LA EPIDEMIA DE CÓLERA
Y DON BOSCO
En julio de 1854 la
ciudad de Turín se disponía a hacer frente a una epidemia de cólera que
amenazaba con hacer grandes estragos, sobre todo entre la población más débil y
desprotegida. Desde las administraciones públicas se daban instrucciones para
la prevención de manera que se pudiera hacer frente a la enfermedad en las
mejores condiciones higiénicas y sanitarias posible.
Inevitablemente, a
finales de julio, la epidemia empezó a golpear en los barrios más pobres extendiéndose
con facilidad a toda la ciudad.
Don Bosco tenía albergados en casa a casi un centenar de muchachos e hizo todo lo que estuvo en su mano para que el Oratorio conservara condiciones higiénicas y los muchachos pudieran estar preservados ante la mortal enfermedad.
Don Bosco tenía albergados en casa a casi un centenar de muchachos e hizo todo lo que estuvo en su mano para que el Oratorio conservara condiciones higiénicas y los muchachos pudieran estar preservados ante la mortal enfermedad.
Pero enseguida se
dio cuenta de que no era suficiente. No podía permanecer encerrado en su casa
asegurando el cuidado de sus chicos mientras allá fuera la gente se moría y
sufría lo indecible. Una vez más, la casa del pobre se hace cauce de
solidaridad y Don Bosco decide proponer a sus muchachos unirse al
movimiento de voluntarios que se está organizando por toda la ciudad. Un día,
dijo a sus muchachos:
¿Quién quiere venir a ayudar a los enfermos de cólera?
Después de la
sorpresa inicial, un grupo de aquellos chavales de la calle decidieron dar
el paso adelante confiando en la palabra de Don Bosco: a nadie
atacará el mal con tal de que nos confiemos a la Virgen y tratemos de
vivir en la gracia de Dios. Y sin más seguridad que unas cuantas normas
higiénicas y una gran fe en Dios, se pusieron en marcha con una
generosidad increíble.
Solidaridad real, la
de los muchachos de Don Bosco. No especularon. Sólo se fiaron del padre y, con
él, pusieron su confianza en Dios y en la mediación materna de la Madre del
Señor. No sabemos cuántos fueron ni sus nombres. Pero entre ellos estuvieron
Miguel Rua, Juan Cagliero y Luis Anfossi, todos adolescentes entre los catorce
y los diecisiete. Los tres, formarán parte, años más tarde del grupo que – con
Don Bosco – fundará la Congregación Salesiana.
Ninguno de ellos,
nadie en el Oratorio, fue golpeado por la enfermedad. Nadie se contagió. Se
cumplió la promesa de Don Bosco. El trabajo de los chicos fue extraordinario.
El periódico L’Armonia, dedicó una pequeña crónica a los jóvenes del Oratorio
en su edición del 16 de septiembre:
“Animados por el espíritu de su padre más que superior, Don Bosco,
se acercan con valentía a los enfermos de cólera, inspirándoles ánimo y
confianza, no sólo con palabras sino con los hechos; cogiéndoles las manos,
haciéndoles fricciones, sin hacer ver horror o miedo. Es más, entrando en la
casa de un enfermo de cólera se dirigen a las personas aterrorizadas,
invitándoles a retirarse si tienen miedo, mientras que ellos se ocupan de todo
lo necesario”.
Todos en la ciudad
admiraron su valor y su entrega generosa. Y es que en la escuela de Don
Bosco se aprende a hacer de la solidaridad un estilo de vida, de la fe la razón
de la entrega y de la confianza en la Providencia un impulso apostólico y
audaz. De tal palo, tal astilla.
P. José Miguel Nuñez
S.D.B.
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