LA VIRGEN
MARÍA
Mons.
Tihamer Tóth
Obispo de
Veszprém (Hungría)
CAPÍTULO TERCERO
MARÍA Y NUESTRA FE
CULTO MARIANO ROBUSTECE NUESTRA FE - EL CULTO
DE MARÍA VIVIFICA NUESTRA FE - EL CULTO MARIANO COMUNICA UNIDAD A NUESTRA FE - EL
CULTO MARIANO EMBELLECE NUESTRA FE
Cerca de Nazaret, la
humilde aldea en que tantos años pasaron Jesús y la Virgen María, hay una fuente;
los habitantes del pueblo la llaman «Ain Marjam»: «Fuente de María»; y la
tradición popular afirma que María sacaba el agua en aquella fuente. Aún hoy
día es la mejor fuente de toda la región; a ella van por agua todos los
habitantes de los alrededores. Llevan sobre la cabeza el cántaro de barro. Así
llevan a casa el agua.
«¡Ain Marjam!» «¡La fuente de María!» Es
una expresión muy propia para nuestro propósito. Las mujeres de Nazaret
encuentran el refrigerio corporal en el agua que sacan de la fuente de María y adquieren
con ella fuerzas para sus faenas diarias; nosotros, los cristianos que vivimos
distribuidos por toda la redondez de la tierra, obtenemos el refrigerio
espiritual que necesitamos —entusiasmo, magnanimidad, pureza, consuelo— de la
fuente abundante del culto mariano.
Las mujeres de
Nazaret llevan hábilmente sobre su cabeza el hermoso jarro de arcilla, lo
llevan sin dejarlo caer, y llegan a casa con su preciado tesoro, el agua
fresca; nosotros también llevamos un vaso de barro, nuestro cuerpo, y en él
guardamos un precioso tesoro, nuestro espíritu inmortal; hemos de llevarlo por
los caminos de la vida de modo que no sufra detrimento, que podamos conservarlo
puro, incólume, sin fracturas ni rasguños, hasta llegar a la patria celestial.
Cómo nos ayuda en
ello la verdadera «Ain Marjam», el culto mariano, será el tema de los
siguientes capítulos. Cómo el culto de la Virgen María fortalece nuestra fe,
será el objeto del presente. En los que sigan estudiaremos este otro punto: Cómo
nos ayuda y fortalece a nosotros en las luchas de la vida moral.
María y nuestra fe —es el tema de este
capítulo. ¿Qué recibe nuestra fe del culto mariano? —es la cuestión que
propongo. Y contesto con estas cuatro palabras: Recibe I. fuerza, II. vida,
III. unidad, IV. belleza.
I
CULTO MARIANO ROBUSTECE NUESTRA FE
Es característico de
la Sagrada Escritura no hablar con ampulosidad. Narra cosas grandes con
brevedad y sencillez, aún más, regularmente cuando más concisa se muestra es
precisamente al pregonar las mayores verdades. De las relaciones que tiene la Virgen
María con nuestra fe, de cuanto podamos aprender de ella en punto a creencias,
la Sagrada Escritura no habla más que con dos frases breves.
Encontramos dos
notas sencillas, al parecer insignificantes, pero, en realidad,
extraordinariamente profundas, tocantes a la Virgen, en el segundo capítulo del
Evangelio según SAN LUCAS. El evangelista describe cómo los pastores, al volver
del establo de Belén, cuentan por doquier los acontecimientos de Navidad. «Y
todos los que supieron el suceso, se maravillaron igualmente de lo que los
pastores les habían contado. María, sin embargo, conservaba todas estas cosas
dentro de sí, ponderándolas en su
corazón» (Lc 2, 18-19). Y al final
del mismo capítulo, donde leemos que Jesús, a los doce años, volvió del templo,
anota el evangelista: «En seguida se fue con ellos, y vino a Nazaret, y les
estaba sujeto. Y su madre conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc
2, 51).
De modo que hace
constar el evangelista dos veces que la Virgen no sólo cuidaba corporalmente al
Niño Jesús, sino que también quiso educar su propia alma para que sirviese más
dignamente al Verbo divino hecho carne. Recogía con esmero cada palabra, cada
suceso, cada impresión y solícitamente los conservaba. Iba rumiando todos los
acontecimientos maravillosos, la anunciación del ángel, la noche de Navidad,
las palabras de los pastores y de los magos, la profecía de Simeón y Ana, los
primeros balbuceos del Niño Jesús, todas sus miradas, todos los trabajos de su
mano... Los rumiaba, los meditaba y los conservaba con sumo cuidado en el
tesoro de su alma.
Ahí tenemos, pues,
la primera enseñanza: el esmero y sacrificio con que María conservaba su fe
firme.
Porque no hemos de
imaginarnos que la fe no le pidiese también a ella —como a todos nosotros—
sacrificio, fatiga, esfuerzo. No digamos que a María le resultaba fácil creer,
ya que vivía junto a Jesús. ¡También ella tuvo días nublados, como los tenemos
nosotros! Y si de vez en cuando nos detenemos con incertidumbre ante uno que
otro acontecimiento de nuestra vida o ante uno u otro de los dogmas de nuestra
fe, acordémonos de que el evangelista consigna lo mismo tocante a María y a
José: «Mas ellos no comprendieron el sentido de su respuesta» (Lc 2,
50).
He ahí cómo María
también tenía que cultivar su fe. Sus ojos, a pesar de su pureza, no eran
capaces de atravesar todos los velos que cubren los santos misterios de nuestra
fe. Pero María aceptaba con fervor lo que sabía de los misterios de su Hijo
divino, y con la misma humildad de corazón aceptaba también aquello que no entendía.
Mientras iba observando con espíritu contemplativo todas las palabras, todos
los actos y manifestaciones de su Divino Hijo, nos enseñaba el camino más
seguro para conservar y robustecer nuestra fe.
* * *
El culto de María
robustece nuestra fe, porque sólo
adorando a su divino Hijo se puede honrar a María; por tanto, es natural que los
fieles devotos de María tampoco pierdan su fe en su divino Hijo.
Hay quienes no saben
perdonarnos el que después del Padrenuestro recemos con tanta devoción el
Avemaría. Pues yo pregunto a estos tales: ¿Creéis, acaso, que nosotros rezamos menos
Padrenuestros por añadir el Ave?
Hay quienes se escandalizan
cuando ven en nuestras iglesias tantos cirios junto a las imágenes marianas.
Pues yo les pregunto: ¿Dejamos, acaso, sumidas en la oscuridad las imágenes de Cristo?
No, no puedo creer que si Jesucristo apareciera hoy en forma corporal entre
nosotros —aquel Cristo que durante los treinta años de su vida oculta honró a
su Madre, la Santísima Virgen, con piedad y obediencia, como nunca honró un
hijo a su madre— nos
reprendería diciendo:
«Dejad al punto el rezo del Avemaría, y apagad en seguida los cirios que arden
ante las imágenes de mi Madre.»
No. Cristo no diría
esto. Sino que, señalando a María, nos diría con toda seguridad: «Ahí tenéis a
vuestra Madre.» Y quien está cerca de la Madre no puede estar lejos del Hijo.
¿A quién se le
oculta en qué grado necesita el hombre moderno los desvelos de la Virgen para
conservar la fe?
Hoy día, cuando con
tanta facilidad se apega el hombre a este mundo perecedero, podemos alegrarnos
de podernos dirigir a María diciéndole con el DANTE, el poeta insuperable del
cristianismo: «Reina, que puedes hacer todo cuanto quieras, conserva vivo en mí
el deseo de la eternidad y haz que tu protección venza en mí la atracción de lo
perecedero.»
II
EL CULTO DE MARÍA VIVIFICA NUESTRA FE
María conservaba la
fe dentro de su corazón, y esta fe iba moldeando su alma. Esta fe viva de María
es la segunda lección importante para nosotros. El reino de Dios —dijo en
cierta ocasión el Señor— «es semejante a la levadura, que tomó una mujer y
la revolvió en tres medidas de harina, hasta que hubo fermentado toda la masa» (Lc
13, 21). Con ello nos enseña que nuestra fe ha de ser la levadura que fermente
toda nuestra vida. El Evangelio dice que la Virgen María no solamente tomaba
nota de los acontecimientos de la vida de Jesús y de las palabras del Señor, sino
que además iba «ponderándolas en su corazón» (Lc 2, 19), es decir, al
orar y trabajar, al descansar y estando atareada, pensaba en ellos
continuamente, y conforme los mismos moldeaba su vida. Así como fue María quien
dio cuerpo al Hijo de Dios bajado a la tierra, en la vida de María fue donde
tomaron cuerpo con la mayor perfección posible las enseñanzas de su Hijo
divino.
a) Nunca hubo ni
habrá un hombre que en su alegría y en su dolor, en sus anhelos y planes, en
sus virtudes y sacrificios haya sabido reflejar con tal fidelidad el espíritu
del cristianismo como la Virgen María.
El mismo Jesús dio
testimonio de ello.
En cierta ocasión,
una mujer que le seguía entre la multitud, viendo las obras maravillosas del
Señor, y oyendo sus palabras divinas, exclamó con entusiasmo: «¡Bienaventurado
el vientre que te llevó, y los pechos que te alimentaron!» (Lc 11, 27). Y
el Señor le contestó: «¡Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra
de Dios, y la ponen en práctica!» (Lc 11, 28). Jesús no contradice a la
mujer, todo lo contrario, amplía el sentido de sus palabras. No dice que no hay
motivo de alabar a su Madre, sino que realmente tal motivo es doble. Primero,
porque por su maternidad está unida
con El con lazos de sangre;
segundo, y el más poderoso, porque por su fe tiene con El un parentesco
espiritual, porque conservaba en el corazón Sus palabras (Lc 2, 19, 51) mejor
que cualquiera de sus discípulos.
En el primer punto
no podemos imitar a María. Pero sí en el segundo. Sabemos muy bien cómo el
camino más seguro para el que quiere seguir a María, ser digno de ella y
parecérsele, es la fe ardiente, abnegada, viva, en Jesucristo. Fe que no es
mera palabra ni mero sentimiento, sino también, y principalmente, vida y fuerza
divina que transforma nuestra vida propia.
Fijémonos en lo que
María dice a los criados en las bodas de Caná. Atended al Señor y «haced lo que
El os diga» (Jn 2, 5). Así, pues, si honramos a María, no nos detenemos en
ella, sino que por ella vamos a Cristo.
b) Otro argumento,
otro testimonio elocuente de que todas las manifestaciones de nuestro culto
mariano vivifican realmente nuestra fe y en último grado se dirigen al culto de
Dios y están saturadas del homenaje que debemos al Señor, es cada línea del sublime
cántico que, bajo el nombre de «Magnificat», resuena cada día en miles y
miles de iglesias, cántico que el alma de la Virgen María, embriagada por el
amor divino, entonó por vez primera en casa de su prima Isabel.
Isabel, al ver a
María que la visitaba, exclamó con sorpresa: «Bendita tú eres entre todas
las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! Y ¿de dónde a mí tanto bien,
que venga la Madre de mi Señor a visitarme?... ¡Bienaventurada tú porque has
creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor» (Lc
2, 5).
Y entonces brotó del
alma de María el cántico de eterna hermosura, el Magnificat, que desvía
de sí toda alabanza, todo homenaje, y los ofrece a Dios. «Magnificat anima
mea Dominum» —resuena el cántico en labios de María. «Mi alma engrandece
al Señor: y mi se alegra mi espíritu de gozo en Dios mi salvador: porque ha
puesto los ojos en la bajeza de su esclava...», lo que haya en mí de bueno,
de virtud hermosa, todo es limosna recibida de manos de Dios. «Cuya
misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.
Hizo alarde del poder de su brazo: deshizo las miradas del corazón de los
soberbios. Derribó del trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de
bienes a los hambrientos, y a los ricos despidió vacíos.» ¿Es posible
alabar más bellamente la omnipotencia divina que vela sobre el mundo? ¿Es
posible fortalecer más nuestra fe puesta en Dios?
En cierta ocasión,
un hombre gravemente enfermo se desplomó en la calle. Lo llevaron a un hospital
y llamaron a un sacerdote para que lo confesara. Pero el pobre hombre hacía ya
tiempo que había perdido la fe de su juventud, y por mucho que el sacerdote insistió
en hablar con él, rechazaba con dureza la palabra del ministro de Dios. Mas
cuando éste, agotados ya todos los recursos, empezó a hablar de la madre del
enfermo, se ablandó entonces el corazón empedernido y resurgió la fe sepultada
de la niñez.
¡Cuántos hombres hoy
día han perdido la fe por completo! Hablémosles de la Madre celestial, para que
por medio de ella vuelvan a la fe. Gritemos nuevamente a Cristo: «¡Bienaventurado
el vientre que te llevó!» Y escuchemos la respuesta que brota de sus
divinos labios: «¡Bienaventurados más bien los que oyen la palabra de Dios,
y la ponen en práctica!» (Lc 11, 28).
III
EL CULTO MARIANO COMUNICA UNIDAD A NUESTRA FE
El culto mariano
tiene además otra fuerza maravillosa, otra bendición: guarda la incolumidad, la
pureza, la unidad de nuestra fe en Cristo.
a) Hay quienes,
desconociendo la historia, afirman lo contrario. «El culto mariano no es una
práctica que nos venga del primitivo cristianismo. Hasta el año 431, en el
Concilio de Efeso, no fue declarada «Madre de Dios», y no hace mucho, en el año
1854, fue definido el dogma de su Concepción Inmaculada...»
¿Qué hay de verdad
en estas afirmaciones? La verdad es que la Iglesia realmente definió en el 431
la maternidad divina de María y en 1854 su Concepción Inmaculada..., pero
desde sus comienzos creía en ellas. La Iglesia define dogmáticamente una
verdad solamente si tal verdad de fe se ve atacada o está puesta en tela de
juicio.
¿Qué nos dice la fe
sobre la Concepción Inmaculada? Que la Virgen María siempre estuvo exenta del
pecado original. Pero Murillo, unos doscientos años antes de la definición
dogmática, ya pintó treinta cuadros magníficos de la Inmaculada. Y el Concilio Tridentino
pregonó más de trescientos años antes de la definición dogmática la creencia de
la Iglesia. Y San Efrén la pregonó casi mil quinientos años antes.
Pues entonces ¿qué
sucedió en 1854? Lo mismo que sucedió no mucho tiempo después con la famosa
joya de la Corona inglesa, el diamante Koh-i-noor. Este diamante admirable,
enorme, ya era conocido en la India allá por los siglos que precedieron a
Cristo, pero sólo brilla con toda su belleza desde el siglo en que la reina Victoria
lo hizo tallar de nuevo. Pues si se me permite la frase, la definición
dogmática del año 1854 no produjo el diamante de dos milenarios de la
Concepción Inmaculada, no hizo más... que tallarlo de nuevo.
b) El culto mariano
no sólo es compatible con nuestra fe, sino que guarda y corrobora su pureza y
unidad. Bastan unas breves palabras para explicarlo.
¿Quién puede honrar
a María? Solamente los que creen en su santo Hijo. La columna fundamental de
nuestra fe es la divinidad de Jesucristo. De este hecho capital: «Cristo es el
Dios que ha bajado a nosotros», fluye todo el sistema de la fe y la moral de la
religión cristiana. Los que honran a María, hablan así: Honro a María porque
fue su Hijo nuestro Señor Jesucristo, el Unigénito del Padre, el que bajó a la
tierra para rescatamos y liberarnos de la
condenación por medio de su
Pasión, el que murió por nosotros, resucitó y subió a los cielos...; en una
palabra: al honrar a María confesamos toda nuestra fe cristiana.
De modo que culto
mariano es el engarce de oro que guarda, como bello diamante, la divinidad de
Jesucristo. Y si al diamante no le daña un hermoso engarce, antes bien, el
engarce realza todavía más el precio de la piedra, de un modo análogo el culto
mariano no sólo es compatible con la adoración de Cristo, sino que además la coloca
en un engarce más cálido y más consciente. Para nosotros, si el culto mariano
no es la cuestión principal, tampoco es una accesoria, sin la cual pueda
sostenerse nuestra fe católica. Para nosotros, lo principal es la divinidad
de Cristo, pero de ella se deriva necesariamente el culto de la Madre de Dios.
Si adoro a Cristo, he de honrar también a su Madre, y sin honro a la Madre de Dios,
sé adorar con más fervor a su divino Hijo.
c) Por otra parte, la
misma historia ofrece gran abundancia de datos para poner de manifiesto que
los que niegan la divinidad de Cristo no salieron de las filas en que se honra
a María, sino todo lo contrario, de aquellos sectores que al principio sólo
suprimían el culto de la Virgen Madre, y sintiéndose después irremisiblemente arrastrados,
llegaron a negar la divinidad de Cristo.
La historia dos
veces milenaria de la Iglesia demuestra que cuando el árbol de la fe se
desarrolla en un suelo saludable, siempre tuvo abundantemente las flores y los
frutos a cual más bellos del culto mariano; en cambio, cuando el culto mariano
se debilitaba o se secaba por completo, podía deducirse que la misma fe había
declinado.
Hay cristianos que
no honran a María, porque —según dicen — el culto mariano los distrae de
Cristo, y ellos sólo quieren honrarle a El. Y, no obstante, ¿qué es lo que
vemos? El hecho peculiar de que donde se deje de honrar a María, decrece
también el culto de Cristo, aún más, se cuartean los fundamentos de toda la fe
cristiana. Nosotros honramos a María y adoramos a su santo Hijo. Y donde se
deja de honrar a María para dar —según se dice
— más vida y lugar al culto
de Cristo, allá se discute sobre estos puntos: ¿Cristo fue verdadero Dios o
solamente hombre? ¿Vale la pena esgrimir armas en defensa del Credo íntegro?
Después de tales
consideraciones adquiere un interés especial el hecho histórico de que la falsa
reforma del siglo XVI no pudo apoderarse precisamente de los países en que el
culto de la Virgen María, el culto mariano, tenía un vigor especial y florecía con
abundancia.
d) Y, si ponderamos
el hecho, veremos en el culto mariano un medio eficaz para conservar la
unidad de la fe.
El centro de la
familia es la madre. Mientras ella vive, aun los hijos mayores, que ya fundaron
hace tiempo su familia, tienen cohesión y sienten al unísono. Pero al morir
ella, se destroza la familia.
La Virgen María
también vino a ser fuerza de cohesión en la primera comunidad cristiana,
después de la resurrección de Cristo. Los HECHOS DE LOS APÓSTOLES (1, 14) lo
consignan: «Todos los cuales, animados de un mismo espíritu, perseveraban
juntos en oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús».
Pero el culto
mariano fue también más tarde la garantía bendita de la unidad de nuestra fe.
Sabemos que Jesucristo tenía una túnica sin costura y de un solo tejido de
arriba abajo (Jn 19, 23), la cual, según la costumbre de aquellos tiempos,
probablemente fue tejida por la misma Virgen. Pues bien: así teje también el
culto mariano hace ya casi dos milenios la túnica de nuestra fe en Cristo...,
una fe en que no hay costura, ni mancha, ni remiendos,
una fe que no tiene
rasgadura, una fe que aun hoy se conserva tal como la recibimos de Cristo.
Hemos de reconocer,
por tanto, que aquel cristianismo que no sabe o no quiere honrar debidamente a
la Virgen María es un cristianismo mutilado. Porque ¿qué otra cosa es el
cristianismo, sino Cristo y su obra? Y si Cristo es el Verbo eterno del Padre
celestial, tampoco se ha de olvidar que vivió en la tierra siendo realmente Hijo
de María.
De modo que nuestra
santa Madre la Iglesia sabía muy bien por qué luchaba tanto en defensa de la
dignidad de María; por qué luchaba, por ejemplo, con tanta insistencia en el
Concilio de Éfeso por defender la maternidad divina. Allí no se trataba propia
y directamente de un título de María, sino de la divinidad de Cristo. Nosotros
bien sabemos que la Virgen María fue madre de Dios, pero nunca dejó de ser
también «La esclava del Señor», «en cuya bajeza Dios puso sus ojos, para que
desde entonces la llamaran bienaventurada todas las generaciones».
IV
EL CULTO MARIANO EMBELLECE NUESTRA FE
Menciono todavía,
aunque con brevedad, la cuarta bendición del culto mariano: El culto mariano
comunica encanto, calor, poesía, suavidad y admirable interioridad a nuestra
fe.
Quiero hacer constar
que en nuestro sentir no son éstos los rasgos que dan más valor a nuestra fe.
Nosotros aceptamos y seguimos nuestra fe, no porque sea bella y amable, sino
porque es justa y verdadera. Del sistema inconmovible de argumentos bien distintos
sacamos nosotros la consecuencia de que nuestra religión católica es la
religión verdadera: nuestra fe es «culto racional» (Carta a los Romanos
12, 1).
Pero, a pesar de
esto, aunque confesemos que el primero y principal fundamento de nuestras
creencias es la verdad, tampoco echamos en olvido que los hombres tienen no
solamente una cabeza que busca la verdad, sino también un corazón que ama lo
bello, y por tal motivo llamamos con justo título en ayuda de nuestros argumentos
racionales a los rasgos íntimos, afectuosos, entrañables, hermosos de nuestro
culto. ¿Quién no ha sentido aquel calor suave que llena el alma, aquel calor
que irradian hacia nosotros la lámpara que arde silenciosa delante del
Sagrario, la llama de los cirios del altar, los acordes del órgano, la voz de
las campanas llamando a los fieles?
Y el que sean tan
acogedoras nuestras iglesias y tan atractivas, el que nuestras ceremonias sean
tan instructivas y conmovedoras, el que aun los no católicos se sientan muchas veces
tan a su gusto entre nosotros, es debido en gran parte al culto de María.
Contemplad en
cualquier iglesia una imagen de la Virgen, con el Niño Jesús en sus brazos...
¿Es posible presentar al Redentor del mundo de un modo más comprensivo y más
amable tanto a un niño que aún no sabe nada como a un hombre curtido en los estudios?
Contemplad la imagen de la Madre Dolorosa, teniendo en su regazo el cadáver de
su Hijo... ¿Es posible presentar de un modo más conmovedor el drama de la
Redención?
Mirad aquella
jovencita lugareña, que murmurando silenciosamente
un Avemaría, deposita su
ramillete de flores silvestres ante la imagen de María levantada en la orilla
del camino... ¿Es posible hallar algo más poético y embelesador? Y si oyésemos
la inmensa gama de matices del Avemaría, tal como sube hacia el cielo a todas
horas, en todos los minutos de cada hora, si viéramos la confianza que asalta
los cielos, el temor tembloroso, la súplica
que junta las manos, al
escaparse de labios de marineros que luchan con la tempestad o de hijos que
rezan junto al lecho de dolor de su madre, o de soldados que se preparan para
el ataque, o de romeros piadosos y de hombres que bregan con la tentación...,
entonces sentiríamos de veras la belleza, el encanto y el fervor que a nuestra
vida religiosa comunica el culto de María.
Comprendemos muy
bien que cuando el DANTE, en la tercera parte de la Divina Comedia, «El
Paraíso», canto XXXIII, empieza su cántico más hermoso, lo haga volviéndose
hacia la Virgen bendita con estas palabras para siempre bellas:
«Virgen Madre, Hija
de tu Hijo, la más humilde, a la vez que la más alta de todas las criaturas,
término fijo de la voluntad eterna, tú eres la que has ennoblecido de tal
suerte la humana naturaleza, que su Hacedor no tuvo a menos convertirse en su
propia obra. En tu seno se inflamó el amor cuyo calor ha hecho germinar esta
flor en la paz eterna. Eres aquí para nosotros meridiano Sol de caridad, y
abajo para los mortales vivo manantial de esperanza. Eres tan grande, Señora, y
tanto vales, que todo el que desea conseguir alguna gracia y no recurre a ti,
quiere que su deseo vuele sin alas.
Tu benignidad no sólo
socorre al que te implora, sino que muchas veces se anticipa espontáneamente a
la súplica. En ti se reúnen la misericordia, la piedad, la magnificencia y todo
cuanto de bueno hay en las criaturas.»
* * *
En el año 428 d. C.,
el Obispo de Constantinopla era NETORIO: Después de predecesores eximios y
santos, después de un San Gregorio Nacianceno y un San Juan Crisóstomo, cogió él
en sus manos la dirección de los fieles.
Pero al fin se quitó
la careta de su alma hereje, antes encubierta, y con gran escándalo de los
fieles congregados en la iglesia empezó a predicar cosas como éstas: «En
adelante no digamos ya que María es la Madre de Dios, para que no parezca que
queremos hacer una diosa de esa virgen, y no seamos semejantes a los paganos,
que dieron madres a sus dioses» (Nestor. Serm. V. ap. Mercat., pág. 30).
Estas palabras
produjeron una gran conmoción. El pueblo prorrumpió en estrepitosa protesta,
abandonó el templo, juntamente con los sacerdotes, y la turba siguió murmurando
escandalizada en un vaivén tumultuoso por las calles. Pronto se difundió la
noticia de la ofensa inferida a María, y se estremeció todo el mundo cristiano.
Los Obispos de África, Asia, Europa, levantaron su voz de protesta: el Papa
Celestino convocó en concilio a los Obispos de Italia, y en este concilio quedó
excomulgado Nestorio. Después se convocó un concilio ecuménico en Éfeso, y en la
célebre basílica de esta ciudad, que a la sazón ya estaba consagrada a la
Virgen Santísima, se congregaron, bajo la presidencia del Legado pontificio,
los Obispos de todas las partes del mundo, para fallar sobre el Obispo de
Constantinopla, que osó tocar la dignidad de María.
La sesión se alargó
hasta muy entrada la noche, y todo el pueblo esperaba el resultado ante la
puerta de la basílica. Cuando se supo que María había triunfado, todo el gentío
prorrumpió en un solo grito de júbilo y acompañó con antorchas, en procesión de
triunfo, a los Obispos hasta sus casas.
Nestorio hace tiempo
que ha muerto, pero existen aún hoy manos crueles que quisieran arrancar de las
sienes de María la gloriosa aureola de la maternidad divina. Por esto hemos de
repetir nosotros las alabanzas ardorosas de aquellos siglos lejanos, las alabanzas
que el contrario más eximio de Nestorio, el protagonista principal del
concilio, SAN CIRILO, Patriarca de Alejandría, pronunció en Éfeso, en nombre de
sus compañeros los Obispos, para ensalzar a la Virgen Madre:
«Dios te salve.
Madre y Virgen, templo vivo e inmortal de la divinidad, tesoro y luz del mundo,
adorno de las vírgenes, apoyo de la fe verdadera, fundamento firme de todas las
iglesias; Tú, que has dado a luz a Dios y has llevado con el corazón puro a
Aquel que ningún lugar puede contener. Tú, por quien es alabada y adorada la
Santísima Trinidad, y por quien es honrada por el mundo entero la santa cruz.
Tú, por quien el hombre caído recupera sus derechos a la herencia celestial...
¿Quién es capaz de alabarte dignamente, a Ti, que estás por encima de toda
alabanza? ¡Oh fecundidad virginal! ¡Oh maravilla inconcebible! ¡Que toda nuestra
sabiduría, todo nuestro gozo, consista en temer y honrar— alabando eternamente
a la Virgen María— al Dios Trino, porque suya es la gloria por los siglos de
los siglos.»
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