El perro bonachón
Se conoce que aquel
día Moro, el perrazo barcino, se levantó con la mala, porque no recordó que se
había recostado a descabezar el mal humor contra la puerta del escritorio, de
modo que al salir el patrón apurado recibió un portazo jefe y encima una patada
furibunda que le envió a quemarse una pata – la pata renga precisamente– contra
la plancha que la muchacha había posado en el suelo.
Lo único que le
faltaba era pintarse de verde la pelambre barcina contra las tinas nuevas
recién pintadas. Y efectivamente. Y entonces tuvo que aguantar sin matar a
nadie ni morirse de rabia las risas de toda la perrería y gaterío de la
estancia, de todos los cachorros, cuzcos, gatas, ratoneros, lanudos,
perdigueros – hasta de Tom Faldero, el juguete de la niña, un perrito con
cascabel de oro que a él lo reventaba, uno de esos que tienen muy buena
educación, pero les falta la delicadeza– , ante los cuales tuvo que desfilar hecho
una lástima. Se fue a un rincón, se tiró al suelo, y le dieron tanta amargura
aquellas risas, que escondió la cabeza entre las patas y se puso a llorar.
– Por tercera vez –
dijo– Maldita sea. Animáte Moro, que con todos tus años y tus méritos estás
haciendo aquí un papel de primer orden. Vos hacé bien a todos y estáte
dispuesto a morir en su defensa; no tengas en tu boca una palabra mala contra
nadie en la vida de Dios; sé bondadoso y manso, reposado y dulce, no te metas
con nadie, viví con vos solo, no dañes; y no se van a acordar de vos más que
para tenerte a los tirones, como maleta de loco, y para reírse de vos si te
pasa el menor percance, con risas satisfechas que parecen venganza de su
inferioridad.
El bestia soy yo de
hacerme malasangre por ellos, y que me duela tanto, velay, que me aflija de esa
suerte; pero me duele, sí señor, me duele, y me revienta y no lo puedo evitar.
Es claro que si yo hubiese descostillado un cuzco, o muerto una gata una sola
vez no más, jamás volverían ni a resollar en mi presencia.
De sobra los conozco
yo. ¿Porqué tienen como un rey a Tigre? Pero ésa es mi suerte condenada. Yo sé
que los parto en zanja si quiero, empezando por Tigre; o les puedo dar por lo
menos un buen mordisco pérfido donde les arda, cuando yo quiera. Pero aquí está
lo peor y lo que me da más rabia: que yo sé también que no se lo voy a dar; y es
mejor que ni lo piense...
Levantó la enorme
cabezota buena y paseó por el patio asoleado, donde escarbaban las gallinas y
piaban gorriones y jilgueros, los ojos llenos de amargura.
– Dios me hizo de
miel – a pesar de estos dientes y de estas patazas y de este aire de
tragachicos– y me comerán toda la vida las moscas. No hay que darle vueltas
tampoco. Es mi destino. Á Tigre le van a decir siempre señor Tigre, porque tuvo
la suerte de tener mal genio, de ser desgraciado, gruñón, insolente e
insoportable desde el vientre de su madre; y a mí siempre me dirán Rengo. Mire
usted: yo me llamo Moro. Yo soy rengo. Yo creo que tengo algunas otras
cualidades en mí además de la renquera; y hasta puede ser alguna cualidad
buena. Pero no señor, a mí no me han de llamar Moro, ni Barcino, ni Diligente,
ni Bravo, ni Leal, ni Abnegado. Me han de llamar Rengo. "Che, Rengo".
¡Rengo! Si yo no hubiera sacado media pantorrilla al ladrón de la carabina,
ahora no estaría rengo, pero el hijo del patrón tampoco estaría vivo. ¿Dónde
estaban ellos entonces por si acaso? Abajo de la cama al primer estampido, sin
alientos para ladrar tan siquiera...
Ahí está lo malo;
que yo sólo sirvo para los trances gordos: cuando entran ladrones, para cazar
el aguará y el pecarí, y para parar rodeo; pero el rodeo se para y el aguará se
caza una vez al año; y todo lo demás del año yo estorbo en casa. Las grandes
ocasiones son pocas; y ellos sirven para cada momento: uno para cazar perdices,
otro para cazar ratones, uno para divertir a los chicos, otro para hacer
fiestas a los grandes, que es cosa que yo no sé, ni puedo, ni podré nunca
hacer.
¡Velay! ¡Fiestas a
los grandes! ¡Mordiscos se necesitan!
Así son los hombres:
Moro está aquí para si vienen ladrones; entonces Moro es el único, el gran
hombre; pero si no vienen ladrones – precisamente porque Moro está aquí– ,
entonces Moro es un incordio. Porque Moro es distraído y no sabe de modales:
tropieza con todos y se va a tumbar a los rincones que están ocupados y no sabe
hacer fiestas. ¿Y yo qué obligación de saber eso, últimamente? Había un hombre
que sabía pintar como los ángeles, Miguel Ángel que se llamaba; el Capataz de
él, que se llamaba el Papa, dicen que lo reprendía porque era desgalichado y no
sabía de cortesías y andaba con el sombrero puesto; y que él decía: "¿Por
qué demonios tengo que aprender yo esas ceremonias si estoy ocupado en otras
cosas? Sacarse el sombrero y hacerle fiestas, el Papa tiene muchos que lo saber
hacer mejor que yo: pero pintar mejor que yo, tiene muy pocos. Entonces queme
deje pintar cómo y cuando a mí me acomoda, hombre". Yo no sé cómo el
patrón, que es el que contó este hecho, no se fija que, salvando la distancia,
a mí me pasa un poco lo mismo, y no me compra una perrera y me deja solo en el
fondo del jardín, canarios... o me pega un tiro para acabar de una vez, si es
que no me necesita... ¿Y a esto lo llaman educación y a mí me llaman grosero?
No hay más educación que tener buen corazón, y ser brusco y descuidado al hacer
buenas obras a todos, y todo lo demás no diré que sean pamplinas, pero no valen
una chaucha – no señor, esas etiquetas mujeriles, ni una chaucha– , en
comparación con esto otro, y si le falta esto otro...
Así gruñó el Moro. Y
mire usted qué cosa. Resulta que estas mismas amargas reflexiones, en vez de
exacerbarlo, lo calmaron poco a poco, y al rato se encontró sereno y dueño de
sí como antes. Porque el bicho que está convencido de que él hace bien a todos,
tiene en el fondo del mar de su corazón un pilote clavado en forma, a donde
puede agarrarse con las dos manos cuando viene la tormenta, que aunque sea de
olas como esta casa no hay miedo que lo desprendan...
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