SAN JUAN PABLO II
AUDIENCIA
GENERAL
Miércoles 29 de noviembre de 1995
Miércoles 29 de noviembre de 1995
María y el valor de la mujer
1. La doctrina
mariana, desarrollada ampliamente en nuestro siglo desde el punto de vista
teológico y espiritual, ha cobrado recientemente nueva importancia desde el
punto de vista sociológico y pastoral, entre otras causas, gracias a la mejor
comprensión del papel de la mujer en la comunidad cristiana y en la sociedad,
como muestran las numerosas y significativas intervenciones del Magisterio.
Son conocidas las palabras del
mensaje que, al término del concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965,
los padres dirigieron a las mujeres de todo el mundo: «Llega la hora, ha
llegado la hora, en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora
en la que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un alcance, un poder
jamás alcanzados hasta ahora» (Ench. Vat. 1, 307).
Algunos años después, en la carta
apostólica Mulieris
dignitatem, corroboré esas afirmaciones: «La dignidad de la
mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión humana y cristiana, ha
asumido en estos últimos años una importancia muy particular» (n. 1).
En este siglo el movimiento
feminista ha reivindicado particularmente el papel y la dignidad de la mujer,
tratando de reaccionar, a veces de forma enérgica, contra todo lo que, tanto en
el pasado como en el presente, impide la valorización y el desarrollo pleno de
la personalidad femenina, así como su participación en las múltiples
manifestaciones de la vida social y política.
Se trata de reivindicaciones, en
gran parte legítimas, que han contribuido a lograr una visión más
equilibrada de la cuestión femenina en el mundo contemporáneo. Con respecto a
esas reivindicaciones, la Iglesia, sobre todo en tiempos recientes, ha mostrado
singular atención, alentada entre otras cosas por el hecho de que la figura de
María, si se contempla a la luz de lo que de ella nos narran los evangelios,
constituye una respuesta válida al deseo de emancipación de la mujer: María es
la única persona humana que realiza de manera eminente el proyecto de amor
divino para la humanidad.
2. Ese proyecto ya se manifiesta en
el Antiguo Testamento, mediante la narración de la creación, que presenta a la
primera pareja creada a imagen de Dios: «Creó, pues, Dios al ser humano a
imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó» (Gn 1,
27). Por eso, la mujer, al igual que el varón, lleva en sí la semejanza con
Dios. Desde su aparición en la tierra como resultado de la obra divina, también
vale para ella esta consideración: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba
muy bien» (Gn 1, 31). Según esta perspectiva, la diversidad entre
el hombre y la mujer no significa inferioridad por parte de ésta, ni
desigualdad, sino que constituye un elemento de novedad que enriquece el
designio divino, manifestándose como algo que está muy bien.
Sin embargo, la intención divina va
más allá de lo que revela el libro del Génesis. En efecto, en María Dios
suscitó una personalidad femenina que supera en gran medida la condición
ordinaria de la mujer, tal como se observa en la creación de Eva. La excelencia
única de María en el mundo de la gracia y su perfección son fruto de la
particular benevolencia divina, que quiere elevar a todos, hombres y mujeres, a
la perfección moral y a la santidad propias de los hijos adoptivos de Dios.
María es la bendita entre todas las mujeres; sin
embargo, en cierta medida, toda mujer participa de su sublime dignidad en el
plan divino.
3. El don singular que Dios nos hizo
a la Madre del Señor no sólo testimonia lo que podríamos llamar el respeto de
Dios por la mujer; también manifiesta la consideración profunda que hay en los
designios divinos por su papel insustituible en la historia de la humanidad.
Las mujeres necesitan descubrir esta
estima divina para tomar cada vez más conciencia de su elevada dignidad. La
situación histórica y social que ha causado la reacción del feminismo se
caracterizaba por una falta de aprecio del valor de la mujer, obligada con
frecuencia a desempeñar un papel secundario o, incluso, marginal. Esto no le ha
permitido expresar plenamente las riquezas de inteligencia y sabiduría que
encierra la femineidad. En efecto, a lo largo de la historia las mujeres han
sufrido a menudo un escaso aprecio de sus capacidades y, a veces, incluso
desprecio y prejuicios injustos. Se trata de una situación que a pesar de
algunos cambios significativos, perdura desgraciadamente aún hoy en numerosas
naciones y en muchos ambientes del mundo.
4. La figura de María manifiesta una
estima tan grande de Dios por la mujer, que cualquier forma de discriminación
queda privada de fundamento teórico.
La obra admirable que el Creador
realizó en María ofrece a los hombres y a las mujeres la posibilidad de
descubrir dimensiones de su condición que antes no habían sido percibidas
suficientemente. Contemplando a la Madre del Señor las mujeres podrán
comprender mejor su dignidad y la grandeza de su misión. Pero también los
hombres, a la luz de la Virgen Madre, podrán tener una visión más completa y
equilibrada de su identidad, de la familia y de la sociedad.
La atenta consideración de la figura
de María, tal como nos la presenta la sagrada Escritura leída en la fe por la
Iglesia, es más necesaria aún ante la desvalorización que, a veces, han
realizado algunas corrientes feministas. En algunos casos, la Virgen de Nazaret
ha sido presentada como el símbolo de la personalidad femenina encerrada en un
horizonte doméstico restringido y estrecho.
Por el contrario, María constituye
el modelo del pleno desarrollo de la vocación de la mujer al haber ejercido, a
pesar de los límites objetivos impuestos por su condición social, una
influencia inmensa en el destino de la humanidad y en la transformación de la
sociedad.
5. Además la doctrina mariana puede
iluminar los múltiples modos con los que la vida de la gracia promueve la
belleza espiritual de la mujer.
Ante la vergonzosa explotación de
quien a veces transforma a la mujer en un objeto sin dignidad, destinado a la
satisfacción de pasiones deshonestas, María reafirma el sentido sublime de la
belleza femenina, don y reflejo de la belleza de Dios.
Es verdad que la perfección de la
mujer, tal como se realizó plenamente en María, puede parecer a primera vista
un caso excepcional, sin posibilidad de imitación, un modelo demasiado elevado
como para poderlo imitar. De hecho, la santidad única de quien gozó desde el
primer instante del privilegio de la concepción inmaculada, fue considerada a
veces como signo de una distancia insuperable.
Por el contrario, la santidad
excelsa de María, lejos de ser un freno en el camino del seguimiento del Señor,
en el plan divino está destinada a animar a todos los cristianos a abrirse a la
fuerza santificadora de la gracia de Dios, para quien nada es imposible. Por
tanto, en María todos están llamados a tener confianza total en la omnipotencia
divina, que transforma los corazones, guiándolos hacia una disponibilidad plena
a su providencial proyecto de amor.
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