Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como
los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3). Nuestro
Señor les presenta como modelo a sus discípulos, que están llenos de ambición
humana, a un niño; porque para entrar en el Reino del Cielo, es necesario
asemejarse a los niños: inocentes de cualquier vicio y sobre todo del peor de
todos, el orgullo. La humildad es una de las bases fundamentales de la vida
cristiana.
San Benito, en sus consideraciones sobre la escala
que se le apareció a Jacob en sueños, y sobre la que éste veía unos ángeles
subir y bajar (cf. Gn 28, 12), explica que «Indudablemente, a nuestro entender,
no significa otra cosa ese bajar y subir sino que por la altivez se baja y por
la humildad se sube. La escala erigida representa nuestra vida en este mundo.
Pues cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo» (Regla,
cap. 7).
San Agustín afirma lo siguiente: «Si me preguntáis
qué es lo esencial en la religión y la disciplina de Jesucristo, yo responderé:
en primer lugar la humildad, después la humildad y finalmente la humildad»
(Epístola 118, 22). Y cuando comenta las siguientes palabras del
Evangelio: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y
yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas (Mt
11, 28-29), San Agustín nos presenta a Jesús como el modelo y la fuente de
donde podemos extraer la humildad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended
de mí, pero no a crear a todos los seres visibles e invisibles, no a
asombrar a la tierra mediante milagros ni a resucitar a los muertos, sino aprended
de mí que soy manso y humilde de corazón. Cuanto más alto te propones
elevar un edificio, más profundos debes hacer los cimientos... Pero si se trata
de elevar el edificio hasta el Cielo, aplica todo tu esmero en los cimientos.
¿Qué cimientos? Aprende de Él que es manso y humilde de corazón.
Profundiza en ti ese cimiento de humildad y alcanzarás la cima de la caridad»
(Sermón 69).
Una inefable belleza
«La humildad es la verdad», nos dijo Santa Teresa
del Niño Jesús y de la Santa Faz. Así es, pues la humildad consiste en
reconocer toda verdad, y ante todo nuestra condición de criaturas dependientes
del Creador. He aquí un ejemplo concreto de humildad preparado por la
Providencia para que nos sirviera de modelo.
El domingo 7 de enero de 1844, en el molino de
Boly, cerca de Lourdes, viene a este mundo en el seno de una familia muy pobre
pero profundamente cristiana una criatura; recibirá el nombre de Bernadette, y
será la primogénita de nueve hermanos. Desde la edad de 6 años, tendrá crisis
asmáticas, que la harán sufrir durante toda su vida. Su padre, el señor
Soubirous, trabaja duro, pero la pobreza obliga a la familia a refugiarse en
una vivienda de una sola habitación, llamada el "calabozo".
Bernadette se ocupa de la "casa" y de sus hermanos y hermanas. Tanto
se quieren y tanto rezan que la miseria no impide la felicidad de la familia.
11 de febrero de 1858. Hace tanto frío en el
"calabozo" que, acompañada de algunas amigas, Bernadette va en busca
de leña seca a la gruta de Massabielle, a orillas del río Gave. De súbito, en
un hueco de la roca, percibe a una Señora extraordinariamente bella. Su cuerpo,
que la mirada juzga palpable como la carne de todos nosotros, no difiere del de
una persona normal más que en su inefable belleza. Es de estatura media y
parece muy joven. El óvalo de su rostro es de una gracia celestial y sus ojos
azules son de una dulzura que parece fundir el corazón de cualquiera que la mire.
Sus labios reflejan una bondad y una mansedumbre divinas. Sobrecogida de pavor
sobrenatural pero llena de gozo, Bernadette no osa acercarse, pero reza el
Rosario con la Señora. Cuando cesa la aparición, Bernadette sale del éxtasis y,
presionada por sus compañeras, deja escapar lo que habría querido guardarse
para ella sola.
Al enterarse de lo sucedido, la señora Soubirous
teme que se trate de una ilusión y prohíbe a su hija que vuelva a la roca de
Massabielle. Pero el domingo 14, ante la insistencia de las amigas de
Bernadette, se lo consiente. Nada más llegar a la gruta, la vidente anuncia:
«Allí está»; luego, acercándose, le tira agua bendita diciendo: «Si viene de
parte de Dios quédese; si no, váyase». «La Señora sonrió, contará Bernadette, y
cuanto más le tiraba, más sonreía».
El 18 de febrero, la Señora dice a Bernadette:
«¿Querrías hacerme el favor de venir aquí durante quince días?». La pequeña
acepta radiante de alegría, y la Señora añade enseguida: «No te prometo la
felicidad en este mundo, sino en el otro». El día 21, para llegar hasta la
gruta Bernadette debe atravesar una enorme multitud. La Señora mira a lo lejos,
con la mirada triste; luego, se dirige a Bernadette: «Rezad a Dios por los
pecadores». El día 24, llena de lágrimas, Bernadette no puede más que repetir a
la multitud las consignas de la Señora, que resume en una sola palabra:
«¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Penitencia!».
«Ve a beber a la fuente»
El día 25, Bernadette avanza de rodillas hasta el
centro de la gruta, precedida de la Señora. «Ve a beber y a lavarte a la
fuente», le dice ella. Bernadette raspa con los dedos la arena allí amontonada,
y de la profunda roca brota un manantial hasta la mano de Bernadette. La niña
bebe el primer sorbo de aquella agua, todavía fangosa, y se moja la cara con
ella. La fuente se convertirá enseguida en un manantial inagotable, instrumento
divino de numerosas y asombrosas curaciones.
El 25 de marzo, la radiante visitadora de la gruta
desvela su secreto: «Soy la Inmaculada Concepción». Bernadette corre a repetir
esa frase que no entiende al señor párroco, quien, conturbado, cree en ese
momento en la autenticidad de las apariciones. Y exclama: «¡Es la Santísima
Virgen!». En efecto, cuatro años antes, el Papa Pío IX había proclamado
infaliblemente que la Virgen María había sido concebida sin pecado.
La última aparición de la Santísima Virgen tiene
lugar el 16 de julio, festividad de la Virgen del Carmen: «Jamás la había visto
tan bella», dirá Bernadette. Más tarde, investigaciones más profundas llevarán
al obispo de Tarbes a pronunciar solemnemente: «Consideramos que la Virgen
María Inmaculada, Madre de Dios, se le apareció realmente a Bernadette
Soubirous, el 11 de febrero de 1858 y los días que siguieron, hasta un total de
dieciocho veces».
En el transcurso de una de aquellas apariciones, la
Virgen revela a Bernadette que llegará a ser religiosa. Ocho años más tarde,
tras haber dudado durante mucho tiempo a la hora de elegir una comunidad, la
vidente de Lourdes, que cuenta en ese momento con 22 años, ingresa en las
Hermanas de la Caridad y de la Instrucción cristiana de Nevers: «Vine aquí para
esconderme», llegará a decir en una ocasión.
«¡Vete, es demasiado pronto!»
La maestra de las novicias del convento de Nevers
es la madre María Teresa Vauzou, que conserva todavía algo de gran señora bajo
el velo, celosa de la santificación de sus religiosas, pero que concibe sus
progresos de una forma muy particular. Quiere que sean humildes y confiadas, y
no admite que aquellas almas tengan secretos para ella. Bernadette, a quien la
Virgen había confiado varios secretos que no debía desvelar a nadie, le
parecerá poco abierta a su superiora. En su opinión, la vidente de Lourdes es
una joven normal que hay que formar en la vida religiosa. No deben ignorarse
los inauditos favores que recibió, pero hay que prevenirla contra las
tentaciones de orgullo.
Durante el noviciado, a la joven religiosa se le
encargan pequeños trabajos, tanto en la sacristía como en la enfermería. Ella,
presenta siempre una sonrisa apacible, pero su rostro traiciona su fatiga. En
efecto, posee más coraje que salud, pues el asma la ahoga y confiesa que sufre
del estómago y de la cabeza. Pronto deberá guardar cama, y el 25 de octubre se
halla en las últimas. Ante el apremiante consejo de su confesor, solicita hacer
profesión religiosa. El obispo, Monseñor Forcade, concede la autorización
necesaria y él mismo acude a la cabecera de la agonizante para recibir de ella
sus votos perpetuos. Nada más terminar la ceremonia, la salud de Bernadette se
restablece de forma inesperada. «Estoy mejor, dice con cierto pesar, Dios no me
ha querido; he llegado hasta su puerta y me ha dicho: "¡Vete, es demasiado
pronto!"». Vivirá todavía 12 años más.
«Humildes por dentro y humillados por fuera»
Sor María Bernarda es una novicia fervorosa y
cumplidora, que pasa humildemente desapercibida en medio de sus compañeras. Al
final del noviciado, Monseñor Forcade debe asignar a cada una de las jóvenes
religiosas una labor determinada, pero Bernadette no aparece en la lista. «¿Y
sor María Bernarda?, pregunta el obispo. - Monseñor, responde la superiora,
ella no sirve para nada. - ¿Es verdad, sor María Bernarda, que no sirves para
nada? - Es verdad, responde la humilde religiosa. - Pero, hija mía, ¿qué vamos
a hacer contigo? - Si le parece bien, Monseñor, interviene la superiora,
podríamos conservarla por caridad, en la casa principal, y darle un empleo
cualquiera, en la enfermería, aunque sea para limpiar y servir tisanas. Como
siempre está enferma, que se encargue ella de eso». El obispo asiente y,
elevando el debate, dice a la dócil hermana: «Te asigno la tarea de rezar».
Ante aquella humillación pública, dolorosamente sufrida, Bernadette recuerda
las consignas de la Virgen: «Sufrir por la salvación eterna de los pobres pecadores»,
y el gozo no la abandona. Más tarde, escribirá en su diario: «Alma mía, sé una
fiel imitadora de Jesús, el dulce y humilde de corazón. Una persona que haya
sido humilde de corazón debe ser glorificada; ¿cuál será la corona de quienes,
humildes por dentro y humillados por fuera, hayan seguido la humildad del
Salvador en toda su amplitud?».
Después de haber gozado con las numerosas
apariciones de la Virgen María, Bernadette habría podido hacer prevalecer ese
privilegio para ocupar un lugar preferente. Pero fue al contrario, pues dio
ejemplo de profunda humildad, lo que constituye una lección especialmente
importante para nuestra época. Efectivamente, el hombre de hoy es a menudo
celoso de una libertad mal entendida, pues reivindica una independencia total
con respecto a todo y a todos, incluso de su Creador, cayendo de ese modo en la
idolatría de sí mismo: «La raíz de la idolatría primera, decía el cardenal
Balland, arzobispo de Lyón, es la adoración de sí mismo y de su libertad; una
libertad que se considera liberada de todo condicionamiento y de toda norma
externa. Es, sin duda alguna, la forma más actual de la idolatría de siempre.
La adoración de sí mismo nos separa por completo de los demás, del mundo, y nos
convierte tácitamente en cómplices de la deshumanización de nuestra sociedad»
(17 de febrero de 1998).
«El ser humano no es la medida universal»
El hombre moderno, constata el Papa Juan Pablo II,
«está tan comprometido en la tarea de edificar la ciudad terrenal, que ha
perdido de vista o, incluso, ha excluido voluntariamente la "ciudad de
Dios". Dios queda fuera del horizonte de su vida» (11 de octubre de 1985).
Una actitud semejante conlleva graves consecuencias. «Son cada vez más las
voces, sigue diciendo el Santo Padre, que proponen en la total autonomía moral
y religiosa del hombre, y en medio de una sociedad cada vez más secularizada,
una marcha hacia el fracaso y hacia un creciente caos. Por su misma naturaleza,
el ser humano no es ni el principio ni el fin. El ser humano no es la medida universal.
Y debe admitir que por encima de él existe un ser tangible: Dios, su creador,
su Padre y su juez. [Debemos estar dispuestos] a recurrir a Él en todos los
ámbitos de nuestra existencia» (4 de mayo de 1987).
Tal es la perspectiva de San Benito, para quien
toda vida acontece bajo la mirada de Dios, como lo afirma con motivo del primer
grado de la humildad: «Tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a
todas horas desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus
acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante» (Regla,
cap. 7).
La humildad es entonces manantial de unión a Dios y
de confianza en su paternal presencia, y predispone a la oración, de la que
obtenemos las gracias que necesitamos para salvarnos. «La humildad es la base
de la oración... es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don
de la oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559). De hecho, esa
vida tan llena de humildad de Santa Bernadette es una vida de oración. Pero es
también una vida caracterizada por un gran valor, pues, contrariamente a la
opinión general, la humildad no es una virtud de cobardes o de quienes carecen
de personalidad, sino que supone, más bien, una fuerza poco común del alma. De
ese modo, algunos años después de su profesión, Santa Bernadette añade a su
tarea de "rezar", que considera muy superior a las demás, otra tarea,
no menos elevada y provechosa. Encontrándose en cama en un rincón de la
enfermería, recibe la visita de una superiora: «¿Qué haces ahí, holgazana? -
Cumplo con mi tarea, querida madre. - ¿Y cuál es tu tarea? - Estar enferma».
Sor María Bernarda sufre en su cuerpo, pues la
tuberculosis ha comenzado su larga labor destructora. Y sufre también la
pobreza de las hermanas, que alcanza la indigencia e incluso la falta de pan.
Sin embargo, junto al sufrimiento físico está la prueba moral, no menos difícil
de soportar. La frialdad con que la madre María Teresa Vauzou se cree en la
obligación de tratarla supone una profunda pena para Bernadette, que durará
unos diez años. La madre reconoce el ejemplar fervor religioso de Bernadette,
pero, al no constatar nada extraordinario en la "vidente", mantiene
una desfavorable opinión sobre los hechos de Massabielle. Esa penosa situación
provocará la siguiente reflexión por parte de una novicia: «¡Es una suerte no
ser sor Bernadette!». Sin embargo, al hablar de la madre María Teresa, sor
María Bernarda declarará con gran sinceridad: «Le estoy muy agradecida por el
bien que ha hecho a mi alma».
Un lugar en el divino Corazón
«Mi divino esposo, escribe Bernadette, hizo que
sintiera inclinación por la vida humilde y oculta, y me decía a menudo que mi
corazón no se detendría hasta que no lo hubiera sacrificado todo por Él. Y para
decidirme, me inspira a menudo que después de todo, en el momento de la muerte,
no tendré otro consuelo más que Jesús, y Jesús crucificado. Solamente a Él, mi
fiel amigo, podré llevarme a la tumba entre mis fríos dedos. Qué gran locura
sería consagrarme a otra cosa distinta de Él». A una mujer que acaba de perder
al marido y a sus dos hijos, le aconseja que recurra al Sagrado Corazón: «Dios
pone a prueba a los que ama, escribe. Por lo tanto, ocupa usted un lugar muy
especial en su divino Corazón; solamente en ello encontrará el verdadero y
firme consuelo. Él mismo nos invita con sus dulces palabras: Venid todos los
que sufrís y estáis apenados, pues yo os reconfortaré y os consolaré».
La tuberculosis se extiende cada vez más por su
pobre y agotado cuerpo, y se le declara un tumor en la rodilla, inflamándose y
haciéndose muy doloroso. Anota lo siguiente en su diario: «He perdido por
completo el uso de mis piernas y debo sufrir la humillación de ser
transportada». A partir de octubre de 1878, el dolor que provoca el tumor es
continuo. Bernadette sólo encuentra fuerzas en Jesús y, por amor a Él, llega
incluso a "amar" el sufrimiento: «Soy más feliz con mi Jesucristo, en
mi lecho, que una reina en su trono», le escribe a una religiosa que le ha
mandado una imagen de Jesús crucificado. De ese modo, se hace eco de las
palabras de San Pablo: Ahora me alegro por los padecimientos que
soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que faltara a las tribulaciones
de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24).
Incorporada, pues, al misterio del sufrimiento de Cristo, ella participa
realmente en la Redención, así como en la santificación de las almas. De ese
modo, Bernadette es una luz para nuestra época, en que la búsqueda desordenada
del placer se considera con frecuencia como una norma de vida.
Habitualmente, a causa del tumor, sor María
Bernarda apoya su pierna derecha en una silla, fuera de la cama. La caries de
los huesos, análoga al más intenso de los dolores de muelas, le arranca
lamentos imperceptibles. No se observa movimiento alguno de impaciencia en
ella, sino siempre el mismo gemido entrecortado, jadeante, el de una voluntad
que combate con heroísmo. «Cuando se está en la cama, nos dice, en el momento
de un intenso sufrimiento, hay que quedarse inmóvil, como Nuestro Señor en la
cruz». Pero ella no siempre lo consigue: «No os fijéis en mis contorsiones, no
es nada», y agarrando su crucifijo: «Soy como Él». Durante largas noches, reza
el rosario: «En mis horas de insomnio, me siento feliz de unirme a
Jesús-Hostia. Una mirada a esa imagen (que representa una custodia) me da
fuerzas para inmolarme, cuando más siento el aislamiento y el sufrimiento». Su
mayor felicidad consiste en incorporarse con el pensamiento a las misas que se
celebran en aquel momento en uno u otro lugar del mundo. En los momentos de
sosiego, se pone al servicio de la comunidad, realizando bordados, dibujos,
pinturas, etc.
El 19 de marzo de 1879, festividad de San José, le
preguntan: «¿Qué gracia le has pedido, sor María Bernarda? - La gracia de una
buena muerte», responde.
El 28 de marzo recibe los últimos sacramentos, pero
su martirio se prolonga todavía durante tres semanas. «¡El Cielo, el Cielo!,
murmura... Dicen que hay santos que no fueron derechos al Cielo porque no lo
habían deseado lo suficiente. Pero a mí no me ocurrirá eso». «Acuérdate de la
promesa de la Virgen: el Cielo está al final, le dicen. - Sí, responde
débilmente, pero el final tarda mucho en llegar... Estoy molida como grano de
trigo...».
«Tengo prisa por ir a verla»
Durante la noche del 14 al 15 de abril, el demonio
intenta robarle la esperanza. Ella invoca: «¡Jesús!», y luego exclama: «¡Vete,
Satanás!». El capellán le pregunta: «¿Quieres ofrecer tu vida en sacrificio? -
¿Qué sacrificio? ¡No es ningún sacrificio abandonar esta pobre vida, en la que
hay tantas dificultades para pertenecer a Dios!... ¡Cuánta razón tiene la Imitación
de Cristo al enseñar que no hay que esperar al último momento para
servir a Dios!... ¡Pues en ese momento somos capaces de tan poca cosa!».
La mañana del 16 de abril resulta muy penosa. Sor
María Bernarda se ahoga. «Voy a pedirle a la Madre Inmaculada que te dé
consuelo, le dice la madre Eleonora. No, nada de consuelos, sino fuerza y
paciencia... La he visto, continúa diciendo mientras mira la estatua de la
Virgen, ¡la he visto!... ¡Qué bella es y qué prisa tengo por ir a verla!»
Poco antes de las tres de la tarde, es presa de
sufrimientos interiores. La hermana asistenta reza lentamente un «Ave María».
Ante la frase «Santa María...», Bernadette se une a la hermana, quien la deja
continuar sola... Humilde y confiada hasta el final, sor María Bernarda dice
dos veces: «Santa María, Madre de Dios, ruega por mí... pobre pecadora, pobre
pecadora». Casi inmediatamente, expira, apretando aún el Crucifijo contra su
corazón. Tiene 35 años. La Virgen le había prometido que moriría joven. El
momento de la recompensa había llegado.
Bernadette Soubirous fue canonizada por el Papa Pío
XI el 8 de diciembre de 1933. Todavía hoy, multitudes de todos los países del
mundo acuden a la gruta de Lourdes, donde se pueden ver muchas miserias, muchas
gentes rezando y muchos milagros. Pero lo que no se ve, aunque se siente muy
próximo, son los esplendores del Cielo, ese otro mundo donde Santa Bernadette
se encuentra por siempre infinitamente dichosa, y desde donde intercede por
nosotros, atrayéndonos hacia Dios.
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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