Un aniversario para no olvidar:
los 25 años de «Evangelium vitae»
El 25 de Marzo la
Iglesia celebra la solemnidad de la Anunciación del Señor, es decir, la
Encarnación del Hijo eterno de Dios en el seno de María Santísima, que acogió
con obediencia el mensaje del ángel. Ese día se cumple este año un cuarto de
siglo de la publicación de la encíclica Evangelium vitae, de San Juan
Pablo II. En 2018, el 25 de julio, se cumplieron 50 años desde que San Pablo VI
promulgó la encíclica Humanae vitae tradendae, sobre la regulación de la
natalidad; este aniversario pasó inadvertido, aun en Roma. Viene a propósito
recordar que la decisión del Papa Montini de señalar como inmoral el uso de
métodos artificiales para evitar los nacimientos fue resistida por vastos
sectores de la Iglesia, incluyendo Conferencias Episcopales enteras, que
esperaban un pronunciamiento a favor, sostenido por teólogos progresistas. El
comportamiento contrario a la moral católica se instaló con fuerza en la
cultura vivida, lo cual constituye un verdadero drama en la Iglesia actual. El
espíritu del mundo, contrario a la fe, y la confusión, se impusieron en la
conciencia de muchísimos fieles. Se puede temer, entonces, que el largo,
profundo y claro documento del Papa Wojtyla sufra una suerte semejante, que no
se recuerde su aniversario vigésimo quinto. La fecha «redonda» invita a retomar
ese texto fundamental, más que oportuno sobre todo en la circunstancia crucial
que enfrenta la Argentina.
El Evangelio de la
vida fue proclamado por Juan Pablo II después de considerar detenidamente los
antecedentes bíblicos, de la tradición eclesial y del magisterio precedente. Lo
hizo el Papa en términos solemnísimos, análogos a los empleados en una
definición dogmática: Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a
Pedro, y a sus sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia Católica,
confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es
siempre gravemente inmoral (n. 57), y añade que nunca puede ser lícita ni
como fin ni como medio para un fin bueno. Lo que se afirma respecto de un
embrión humano y de un feto, vale también para un adulto, anciano, enfermo
incurable o agonizante a quienes se quiera aplicar la «buena muerte», la
eutanasia. Esta es así impugnada moralmente, lo mismo que el aborto. Ninguna
autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Estos crímenes tienen
una presencia ancestral en la historia de la humanidad; lo que resulta
patéticamente original en nuestro tiempo es que se los proponga como «derechos
humanos».
Cada parágrafo de la encíclica está encabezado por una cita bíblica
que sirve de referencia inspiradora. A la luz del episodio de Caín y Abel (Gén.
4, 10) se hace notar que los atentados contra la vida humana son, de algún
modo, atentados contra Dios mismo, y que si bien han marcado repetidamente la
historia, se registran actualmente con nuevas características y pretenden ser
reconocidos como derechos, legalmente permitidos por el Estado, y que deberían
ser ejercidos mediante la intervención gratuita de los agentes sanitarios.
Registra el pontífice el «eclipse del valor de la vida», que veinticinco años
después los argentinos reconocemos a través de las noticias cotidianas. La
decadencia de la cultura nacional, la destrucción de la familia, y la inanidad
de la educación, se muestran en los casos repetidos de homicidios cometidos por
jóvenes y adolescentes, en el asesinato de mujeres por mano de sus parejas y ex
parejas, en los secuestros, abusos sexuales y muertes de niñas. El espantoso
episodio de Villa Gesell deja ver que «el eclipse del valor de la vida» se
extiende en todos los ambientes y clases sociales.
Es interesante
destacar -como aparece claro en Evangelium vitae- el intento de culpar a
la Iglesia de la difusión del aborto por condenar moralmente la anticoncepción;
según esos planteos esta podría ser una ayuda eficaz contra la tentación de
eliminar al fruto de la concepción en un embarazo no deseado. Nota el Papa que
si bien anticoncepción y aborto son males específicamente distintos, están
íntimamente relacionados. A veces surgen bajo el impulso de múltiples
dificultades existenciales, aunque estas «no pueden eximir de observar
plenamente la ley de Dios». Pero en muchísimas otras oportunidades, la raíz está
en una mentalidad hedonista e irresponsable respecto de la sexualidad, y en un
concepto egoísta de la libertad. En los últimos años se advierte la extensión
de un fenómeno cultural que es el acceso prematuro, de adolescentes, a la
experiencia sexual, favorecido por la propaganda mediática -cada vez más
desinhibida- y la mentalidad general, como resultado de la desubicación
educativa de la familia y de otros agentes tradicionales de formación de la
personalidad. Súmese a estos factores la innegable descristianización de los
ambientes más diversos.
El mandamiento «no
matarás» es el quinto precepto de la Torá hebrea, ratificado y
profundizado por Jesús en el Sermón de la Montaña; ilumina la actitud que
corresponde ante la vida humana en toda circunstancia, tutela la dignidad de
toda persona. Sin embargo, queda hoy absorbido en una mentalidad relativista,
según la cual todo es negociable, y en una idea errada de legalidad en la que
aun aquella dignidad resulta sometida a la ley del más fuerte. El Estado
tirano, como lo llama el pontífice (n. 20) se oculta bajo la apariencia
democrática cuando se llega a la votación de leyes que legalizan los atentados
contra la vida de los más pobres e indefensos de la sociedad. Se atribuye
entonces a la libertad democrática un significado perverso e inicuo, un
poder absoluto sobre los demás, y contra los demás. Este criterio errado se
aplica en el desprecio de la vejez y del sufrimiento extremo invocando muchas
veces una falsa piedad, que es consecuencia de una incomprensión del sentido de
la creación.
Según la encíclia de
Juan Pablo II el Evangelio de la vida abarca todo lo que la razón humana y la
experiencia afirman sobre el valor de la vida, «lo acoge, lo eleva y lo
lleva a término» (n. 30). En Jesucristo, Palabra de vida, Dios comunica el
don de la vida divina y eterna; esta gracia otorga plenitud de significado y
valor a la vida física y espiritual del hombre en su etapa terrena, ya que
constituye su fin. La evolución negativa de las costumbres, y sobre todo el
distanciamiento cada vez mayor de las leyes civiles respecto de la ley moral ha
conducido a muchas naciones a atropellar valores que «ningún individuo, ninguna
mayoría y ningún Estado pueden nunca crear, modificar o destruir, sino que
deben solo reconocer, respetar y promover» (n. 71). Puede verificarse,
desgraciadamente, una «trágica ofuscación de la conciencia subjetiva». La
democracia, insiste el texto pontificio, no puede ser mitificada de tal modo
que se convierta en sustituto de la moralidad y adopte decisiones «tiránicas»
respecto del ser humano más débil e indefenso; serían crímenes legitimados por
el consenso popular.
El Evangelio de la
vida, que es el Evangelio del amor de Dios al hombre, condena todo el espectro
de atentados que la sociedad moderna considera como orgullosas conquistas;
además del aborto se citan las técnicas de reproducción artificial, que
«separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal»
(n. 14), y ciertos diagnósticos prenatales, que una mentalidad pseudoterapéutica
valida como «aborto eugenésico», con desprecio de las limitaciones que pueden
preverse en el embrión, la minusvalidez y la enfermedad (ib.). Asimismo, junto
con la eutanasia, se reprueban sus formas subrepticias, fruto de una cultura
que es incapaz de comprender el significado y el valor humano del sufrimiento.
La descristianización de la cultura priva a los hombres y a las comunidades de
la luz que procede de la Cruz del Señor. La encíclica aborda también los
problemas de conciencia y los principios sobre la cooperación en acciones
moralmente malas (n. 74).
El magisterio de
Juan Pablo II ha sido continuado por el de Benedicto XVI, quien ha destacado
especialmente la gravedad de la negación del concepto metafísico de naturaleza,
y por consiguiente del orden natural y la ley natural. El positivismo jurídico
en sus varias realizaciones fortalece esa postura inhumana de la que se sigue
la pérdida del sentido de la existencia, que aflige a tantos hombres y mujeres
de hoy en las sociedades desarrolladas. Un ficticio desarrollo económico ha
llevado en muchos casos a un subdesarrollo en humanidad, que finalmente reduce
al anterior a un privilegio para muy pocos. La difusión de la ideología de
género, so pretexto de contribuir a la dignificación de las mujeres y a la
recuperación de derechos y de los lugares que en la sociedad les corresponden,
las menoscaba en lo esencial de su condición femenina. El parágrafo 99 exhorta
a las mujeres a promover un «nuevo feminismo» que, sin caer en la tentación de
seguir modelos «machistas», sepa «reconocer y expresar el verdadero espíritu
femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando
por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de
explotación». Una propuesta valiosa y audaz. Bien oportuna veinticinco años
después, cuando las manifestaciones de feminismo extremo muestran a mujeres
horriblemente masculinizadas, de las que han desaparecido los rasgos naturales
que deberían caracterizarlas. Este fenómeno expresa actitudes de desprecio a la
condición de esposa y de madre, núcleo esencial de la familia que se conserva
felizmente en muchos países -de África, por ejemplo- que no se han plegado a
las pretensiones de un Occidente descristianizado y deshumanizado.
La encíclica
concluye con una bella oración a la Santísima Virgen, que me complazco en
copiar: «Oh María, aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes, a Ti
confiamos la causa de la vida: mira, Madre, el número inmenso de niños a
quienes se impide nacer, de pobres a quienes se hace difícil vivir, de hombres
y mujeres víctimas de violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a
causa de la indiferencia o de una presunta piedad. Haz que quienes creen en tu
Hijo sepan anunciar con firmeza y amor a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio
de la vida. Alcánzales la gracia de acogerlo como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud durante toda su existencia y la
valentía de testimoniarlo con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad, la civilización de la verdad y
del amor, para alabanza y gloria de Dios Creador y amante de la vida».
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