2.
HACIA EL PADRE
2.4. HACIA
EL PADRE POR EL HIJO
I
Uno,
el soberano Señor, que tiene derecho a toda nuestra adoración, esa adoración
que nunca le damos dignamente, por lo cual no podríamos llegar directamente a
Él.
Otro,
el aliado nuestro, el confidente a quien confiamos las barrabasadas que hacemos
contra el primero.
Al
uno lo vernos como Señor y Juez inapelable.
El
otro es el abogado, el Salvador, ante el cual recurrimos por miedo al Juez... y
a nosotros mismos.
Uno,
el que siempre tiene razón contra nosotros.
Otro,
el que puede y quiere interponer su influencia para hacernos salir del paso y justificarnos
ante el primero.
El
uno es el Padre, el gran Rey. El otro es su Hijo Jesús, Príncipe influyente para protegernos y recomendarnos al
Rey, y que, siendo hombre como nosotros, conoce nuestras debilidades y nos
parece estar más dispuesto a disimularlas. Nuestra actitud es como si dijésemos
a Jesús lo mismo que los
Israelitas a Moisés: “Háblanos tú, y no nos hable Dios, no sea
que muramos".
Hemos, pues, de empezar la vida espiritual por entender
y vivir el misterio de la Redención y aprovechar en su infinita utilidad la
mediación de Jesucristo.
II
Después viene otra “etapa”: ¡Hacia el Padre! Porque
ocurre que Jesús, el aliado
íntimo a quien le habremos perdido la vergüenza, nos habla al fin “abiertamente
del Padre” (Juan XVI, 25), y nos revela al oído el gran secreto, por el
cual nos enteramos de que el Soberano Señor y Rey nos ama tan paternalmente
(Juan XVI, 27); que todas esas blanduras de Jesús, esas tolerancias y perdones
suyos, que vencieron nuestras timideces y nos hicieron tornarlo por
"cuña" ante el Rey... no eran sino características de ese mismo Rey,
cuyo Nombre es no sólo Dios y padre de Jesús, sino también Padre nuestro
(Juan XX, 17), “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación” (II Cor.
I, 3).
Descubrimos entonces que Jesús no es sino el
espejo que nos refleja el amor y la misericordia del Padre, que son sus perfecciones
supremas; es el espejo-Hombre, hecho para traducirnos a lo humano y hacer
inteligibles las maravillas del misterio de Dios (Heb. I, 5), que son
maravillas de amor y de misericordia (Ef. II, 4 s.). Entonces comprendernos que
el Padre está en Jesús (o mejor dicho: es en Jesús) y Jesús en el Padre (Juan
XIV, 10 s.), y que, siendo dos Personas, son un solo y mismo Dios en la Unidad
amorosa del Espíritu Santo, que es la Persona del Amor que los une (Juan XVII,
21).
Entonces caemos en la cuenta de que toda la vida
humana de Jesús no fué sino un acto prodigioso y sublime de amor hacia su
Padre; y que lo único que Jesús quiere es llevarnos a ese amor (Juan XIV,
31). Entonces apreciamos, en cuanto nos es posible, con las luces del Espíritu
Santo, o sea con el mismo Espíritu de Jesús (Gál. IV, 6), la suprema revelación
que El nos hace: que el Padre nos ama la mismo que Jesús (Juan XIX, 25), y que
ese amor del Padre por nosotros es tal, y tan sin medida, que fué El mismo quien
nos mandó a ese Hijo-Hombre para que nos sirviera de aliado, de mediador, de
escala para llegar al Padre (Juan V, 16). Y si consideramos que este Padre nos
reveló que en ese Hijo tiene puesto todo su Corazón (Mat. XVII, 5),
entenderemos algo mejor que la inmensidad, la generosidad de este Don, es
decir, de esta prueba de amor del Padre, en la cual se contiene todo el
misterio infinito de la infinita caridad divina: “Mirad qué amor nos ha tenido
el Padre, que quiso fuésemos sus hijos... Y nos ha dado al Hijo para que fuese
nuestra vida” (I Juan III, 1; IV, 9), es decir, el mediador, el perdonador, el
pagador... ¡porque esa vida que El nos da llevándonos al Padre le costó a Él la
vida! (Rom. V, 10).
¿Y cómo fué Jesús capaz de dar la vida por nosotros?
Simplemente por imitar al Padre que fué capaz de darnos ese Hijo que era toda
su vida. Jesús hizo exactamente
lo que su Padre le dijo (Juan IV, 34;
VI, 38; VIII, 29; IX, 4; XII, 49; XVII, 4), o sea lo que el Padre habría
hecho en su lugar: de tal palo, tal astilla, diríamos en lenguaje humano, con
el agregado de que la divina Persona del Verbo no era sólo una astilla, pues
recibe del Padre toda la plenitud de la Divinidad (Juan III, 34; V, 18 y 26; VI, 58).
Entonces,
pues, sin que dejáramos de contar siempre con la mediación de Jesús, empezamos a vivir la vida de unión con el Padre, por Jesús, en
Jesús y con Jesús. La vida de ofrenda, en que constantemente presentamos
al Padre los méritos y los encantos de ese Hijo que El nos dió, pues sabemos ya
para siempre que no hay, ni puede haber obsequio que le dé tanta gloria como
éste: una Gloria infinita.
III
Apenas necesitamos agregar que, amando así al Padre,
nuestra vida se hará semejante a la de Jesús, pues que todas las virtudes de El
procedían de su amor al Padre. Por El amó a los hombres y especialmente a
los pecadores: porque sabía que el Padre los amaba (Juan X, 17).
Por
eso nos dice San Pablo que Cristo es el autor y consumador
de nuestra fe (Hebr. XII, 2),
porque Él es quien nos lleva al Padre (Juan
XIV, 6). De ahí que si miramos solamente a Cristo como Dios y como único fin, suprimiendo al Padre, olvidamos
el Misterio de la Trinidad, como si hubiera una sola Persona divina y como si Cristo hubiera venido en su propio
Nombre, cuando El no se cansó de repetir lo contrario (Juan V, 30, 36, 43; VII, 29; VIII, 28). Y olvidamos también el
misterio de la Redención atribuyendo a Cristo
el papel del Padre y suprimiendo su Humanidad santísima, su Mediación y los
méritos de su Oblación ante el Padre en favor nuestro.
Incurriríamos
así en el mismo error de los quietistas, que predicaban la pura contemplación
del Padre con prescindencia del Verbo encarnado, que es quien nos ganó el
Espíritu Santificador, y sin el cual no podemos llegar al Padre
La perfecta Gloria de Dios en sus Tres divinas
Personas consiste especialmente en atribuir a cada una de Ellas el papel que
tienen y que nos ha sido revelado, en forma de plegaria, por S. Pablo: “La
gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu
Santo” sean con todos vosotros. Amén" (l Cor. XIII, 13).
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