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viernes, 28 de agosto de 2020

AUGUSTINUM HIPPONENSEM - Carta apostólica en el XVI centenario de la conversión de San Agustín- San Juan Pablo II

 

CARTA APOSTÓLICA
AUGUSTINUM HIPPONENSEM
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN JUAN PABLO II
EN EL XVI CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN

I. La conversión - II. El Doctor, 1. Razón y fe, 2. Dios y el hombre, 3. Cristo y la Iglesia, 4. Libertad y gracia, 5. La caridad y las ascensiones del espíritu - III. El Pastor - IV. Agustín a los hombres de hoy

San Agustín - Philippe de Champaigne


 

A los obispos,
sacerdotes,
familias religiosas
y fieles de toda la Iglesia católica
en el XVI centenario de la conversión
de san Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia

 

Venerables hermanos y queridos hijos e hijas, salud y bendición apostólica.

1. Agustín de Hipona, desde que apenas un año después de su muerte fue catalogado como uno de los "mejores maestros de la Iglesia" 1 por mi lejano predecesor Celestino I, ha seguido estando presente en la vida de la Iglesia y en la mente y en la cultura de todo el Occidente. Después, otros Romanos Pontífices, por no hablar de los Concilios que con frecuencia y abundantemente se han inspirado en sus escritos, han propuesto sus ejemplos y sus documentos doctrinales para que se les estudiara e imitara. León XIII exaltó sus enseñanzas filosóficas en la Encíclica Aeterni Patris 2; Pío XI reasumió sus virtudes y su pensamiento en la Encíclica Ad salutem humani generis, declarando que por su ingenio agudísimo, por la riqueza y sublimidad de su doctrina, por la santidad de su vida y por la defensa de la verdad católica nadie, o muy pocos se le pueden comparar de cuantos han florecido desde los principios del género humano hasta nuestros días 3; Pablo VI afirmó que "además de brillar en él de forma eminente las cualidades de los Padres, se puede afirmar en verdad que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores 4.

Yo mismo he añadido mi voz a la de mis predecesores, expresando el vivo deseo de que "su doctrina filosófica, teológica y espiritual se estudie y se difunda, de tal modo que continúe... su magisterio en la Iglesia; un magisterio, añadía, humilde y luminoso al mismo tiempo, que habla sobre todo de Cristo y del amor" 5. He tenido ocasión además de recomendar especialmente a los hijos espirituales del gran Santo que mantengan "vivo y atrayente el encanto de San Agustín también en la sociedad moderna", ideal estupendo y entusiasmante, porque "el conocimiento exacto y afectuoso de su pensamiento y de su vida provoca la sed de Dios, descubre el encanto de Jesucristo, el amor a la sabiduría y a la verdad, la necesidad de la gracia, de la oración, de la virtud, de la caridad fraterna, el anhelo de la eternidad feliz" 6.

Me es muy grato, pues, que la feliz circunstancia del XVI centenario de su conversión y de su bautismo me ofrezca la oportunidad de evocar de nuevo su figura luminosa. Esta nueva evocación será al mismo tiempo una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión; y será también una ocasión propicia para recordar que el convertido, una vez hecho obispo, fue un modelo espléndido de Pastor, un defensor intrépido de la fe ortodoxa o, como decía él, de la "virginidad" de la fe 7, un constructor genial de aquella filosofía que por su armonía con la fe bien puede llamarse cristiana, y un promotor infatigable de la perfección espiritual y religiosa.

I. La conversión

sábado, 10 de agosto de 2019

"San Lorenzo superó todos los sufrimientos corporales con la enorme fortaleza de la caridad" - San Agustín


San Agustín
SERMÓN 302
Sobre el día natalicio de San Lorenzo


1. Hoy es la festividad del bienaventurado mártir Lorenzo. Para esta festividad han resonado lecturas sagradas adecuadas. Las hemos oído y cantado, y hemos acogido con suma atención la lectura evangélica. Sigamos, pues, las huellas de los mártires, imitándoles para que no sea inútil la celebración de sus fiestas. Por otra parte, ¿quién ignora los méritos del mencionado mártir? ¿Quién ha orado allí sin obtener? ¡A cuántos hombres débiles le otorgó su mérito incluso beneficios temporales que él desdeñó! Efectivamente, fueron concedidos no para que permaneciese la debilidad de los que los suplicaban, sino para que, a partir de la concesión de esos favores terrenos, surgiese el amor que les lleve a apetecer otros mejores. Pues con frecuencia, el padre concede a sus hijos pequeños juguetes sin mayor valor para que no lloren si no los reciben. El padre benigno y benévolo les da y les otorga esas cosas que no quiere continuar viendo en manos de sus hijos ya creciditos y con cierta edad. En efecto, da nueces a los hijos a quienes reserva la herencia. El amor paterno se doblega ante los niños juguetones, que se deleitan con ciertos juguetes, para que no desfallezcan por la debilidad propia de la edad. Algo más propio de quien acaricia que de quien edifica. Qué edificaron los mártires, qué pudieron conseguir, de qué se apropiaron con corazón magnánimo y por qué derramaron su sangre, lo acabáis de oír en el evangelio: Grande es vuestra recompensa en los cielos.

jueves, 28 de agosto de 2014

Elogio de la caridad - San Agustín

San Agustín
(Sermón 350, 2-3) 

El amor por el que amamos a Dios y al prójimo, resume en sí toda la grandeza y profundidad de los demás preceptos divinos. He aquí lo que nos enseña el único Maestro celestial: amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la Ley y los profetas (/Mt/22/37-40/Ag). Por consiguiente, si te falta tiempo para estudiar página por página todas las de la Escritura, o para quitar todos los velos que cubren sus palabras y penetrar en todos los secretos de las Escrituras, practica la caridad, que lo comprende todo. Así poseerás lo que has aprendido y lo que no has alcanzado a descifrar. En efecto, si tienes la caridad, sabes ya un principio que en sí contiene aquello que quizá no entiendes. En los pasajes de la Escritura abiertos a tu inteligencia la caridad se manifiesta, y en los ocultos la caridad se esconde. Si pones en práctica esta virtud en tus costumbres, posees todos los divinos oráculos, los entiendas o no.

Por tanto, hermanos, perseguid la caridad, dulce y saludable vínculo de los corazones; sin ella, el más rico es pobre, y con ella el pobre es rico. La caridad es la que nos da paciencia en las aflicciones, moderación en la prosperidad, valor en las adversidades, alegría en las obras buenas; ella nos ofrece un asilo seguro en las tentaciones, da generosamente hospitalidad a los desvalidos, alegra el corazón cuando encuentra verdaderos hermanos y presta paciencia para sufrir a los traidores.

domingo, 20 de julio de 2014

Domingo XVI (ciclo a) San Agustín

La buena semilla y la cizaña
(Mt 13,24-30)
 

1. Acabamos de oír el santo Evangelio, y a Cristo el Señor que habla en él. Hablaremos de ello lo que él nos otorgue. Podría yo fatigarme, hermanos, en exponeros esta parábola; pero nos ahorró el trabajo, ya que la expuso el mismo que la compuso. Quien leyó el Evangelio, leyó hasta el lugar en que el Señor dice: Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla; y guardad el trigo en el granero. Pero luego, como está escrito, se acercaron a él sus discípulos y le dijeron: Explícanos la parábola de la cizaña. Y el que está en el seno del Padre, él la expuso, diciendo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre, refiriéndose a sí mismo. El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino; la cizaña son los hijos del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la siega es el fin del siglo; los segadores son los ángeles. Y cuando viniere el Hijo del hombre, enviará a sus ángeles y recogerán de su reino todos los escándalos, y los arrojarán al horno de fuego ardiente; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces refulgirán los justos como el sol en el reino de su Padre. Recito palabras del Señor Cristo, que no han sido leídas, pero están escritas. Así nos expuso él lo que nos propuso. Ved lo que preferimos ser en su campo; considerad cuáles nos hallará la siega. El campo, que es el mundo, es la Iglesia difundida por el mundo. Quienes trigo, persevere hasta la siega; los que son cizaña, háganse trigo.

Porque entre los hombres y las espigas de verdad o la cizaña real hay esta diferencia: cuando nos referimos a la agricultura, la espiga es espiga y la cizaña es cizaña. Pero en el campo del Señor, esto es, la Iglesia, a veces, lo que era trigo se hace cizaña y lo que era cizaña se convierte en trigo; y nadie sabe lo que será mañana. Por eso los obreros, indignados con el padre de familia, querían ir a arrancar la cizaña, pero no se lo consintió; quisieron arrancar la cizaña y no se les permitióse parar esa cizaña. Hicieron aquello para lo que servían, y dejaron la separación a los ángeles. No querían reservar a los ángeles la separación de la cizaña; más el padre de familia, que conocía a todos y sabía que era menester dejar para más tarde la separación, les mandó tolerarla, no separarla. Ellos preguntaron: ¿Quieres que vayamos y la recojamos? El respondió: No, no sea que al querer arrancar la cizaña arranquéis también el trigo. ¿Entonces, Señor, la cizaña estará también con nosotros en el granero? Al tiempo de la siega diré a los segadores: Recogedla cizaña y atad los haces para quemarla. Tolerad en el campo lo que no tendréis con vosotros en el granero.

domingo, 1 de junio de 2014

Ascensión del Señor - San Agustín (2)

La ascensión del Señor
 
1. La glorificación del Señor llegó a su término con su resurrección y ascensión. Su resurrección la celebramos el domingo de Pascua; su ascensión, hoy. Uno y otro son días de fiesta para nosotros, pues resucitó para dejarnos una prueba de la resurrección, y ascendió para protegernos desde lo alto. Tenemos, pues, como Señor y Salvador nuestro a Jesucristo, que primero pendió del madero y ahora está sentado en el cielo. Cuando pendía del madero, entregó el precio por nosotros; sentado en el cielo, reúne lo que compró. Una vez que los haya reunido a todos, lo cual acontece en el tiempo, vendrá al final de los tiempos, según está escrito: Dios vendrá manifiestamente; no encubierto, como vino la primera vez, sino manifiesta mente, según acaba de decirse. En efecto, convenía que viniese encubierto para ser  juzgado; pero vendrá manifiestamente para juzgar. Si hubiese venido manifiestamente la primera vez, ¿quién hubiese osado juzgarle mostrando a las claras quién era, si ya el mismo apóstol Pablo dice: Pues, si lo hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al rey de la gloria? Y si a él no lo hubiesen entregado a la muerte, no hubiese muerto la muerte. El diablo fue vencido en lo que era su trofeo. Saltó de gozo el diablo cuando por seducción suya arrojó al primer hombre a la muerte. Seduciéndolo, dio muerte al primer hombre; dando muerte al último, libró al primero de sus propios lazos.

sábado, 24 de mayo de 2014

Domingo VI de pascua (ciclo a) San Agustín

San Agustín
TRATADO 74
ACERCA DE LAS PALABRAS:
"SI ME AMÁIS, OBSERVAD MIS MANDATOS",
HASTA:
 "PERMANECERÁ CON VOSOTROS
Y ESTARÁ DENTRO DE VOSOTROS"

1. En la lectura del evangelio hemos oído estas palabras del Señor: Si me amáis, observad mis mandatos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente: el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceréis, porque morará con vosotros y estará dentro de vosotros. Muchas son las cosas que hay que indagar en estas breves palabras del Señor; pero mucho es para nosotros buscar todas las cosas que hay que buscar en ellas o hallar todas las cosas que en ellas buscamos. No obstante, prestando atención a lo que nosotros debemos decir y vosotros debéis oír, según lo que el Señor se digna concedernos y de acuerdo con nuestra capacidad y la vuestra, recibid, carísimos, lo que nosotros os podemos decir, y pedidle a Él lo que nosotros no os podemos dar. Cristo prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, pero debemos advertir de qué modo se lo ha prometido. Dice: Si me amáis, guardad mis mandatos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, que es el Espíritu de verdad, para que permanezca con vosotros eternamente. Este es, sin duda, el Espíritu Santo de la Trinidad, al que la fe católica confiesa coeterno y consustancial al Padre y al Hijo, y el mismo de quien dice el Apóstol: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado. ¿Por qué, pues, dice el Señor: Si me amáis, guardad mis mandatos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, cuando dice que, si no tenemos al Espíritu Santo, no podemos amar a Dios ni guardar sus mandamientos? ¿Cómo hemos de amar para recibirlo, si no podemos amar sin temerlo? ¿O cómo guardaremos los mandamientos para recibirlo, si no es posible observarlos sin tenerle con nosotros? ¿Acaso debe preceder en nosotros el amor que tenemos a Cristo, para que, amándole y observando sus preceptos, merezcamos recibir al Espíritu Santo a fin de que no ya la caridad de Cristo, que ha precedido, sino la caridad del Padre se derrame en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado? Perversa es esta sentencia. Quien cree amar al Hijo y no ama al Padre, no ama verdaderamente al Hijo, sino lo que él se ha imaginado. Porque nadie, dice el Apóstol, puede pronunciar el nombre de Jesús si no es por el Espíritu Santo. ¿Y quién dice Señor Jesús del modo que dio a entender el Apóstol sino aquel que le ama? Muchos lo pronuncian con la lengua y lo arrojan del corazón y de sus obras, conforme de ellos dijo el Apóstol: Confiesan conocer a Dios, pero con sus hechos lo niegan. Luego, si con los hechos se niega, sin duda también con los hechos se habla. Nadie, pues, puede pronunciar con provecho el nombre del Señor Jesús con la mente, con la palabra, con la obra, con el corazón, con la boca, con los hechos, sino por el Espíritu Santo; y de este modo solamente lo puede decir el que ama. Y ya de este modo decían los apóstoles: Señor Jesús. Y si lo pronunciaban sin fingimiento, confesándolo con su voz, con su corazón y con sus hechos; es decir, si con verdad lo pronunciaban, era ciertamente porque amaban. Y ¿cómo podían amar sino por el Espíritu Santo? Con todo, a ellos se les manda amarle y guardar sus mandatos para recibir al Espíritu Santo, sin cuya presencia en sus almas no pudieran amar y observar los mandamientos.

sábado, 17 de mayo de 2014

Domingo V de pascua (ciclo a) - San Agustín

«Yo soy el camino, la verdad y la vida»
(Jn 14,6).

1. Estas divinas lecciones nos levantan el corazón, para que la desesperanza no nos deprima, y al mismo tiempo lo aterran, para que no nos lleve el viento de la soberbia. Dificultoso, por demás, había de sernos seguir el camino medio, verdadero y derecho, como si dijésemos entre la izquierda de la desesperación y la derecha de la presunción, si Cristo no dijese: Yo soy el camino, la verdad y la vida. O en palabras semejantes: «¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino. ¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad. ¿Dónde quieres detenerte? Yo soy la vida.» Vayamos, pues, tranquilamente por este camino; mas ¡cuidado con las asechanzas a la vera del camino! No se atreve el enemigo a poner celada en el mismo camino, porque el camino es Cristo; pero a la vera del camino es cierto que no se cansa de ponerlas. Por eso dice un salmo: Junto a las sendas me pusieron tropiezos. Y en otro lugar dice la Escritura: Entre lazos andas. Estos lazos entre los que andamos no están en el camino, sino a la vera del camino. ¿De qué te asustas, qué temes por el camino? Teme si te sales de él. Porque, si al enemigo se le deja poner lazos junto al camino, es para que, con la alegría de la seguridad, no se abandone el camino derecho y vaya el caminante a dar en las celadas.

2. Aunque sea Cristo la verdad y la vida, el excelso y Dios, el camino es Cristo humilde. Andando sobre las huellas de Cristo humilde, llegarás a la cumbre; si tu flaqueza no se desprecia de sus humillaciones, llegarás a la cima, donde serás inexpugnable. ¿Cuál fue la causa de las humillaciones de Cristo sino la debilidad tuya? Tu flaqueza te asediaba rigurosa y sin remedio, y esto hizo que viniese a ti un Médico tan excelente. Porque, si tu enfermedad fuese tal que, a lo menos, pudieras ir por tus pies al médico, aún se podría decir que no era intolerable; más como tú no pudiste ir a él, vino él a ti; y vino enseñándonos la humildad, por donde volvamos a la vida, porque la soberbia era obstáculo invencible para ello; como que había sido ella la que había hecho apartarse de la vida el corazón humano levantado contra Dios; y, desdeñando, cuando sano, las normas de su higiene, cayó el alma en enfermedad. Que ahora sepa, ya enferma, oír a quien despreció cuando sana; oiga, para levantarse, al que despreció para caer; oiga, escarmentada en cabeza propia, lo que rehusó alcanzar obedeciendo a lo mandado. Porque ahora su miseria tiene amaestrada al alma, que la felicidad hizo negligente, de cuan malo, ¡ay!, es alejarse de Dios, presumiendo de sí, y cuan bueno es adherirse al Señor, sintiendo siempre humildemente. Por quedar de lado al bien aquel incorruptible y singular para juntarse a esta multitud de apetencias sensuales, al amor del siglo y corrupciones terrenas, es prostituirse a espaldas del Señor. A ésta es a quien se grita: De fornicaria se te ha vuelto la cara y eres de pies a cabeza desvergonzada. Veamos ahora el objeto de la reprimenda.

viernes, 9 de mayo de 2014

Domingo IV de Pascua (ciclo a) - San Agustín

El buen pastor
(Jn 10,1-15)
 
1. Vuestra fe no ignora, carísimos, y sabemos que lo habéis aprendido del Maestro, que desde el cielo nos adiestra y en quien habéis colocado vosotros la esperanza, cómo nuestro Señor Jesucristo, que ya padeció por nosotros y resucitó, es Cabeza de la Iglesia, y la Iglesia, Cuerpo suyo; y que la salud de este Cuerpo es la unión de sus miembros y la trabazón dela caridad. Si se resfría la caridad, sobreviene, aun perteneciendo uno al Cuerpo de Cristo, la enfermedad. Cierto es, sin embargo, que aquel que ha exaltado a nuestra Cabeza puede sanar a sus miembros, siempre a condición de no llevarla impiedad a términos de haber de amputarlos, sino de permanecer adheridos al Cuerpo hasta lograr la salud. Porque, mientras permanece un miembro cualquiera en la unidad orgánica, que da la esperanza de salvarle; una vez amputado, no hay remedio que lo sane. Siendo él, pues, Cabeza de la Iglesia y siendo la Iglesia su Cuerpo, el Cristo total es el conjunto dela Cabeza y el Cuerpo. El ya resucitó, por tanto, ya tenemos la Cabeza en el cielo, donde aboga por nosotros. Esa nuestra Cabeza sin pecado y sin muerte está ya propiciando a Dios por nuestros pecados, para que también nosotros, resucitados al fin y transformados, sigamos a la Cabeza a la gloria celeste. A donde va, en efecto, la cabeza, van también los otros miembros. Siendo, pues, miembros suyos, no perdamos, mientras aquí estamos, la esperanza de seguir a nuestra Cabeza.
 
2. Ponderad, hermanos, a dónde llega el amor de nuestra Cabeza. Aunque ya en el cielo, sigue padeciendo aquí mientras padece la Iglesia. Aquí tiene Cristo hambre, aquí tiene sed, y está desnudo, y carece de hogar, y está enfermo y encarcelado. Cuanto padece su Cuerpo, él mismo ha dicho que lo padece él; y al fin, apartando ese su Cuerpo a la derecha y poniendo a la izquierda a los que ahora le pisan, les dirá a los de la mano derecha: Venid, benditos de mi Padre, a recibir el reino que os está apercibido desde el principio del mundo. Y esto, ¿por qué? Porque tuve hambre, y me disteis de comer; y continúa por ahí, cual si él en persona hubiera recibido la merced. Y en tal extremo es ello así, que, no entendiéndolo, han los de la derecha de responderle, diciendo: ¿Cuándo, Señor, te vimos con hambre, sin hogar o encarcelado? Él les dirá: Lo que hicisteis con uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hicisteis. A este modo, en nuestro cuerpo está la cabeza encima, los pies en la tierra; sin embargo, cuando en algún apiñamiento y apretura de la gente alguien te da un pisotón, ¿no dice la cabeza: «Estás pisándome»? Nadie te ha pisado ni la cabeza ni la lengua; están arriba y a buen recaudo; nada malo les ha sucedido; mas, porque de la cabeza a los pies reina la unidad, fruto de la trabazón que produce la caridad, la lengua no se desentiende, antes bien dice: «Estás pisándome.» A esta manera, dijo Cristo, la Cabeza a quien nadie pisa: Tuve hambre, y me disteis de comer. ¿Cómo terminó? Entonces aquéllos irán al fuego eterno, y los justos a la vida eterna.

sábado, 26 de abril de 2014

Domingo II de Pascua - San Agustín

Aparición a los discípulos
(Jn 20,19-23).
 
1. Parece que ayer dimos fin a la lectura de los relatos de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo según la verdad de los cuatro evangelistas. En el primer día se leyó la resurrección según Mateo; el segundo, según Lucas; el tercero, según Marcos, y el cuarto, o sea ayer, según Juan. Mas como Juan y Lucas escribieron abundantemente sobre la resurrección misma y lo que aconteció después de ella, sus relatos no pudieron leerse en un solo día; de esa manera, ayer escuchamos una parte de Juan, hoy otra, y así hasta que se acabe.
¿Qué hemos escuchado hoy? Que el mismo día de la resurrección, es decir, el domingo, cuando ya de tarde estaban los discípulos reunidos en un lugar con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se les apareció el Señor en medio de todos. Según testimonio del evangelista, se les apareció dos veces en el mismo día, por la mañana y por la tarde. El relato sobre la aparición de la mañana ya se ha leído; ahora acabamos de escuchar lo referente a la aparición de la tarde. No era necesario que yo os recordase estas cosas; vosotros mismos podíais advertirlas. Sin embargo, pensando en los menos inteligentes y en los más descuidados, me pareció oportuno mencionarlo para que sepáis no sólo lo que habéis oído, sino también de qué evangelio está tomado lo leído.
2. Veamos, pues, lo que nos propone la lectura de hoy como tema para el sermón 1. La misma lectura nos invita y en cierto modo nos orienta a que digamos algo sobre cómo el Señor, que resucitó en la solidez de su cuerpo, de modo que no sólo fue visto, sino también tocado por sus discípulos, pudo aparecérseles estando las puertas cerradas. Algunos ponen tantas dificultades al respecto, aduciendo contra los milagros del Señor los prejuicios de sus razonamientos, que están a punto casi de perecer. Así argumentan: «Si tenía cuerpo, si tenía carne y huesos, si lo que resucitó del sepulcro fue lo mismo que colgó del madero, ¿cómo pudo entrar estando cerradas las puertas? Si no pudo, dicen, no tuvo lugar; si pudo, ¿cómo pudo?» Si comprendes el cómo, deja de ser milagro, y, si no crees que se trata de un milagro, estás muy cerca de negar también su resurrección del sepulcro. Examina los milagros hechos por el Señor ya desde el comienzo y dame la explicación de cada uno de ellos. Sin contacto de varón, una doncella concibe. Explica cómo sin varón ha concebido una doncella. Donde falla la explicación, allí se levanta la fe. Ya tienes un milagro en la misma concepción del Señor; escucha otro referido al parto: una doncella da a luz y permanece virgen. Ya entonces, antes de resucitar, pasó el Señor a través de puertas cerradas. Me preguntas: «Si entró a través de puertas cerradas, ¿dónde quedan las propiedades del cuerpo?» Y yo respondo: «Si caminó sobre el mar, ¿dónde queda el peso del cuerpo?» Más todo esto lo hizo el Señor en cuanto Señor. ¿Acaso dejó de ser Señor después de haber resucitado? Además hizo caminar a Pedro sobre las aguas; ¿qué hay que decir de esto? Lo que en Cristo pudo la divinidad, en Pedro lo realizó la fe. Pero Cristo lo hizo porque pudo, Pedro porque Cristo le ayudó. En conclusión, si comienzas a buscar explicación a los milagros con la sola mente humana, temo que pierdas la fe. ¿Ignoras que nada es imposible para Dios? A quienquiera que te diga: «Si entró a través de puertas cerradas, no tenía cuerpo», retuércele el argumento. «Si fue tocado, tenía cuerpo; si comió, tenía cuerpo; y el entrar fue resultado de un milagro, no de la naturaleza.» ¿No es digno de toda admiración el curso ordinario de la naturaleza? Todas las cosas están llenas de milagros, pero la frecuencia los ha hecho vulgares. Intenta darme explicación; mi pregunta versará sobre lo que vemos a diario. Explícame por qué la semilla de un árbol tan grande como la higuera es tan pequeña que apenas puede verse, mientras que la humilde calabaza la produce tan grande. Sin embargo, en aquella semilla tan pequeña, apenas visible; en aquella pequeñez y estrechez —si aplicas la inteligencia y no la vista— se oculta también la raíz; dentro de ella está el tronco y las hojas futuras y el fruto que aparecerá en el árbol. Todo está anticipado en la semilla. No es necesario pasar revista a muchas cosas; las cosas de cada día nadie intenta explicarlas, y tú me exiges que te explique los milagros. Lee, pues, el evangelio y cree los hechos maravillosos en él contenidos. Más es lo que ha hecho Dios; la obra que  supera a todas las demás no te causa admiración: nada existía y el mundo existe.

sábado, 5 de abril de 2014

Domingo V de cuaresma (ciclo a) San Agustín

La resurrección de Lázaro
(Jn 11, 1-44)
 
Este relato del evangelio se ha hecho tan célebre por ser tan grande milagro, que ni aun infiel hay que no haya oído hablar de la resurrección de Lázaro; ¿cuánto más conocido no será de los fieles, cuando ni los infieles han podido ignorarlo? Y, sin embargo, cuando se lee, el alma parece como que asiste a una escena siempre nueva. No está fuera de lo razonable que repitamos nosotros lo que solemos decir sobre la resurrección esta; ni debe daros fastidio, me parece, lo que yo diga; al fin, más veces oís leerlo que comentarlo; porque, si acontece leerlo fuera de un sábado o de un domingo, no se predica. Lo digo para que no torzáis el rostro ahora que vamos a decir algo, ni salga nadie con un «Ya otras veces dijo eso»; también lo ha leído el diácono más veces, y lo habéis oído con gusto. Atención, pues.
Enséñanos el santo evangelio haber Jesucristo resucitado tres muertos: a la hija del príncipe de la sinagoga, pues, habiéndosele dicho que se hallaba enferma de gravedad, fue a su casa, donde la encontró muerta; le dijo: Muchacha, levántate; yo te lo mando, y se levantó.
Otro es un joven llevado ya fuera de las puertas de la ciudad y amargamente llorado por su madre viuda; él lo vio, mandó que se detuviesen los que le llevaban y dijo: Joven, levántate; yo te lo mando; y el muerto se sentó y comenzó a hablar, y se le devolvió a su madre.
El tercero es este Lázaro al que acabamos de ver con los ojos de la fe muriendo y resucitando en virtud de un prodigio mucho mayor que los anteriores y blanco de una gracia extraordinaria, pues llevaba cuatro días muerto y ya hedía; con todo, fue resucitado. ¿Qué significan estos tres muertos? Algo, sin duda; los milagros del Señor son palabras de sentido misterioso. Tres géneros de muerte hallamos en los pecados de los hombres.

sábado, 29 de marzo de 2014

Domingo IV de cuaresma (ciclo a) - San Agustín

EL CIEGO DE NACIMIENTO
(SERMÓN 136)
 
1. LA ILUMINACIÓN DEL CIEGO DE NACIMIENTO. Esta lección del santo Evangelio recién oída es la de otras veces; mas bueno será recordarla y preservar la memoria del sopor del olvido. Además, esta lectura, si bien la conocemos hace ya mucho, nos ha producido el mismo deleite que de nueva. Cristo devolvió a un ciego de nacimiento la vista; ¿qué hay en ello de ma-ravilla? Cristo es el sanador o Médico por excelencia, y con esta merced le dio lo que le había hecho imperfectamente dentro del seno materno. ¿Fue distracción o inhabilidad este dejarle sin vista? No, ciertamente; hízola para dársela de milagro más tarde.
Quizá me decís: "¿Por dónde lo sabes tú?" Héselo oído a El mismo; hace un momento lo dijo; todos lo hemos escuchado: al preguntarle sus discípulos, diciendo: Señor, el haber éste nacido ciego, ¿fue culpa suya o de sus padres? La respuesta oísteisla como yo: Ni pecó éste ni sus padres; (nació ciego) para que se manifiesten las obras de Dios en él. Ya, pues, veis por qué aguardaba para darle lo que entonces no le diera. No hizo entonces lo que había de hacer después; no hizo lo que sabía que haría cuando convenía. No penséis, hermanos, que sus padres no tuvieron pecado alguno, ni que al nacer él no hubiese contraído la culpa original, para cuya remisión a los niños se les administra el bautismo, cuya finalidad es borrar los pecados. Mas aquella ceguera ni fue por culpas de sus padres ni por culpa suya, sino para que se manifiesten las obras de Dios en él. Porque, si bien todos, cuando nacimos, contrajimos el pecado original, no por eso nacimos ciegos; aunque, bien mirado, también nosotros nacimos ciegos. ¿Quién, en efecto, no ha nacido ciego? Ciego de corazón. Mas el Señor, que había hecho ambas cosas, los ojos y el corazón, curólas también las dos.
2. ERROR DEL CIEGO SOBRE LA ORACIÓN. Habéis visto al ciego con los ojos de la fe; vísteisle pasar de no ver a ver y le oísteis errar. ¿En qué punto erraba el ciego este? Lo digo: primero, en juzgar que Cristo era un simple profeta, ignorando era el Hijo de Dios; segundo, hemos oído una respuesta suya totalmente falsa, porque dijo: Sabemos que Dios desoye a los pecadores. Si a los pecadores no los oye Dios, ¿hay esperanza para nosotros? Si a los pecadores no los oye Dios, ¿para qué oramos y damos con golpes de pecho testimonio de nuestro pecado? Pecador era ciertamente el publicano aquel que, junto con un fariseo, subió al templo, y mientras éste alardeaba y aireaba sus méritos, él, de pie allá lejos, con la vista en el suelo y golpeándose los pechos, confesaba sus pecados. Y el que confesaba sus pecados salió justificado del templo, más bien que aquel fariseo. No hay que dudarlo; Dios oye a los pecadores; mas este que tal decía, no había lavado aún su rostro en Siloé. Habíasele aplicado en los ojos el barro misterioso, pero aún no había actuado sobre su corazón el beneficio de la gracia.

sábado, 15 de marzo de 2014

Domingo II de Cuaresma (ciclo a) - San Agustín


La ley se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo En esta pieza maestra, San León Magno, interpretando los sentimientos de los apóstoles, expone la necesidad que los hombres sentimos de gloria, de alegría, de gozo para poder superar las pruebas y experiencias dolorosas de la vida. La contemplación de la gloria de Cristo, a la que el evangelio de este domingo nos invita, podría ser un buen estímulo para apetecer con más vehemencia la gloria del cielo. Pensemos que cualquiera de nosotros, transformado por el amor puede llegar a ser el que los discípulos contemplaron en el Tabor el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser. Así, la experiencia de los apóstoles, de San León Magno, la nuestra, confirmada con los testimonios de Moisés y de Elías, van conformando una historia de hombres que procuran transfigurarse con Cristo. El Señor descubre su gloria en presencia de unos testigos escogidos e ilumina con tan gran esplendor aquella forma corporal, que le es común con todos, que su rostro se pone brillante como el sol y sus vestidos blancos como la nieve. Sin duda esta transfiguración tenía sobre todo la finalidad de quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, 191 a fin de que la humillación de la pasión voluntariamente aceptada no perturbara la fe de aquellos a quienes había sido revelada la excelencia de la dignidad oculta. Más, con igual providencia, daba al mismo tiempo un fundamento a la esperanza de la Iglesia, ya que todo el cuerpo de Cristo pudo conocer la transformación con que él también sería enriquecido, y todos sus miembros cobraron la esperanza de participar en el honor que había resplandecido en la cabeza. A este respecto, el mismo Señor había dicho, refiriéndose a la majestad de su advenimiento: Los santos brillarán entonces como el sol en el reino de su Padre. Y el apóstol san Pablo afirma lo mismo, cuando dice: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá; y también: Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios: cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él revestidos de gloria. Además, los apóstoles, que tenían que ser fortalecidos en su fe e iniciados en el conocimiento de todas las cosas, hallaron también en este milagro una nueva enseñanza.

sábado, 8 de febrero de 2014

Domingo V durante el año (ciclo a) San Agustín

La obra de misericordia incluye una doble acción misericordiosa
 
Cuando se muestran a los hombres las buenas obras, incluso las que se hacen por Dios, puesto que se trata de hombres piadosos y buenos, no se reclaman alabanzas humanas sino que se proponen para que se las imite. La obra de misericordia contiene una doble acción misericordiosa: una espiritual y otra corporal. Con la misericordia corporal se socorre a los hambrientos, a los sedientos, a los desnudos y peregrinos; pero cuando estas mismas obras son manifiestas, a la vez que provocan a la imitación, alimentan también los espíritus y las mentes. Uno se alimenta con la buena obra y el otro con el buen ejemplo, pues ambos tienen hambre. Uno quiere recibir con qué alimentarse y el otro quiere ver algo que imitar. La lectura del evangelio que acaba de leerse nos habla de esta verdad. A los cristianos, que creen en Dios, que obran el bien y mantienen la esperanza de la vida eterna como recompensa a las buenas obras se les dice: Vosotros sois la luz del mundo. Y a la Iglesia entera, difundida por doquier, se le dice: No puede esconderse una ciudad construida sobre un monte (Mt5,14). En los últimos tiempos -dice-será manifiesto el monte del Señor, dispuesto en la cima de los montes (Is 2,2). Es el monte que creció a partir de una pequeña piedra, y, al crecer, llenó el mundo entero. Sobre él se edifica la Iglesia que no puede ocultarse.
Ni se enciende una lámpara y se la pone bajo el celemín, sino en el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa (Mt 5,15). Muy oportuna ha caído esta lectura en el día que se consagran los candeleros, para que quien obra sea lámpara puesta en el candelero. En efecto, el hombre que obra el bien es una lámpara, pero ¿qué es el candelero? Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, quien obra por Cristo y según Cristo, para no ser alabado más que en Cristo, es un candelero. Alumbre a todos, vean algo que imitar; no sean perezosos ni áridos; les es útil el ver; no sean videntes con los ojos y ciegos en el corazón.

sábado, 21 de diciembre de 2013

IV Domingo de Adviento (ciclo A) San Agustín

CONCEPCIÓN DE CRISTO
ACTITUD DE SAN JOSÉ 

Las burlas, pues, de quienes intentan minar la autoridad del Evangelio, como para sugerirnos a nosotros el haberles dado crédito sin razón, van contra esto: Desposada María, su madre, con José, hallóse antes de vivir juntos que María había concebido del Espíritu Santo. Pero José, su marido, como era justo, no quiso difamarla y trató de abandonarla clandestinamente. Sabía, en efecto, no estar ella encinta de él, y, en consecuencia, túvola por adúltera. Como era justo, dice la Escritura, no quiso difamarla, o sea, divulgar el hecho, según traen muchos códices; y pensó dejarla clandestinamente. Túrbase como esposo; mas, como justo, no se muestra cruel. Tanta santidad se le atribuye a este varón, que ni le place tener consigo a una adúltera ni osó castigarla publicando su deshonra. Pensó, se dice, dejarla clandestinamente, pues ni quiso castigarla ni sacar el hecho a luz. Ponderad bien lo genuino de su santidad. No la perdonaba, en efecto, porque desease tenerla consigo; muchos perdonan a sus mujeres adúlteras, y siguen con ellas, adúlteras y todo, para satisfacción de la carnal concupiscencia. Este varón justo, al revés, no quiere tenerla consigo; luego no la quiere carnalmente; pero rehúsa castigarla, se compadece de ella y la perdona. ¿Dónde reluce su santidad? En no seguir con la adúltera, porque no se piense la perdona con miras sensuales, y en no castigarla y delatarla. ¡Maravilloso testigo, a fe, de la virginidad de su esposa!

sábado, 23 de noviembre de 2013

Solemnidad de Cristo Rey (ciclo c) San Agustín

El buen ladrón 

               El Señor Jesús fue colgado en la cruz, los judíos blasfemaban, los príncipes de los sacerdotes se burlaban, y cuando la sangre de la víctima caída bajo los golpes, todavía no se había secado, el ladrón le rindió  homenaje, mientras otros movían la cabeza diciendo: ¡Si tú eres el Hijo de Dios, sálvate a ti mismo! (Mateo 27, 10).

               Jesús no respondía  y justo manteniéndose en silencio, Él castiga a los malvados. Pero para vergüenza de los judíos, el Salvador habla a un hombre que iba a salir  en defensa de Su causa, un hombre que no es más que un ladrón, crucificado como Él, pues dos ladrones fueron crucificados con Él, uno a la derecha el otro a su izquierda. Entre ellos se encontraba el Salvador. Era como una balanza perfectamente equilibrada, en la que un platillo elevaba al ladrón creyente, el otro platillo ponía en lo bajo al ladrón incrédulo, que lo insultaba a su izquierda. El de la derecha se humilla profundamente: se tiene por culpable ante el tribunal de su propia conciencia, se vuelve,  en la cruz, su propio juez, y su confesión le hace ser su propio médico. Éstas son sus primeras palabras dirigiéndose al otro ladrón: “¿Ni siquiera temes tú?” (Lucas 23, 40).

               ¿Qué te pasa ladrón? Hasta hace poco eras un ladrón, ¡ahora reconoces a Dios! Hace poco eras un asesino, ¡ahora crees en Cristo!

               ¡Dinos ladrón, el mal que has hecho, dinos el bien que has visto hacer al Salvador!

sábado, 26 de octubre de 2013

Domingo XXX (ciclo c) San Agustín

El fariseo y el publicano

Dado que la fe no es propia de los soberbios, sino de los humildes, a algunos que se creían justos y despreciaban a los demás, propuso esta parábola: Subieron al templo a orar dos hombres. Uno era fariseo, el otro publicano. El fariseo decía: Te doy gracias, ¡oh Dios!, porque no soy como los demás hombres. ¡Si al menos hubiese dicho «como algunos hombres»! ¿Qué significa como los demás hombres, sino todos a excepción de él? «Yo, dijo, soy justo; los demás, pecadores». No soy como los demás hombres, que son injustos, ladrones, adúlteros. La cercana presencia del publicano te fue ocasión de mayor hinchazón. Como este publicano, dijo. «Yo, dijo, soy único; ése es de los demás». «Por mis acciones justas no soy como ése. Gracias a ellas no soy malvado». Ayuno dos veces en semana y doy la décima parte de cuanto poseo. ¿Qué pidió a Dios? Examina sus palabras y encontrarás que nada. Subió a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino alabarse a sí mismo; más aún, subió a insultar al que rogaba. El publicano, en cambio, se mantenía en pie a lo lejos, pero el Señor le prestaba su atención de cerca. El Señor es excelso y dirige su mirada a las cosas humildes. A los que se exaltan, como aquel fariseo, los conoce, en cambio, desde lejos. Las cosas elevadas las conoce desde lejos, pero en ningún modo las desconoce. Escucha aun la humildad del publicano. Es poco decir que se mantenía en pie a lo lejos. Ni siquiera alzaba sus ojos al cielo. Para ser mirado rehuía el mirar él. No se atrevía a levantar la vista hacia arriba; le oprimía la conciencia y la esperanza lo levantaba. Escucha aún más: Golpeaba su pecho. El mismo se aplicaba los castigos. Por eso el Señor le perdonaba al confesar su pecado: Golpeaba su pecho diciendo: Señor, séme propicio a mí que soy un pecador. Pon atención a quien ruega. ¿De qué te admiras de que Dios perdone cuando el pecador se reconoce como tal? Has oído la controversia sobre el fariseo y el publicano; escucha la sentencia. Escuchaste al acusador soberbio y al reo humilde; escucha ahora al juez: En verdad os digo. Dice la Verdad, dice Dios, dice el juez: En verdad os digo que aquel publicano descendió del templo justificado, más que aquel fariseo. Dinos, Señor, la causa. Veo que el publicano desciende del templo más justificado; pregunto por qué. ¿Preguntas el porqué? Escúchalo: Porque todo el que se exalta será humillado, y todo el que se humilla será exaltado. Escuchaste la sentencia. Guárdate de que tu causa sea mala. Digo otra cosa: Escuchaste la sentencia, guárdate de la soberbia.

martes, 27 de agosto de 2013

Tratado sobre la paciencia - San Agustín

LA PACIENCIA
CAPÍTULO I

La paciencia de Dios

1. La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que Él mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos hasta que se corrijan. Así, aunque Dios nada puede padecer, y el término paciencia se deriva de padecer (patientia, a patiendo), no solo creemos firmemente que Dios es paciente, sino que también lo confesamos para nuestra salvación. Pero ¿quién podrá explicar con palabras la calidad y grandeza de la paciencia de Dios, que nada padece pero tampoco permanece impasible, e incluso aseguramos que es pacientísimo? Así pues, su paciencia es inefable como lo es su celo, su ira y otras cosas parecidas. Porque si pensamos estas cosas a nuestro modo, en Él, ciertamente, no se dan así. En efecto, nosotros no sentimos ninguna de estas cosas sin molestias, pero no podemos ni sospechar que Dios, cuya naturaleza es impasible, sufra tribulación alguna. Así, tiene celos sin envidia, ira sin perturbación alguna, se compadece sin sufrir, se arrepiente sin corregir una maldad propia. Así es paciente sin pasión. Pero ahora voy a exponer, en cuanto el Señor me lo conceda y la brevedad del presente discurso lo consienta, la naturaleza de la paciencia humana de modo que podamos comprenderla y también procuremos tenerla.

CAPÍTULO II

La auténtica paciencia humana y su utilidad

2. La auténtica paciencia humana, digna de ser alabada y de llamarse virtud, se muestra en el buen ánimo, con el que toleramos los males, para no dejar de mal humor los bienes que nos permitirán conseguir las cosas mejores. Pues los impacientes, cuando no quieren padecer cosas malas, no consiguen escapar de ellas, sino sufrir males mayores. Pero los que tienen paciencia prefieren soportar los males antes que cometerlos y no cometerlos antes que soportarlos, aligeran el mal que toleran con paciencia y se libran de otros peores en los que caerían por la impaciencia. Pues los bienes eternos y más grandes no se pierden mientras no se rinden a los males temporales y mezquinos: porque no son comparables los padecimientos de esta vida con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros. Y también: lo que en nuestra tribulación es temporal y leve, de una forma increíble, nos produce un peso eterno de gloria.

sábado, 10 de agosto de 2013

Domingo XIX (ciclo c) San Agustín


Paralelo entre Lc.12,35-36
y Sal.33,13-15 

1. Nuestro Señor Jesucristo vino a los hombres, se alejó de ellos y a ellos ha de volver. Con todo, aquí estaba cuando vino y no se alejó cuando se retiró, y ha de volver a aquellos a quienes dijo: He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos. Según la forma de siervo que tomó por nosotros, en un determinado tiempo, nació, murió y resucitó y ya no morirá ni la muerte se enseñoreará en adelante de él. Pero según la divinidad por la que es igual al Padre, estaba en este mundo, el mundo fue hecho por él y el mundo no le conoció. Sobre esto acabáis de oír lo que nos advierte el Evangelio precaviéndonos y queriendo que estemos dispuestos y preparados en la espera del último día. De forma que, después de este último día que ha de temerse en este mundo, llegue el descanso que no tiene fin. Bienaventurados quienes los consigan. Entonces estarán seguros quienes ahora carecen de seguridad, y entonces temerán quienes ahora no quieren temer. Este deseo y esta esperanza es lo que nos hace cristianos. ¿Acaso nuestra esperanza es una esperanza mundana? No amemos el mundo. Del amor de este siglo fuimos llamados para amar y esperar otro siglo. En éste debemos abstenernos de todos los deseos ilícitos, es decir, debemos ceñir nuestros lomos y hervir y brillar en buenas obras, que equivale a tener encendidas las lámparas. Pues en otro lugar del Evangelio dijo el Señor a sus discípulos: Nadie enciende una lámpara y la coloca bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Y para indicar por qué lo decía, añadió estas palabras: Luzca así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. 

viernes, 19 de julio de 2013

Domingo XVI (ciclo c) San Agustín

Marta y María
(Lc. 10,38-42).
         1. Las palabras de nuestro Señor Jesucristo que se nos leyeron en el Evangelio nos advierten que existe algo, único, a lo que debemos tender mientras trabajamos envueltos en las preocupaciones de este mundo. Tendemos porque somos aún caminantes que no hemos llegado al descanso; porque nos hallamos todavía en el camino, no en la patria; tendemos con el deseo, no con el gozo. Con todo, tendamos y hagámoslo sin cesar y sin pereza para que podamos llegar algún día.
         2. Marta y María eran dos hermanas no sólo en la carne, sino también en la devoción. Ambas se unieron al Señor, ambas le sirvieron en unidad de corazón cuando vivía en la carne en este mundo. Marta le recibió en su casa como suele recibirse a los peregrinos. La sierva recibe al Señor, la enferma al Salvador, la criatura al Creador. Lo recibió para alimentarlo en la carne, ella que iba a ser alimentada en el espíritu. Quiso el Señor tomar la forma de siervo y en ella ser alimentado por los siervos, mas no por necesidad, sino porque así se dignó. Dignación suya fue el dejarse alimentar por los hombres. Tenía carne en la que sentía hambre y sed; pero ¿ignoráis que en el desierto, cuando tuvo hambre, le alimentaron los ángeles? Luego el querer ser alimentado fue gracia que otorgó al que lo alimentaba. ¿Y qué tiene de extraño, siendo así que concedió a una viuda la gracia de alimentar a Elías, a quien antes alimentaba él por medio de un cuervo? ¿Por ventura le faltaba con qué alimentarlo cuando lo envió a la viuda? De ninguna manera; no le faltaban alimentos, sino que disponía las cosas para bendecir a aquella viuda piadosa en recompensa del servicio que prestaba a su siervo. Así, pues, fue recibido como huésped el Señor que, viniendo a su casa, los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y haciéndolos coherederos. Que ninguno de vosotros diga: «Bienaventurados los que merecieron recibir a Cristo en su propia casa». No te duela ni te apenes; no te quejes de haber nacido en tiempo en que no es posible ver al Señor en la carne. No te privó de esta gracia quien dijo: Lo que hicisteis a uno de mis pequeños, a mí me lo hicisteis.

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