MEDITACIÓN
IV
Cuando
vino el cumplimiento del tiempo, envió Dios a su Hijo
Ubi
venit plenitudo temporis, misit Deus Filium suum. (Galat. IV, 4)
Considera
como Dios, después del pecado de Adán, dejó pasar cuatro mil años antes de
enviar a la tierra su Hijo para redimir al mundo. Y mientras tanto ¡oh! ¡Qué
tinieblas de ruina ocupaban la tierra! El verdadero Dios no era conocido ni
adorado sino en un ángulo del mundo apenas. Por todo reinaba la idolatría,
siendo adorados por dioses los demonios, las bestias y las piedras. Pero
admiremos en esto la sabiduría divina, qué difirió la venida del Redentor para
hacerla al hombre más digna de agradecimiento; la difirió, para que se conozca
mejor la malicia del pecado, la necesidad del remedio y la gracia del Salvador.
Si luego de haber pecado Adán hubiese venido Jesucristo, se habría estimado
poco la grandeza del beneficio.
Agradezcamos,
pues, la bondad de Dios por habernos hecho nacer después que ya se ha cumplido
la grande obra de la Redención. Ved llegado ya el tiempo dichoso que fue
llamado la plenitud de todos ellos, por el lleno de la gracia que el Hijo de
Dios vino a comunicar a los hombres por medio de la Redención. El Ángel
embajador es enviado a la ciudad de Nazaret a la Virgen María, para anunciarle
la venida del Verbo, que quiere encarnarse en su seno; la saluda, la llama
llena de gracia y la bendita entre las mujeres.
Ella, la elegida por Madre del Hijo
de Dios, la humilde Virgen se turba al oír estas alabanzas; mas el Ángel la
anima, y le dice que ha hallado gracia delante de Dios, esto es, aquella gracia
que traía la paz entre Dios y los hombres, y la reparación de la ruina
ocasionada por el pecado. Le advierte después el nombre de Salvador, que debe
imponerle a este su Hijo, y que era al mismo tiempo Hijo de Dios, que debía
redimir al mundo y reinar sobre los corazones de los hombres.
Miremos
finalmente como María acepta el ser Madre de tal Hijo al pronunciar aquellas
palabras: «hágase en mí según tu palabra.» Fiat mihi secundum verbum tuum. «El
Verbo eterno toma carne y se hace hombre:» et Verbum caro factum est. Demos
gracias a este Hijo, y démoslas también a esta Madre, que al aceptar serlo de
un tal Hijo, acepta al mismo tiempo ser madre de nuestra salvación, y
juntamente Madre de dolores, resignándose desde luego al anuncio de los que
había de padecer, por ser madre de su Hijo, que venía a padecer y morir por los
hombres.
Afectos
y suplicas
¡Oh
Verbo divino hecho hombre por mí! aunque os vea tan humillado, y formado
pequeño infante en el vientre de María, yo os confieso y os reconozco por mi
Señor y Rey, pero Rey de amor. Mi amado Salvador, ya que habéis venido a la
tierra a vestiros de nuestra carne para reinar sobre nuestros corazones, venid
a establecer vuestro reino sobre mi corazón, que algún tiempo ha estado
dominado por vuestros enemigos. Pero ahora es vuestro, como lo confío; y quiero
que siempre lo sea, y que de hoy en adelante seáis Vos su único Señor.
Domina
en medio de tus enemigos, os diré con David: Dominare in medio inimicorum
tuorum. Los otros reyes reinan con la fuerza de las armas; pero Vos venís a
reinar con la fuerza del amor, y por esto no venís con pompa regia, no vestido
de púrpura ni de oro, no adornado de cetro ni de corona, ni rodeado de
ejércitos y soldados.
Venís
a nacer en un establo, pobre, abandonado, y a ser colocado en un pesebre sobre
un poco de heno, porque así queréis comenzar a reinar en nuestros corazones.
¡Ah! mi Rey niño! y ¿cómo he podido yo rebelarme tantas veces contra Vos, y
vivir tanto tiempo enemigo vuestro, privado de vuestra gracia, cuando para
obligarme a amaros habéis depuesto vuestra majestad divina, y os habéis
humillado tanto, hasta comparecer ahora de niño en una gruta, luego de adulto
en un taller, y después reo sobre la cruz? ¡Feliz de mi si ahora que he salido,
como espero, de la esclavitud del pecado, me dejara dominar siempre de Vos y de
vuestro amor!
¡Oh
mi rey Jesús! que sois tan amable y tan amante de nuestras almas, tomad
posesión total de la mía, a Vos la entrego toda. Aceptadla, para que os sirva
por siempre, pero por amor. Vuestra majestad merece ser temida; pero más merece
ser amada vuestra bondad. Vos, Rey mío, sois y seréis mi único amor; y el único
temor que tendré en esta vida, será el de disgustaros. Así lo espero. Ayudadme
con vuestra gracia. Amada Señora mía María, Vos me habéis de alcanzar el ser
fiel a este amado Rey de mi alma.
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