«Si bien en el transcurso de los siglos
las fuerzas del mal no cesan sus ataques contra la obra del divino Redentor,
Dios no deja de responder a las plegarias angustiosas de sus hijos en peligro,
suscitando almas ricas en dones de la naturaleza y de la gracia, que son alivio
y ayuda para sus hermanos » —declaraba el venerable Pío XII con motivo de
la canonización de Pedro Chanel, el 12 de junio de 1954. Ese misionero tuvo
« el honor de ser el primero en derramar su sangre por la fe en Oceanía. Nada
más cumplir el sacrificio de su vida en la isla de Futuna, hasta entonces
remisa a la gracia, se alzó en el acto una mies de una riqueza más allá de toda
previsión ».
Pedro viene al mundo el 12 de julio de
1803, en la aldea de Cuet, municipio de Montrevel, actualmente en la diócesis
francesa de Belley-Ars. Es el quinto de los ocho hijos de Claudio Francisco
Chanel y de María Ana Sibellas. Es ella quien enseña a los hijos el amor de
Dios y de la Virgen María, el temor al infierno y el deseo del cielo. Les
recomienda huir del pecado que ofende a Dios. En 1812, el padre Trompier,
párroco de Cras, propone a Pedro que se incorpore a un grupo de muchachos que
estudian en su casa con miras al sacerdocio. En 1819, Pedro continúa estudios
en el seminario menor de Meximieux, donde siente la primera llamada hacia las
misiones de ultramar. Estudia filosofía en Belley, antes de ingresar en el
seminario mayor de Brou, en 1824.
El 15 de julio de 1827, Pedro es
ordenado sacerdote por Monseñor Devie, primer obispo de Belley. La diócesis de
Belley se había disgregado en 1822 de la diócesis de Lyon, de la que formaba
parte. El padre Chanel, nombrado vicario en Ambérieux, se gana enseguida el
aprecio de los feligreses. Los penitentes acuden en masa a su confesionario y,
mediante su bondad y dulzura, atrae sobre todo a los niños y jóvenes. Elige su
lema : « Amar a María y hacer que la amen ». Por ello inaugura en la parroquia
la devoción del mes de maría, que hasta entonces no se practicaba. Ávido por la
gloria de Dios y la salvación de las almas, se despreocupa de su salud, que
acaba resintiéndose. Lejos de buscar reposo, sigue pensando sobre todo en las
misiones de ultramar y se lo confiesa a Monseñor Devie. En lugar de mandarlo a
una misión lejana, en 1828 el obispo lo nombra párroco de Crozet, al extremo de
la diócesis, cerca de Ginebra. Ese nombramiento no gusta a los padres de Pedro,
que se quejan al vicario general. El joven sacerdote los visita para
consolarlos y oponerse a cualquier solicitud de cambio. « Si me acercara mucho
más a mis padres —confesará— me alejaría más de Dios ». El padre Chanel
encuentra su nueva parroquia en un estado lamentable. Los domingos y festivos
la iglesia está casi vacía, e incluso hay quien trabaja como cualquier otro
día. Los niños, ociosos y abandonados a su suerte, sólo piensan en divertirse y
aprenden el mal. El sacerdote se dirige en peregrinación a Annecy, a la tumba
de san Francisco de Sales, quien había visitado en otro tiempo su parroquia ;
allí se confía a la Virgen y pide a las comunidades religiosas que recen para
obtener la conversión de su rebaño.
Por su bondad y dulzura
Es escrupuloso a la hora de visitar a
todas las familias, a los pobres, a los enfermos sobre todo, pero Pedro concede
a los niños la atención más delicada. Sabe atraerlos de tal modo para
instruirlos que no quieren separarse de él. Después de haber instaurado las
bases de una educación cristiana, el padre Chanel acomete los desórdenes más
escandalosos de su parroquia, inspirándose en las siguientes palabras de la
Sagrada Escritura : [la sabiduría] Se despliega vigorosamente de un
confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera todo el universo (Sb
8, 1). Por eso se impone rigurosamente no proferir ninguna amonestación ni
queja hacia sus feligreses. Solamente habla de ello con los sentimientos del
mejor de los padres, de manera que se convencen, con razón, de que ama a todo
el mundo. Un sacerdote originario de Crozet escribirá : « Reformó sobre todo la
parroquia, desde el punto de vista moral y religioso, por su bondad y dulzura.
Su vida pastoral es una manifestación de la mansedumbre y caridad del Salvador.
Era tan bueno que poseía la llave de todos los corazones… ¡ Cuánto bien obró en
la parroquia esa caridad dulce y activa ! La renovó por completo ».
A juicio de Pedro, la ignorancia es el
gran enemigo de la religión. Varios días a la semana, imparte el catecismo a
los niños ; todos los domingos se sube al púlpito, en la Misa y después de las
Vísperas, para instruir a sus feligreses. La mayoría de las veces habla de la
importancia de la salvación eterna, de la oración, de la justicia y de la
misericordia de Dios, de la devoción a la Virgen, del respeto humano (es decir,
del temor a demostrar ser cristiano). Al no sentirse capaz por sí mismo de
renovar profundamente su parroquia, le procura el beneficio de una misión
parroquial predicada por aplicados compañeros. El éxito previsto no se hace
esperar.
« ¡ Venga a instruirnos ! »
Sin embargo, el deseo de misiones
lejanas no abandona su corazón. Un día dice a unos amigos : « Veo a pobres
idólatras que no tienen la felicidad de conocer al verdadero Dios. Se me
aparecen extendiendo los brazos y diciéndome : “¡ Venga, venga a socorrernos ;
venga a instruirnos con su santa religión, que conduce a la felicidad
eterna ! ». Si bien esa llamada proviene de Dios, Pedro deduce que para
responder a ella necesita desarrollar su espíritu de sacrificio y de
obediencia. Siente entonces nacer en él una atracción por la vida religiosa. Le
atrae especialmente la Sociedad de María, que había nacido en 1816 en Lyon, a
los pies de Nuestra Señora de Fourvière. En 1831 conoce a su fundador, el padre
Jean-Claude Colin (1790-1875), entonces superior del seminario menor de Belley.
Tras recibir el permiso de Monseñor Devie, Pedro se prepara discretamente para
incorporarse a la Sociedad de María. A finales de agosto dirige por última vez
unas palabras edificantes a sus fieles, después de las vísperas, y luego
consagra su parroquia a María. Es entonces cuando ingresa en los Maristas.
Tras ser nombrado profesor en el
seminario menor de Belley, a partir del comienzo de curso siguiente le encargan
la dirección espiritual de la casa. Es sobre todo en el confesionario donde se
gana la estima y el afecto tanto de los alumnos como de los profesores, que lo
aceptan como guía espiritual. Y él se estremece de alegría cuando ve que el
bien se hace realidad. « Acaba de tener lugar un retiro —escribe en diciembre
de 1832. Ha producido excelentes resultados… Haber visto a nuestra comunidad en
el comienzo de curso y verla ahora es como ver, por así decirlo, la noche y el
día. Está irreconocible. Nuestros muchachos se muestran laboriosos, dóciles y
encantados. Le aseguro que, por mi parte, he llorado de alegría ». A finales de
agosto de 1833, acompaña al padre Colin a Roma para presentar a la Santa Sede
los estatutos de la Sociedad de María, que serán aprobados por el Papa
Gregorio XVI el 29 de abril de 1836. El padre Colin será entonces elegido
superior general, y los padres maristas profesarán los tres votos religiosos de
pobreza, castidad y obediencia.
A su regreso de Roma, el padre Colin,
ocupado con el gobierno de la Sociedad que se desarrolla, se descarga de la
dirección del seminario menor, dejándola en manos del padre Chanel. Pedro, que
temía ese cargo, se consagra a él sin límites. Acaban llamándolo el “buen
pastor”. Como es accesible a todos es molestado sin cesar, pero su rostro,
siempre sonriente, no muestra huella alguna de cansancio o desagrado. « Más de
una vez —relata un testigo—, cuando estaba agotado como consecuencia de las
labores del santo ministerio, lo encontré sentado en su habitación, sin querer
ninguna ayuda y contentándose con rezar en silencio, con la mirada fija en un
crucifijo ».
En busca de oraciones
En mayo de 1836, la Santa Sede confía a
la Sociedad de María las misiones de Oceanía occidental. Pedro es designado
para partir, y él rebosa de felicidad. « Esperamos con ansia subir a bordo del
navío que debe llevarnos a la Polinesia. Es imposible que, en una travesía tan
larga, no corramos enormes riesgos, pero a mí no me asusta en absoluto, pues ya
he sacrificado mi vida. Sólo hay una cosa que me espanta : ser tan indigno de
la vocación apostólica. Necesito tanto la asistencia de Dios y de la Virgen que
en todas partes busco oraciones ».
La víspera de Navidad de ese mismo año,
el vicario apostólico de Oceanía occidental, Monseñor Pompallier, cinco padres
maristas (entre ellos Pedro Chanel) y tres hermanos catequistas se embarcan en
Le Havre para Chile. Desde Valparaíso, navegan hasta las islas Gambier. Allí,
gracias al brío de los padres de la Congregación del Sagrado Corazón de Picpus,
la fe se ha desarrollado de una manera excepcional. Un gran número de
cristianos asisten a la Misa que celebra Monseñor Pompallier. Con motivo del
encuentro con el rey, la orilla está plagada de cristianos arrodillados. Los
misioneros tienen dificultades en abrirse paso, porque todos quieren besar la
mano del obispo y de los sacerdotes. Alzando la mirada al cielo, el padre
Chanel dice : « ¡ Oh, María, haced que este prodigio se propague en los
archipiélagos que nos han sido confiados ! De ello depende la gloria de vuestro
divino Hijo, vuestro honor y la salvación de las almas ». Tras hacerse de nuevo
a la mar, el 1 de noviembre de 1837 los misioneros desembarcan en la isla de
Wallis, donde se instalan el padre Pedro Bataillon y otro hermano para fundar
la primera misión de Oceanía occidental. El 11 de noviembre, el padre Pedro
Chanel y el hermano María Nizier fundan la segunda misión, en la isla de
Futuna. En cuanto a Monseñor Pompallier, prosigue su viaje con los demás
misioneros hasta Nueva Zelanda.
La misión del padre Chanel comprende dos
islas separadas por un pequeño brazo de mar. Futuna, la más grande, tiene una
extensión de 46 km2. En 1837, su población no sobrepasa las mil
almas, divididas en dos reinos, casi en guerra continua. Los futunianos creen
en la existencia de dioses, todos genios malignos, a quienes atribuyen las
enfermedades, las plagas y sobre todo la muerte. Su supersticiosa credulidad
los fuerza a llevar ofrendas a las casas de esos dioses a fin de apaciguarlos.
Acostumbrados a considerar la divinidad como causa única de sus males, la
honran no por afecto sino por temor. Creen en la inmortalidad del alma, que
debe ser, según las obras, castigada o recompensada eternamente en el más allá.
Unas verdades fundamentales
En el fondo de la conciencia humana
están inscritas un cierto número de verdades naturales que conciernen a la
noción del bien y del mal, a la inmortalidad del alma, a la muerte y a la
retribución que sigue : Dios. Esas nociones, con gran frecuencia mezcladas con
errores, necesitan ser purificadas por la Revelación. El Catecismo de la
Iglesia Católica enseña que « el hombre necesita ser iluminado por la
revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino
también sobre las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles
a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano,
conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de
error » (CEC 38), por ejemplo los preceptos del decálogo. El Catecismo explica
también que « la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la
aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo
Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro
final con Cristo en su segunda venida ; pero también asegura reiteradamente la
existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como
consecuencia de sus obras y de su fe… Cada hombre, después de morir, recibe en
su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su
vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse
inmediatamente para siempre » (CEC 1021 y 1022). En su Regla, san
Benito nos exhorta del siguiente modo : « Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con
la fe y la observancia de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando
como guía el Evangelio, para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su
reino. Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino, hemos de saber que
nunca podremos llegar allá a no ser que vayamos corriendo con las buenas
obras » (Prólogo).
Niukili, rey del partido de los
vencedores, acoge a los misioneros y les permite instalarse cerca de su casa,
con la esperanza de obtener algún beneficio temporal. El padre Chanel comienza
por consagrar a Nuestra Señora su nuevo campo de apostolado. Al principio,
celebra la Misa a escondidas. Su primera preocupación es visitar a los enfermos
y estudiar la lengua y costumbres del lugar, a fin de estar pronto en
condiciones de evangelizar. Para Navidad, invita a Niukili y a sus familiares a
asistir a la Misa de medianoche en su pobre capilla, adornada e iluminada lo
mejor posible. El rey y los asistentes quedan maravillados. Los días
siguientes, la gente acude de diferentes partes de la isla para ver al padre
celebrar la Misa. Aunque no entienden nada de la liturgia que se desarrolla
ante ellos, los indígenas guardan un profundo silencio. Entre los objetos de
culto, lo que más les llama la atención es el crucifijo. Durante las visitas
que el padre realiza por la isla, la visión del crucifijo suscita siempre
preguntas, lo que es aprovechado por el misionero para anunciar el Evangelio.
Explica, apoyándose en san Pablo, que al entregar a su Hijo por nuestros
pecados, Dios manifiesta su designio de amor bondadoso hacia nosotros : Mas
la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores,
murió por nosotros (Rm 5, 8).
« Nada hay más capaz de emocionarnos y
de conmovernos profundamente que el recuerdo y la meditación de todos los
sufrimientos y torturas padecidos por Nuestro Señor. Porque cuando uno padece
por nosotros todo género de dolores, si no los padece por su voluntad sino
porque no los puede evitar, no estimamos esto por grande beneficio. Mas si por
sólo nuestro bien recibe gustosamente la muerte, pudiéndola evitar, esto es un
linaje de beneficio tan grande que imposibilita aún al más agradecido, no
solamente a corresponderlo, mas también a su debido amor y aprecio. En esto,
pues, se deja bien entender la suma y excesiva caridad de Jesucristo y su
divino e inmenso mérito para con nosotros » (Catecismo del Concilio de
Trento, IV artículo del Credo, cap. V, VII).
« ¡ Nuestros dioses nos comerían ! »
En enero de 1838, las disensiones que
existían anteriormente entre los dos partidos de la isla se reavivan y
engendran un estado de guerra que dura varias semanas. Sin tardar, el sacerdote
se entrevista con ambos jefes y, por mediación de un inglés que vive en la
isla, se esfuerza por reconciliarlos. De manera más amplia, no deja escapar ninguna
ocasión de incitar a los futunianos a convertirse a Aquél que es la Paz, pero
permanecen muy atados a sus falsas divinidades. Los pocos bautismos que puede
administrar son de adultos y niños en peligro de muerte : « Muy pocos rechazan
el Bautismo cuando están en peligro de muerte » —dice. Los indígenas se
percatan de que el misionero nunca pierde la alegría. Están impresionados por
su caridad, siempre dispuesta a hacerles favores ; jamás los rehúye, a pesar de
su dureza, su ingratitud, su grosería, su insolencia y sus otros vicios. Con
una sola voz dicen de él que demuestra una bondad, una dulzura y una modestia
incomparables. Poco a poco, el sacerdote se gana la confianza de algunos
jóvenes, persuadiéndolos de la falsedad de sus creencias supersticiosas. No
obstante, el temor a sus dioses y al rey los retiene : « Si nos hiciéramos
cristianos —dicen—, nuestros malvados dioses nos comerían de ira ». El poco
éxito que alcanza el ardor del misionero es la mayor de sus pruebas, que ofrece
a su divino Maestro para la salvación de las almas que le han sido confiadas.
El 2 de febrero de 1839, un ciclón
destruye la casi totalidad de las viviendas y plantaciones de la isla ; después
de ese desastre, la población se ve afectada por la hambruna. En agosto, con
gran dolor por parte del padre Chanel, una encarnizada batalla entre los dos
partidos de la isla causa unos cuarenta muertos y numerosos heridos. El
misionero se esfuerza entonces, especialmente, en incitar a Niukili a
convertirse, pero se da cuenta de la fuerza de los vínculos que lo retienen. De
hecho, para asentar su autoridad, el rey siempre ha hecho creer que la
principal divinidad de la isla residía en él. Le costaría mucho vencer su amor
propio y confesar sus engaños. Por añadidura, los jefes temen que desaparezca
su autoridad, así como el beneficio de los regalos del pueblo para que los
dioses les sean favorables. Por eso Niukili y los ancianos sienten aversión por
la religión cristiana. Para desanimar a los misioneros, les suprimen cualquier
suministro de víveres e incluso animan al robo de las frutas y verduras que
cultivan.
« ¡ Muy bien ! »
En mayo de 1840, el padre Chanel acoge
con gran gozo al padre Chevron, un compañero que han enviado para secundarlo.
El horizonte parece despejarse un poco, pues algunos jóvenes se preparan para
el Bautismo. Pero a partir de noviembre, el padre Chevron debe estar en la isla
Wallis para ayudar al padre Bataillon en la instrucción de 1400 catecúmenos.
« Dejé al padre Chanel —escribirá— en plena persecución. Sólo me consolaba un
pensamiento : que sacrificaba la corona del martirio a la obediencia,
sacrificio mucho mayor para un misionero ». Muy pronto, el propio hijo del rey,
Meitala, tocado por la gracia, se une secretamente a los catecúmenos. La
noticia de la conversión de su hijo acaba llegando a oídos del rey. En un
arrebato de ira, Niukili se dirige a su casa y le intimida, mediante ruegos y
amenazas, para que renuncie a la nueva religión. Ante el rechazo de Meitala, el
rey y su consejo deciden la muerte del padre Chanel. Musumusu, uno de los jefes
que más ferozmente se opone a los cristianos, es el encargado de dar una buena
lección a los catecúmenos y, luego, de liquidar a los misioneros. El 28 de
abril de 1841, al alba, una horda salvaje mandada por él sorprende a los
catecúmenos durmiendo, los maltrata y los muele a palos. Una vez saciado el
odio, los agresores corren a la casa de los misioneros, donde hallan al padre
Chanel en el exterior de la chabola, solo, pues el hermano Nizier está ausente.
Musumusu lo aborda a traición y luego lo lleva rápidamente al interior, donde
ya dos de sus hombres saquean los enseres de los misioneros. Al padre lo
apalean violentamente a golpes de garrote, lo derriban y cae sentado, con la
espalda apoyada en la pared de bambú. Ni siquiera una queja o gemido salen de
su boca. Considerando el martirio como una gracia, solamente pronuncia estas
palabras : « Muy bien », y se pone a rezar mientras los salvajes roban todo lo
que encuentran. Musumusu, al ver que sus hombres no piensan más que en huir con
el botín, acaba él mismo con el padre asestándole un hachazo en el cráneo. En cuanto
el mártir entrega su alma a Dios, el cielo se oscurece y se oye una violenta
detonación ; después, las tinieblas se disipan rápidamente. Ese prodigio
espanta a los asesinos y a los habitantes.
En previsión de su martirio, el padre
Chanel había advertido a los catecúmenos « que la religión no perecería, y que
después de él vendrían otros sacerdotes para continuar su obra ». Poco después
del asesinato del misionero, el rey, su hermano y algunos otros perecen de una
muerte tan horrenda que todos la consideran como un castigo infligido por Dios.
Los catecúmenos salen entonces de la clandestinidad y dan testimonio
abiertamente de la religión ante sus compatriotas. Meitala se distingue entre
todos por su compromiso con la fe y por su arrojo en hacerla conocer. Un gran
cambio se produce en las mentalidades, de tal suerte que un año más tarde, en
mayo de 1842, cuando Monseñor Pompallier acude para instalar a nuevos
misioneros, halla casi toda la isla convertida como por sí misma. De hecho, el
padre Chanel obtuvo con sobreabundancia, mediante su sangre y su muerte, lo que
sus trabajos y sufrimientos no habían podido conseguir. Musumusu y la mayor
parte de los asesinos del padre Chanel manifestarán un gran arrepentimiento y
recibirán el Bautismo en 1843, confirmando de nuevo la verdad de la siguiente
frase de Tertuliano (teólogo, †220) : « La sangre de los mártires es semilla de
cristianos ».
Que la Bienaventurada Virgen María, que
guió a san Pedro Chanel en su obra misionera, nos ayude a trabajar por la
salvación de las almas, practicando diariamente las virtudes de bondad y de
dulzura que el Señor nos legó en herencia.
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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