Entrevista concedida por
el
Cardenal Antonio María
Rouco Varela
a Religión Confidencial
P.- Don Antonio, ¿cómo ha percibido en este tiempo de confinamiento
la acción de la Iglesia?
R.- He percibido
estos días, en algunos ambientes, un déficit de reflexión, diríamos, de
interpretación teológica a fondo de este signo de los tiempos que estamos
viviendo. Limitarnos solo a hacer una aplicación voluntarista de las exigencias
de los mandamientos, del gran mandamiento de la caridad, del mandamiento o de
la voluntad del Señor a través del mandamiento de la caridad, es insuficiente.
Hay que hacerlo, pero, para poder hacerlo y vivirlo a fondo, tienes que tener
la fuente de inspiración en la verdad del Espíritu, del Espíritu Santo que
viene del Resucitado. Desde el punto de vista intelectual, y desde el punto de
vista también diríamos más existencial. O, por decirlo de forma más
eclesialmente aplicable, más pastoral. Si no, te quedas sin la fuente. Y claro,
ya no correrá el agua.
Al mismo tiempo
estamos viendo una actitud de tanta generosidad por tantos -para empezar, en el
campo de los profesionales de la medicina- en relación con el bien social, de
una forma tan entregada, tan sacrificada, a veces tan heroicamente sacrificada,
que no se explica sin la gran tradición de esa forma de vivir la existencia tan
característica de la multisecular experiencia histórica de España, que procede
de sus hondas raíces cristianas.
P. En esta crisis hemos podido asistir a muy diferentes formas de
actuar eclesial, que han puesto en evidencia que hay debates postconciliares
que no han concluido.
R. Ciertamente,
afloran tendencias que han estado muy presentes a lo largo y a lo ancho de los
50 años de post Concilio. Que se superan de algún modo -se compensan y se
superan- por esa forma de entender la evangelización tan profundamente anclada
en la historia del magisterio pontificio contemporáneo: en la Evangelii
Nuntiandi, de San Pablo VI, en el gran, abundante y luminoso magisterio
teológico y teológico-pastoral de San Juan Pablo II y, por supuesto, en esos
años de exquisito cuidado magisterial de la verdad de la vida cristiana y del
diagnóstico de los grandes problemas de Europa –que vienen de antiguo- del
pontificado de Benedicto XVI, para el cual la crisis de Europa en el fondo es
una crisis de fe. Y que mantiene su actualidad en el Pontificado del Papa
Francisco, muy singularmente en la exhortación Evangelii Gaudium que siguió al
sínodo sobre la Nueva Evangelización. Por lo tanto, esa elevación de la mirada
teológica y de la mirada histórica que hace el magisterio, y con él la inmensa
mayoría del episcopado mundial, hay que acentuarla en estos momentos
históricos. ¡Hay que conectar con esa línea de inspiración teológica y
pastoral, si queremos responder mínimamente a los problemas que nos está
presentando esta emergencia mundial! Que no es una tercera guerra mundial, pero
en sus efectos tiene ciertas semejanzas.
P. Sin embargo, entramos en una crisis económica y social con unos
efectos similares a los de las grandes catástrofes sociales contemporáneas.
R.- En los años 60,
en que se celebra el Concilio, la amenaza atómica no era ninguna broma: era
algo que estaba presente en la política internacional, estaba presente en la
sensibilidad de la gente y de las jóvenes generaciones, las nuestras, y no sin
miedo. Nos decíamos: bueno, pues aquí, o hacemos la paz sobre la base del gran
valor de la dignidad de la persona humana, de un bien común en el que todos los
aspectos de la existencia del hombre, se tienen en cuenta, no solamente los
puramente materiales sino también los morales y los espirituales, o, si no, la
otra alternativa es una especie de gran cementerio, de un mundo convertido en
un tremendo y gran cementerio. Ese principio o imperativo -la reconstrucción
del mundo después de esta crisis sobre la base de la dignidad inviolable de la
persona humana- debe volver a tener vigencia: ¡una prioridad máxima!
P.- ¿Cree que ha habido un déficit de predicación sobre la muerte y
sobre los novísimos, sobre las realidades últimas?
R.- Bueno, pues
claro que efectivamente hemos descuidado ese discurso. Y tenemos miedo de
hablar de lo que significa la muerte, y tenemos miedo a hablar de la otra vida:
¡de la eternidad de la vida! Y eso que Benedicto XVI ha sido muy lúcido, creo
yo, por ejemplo en su libro sobre Jesús de Nazaret, cuando en el segundo tomo
explica cómo la vida eterna ya está operando en nosotros, en el tiempo. Está en
nosotros, no sólo ontológicamente, sino existencialmente. La hemos recibido del
resucitado por el Bautismo. Lo que pasa es que después de la muerte física
encuentra su plenitud –si no hemos vuelto “al pecado que mata”-, porque ya es
vivirla en la plena comunión con el misterio de Dios: del Dios hecho hombre,
del Cristo, que ha introducido a la naturaleza humana en el corazón mismo del
misterio de la Trinidad.
Otro de los
problemas es el de negarse a pensar que, efectivamente, la historia va a tener
un final. No solo la historia personal de cada uno, sino la historia general de
la humanidad. En fin, es estar ciegos, cuando se olvida que el mundo, todo lo
creado, el hombre, la humanidad, la historia por lo tanto, el hombre que la
vive y la protagoniza de tejas abajo, no está completamente en sus manos, que
hay un plan sobre la realidad creada y sobre la historia, y que el autor de ese
plan es el Dios Creador y Redentor, fuente primera y última del bien, de la
verdad, de la belleza y de la felicidad, que incluye el perdón y la
misericordia para el hombre cuando retorna a “la casa del Padre” aunque se le
haya escapado, lo haya negado o haya roto con él. Y naturalmente así, con ese
olvido, no se acierta.
P. ¿Cómo acierta la Iglesia en este momento?
R.- La Iglesia no
acierta si no ofrece sobre todo el Kerygma de la palabra, si no anuncia a Jesús
muerto y resucitado, que no es una quimera, que no es un recuerdo del pasado,
que no es una simple o hipotética proyección de futuro, sino que está vivo en
medio de nosotros. Y con el que hay que unirse en lo más interior del corazón y
en lo más palpable y expresivo de la comunicación humana. La Iglesia es
sacramento. Es decir, signo eficaz y vivo de una realidad que no se ve, pero
que actúa, que se siente, que se piensa, que se quiere... Bueno, pues si lo
reduces a puro instrumentalismo y a puro practicismo, te quedas sin nada. Te
quedas absolutamente sin nada. ¿Qué pasa con los que han muerto solos en un
hospital? ¿Qué pasa? Te duele el alma, te duele el corazón. Rezas. Imploras…
Si hay algún papel
que tiene que jugar más la iglesia en este momento, no sólo es el de las obras
prácticas de caridad, que tiene que haberlas, claro, y muy eficaz y
generosamente, pero que han de mostrar en su contenido, en su sentido y en su
fuerza más que una mera solidaridad humana. Tienen que ser vehículo del
verdadero amor, de amor al hombre, de amor a la persona, de amor redentor y
salvador. Y muy concretamente vivido desde la relación más íntima donde la
caridad se expresa, que es la de la familia, de los padres, de los hijos, de la
esposa, del esposo, hasta la comunidad de vecinos, de ciudad, de pueblo, de
toda la familia humana. Para ello, es imprescindible la palabra, la palabra de
la verdad en el amor, es decir, tienes que llevar a Cristo, tienes que llevar a
Cristo a través de la caridad fundamentada sacramentalmente en la Eucaristía.
Lo que no es posible sin los ministros servidores de la Palabra y del
Sacramento, consagrados por el Sacramento del Orden: los Obispos, los
sacerdotes, los diáconos. Tienen que estar cerca. Ciertamente con toda la
proximidad humana, que les es propia, pero siendo ministros de quien son,
inexcusablemente: del Señor, del Señor que es la vida y que da la vida, que
sana y que salva. Luego vendrán las consecuencias prácticas, morales y de
existencia cristiana.
P.- ¿Cree que hay que volver pronto a las eucaristías, a la vida
eucarística?
R.- ¡Cuánto antes!
Siempre cuidando y guardando las medidas de seguridad sanitaria que las
autoridades determinen en el servicio al bien común.
P. En este período de tiempo, ¿considera que ha estado en juego, en
España, la libertad religiosa? ¿Cree que hay un riesgo de que algunos se
aprovechen de esta situación para cercenar libertades fundamentales de los
católicos y de la Iglesia?
R.- Desde el punto
de vista legal –es decir, del ordenamiento jurídico vigente- no. Y, desde el
punto de vista de la opinión pública y de la sensibilidad general de la
sociedad, creo que tampoco. Es probable que lo que ha habido sea diversidad en
la interpretación concreta de las normas que rigen el estado de alarma.
Resulta, sin embargo, imprescindible aclararlas en el sentido de un
reconocimiento inequívoco de un derecho fundamental, clave para el conjunto de
los derechos humanos, como es el derecho a la libertad religiosa.
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