MISA DE NOCHEBUENA
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL
SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
24 de diciembre de 2009
24 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y
hermanas
«Un niño nos ha nacido, un
hijo se nos ha dado» (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el
futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el
Ángel, del que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya
presente: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el
Señor» (Lc 2,11). El Señor está presente. Desde este momento, Dios
es realmente un «Dios con nosotros». Ya no es el Dios lejano que, mediante la
creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde
lejos. Él ha entrado en el mundo. Es quien está a nuestro lado. Cristo
resucitado lo dijo a los suyos, nos lo dice a nosotros: «Sabed que yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Por
vosotros ha nacido el Salvador: lo que el Ángel anunció a los pastores, Dios
nos lo vuelve a decir ahora por medio del Evangelio y de sus mensajeros. Esta
es una noticia que no puede dejarnos indiferentes. Si es verdadera, todo
cambia. Si es cierta, también me afecta a mí. Y, entonces, también yo debo
decir como los pastores: Vayamos, quiero ir derecho a Belén y ver la Palabra
que ha sucedido allí. El Evangelio no nos narra la historia de los pastores sin
motivo. Ellos nos enseñan cómo responder de manera justa al mensaje que se
dirige también a nosotros. ¿Qué nos dicen, pues, estos primeros testigos de la
encarnación de Dios?
Ante todo, se dice que los
pastores eran personas vigilantes, y que el mensaje les pudo llegar
precisamente porque estaban velando. Nosotros hemos de despertar para que nos
llegue el mensaje. Hemos de convertirnos en personas realmente vigilantes. ¿Qué
significa esto? La diferencia entre uno que sueña y uno que está despierto
consiste ante todo en que, quien sueña, está en un mundo muy particular. Con su
yo, está encerrado en este mundo del sueño que, obviamente, es solamente suyo y
no lo relaciona con los otros. Despertarse significa salir de dicho mundo
particular del yo y entrar en la realidad común, en la verdad, que es la única
que nos une a todos. El conflicto en el mundo, la imposibilidad de conciliación
recíproca, es consecuencia del estar encerrados en nuestros propios intereses
y en las opiniones personales, en nuestro minúsculo mundo privado. El egoísmo,
tanto del grupo como el individual, nos tiene prisionero de nuestros intereses
y deseos, que contrastan con la verdad y nos dividen unos de otros. Despertad,
nos dice el Evangelio. Salid fuera para entrar en la gran verdad común, en la
comunión del único Dios. Así, despertarse significa desarrollar la sensibilidad
para con Dios; para los signos silenciosos con los que Él quiere guiarnos; para
los múltiples indicios de su presencia. Hay quien dice «no tener religiosamente
oído para la música». La capacidad perceptiva para con Dios parece casi una
dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar
y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas
experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos
«sin oído musical» para Él. Y, sin embargo, de modo oculto o patente, en cada
alma hay un anhelo de Dios, la capacidad de encontrarlo. Para conseguir esta
vigilancia, este despertar a lo esencial, roguemos por nosotros mismos y por
los demás, por los que parecen «no tener este oído musical» y en los cuales,
sin embargo, está vivo el deseo de que Dios se manifieste. El gran teólogo
Orígenes dijo: si yo tuviera la gracia de ver como vio Pablo, podría ahora
(durante la Liturgia) contemplar un gran ejército de Ángeles (cf. In Lc23,9).
En efecto, en la sagrada Liturgia, los Ángeles de Dios y los Santos nos rodean.
El Señor mismo está presente entre nosotros. Señor, abre los ojos de nuestro
corazón, para que estemos vigilantes y con ojo avizor, y podamos llevar así tu
cercanía a los demás.
Volvamos al Evangelio de
Navidad. Nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del
Ángel, se dijeron uno a otro: «Vamos derechos a Belén... Fueron corriendo» (Lc 2,15s.).
Se apresuraron, dice literalmente el texto griego. Lo que se les había
anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. En efecto, lo que se
les había dicho iba mucho más allá de lo acostumbrado. Cambiaba el mundo. Ha
nacido el Salvador. El Hijo de David tan esperado ha venido al mundo en su
ciudad. ¿Qué podía haber de mayor importancia? Ciertamente, les impulsaba
también la curiosidad, pero sobre todo la conmoción por la grandeza de lo que
se les había comunicado, precisamente a ellos, los sencillos y personas aparentemente
irrelevantes. Se apresuraron, sin demora alguna. En nuestra vida ordinaria las
cosas no son así. La mayoría de los hombres no considera una prioridad las
cosas de Dios, no les acucian de modo inmediato. Y también nosotros, como la
inmensa mayoría, estamos bien dispuestos a posponerlas. Se hace ante todo lo
que aquí y ahora parece urgente. En la lista de prioridades, Dios se encuentra
frecuentemente casi en último lugar. Esto – se piensa – siempre se podrá hacer.
Pero el Evangelio nos dice: Dios tiene la máxima prioridad. Así, pues, si algo
en nuestra vida merece premura sin tardanza, es solamente la causa de Dios. Una
máxima de la Regla de San Benito, reza: «No anteponer nada a la obra de Dios
(es decir, al Oficio divino)». Para los monjes, la liturgia es lo primero. Todo
lo demás va después. Y en lo fundamental, esta frase es válida para cada
persona. Dios es importante, lo más importante en absoluto en nuestra vida.
Ésta es la prioridad que nos enseñan precisamente los pastores. Aprendamos de
ellos a no dejarnos subyugar por todas las urgencias de la vida cotidiana.
Queremos aprender de ellos la libertad interior de poner en segundo plano otras
ocupaciones – por más importantes que sean – para encaminarnos hacia Dios, para
dejar que entre en nuestra vida y en nuestro tiempo. El tiempo dedicado a Dios
y, por Él, al prójimo, nunca es tiempo perdido. Es el tiempo en el que vivimos
verdaderamente, en el que vivimos nuestro ser personas humanas.
Algunos comentaristas hacen
notar que los pastores, las almas sencillas, han sido los primeros en ir a ver
a Jesús en el pesebre y han podido encontrar al Redentor del mundo. Los sabios
de Oriente, los representantes de quienes tienen renombre y alcurnia, llegaron
mucho más tarde. Y los comentaristas añaden que esto es del todo obvio. En
efecto, los pastores estaban allí al lado. No tenían más que «atravesar»
(cf. Lc 2,15), como se atraviesa un corto trecho para ir donde
un vecino. Por el contrario, los sabios vivían lejos. Debían recorrer un camino
largo y difícil para llegar a Belén. Y necesitaban guía e indicaciones. Pues
bien, también hoy hay almas sencillas y humildes que viven muy cerca del Señor.
Por decirlo así, son sus vecinos, y pueden ir a encontrarlo fácilmente. Pero la
mayor parte de nosotros, hombres modernos, vive lejos de Jesucristo, de Aquel
que se ha hecho hombre, del Dios que ha venido entre nosotros. Vivimos en
filosofías, en negocios y ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las
cuales el camino hasta el pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos
continuamente y de muchos modos, y darnos una mano para que podamos salir del
enredo de nuestros pensamientos y de nuestros compromisos, y así encontrar el
camino hacia Él. Pero hay sendas para todos. El Señor va poniendo hitos
adecuados a cada uno. Él nos llama a todos, para que también nosotros podamos
decir: ¡Ea!, emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha
venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No
podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera nuestras
fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él ha hecho el
tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a ver cuánto os amo.
Venid a ver que yo estoy aquí. Transeamus usque Bethleem, dice la
Biblia latina. Vayamos allá. Superémonos a nosotros mismos. Hagámonos
peregrinos hacia Dios de diversos modos, estando interiormente en camino hacia
Él. Pero también a través de senderos muy concretos, en la Liturgia de la
Iglesia, en el servicio al prójimo, en el que Cristo me espera.
Escuchemos directamente el
Evangelio una vez más. Los pastores se dicen uno a otro el motivo por el que se
ponen en camino: «Veamos qué ha pasado». El texto griego dice literalmente:
«Veamos esta Palabra que ha ocurrido allí». Sí, ésta es la novedad de esta
noche: se puede mirar la Palabra, pues ésta se ha hecho carne. Aquel Dios del
que no se debe hacer imagen alguna, porque cualquier imagen sólo conseguiría
reducirlo, e incluso falsearlo, este Dios se ha hecho, él mismo, visible en Aquel
que es su verdadera imagen, como dice San Pablo (cf. 2 Co 4,4; Col 1,15).
En la figura de Jesucristo, en todo su vivir y obrar, en su morir y resucitar,
podemos ver la Palabra de Dios y, por lo tanto, el misterio del mismo Dios
viviente. Dios es así. El Ángel había dicho a los pastores: «Aquí tenéis la
señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12;
cf. 16). La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no
es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad. La señal de Dios es
que Él se hace pequeño; se convierte en niño; se deja tocar y pide nuestro
amor.
Cuánto desearíamos,
nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de
Dios y su grandeza. Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos
da esperanza: Dios es así. Él tiene el poder y es la Bondad. Nos invita a ser
semejantes a Él. Sí, nos hacemos semejantes a Dios si nos dejamos marcar con
esta señal; si aprendemos nosotros mismos la humildad y, de este modo, la
verdadera grandeza; si renunciamos a la violencia y usamos sólo las armas de la
verdad y del amor. Orígenes, siguiendo una expresión de Juan el Bautista, ha
visto expresada en el símbolo de las piedras la esencia del paganismo:
paganismo es falta de sensibilidad, significa un corazón de piedra, incapaz de
amar y percibir el amor de Dios. Orígenes dice que los paganos, «faltos de
sentimiento y de razón, se transforman en piedras y madera» (in Lc 22,9).
Cristo, en cambio, quiere darnos un corazón de carne. Cuando le vemos a Él, al
Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche
Santa, Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos
verdaderamente humanos. Escuchemos de nuevo a Orígenes: «En efecto, ¿para qué te
serviría que Cristo haya venido hecho carne una vez, si Él no llega hasta tu
alma? Oremos para venga a nosotros cotidianamente y podamos decir: vivo yo,
pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20)» (in Lc 22,3).
Sí, por esto queremos pedir
en esta Noche Santa. Señor Jesucristo, tú que has nacido en Belén, ven con
nosotros. Entra en mí, en mi alma. Transfórmame. Renuévame. Haz que yo y todos
nosotros, de madera y piedra, nos convirtamos en personas vivas, en las
que tu amor se hace presente y el mundo es transformado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario