OFICINA
PARA
LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
DEL SUMO PONTÍFICE
DEL SUMO PONTÍFICE
El sagrado silencio en la celebración litúrgica
Por Mons. Nicola Bux
“Cuando un silencio
apacible envolvía todas las cosas … tu Palabra omnipotente se lanzó desde el
cielo” (cf. Sab 18,14-15). Así una antífona de la octava de Navidad recuerda,
con extraordinaria libertad, cómo en la noche del Éxodo se realizó la
liberación del hombre y la emancipación del pecado. Para reconocerle presente
en el mundo, es más, en la acción pública que es la liturgia –sagrada
precisamente con motivo de la Presencia– es necesario “guardar silencio!, es
decir, callar. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un
concierto, de lo contrario el culto, es decir, la relación cultivada, profunda
con Dios, no puede comenzar, no se Le puede “celebrar”.
Esto es indispensable para rezar: “retírate a tu habitación, cierra
la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto”(Mt 6,6). La
habitación es el alma, pero también el templo, dicen los Padres. ¿Qué secreto
puede ser mantenido sin silencio? El secreto de la conciencia en el que se
puede oír la voz de Dios, en la noche silenciosa como para Samuel. Hace falta
silencio para que Dios pueda hablar y nosotros escucharle. Por esto vamos a la
iglesia, para celebrar el culto divino, sagrado porque desciende del silencio
eterno en el tiempo tan ruidoso, para apaciguarlo y orientarlo a lo Eterno. No
hay duda de que la posición frontal del sacerdote en el altar hacia el pueblo
induce a la distracción suya y de los fieles, desorientando la dirección de la
oración: imitemos al Santo Padre que mira al Crucificado.
El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras
por parte de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los
sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar
palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra.
Este silencio se pide al inicio de la Santa Misa para el examen de conciencia,
aunque breve, en el que reconocer nuestros pecados “antes de celebrar los
Santos Misterios”.
Tras la invitación a rezar con el Oremus, el sacerdote se recoge en silencio,
para rezar y para dar tiempo a los fieles a hacer lo mismo y unir así su propia
intención a esa oración que el sacerdote pronunciará “recogiendo” – por ello se
llama oración “colecta” – y presentándola al Señor. Con esta oración, comienza
en la Misa la función sacerdotal de mediación entre el pueblo santo y el Señor.
De la oración a Dios se pasa a la escucha de Dios. El Sínodo sobre
la Palabra de Dios no olvidó insistir en el silencio como espacio privilegiado
para recibirla. Los misterios de Cristo – el Papa lo recuerda en la Exhortación
apostólica post-sinodal Verbum Domini –
están unidos al silencio, como dicen los Padres de la Iglesia. Así, más que
multiplicar los encuentros bíblicos, es necesario tener “realmente en el centro
el encuentro personal con Cristo que se nos comunica en su Palabra” (n. 73). La
liturgia de la Palabra es tal porque tiene lugar en el silencio sagrado.
El Ordo
Missae sugiere, en este punto, que haya habido o no homilía,
se guarde silencio. Parece una ejercitación “al encuentro desnudo, silencioso,
austero... al coloquio espontáneo, alegre, adorante con la divina Majestad,
como arrastrados en la estela de la oración misma de Cristo” (Pablo VI, Discurso
a los Abades de la Confederación Benedictina, 30 de septiembre de 1970, n.
3). Es una invitación a los monjes: pero todo cristiano debe ser en alguna
medida monje, es decir, habitar solo con el Señor. La liturgia sagrada capacita
para esto. La Regla benedictina exhorta al monje a hacer que su mente esté en
armonía con su voz (cf. 19,7): “Parece una cosa sencillísima, diríamos natural
– subraya Pablo VI – pero tener esta armonía interna entre la voz y la mente, y
una de las cosas más difíciles” (Discurso a los Abades, cit.).
Precisamente la dinámica de la relación entre Dios que habla y el fiel que
escucha y responde con el salmo o la oración – según la clásica tripartición
conservada en la semana santa: lectura, responsorio, oración – constituye el
ejercicio necesario, la ruminatio de
los Padres, para asimilar y hacer que voz y mente se armonicen. Esto es
particularmente útil en vista de la oferta de sí, de nuestros cuerpos en
sacrificio espiritual “como culto según la razón”, que para esto “renueva la
mente” con el fin de distinguir la voluntad de Dios, lo que es bueno, a él
grato y perfecto (cf. Rm 12,1-2). La renovación de la mente es
el juicio según Dios y no según el mundo. La liturgia debe favorecer la
conversión de la mentalidad mundana y carnal, que tiende siempre a conquistar a
clérigos y laicos. Renovar la mente significa mirar la realidad y no seguir las
propias ideas – la ideología –, porque él hace nuevas todas las cosas.
El silencio puede volver a aflorar en el ofertorio, donde no es
necesario ni obligatorio que las fórmulas previstas de la ofrenda sean dichas
en voz alta. Se podría también sugerir que, en el futuro, la Plegaria
Eucarística, también en la Misa de Pablo VI, pudiera recitarse submissa voce, casi en
silencio, para favorecer el recogimiento: como se hacía y se sigue haciendo en
la celebración en “forma extraordinaria”. ¿Es siempre necesario escuchar
palabras tan arcanas, especialmente las de la consagración? Si el sacerdote
abajase el tono de la voz, no recitaría, sino que rezaría verdaderamente y
favorecería el recogimiento y la unión de los fieles a su oración de medación
sacerdotal. Análogo silencio se recomienda especialmente a la acción de gracias
después de la Comunión.
Pero, más allá de los momentos específicos, es toda la liturgia, es
más, la Iglesia misma como espacio sagrado, la que necesita recuperar el clima
de silencio. Esta exigencia llevaba a preordenar espacios de reunión como
nártex y atrios para pasar del exterior al interior, de la dispersión al
recogimiento. ¿No serviría también en nuestros días? “La capacidad de
interioridad, una mayor apertura del espíritu, un estilo de vida que sepa
sustraerse a lo que es ruidoso e invasivo, deben volver a parecernos metas que
colocar entre nuestras prioridades. En Pablo encontramos la exhortación a
reforzarse en el hombre interior (Ef 3,16). Seamos honrados: hoy
hay una hipertrofia del hombre exterior y un debilitamiento preocupante de su
energía interior” (J. Ratzinger, Fede,
Verità, Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo,
Cantagalli, Siena 2003, p. 167).
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