SAN JUAN
PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 15 de noviembre de 1995
Miércoles 15 de noviembre de 1995
María en la experiencia espiritual de la Iglesia
(Lectura: evangelio de san Lucas, capítulo 1, versículos
46-48)
1. Después de haber comentado en las
catequesis anteriores la consolidación de la reflexión de la comunidad
cristiana desde sus orígenes sobre la figura y el papel de la Virgen en la
historia de la salvación, nos detenemos hoy a meditar en la experiencia
mariana de la Iglesia.
El desarrollo de la reflexión mariológica y del culto a la
Virgen en el decurso de los siglos ha contribuido a poner cada vez más de
relieve la dimensión mariana de la Iglesia. Ciertamente, la Virgen santísima
está totalmente referida a Cristo, fundamento de la fe y de la experiencia
eclesial, y a él conduce. Por eso, obedeciendo a Jesús, que reservó a su Madre
un papel completamente especial en la economía de la salvación, los cristianos
han venerado, amado y orado a María de manera particularísima e intensa. Le han
atribuido una posición de relieve en la fe y en la piedad, reconociéndola como
camino privilegiado hacia Cristo, mediador supremo.
La dimensión mariana de la Iglesia constituye así un
elemento innegable en la experiencia del pueblo cristiano. Esa dimensión se
revela en numerosas manifestaciones de la vida de los creyentes, testimoniando
el lugar que ha asumido María en su corazón. No se trata de un sentimiento
superficial, sino de un vínculo afectivo profundo y consciente, arraigado en la
fe, que impulsa a los cristianos de ayer y de hoy a recurrir habitualmente a
María, para entrar en una comunión más íntima con Cristo.
2. Después de la plegaria más antigua, formulada en Egipto
por las comunidades cristianas del siglo III para suplicar a la María
de Dios protección en el peligro, se multiplicaron las invocaciones
dirigidas a Aquella que los bautizados consideran muy poderosa en su
intercesión ante el Señor.
Hoy la plegaria más común es el Ave María, cuya primera
parte consta de palabras tomadas del Evangelio (cf. Lc 1, 28,
42). Los cristianos aprenden a rezarla en el hogar, ya desde su infancia,
recibiéndola como un don precioso que es preciso conservar durante toda la
vida. Esta misma plegaria, repetida decenas de veces en el rosario, ayuda a
muchos fieles a entrar en la contemplación orante de los misterios evangélicos
y a permanecer a veces durante mucho tiempo en contacto íntimo con la Madre de
Jesús. Ya desde la Edad Media, el Ave María es la oración más común de todos los
creyentes, que piden a la santa Madre del Señor que los acompañe y los proteja
en el camino de su existencia diaria (cf. Marialis cultus, 42-55).
El pueblo cristiano, además, ha manifestado su amor a María
multiplicando las expresiones de su devoción: himnos, plegarias y composiciones
poéticas sencillas, o a veces de gran valor, impregnadas del mismo amor a
Aquella que el Crucificado entregó a los hombres como Madre. Entre éstas,
algunas, como el himno Akáthistos y la Salve Regina,
han marcado profundamente la vida de fe del pueblo creyente.
La piedad mariana ha dado origen, también, a una riquísima
producción artística, tanto en Oriente como en Occidente, que ha hecho apreciar
a enteras generaciones la belleza espiritual de María. Pintores, escultores,
músicos y poetas han dejado obras maestras que, poniendo de relieve los
diversos aspectos de la grandeza de la Virgen, ayudan a comprender mejor el
sentido y el valor de su elevada contribución a la obra de la redención.
El arte cristiano ha encontrado en María la realización de
una humanidad nueva, que responde al proyecto de Dios y, por ello, constituye
un signo sublime de esperanza para la humanidad entera.
3. Ese mensaje no podía menos que ser captado por los
cristianos llamados a una vocación de consagración especial. En efecto, en las
órdenes y congregaciones religiosas, en los institutos o asociaciones de vida
consagrada, María es venerada de un modo especial. Numerosos institutos, sobre
todo ―pero no sólo― femeninos, llevan en su título el nombre de María. Ahora
bien, más allá de las manifestaciones externas, la espiritualidad de las
familias religiosas, así como de muchos movimientos eclesiales, algunos de
ellos específicamente marianos, pone de manifiesto su vínculo especial con
María, como garantía de un carisma vivido con autenticidad y plenitud.
Esa referencia mariana en la vida de personas
particularmente favorecidas por el Espíritu Santo ha desarrollado también la
dimensión mística, que muestra cómo el pueblo cristiano puede experimentar en
lo más íntimo de su ser la intervención de María.
La referencia a María aúna no sólo a los cristianos
comprometidos, sino también a los creyentes de fe sencilla, e incluso a
los alejados, para los cuales, a menudo, constituye tal vez el
único vínculo con la vida eclesial. Signo de este sentimiento común del pueblo
cristiano hacia la Madre del Señor son las peregrinaciones a los santuarios
marianos, que atraen, durante todo el año, a numerosas multitudes de fieles.
Algunos de estos baluartes de la piedad mariana son muy conocidos, como
Lourdes, Fátima, Loreto, Pompeya, Guadalupe o Czestochowa. Otros son conocidos
sólo a nivel nacional o local. En todos el recuerdo de acontecimientos
vinculados al recurso a María transmite el mensaje de su ternura materna,
abriendo el corazón a la gracia divina.
Esos lugares de oración mariana son testimonio magnífico de
la misericordia de Dios, que llega al hombre por intercesión de María. Milagros
de curación corporal, de rescate espiritual y de conversión, son el signo
evidente de que María continúa, con Cristo y en el Espíritu, su obra de
auxiliadora y de Madre.
4. A menudo los santuarios marianos se transforman en
centros de evangelización. En efecto, también en la Iglesia de hoy, como en la
comunidad que esperaba Pentecostés, la oración en compañía de María impulsa a
muchos cristianos al apostolado y al servicio a los hermanos. Deseo recordar
aquí, de modo especial, el gran influjo de la piedad mariana sobre el ejercicio
de la caridad y de las obras de misericordia. Estimulados por la presencia de
María, los creyentes con frecuencia han sentido la necesidad de dedicarse a los
pobres, a los desheredados y a los enfermos, a fin de ser para los últimos de
la tierra el signo de la protección materna de la Virgen, icono vivo de la
misericordia del Padre.
Todo ello pone claramente de manifiesto que la dimensión
mariana penetra toda la vida de la Iglesia. El anuncio de la Palabra, la
liturgia, las diversas expresiones caritativas y cultuales encuentran en la
referencia a María una ocasión de enriquecimiento y renovación.
El pueblo de Dios, bajo la guía de sus pastores, está
llamado a discernir en este hecho la acción del Espíritu Santo, que ha
impulsado la fe cristiana por el camino del descubrimiento del rostro de María.
Es él quien obra maravillas en los lugares de piedad mariana. Es él quien,
estimulando el conocimiento y el amor a María, conduce a los fieles a la
escuela de la Virgen del Magnificat, para aprender a leer los
signos de Dios en la historia y a adquirir la sabiduría que convierte a todo
hombre y a toda mujer en constructores de una nueva humanidad.
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