Evangelio (Marcos 4, 35-41)
Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: «Vamos a la otra orilla». Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».
Homilía del Santo Padre
«Al atardecer» (Mc
4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas
semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto
nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas
llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza
todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las
miradas.
Nos encontramos
asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos
sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos
en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo,
importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de
confortarnos mutuamente.
En esta barca,
estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con
angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no
podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos. Es fácil identificarnos
con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús.
Mientras los
discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en
popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del
ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez
en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—.
Después de que lo
despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos
con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).
Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que
se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él;
de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa
que perezcamos?» (v. 38).
No te importa:
pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención.
Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos
decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en
el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a
nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados.
La tempestad
desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y
superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas,
nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado
dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a
nuestra comunidad.
La tempestad pone al
descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de
nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas
“salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de
nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle
frente a la adversidad.
Con la tempestad, se
cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos
siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más,
esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa
pertenencia de hermanos.
«¿Por qué tenéis
miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela y se
dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado
rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias,
nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa.
No nos hemos
detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias
del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta
gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos
siempre sanos en un mundo enfermo.
Ahora, mientras
estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. «¿Por qué tenéis
miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la
fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En
esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo
corazón» (Jl 2,12).
Nos llamas a tomar
este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu
juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta
verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo
es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia
los demás.
Y podemos mirar a
tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han
reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada
y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de
rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por
personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de
diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin
lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra
historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos
en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de
seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que
comprendieron que nadie se salva solo.
Frente al
sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos,
descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean
uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza,
cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres,
madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos
pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando
rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan,
ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso
son nuestras armas vencedoras.
«¿Por qué tenéis
miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la
salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor
como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de
nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza.
Al igual que los
discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta
es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso
lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca
muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a
despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez,
contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar.
El Señor se
despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su
Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados.
Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie
ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos
sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la
carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha
resucitado y vive a nuestro lado.
El Señor nos
interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a
aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que
nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y
dejemos que reavive la esperanza.
Abrazar su Cruz es
animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando
por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la
creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar
espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de
hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad.
En su Cruz hemos
sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca
y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a
cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe,
que libera del miedo y da esperanza.
«¿Por qué tenéis
miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que
narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al
Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella
del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo,
descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios.
Señor, bendice al
mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no
sintamos temor. Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor,
no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo»
(Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio,
porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).
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