvo que subir entre las
rocas del Gólgota, por el terrible árbol de la cruz, y repetir allí el «hágase
tu voluntad». No es capaz la palabra humana de expresar lo que sufrió María al pie
de la cruz; lo que sintió al morir Jesús, lo que sintió cuando colocaron a su
Hijo muerto en su regazo. Dice San Jerónimo que en el corazón de la Madre se
abrieron tantas llagas cuantas había en el cuerpo del Hijo... La palabra humana
no puede describirlo. Aquí sólo cabe repetir las palabras de la Sagrada
Escritura: «Grande es, como el mar, tu tribulación. ¿Quién podrá remediarte?
» (Lamentaciones 2, 13). Un día entonaste el «Magnificat»...; ¿qué dices
ahora, Madre Dolorosa? Podrías decir como en el Antiguo Testamento dijo NOEMÍ: «No
me llaméis Noemí (esto es, graciosa), sino llamadme Mara (que significa
amarga), porque el
Todopoderoso me ha llenado
de grande amargura» (Rut 1, 20). «¡Oh,
vosotros cuantos pasáis por este camino!, atended y considerad si hay dolor
como el dolor mío» (Lamentaciones 1, 12).
II
LA MADRE DOLOROSA Y NUESTRO DOLOR
A) El espíritu
cristiano recurre con especial predilección a esta Madre Dolorosa, y la Iglesia
católica fomenta su culto con especial piedad. Los demás acontecimientos de
la vida de María los celebramos con sendas fiestas; pero al Dolor de María le consagramos
dos (Viernes de Dolores y 15 de septiembre) y, además, lo honramos también con
el Rosario (en los misterios dolorosos), con el escapulario, con estatuas,
retablos, cánticos.
El pincel de los
artistas representó a la Virgen María en formas a cuál más bella, y si bien
todas están cerca de nosotros, ninguna lo está tanto como la de María en sus
dolores. Está cerca de nosotros la imagen de la «Madonna», que representa a la Madre
Gozosa; la imagen de la Inmaculada, que representa a la siempre Pura; la imagen
de la Virgen Gloriosa, que representa a la Reina triunfante de los cielos; pero
ninguna es tan humana,
ninguna se apodera con tal
fuerza de nosotros, ninguna está tan cerca de nuestro corazón como la imagen de
la Madre Dolorosa.
¿A quién puede
sorprender? Recordemos los lejanos años de la niñez; ¿cuál es el recuerdo más
vivo que guardamos de nuestra madre? ¿Cuándo y en qué circunstancia nos
impresionó más? ¿Nos conmovió, acaso más que todos los otros, el momento en que
gozosa nos animaba a dar los primeros pasos? ¿Se destacan, acaso, las canciones
de cuna que nos canturreaba? ¿O sus abrazos, cuando nos estrechaba contra su
pecho después de una larga ausencia? ¿Es el rostro gozoso de la madre lo que
recordamos con más íntimo sentimiento?
No. Sino aquella
mirada con que se inclinaba, preocupada, sobre nuestro lecho en las noches de
fiebre, pasadas en insomnio y llorando por nosotros, y aún más aquella tristeza
que le causaba un defecto nuestro o alguna maldad y llorando por culpa nuestra.
Hermosa y tierna es la imagen de la madre que se goza con su hijo; hermosa y
tierna es la imagen de la madre que cuida de su hijo y teme por él; pero más
hermosa y tierna es la imagen de la madre que sufre por su hijo. Por esto la
más conmovedora de
todas las imágenes marianas
es la de la Madre Dolorosa, porque todos los dolores de María fueron por su
divino Hijo. Si los hijos sucumben a la desgracia, se refugian cerca de su
madre. Así también nosotros en nuestras desgracias buscamos el refugio junto a
la madre de todos, la Virgen María.
B) Tratemos de
analizar psicológicamente aquella fuerza misteriosa que hace ya dos milenarios
emana sin interrupción del santo rostro de la Madre Dolorosa y caldea el alma
de los afligidos. ¿En qué consiste esta fuerza consoladora?
a) En primer lugar,
debe señalarse la grandeza del dolor que sintió la Virgen. El dolor
grande mitiga el pequeño; al entrar en contacto con el dolor de los demás,
olvidamos nuestros pequeños males, Y cuando tropezamos, luchamos, nos agobiamos
nosotros, hombres mezquinos, entonces nos explayamos ante la Madre Dolorosa y
le mostramos nuestros pequeños o grandes pesares cotidianos, nuestras
desilusiones, nuestras amarguras, y como avergonzados sentimos qué cosa más
baladí es todo lo nuestro si se compara con el mar de amargura de sus dolores.
¿Y decimos que no podemos más? ¿Y estamos desesperados? ¿Somos nosotros los que
nos quejamos diciendo que no es posible aguantar más la vida? En cambio, ¡cómo
calla María!, ¡cómo sufre sin proferir una palabra de queja!, ¡con qué
confianza mira al cielo, al Padre celestial!
b) Pero la mirada de
la Madre Dolorosa mitiga nuestros sufrimientos no solamente por el hecho de
haber sufrido también ella, sino que los mitiga mucho más aún por la manera
como soportó sus dolores.
No fue la Virgen
María quien nos redimió, sino su santo Hijo, el cual ofreció por nosotros en el
árbol de la cruz el sacrificio cruento. Pero así como ahora el sacerdote, que
celebra el santo sacrificio de la misa, tiene junto a sí al diácono que le
ayuda, así también el Redentor que ofrecía el sacrificio tuvo a su Madre
Dolorosa al pie de la cruz, y la Madre Le servía de diácono.
Hay algunas imágenes
que representan a María desmayada en el Calvario. Esto es falso. «Stabat
mater», la Madre Dolorosa estaba de pie. No se desmayó ni en el encuentro
por el camino del Gólgota ni al pie de la cruz. Sollozaba, sufría, cubierta
estaba de luto su alma; pero no de un modo pagano. No maldecía a los perseguidores
de su Hijo, no perdió el dominio de sí misma, a pesar de verse sumida en un mar
alborotado de sufrimientos.
¿Qué cosa le
comunicaba esa fuerza? Su fe. Únicamente su fe. Sabía que la Pasión del Hijo
había de obrar la salvación eterna de los hombres. «Hágase en mí según tu palabra»
—repetía entonces una y otra vez; y al hacer por nosotros el sacrificio inmenso
de colocar en el altar de la cruz a su propio Hijo, entonces se trocó en
diácono del Cristo Redentor.
Así como el dolor
fue lo que hizo a María definitivamente digna de su divino Hijo, así es también
el dolor lo que a El nos acerca. Mostrar fervor y orar cuando no hay dificultad... es cosa loable;
pero la prueba de la verdadera fe es ésta: perseverar contra viento y marea.
¿Quieres que una corona ciña tus sienes en el cielo? Entonces no temas, aunque
un puñal atraviese tu corazón en la tierra. ¿Sabes en qué consiste la grandeza
espiritual? En perseverar y hasta besar la mano del Señor cuando El nos visita,
cuando nos pone a prueba, cuando nos abate, cuando al parecer nos abandona.
Dios no hizo excepción a la ley del dolor ni siquiera tratándose de la Madre de
Jesús...; ¿por qué habría de hacerla conmigo?
c) Además, la fuerza
consoladora del culto de la Madre Dolorosa se manifiesta también en el hecho de
que ella conduce las almas, que atribuladas la invocan, a su Hijo divino, a
Jesucristo. Casi podríamos decir que coge nuestras llagas con sus manos maternales
y las baña en la sangre de Cristo, que todo lo cura, para que así, por nuestras
penas, participemos no solamente de los sufrimientos de Cristo, sino también de
su gloria. Como si ella nos dirigiese también las palabras escritas por SAN
PEDRO: «Habiendo, pues, Cristo padecido en su carne, armaos también vosotros
de esta consideración, y es que quien modificó la carne, acabado ha de pecar» (I
Pedro 4, 1).
Así junto a la Madre
Dolorosa encuentra dulce consuelo aun el alma que sufre a torrentes. Aun los
que perdieron al ser más querido, sienten que bajo la mirada consoladora de la
Madre Dolorosa se calma el espasmo de dolor en su corazón, y experimenta
refrigerio la llaga sangrante del alma, y aun aquellos que fueron golpeados,
sacudidos, zarandeados por el puño de hierro de la vida, se levantan también
animados ante la imagen de la que supo estar de pie al agonizar su divino Hijo
en la cruz, y supo mantenerse firme al recibir en su regazo el cadáver
ensangrentado de su Hijo.
Los que visitan la
Basílica de San Pedro en Roma no dejan de contemplar una de las más hermosas
obras del incomparable artista MIGUEL ANGEL, la «Pietá». ¿Qué significa esta
palabra: «Pietá»? «Imagen que mueve a compasión.» Pues bien; esa estatua mueve
realmente a compasión aun los corazones más empedernidos. La Madre Dolorosa
está sentada, con expresión profunda de reconcentración; cae su vestido en amplios
pliegues, e inclinando un poco la cabeza hacia la derecha, contempla..., contempla
el cadáver de su Hijo. Con el brazo derecho lo sostiene, el brazo izquierdo
está como caído y la mano abierta nos habla en su mudez con un gesto
emocionante y doloroso, a todos los atribulados que nos detenemos ante la
estatua: «Atended y considerad si hay dolor como el dolor mío» (Lamentaciones
1, 2).
* * *
Grande es el dolor
de la Virgen Madre..., y, con todo, su alma no se quebranta. Y aquí es
precisamente donde el sentir del cristianismo y el del paganismo están
opuestos. Los paganos también hubieron de plantear el problema del dolor;
también su filosofía la quiso explicar de un modo u otro, pues desde que hay hombres
en la tierra, también hay dolor; pero ved cómo en este punto se manifiesta,
quizá mejor que en ningún otro, la impotencia de la filosofía pagana. También
el arte pagano quiso crear su «madre dolorosa», Niobe.
En cierta ocasión,
Niobe, al ver a sus hijos extraordinariamente bellos, fue presa de orgullo hasta
el punto de mofarse de los mismos dioses. Los dioses, ofendidos, mataron,
vengativos, a los hijos, y Niobe, presa de dolor espantoso, se trocó en piedra.
He ahí la enorme diferencia que hay entre Niobe y la Madre Dolorosa. También
Niobe perdió sus hijos; perdió el suyo la Virgen María. Pero el paganismo no
tenía una palabra que decir al dolor, y por esto Niobe se trocó en piedra de
pura tristeza, por no encontrar consuelo; María perdió a su Hijo; ella también
suspira, diciendo: «Grande es como el mar mi tribulación» (Lament 2, 13); pero
no se abate, no se rompe, no se petrifica, porque —mirad el rostro de la Pietá—
tras los rasgos del dolor se lee la respuesta de la conformidad completa con la
voluntad de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra.»
¡Tan benditas y
consoladoras fuerzas encontramos en la Madre Dolorosa! El que medita las
profundidades de su culto, no caerá en el error de afirmar que no es éste más
que puro sentimentalismo, bueno a lo más para los niños y las mujeres. De
ninguna manera. Los hombres que sostienen la ruda pelea de la vida pueden sacar
fuerzas de este culto. Las saca el joven que lucha por la pureza, cuando, en
medio de una refriega dura y un combate
al parecer sin esperanza,
busca refugio a los pies de la Madre Dolorosa y siente que la mirada de la
misma sofoca la voz exigente de los instintos; las saca el hombre maduro que
aprende de la Madre Dolorosa a regar sus propios dolores paganos con la sangre de
Cristo y a soportarlos y santificarlos con el propósito firme de cumplir la
voluntad de Dios, en vez de levantar los puños crispados con aire de rebeldía.
Precisamente por ello, mientras haya enfermedades, desgracias, dolores,
sufrimientos en la tierra, es decir, mientras vivan hombres en ella, será el
culto de la Madre Dolorosa una de las más abundantes fuentes de consuelo y de
paz.
Como yedra nos
asimos a la columna inconmovible de la Madre Dolorosa en medio de los huracanes
de la vida. Ella tiene un corazón materno y oye nuestras súplicas: «Madre de
misericordia, ruega por nosotros.» «Salud de los enfermos, ruega por nosotros.»
A ella suspiramos en este valle de lágrimas para que vuelva hacia nosotros sus
ojos misericordiosos, ya que estarnos inscritos en su corazón con el dolor del
Viernes Santo. Confiados acudimos a ella en todas las tribulaciones y le
suplicamos que nos asista sobre todo en el postrer y decisivo momento, cuando
ya no podamos rezar el Ave como de costumbre: «Ruega por nosotros ahora y en la
hora de nuestra muerte», sino cuando la «y» quedará cortada y tendremos que
decir : «Madre Dolorosa, ha llegado el momento para el cual he implorado
durante toda la vida tu auxilio; ruega por nosotros ahora..., ahora : en la
hora de nuestra muerte.»
* * *
Por las costas del
mar del Norte se cuenta una historia conmovedora, referente a la esposa de un
marinero.
El mar del Norte es
salvaje, alborotado, tempestuoso, y el huracán que lo azota se traga no pocas
veces, sin dejar huella, a los marineros que se atreven a navegar por aquellas
aguas. El marido y los hijos de aquella mujer habían salido a alta mar ya hacía
varios días, y no encontraban el camino de vuelta. Llegaba la noche oscura...,
y no se veían ninguna luz en parte alguna que les orientase. La pobre mujer se
estaba allí en la orilla y esperaba espantada... ; ¿Y qué se le ocurrió, por
fin, como último remedio? Pegó fuego a la propia casita, a su única fortuna...,
y allí estaba junto a la hoguera, llena de esperanza..., hasta que los
pescadores extraviados, gracias a la luz de aquellas llamas, pudieron volver a casa.
La Virgen María
también ha sacrificado lo que más quería por todos nosotros… al pie de la cruz
ésta, junto a su divino Hijo clavado en la Cruz...; allí está y ora por
nosotros, para que, a la luz del gran sacrificio, todos podamos encontrar el
camino de vuelta a casa... a casa..., al reino bendito de su divino Hijo.
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