lunes, 27 de abril de 2020

Meditaciones del tiempo pascual con textos de Santo Tomás de Aquino 16


Lunes de la tercera semana de Pascua

MORADA DE LAS DIVINAS PERSONAS EN EL ALMA


I. Se dice de la divina Sabiduría: Envíala de tus santos cielos, y del trono de tu grandeza (Sab 9, 10).

Por medio de la gracia santificante toda la Trinidad habita en el alma, según aquello del Evangelista: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (Jn 14, 23). Ser enviada una persona divina a alguien por la gracia invisible significa nuevo modo de habitar en él esa Persona (divina), y su origen de otra.

Luego, puesto que tanto al Hijo coma al Espíritu Santo conviene morar por la gracia y proceder de otro, es propio de ambos ser invisiblemente enviados.

En cuanto al Padre, si bien habita en nosotros por la gracia, no le conviene proceder de otro, ni, por consiguiente, ser enviado.


El alma se asemeja a Dios por la gracia. Así, pues, para que una persona divina sea enviada a alguien por su gracia, es preciso se realice asimilación a la persona divina, enviada por algún don de gracia. Y como el Espíritu Santo es amor, el alma se asemeja al Espíritu Santo por el don de la caridad. Por lo tanto, la misión del Espíritu Santo es considerada según el don de la caridad. Pero el Hijo es Verbo, y no un verbo cualquiera, sino que emana amor. Así, pues, el Hijo no es enviado según cualquier perfección intelectual, sino según tal ilustración del intelecto que lo haga prorrumpir en afecto de amor. En mi meditación se inflamará fuego (Sal 38, 4). Por eso dice San Agustín que "El Hijo es enviado, cuando es conocido y percibido por alguno"*. Mas la percepción significa cierto conocimiento experimental. Y esto es lo que propiamente se llama sabiduría, como ciencia sápida.

II. Cuándo tiene lugar la misión. La misión importa en su razón que el que es enviado comience a estar donde antes no estaba, o donde, ya estaba, aunque de un modo nuevo; y según este modo se atribuye la misión a las Personas divinas. Así, en aquel a quien se dirige la misión hay que considerar dos cosas: la inhabitación de la gracia, y cierta renovación por ella. Para todos aquellos en quienes se dan estas dos cosas, se hace la misión invisible.

Esta misión se hace según el provecho en la virtud o el aumento de gracia. Sin embargo, la misión invisible se considera principalmente según ese aumento de gracia, cuando alguno adelanta hacia algún nuevo acto o nuevo estado de gracia, como sucede, por ejemplo, cuando uno llega a obtener la gracia de milagros, o de profecía, o se expone al martirio movido del fervor de caridad, o renuncia cuanto posee, o emprende-cualquier otra santa empresa ardua.

III. La misión tiene lugar solamente según el don de la gracia santificante. Conviene a una persona divina ser enviada sólo para existir de un modo nuevo en algo; y el ser dada, con el fin de ser recibida por alguien; ni en uno ni en otro concepto se realiza sino por la gracia santificante. Porque hay un modo común de estar Dios en todas las cosas por esencia, potencia y presencia, como la causa en los efectos que participan de su bondad.

Además de este modo común hay uno especial, que conviene a la naturaleza racional, en la cual se dice estar Dios como lo conocido en quien lo conoce, y lo amado en el amante. Y porque, conociendo y amando la criatura racional, toca por su operación al mismo Dios, según este modo  especial no sólo se dice que Dios está en ella, sino que mora en ella, como en su templo.

No hay, pues, otro efecto sino la gracia santificante, que pueda ser razón de que una persona divina esté de un nuevo modo en la criatura racional.

Por otra parte, sólo se dice que poseemos aquello de que libremente podemos usar o disfrutar, y la potestad de disfrutar de una persona divina sólo se verifica según la gracia santificante, aunque en el don de esta gracia recibe el hombre al Espíritu Santo y éste habita en él. Por consiguiente, el Espíritu Santo mismo es dado y enviado.
(1ª part. q. XLIII, a. 5, 6 y 3).

Nota:
* De Trin., lib. IV, cap. 20.

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