lunes, 27 de abril de 2020

Santo Toribio de Mogrovejo - P. Alfredo Sáenz



I. De los Picos de Europa al Episcopado: 1. Joven estudiante en Valladolid - 2. En Salamanca - 3. Inquisidor en Granada - 4. Obispo - 5. Rumbo al Perú -
II. El Perú pretoribiano
III. El Tercer Concilio de Lima: 1. Las turbulencias preconciliares - 2. Los Catecismos - 3. Los sacramentos - 4. La formación de un clero idóneo
IV. El Obispo acróbata
V. Las relaciones del Arzobispo con el poder temporal
VI. Su vida espiritual
VII. Muerte y glorificación

Nos complace detenernos en la consideración de la figura de Santo Toribio, el gran pastor de Hispanoamérica, auténtico arquetipo de lo que puede llegar a ser un obispo cuando asume sus responsabilidades pastorales con generosidad y grandeza de alma.

I. De los Picos de Europa al Episcopado

Nació Toribio en Mayorga, pueblo del Reino de León. Allí se había trasladado su familia, cuya casa solariega se ubicaba en una aldehuela denominada Mogrovejo, sita en las estribaciones de los montes de Asturias, los llamados Picos de Europa. Fue en dichos montes donde se inició la gloriosa Reconquista de España, hasta entonces en poder de los moros. Sus padres eran de familia noble, lo que dejaría una impronta indeleble en el modo de ser del joven Toribio, el tercero de cinco hermanos. No se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento, si bien es opinión común que acaeció el año 1538.

En el valle de Liébana, junto al castillo de los Mogrovejo, se encuentra un monasterio, fundado en el siglo VI por el monje Toribio, que había sido obispo de Palencia, y que eligió ese lugar para vivir allí con un grupo de compañeros según la regla benedictina. A mediados del siglo VIII, una vez consolidada la Reconquista en esa zona, llevaron al monasterio los restos de otro Toribio, que había sido obispo de Astorga en el siglo V, juntamente con el lignum crucis que dicho obispo trajo consigo de una de sus peregrinaciones a Jerusalén. Hoy el monasterio se llama de Santo Toribio de Liébana. De este santo le viene su nombre a nuestro Toribio, así como su amor apasionado por la cruz.

1. Joven estudiante en Valladolid


A los 13 años Toribio fue enviado a Valladolid para estudiar gramática, humanidades, derecho y filosofía. Ciudad histórica aquélla, que había sido varias veces sede de la corte de Castilla y capital del Imperio, cuna de Felipe II y lugar de su coronación, ciudad que acogió a Hernán Cortés para que diese a conocer el mundo azteca, foro de la polémica entre Las Casas y Sepúlveda, lugar de promulgación de las Leyes Nuevas, asiento del Consejo de Indias... En dicha ciudad, corazón del mundo hispano, donde por aquellos años se encontraba Felipe II, quien tenía apenas 25 años y allí permanecería hasta el traslado definitivo de la corte a Madrid, residió Toribio durante una década.

No hacía cincuenta años que en la iglesia de San Francisco habían sido inhumados los restos de Colón, cuya casa se encontraba en aquella ciudad. Podríase decir que la tierra americana palpitaba en Valladolid, siendo la ciudad entera latido y pulso del emprendimiento glorioso de las Indias. Si en Sevilla se embarcaban las expediciones, Valladolid las preparaba y equipaba. Ningún sitio, pues, más sugerente para suscitar la llamada de las Indias.

No sería extraño que aquí hubiese comenzado Toribio a experimentar dicho atractivo. Diez años de su primera juventud, desde 1550 a 1560, transcurrió en ese ambiente de Valladolid, cortesano a la vez que académico. Eran años cruciales, pletóricos de acontecimientos: las sesiones del Concilio de Trento, el nacimiento de Cervantes, el primer concilio de Lima, la muerte de San Ignacio, la coronación de Felipe como rey. Ya desde entonces comenzaron a manifestarse los quilates del alma de Toribio, un verdadero ejemplo para sus compañeros de estudios, a quienes no vacilaba en decirles, según ellos mismos nos relatan: «No ofendáis a tan gran Señor [a Dios], reventar y no hacer un pecado venial».

2. En Salamanca

En 1562 pasó Toribio a Salamanca, para proseguir sus estudios. Allí se encontraba un tío suyo, Juan Mogrovejo, canónigo y célebre catedrático de la Universidad. Salamanca era una ciudad espléndida, y lo sigue siendo hoy. A juicio de Cervantes, «enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado». Los años que allí pasó Toribio, de 1562 a 1571, fueron también años preñados de acontecimientos. Durante esa década nació Lope de Vega, se clausuró el Concilio de Trento, se realizó la reforma de San Carlos Borromeo en Milán, gobernó como Papa San Pío V, se publicó el Catecismo del Concilio de Trento, murió fray Bartolomé de Las Casas...

En lo que toca a la misma Salamanca, cuando a ella llegó Toribio, enseñaban allí grandes profesores, como los padres Domingo de Soto y Melchor Cano, habiendo transcurrido tan sólo dieciséis años desde la muerte de su egregio maestro, el P. Francisco de Vitoria. Asimismo ejercía la docencia por aquellos tiempos el célebre fray Luis de León. No cabe duda que el nivel cultural era elevadísimo, como si buena parte del Siglo de Oro se hubiera refugiado en aquella ciudad.

Por otro lado, Salamanca era también madre de la naciente cultura hispanoamericana, no sólo en razón de que en sus aulas se formaron numerosísimos alumnos que luego se dispersarían por nuestras tierras, sino también por haber sido la matriz de las Universidades que nacerían en Iberoamérica, especialmente de la que se crearía en Lima bajo el nombre de San Marcos, fundada a semejanza suya y «con los mismos privilegios y exenciones como los tiene la de Salamanca». Cuando algunos años después, Toribio intervenga en aquel centro americano de altos estudios, procediendo a un reajuste de cátedras y materias, lo haría de acuerdo en todo con lo que vio y aprendió en la Universidad de Salamanca.

Tal fue el mundo que conoció nuestro joven, un mundo bullicioso, inquieto y ávido de saber. Allí se destacó enseguida por su gran capacidad de trabajo, su rigor intelectual y su enorme facilidad de asimilación. Así lo recordarían luego sus compañeros: «Su ingenio, que lo tenía muy sutil». «Estaba en todas las materias muy señor». «Hombre de muy aventajadas y grandes letras». «Siendo señor de todo, como quien estaba siempre en los libros»...

Son algunas de las apreciaciones de quienes fueron sus condiscípulos, según nos lo revelan las declaraciones de su proceso de canonización. Uno de ellos diría que con frecuencia le resumía lo que había oído en las aulas, haciéndolo «muchas veces mejor que los maestros de quienes lo oyó». ¡Y eso que no eran tontos aquellos maestros!

Su tío estaba feliz con los progresos del aventajado Toribio. De ahí que con gusto le haría entrega, más adelante, de buena parte de su copiosa biblioteca: «Mando a mi sobrino Toribio mi librería». Eran libros especialmente de índole jurídica, de modo que con su ulterior traslado al Perú sería la primera biblioteca de temas canónicos que pasaría de España a América.

Llegó el año 1568. Aprovechando las vacaciones, el que un día había de ser viajero incansable por los cerros y quebradas del Perú «donde se ha de ir a pie», según luego diría, quiso prepararse dirigiéndose en peregrinación a Santiago de Compostela. Tomó el bordón con la calabaza, cosió las conchas en la esclavina, y puso el zurrón a la espalda. Lo acompañaban un amigo suyo, Francisco de Contreras, que con el tiempo llegaría a ser el presidente del Consejo de Castilla.

Durante el transcurso del viaje ocurrió un hecho pintoresco, que de algún modo adelanta la actitud pastoral que luego lo caracterizaría. Cerca ya de Santiago, entraron a rezar en la iglesia de un pueblo. Como ambos estaban vestidos de manera humilde, una esclava negra, que se encontraba esperando en la puerta la salida de sus amos, peregrinos también, al ver a los dos jóvenes sacó del bolso un maravedí y se los dio de limosna. Toribio declinó amablemente el obsequio: «Dios os lo pague, señora, que aquí llevamos para pasar nuestra romería». La pobre mujer, creyendo que no le aceptaban su limosna por demasiado insignificante, insistió: «Hermanos romeros, perdonadme, que no tenía más que este cuarto, y así no os di más; el conde, mi señor, está ahí dentro, oyendo misa, pedidle que os dará un real o medio». Los dos estudiantes, que eran de noble linaje, besaron conmovidos el maravedí y se lo devolvieron.

Años más tarde aquel peregrino –ya transformado en arzobispo– tendría a su cuidado en sólo la ciudad de Lima no menos de ocho mil negros, a quienes amaría como un padre, erigiendo varios curatos especiales para ellos, a cargo de sacerdotes expertos en tan difícil apostolado. Tanto los distinguiría que «nunca llamaba ni consentía llamar a los negros, negros, sino por su nombre de bautismo u hombre moreno». Él mismo le confesaría a uno de sus confidentes que jamás olvidó aquel encuentro con la negra en su peregrinación al santuario de Santiago.

Llegado a Compostela, Toribio aprovechó para preparar su licenciatura en cánones durante el mes que allí permaneció. Con la colación de grados, que se celebró en una capilla de la catedral compostelana, le otorgaron el título. Nunca la Universidad de Santiago olvidaría tan ilustre graduado. Aún hoy se conserva allí una leyenda en latín que dice: «Toribio Alfonso Mogrovejo, viniendo como peregrino a Compostela, fue investido del grado de licenciado en Derecho Canónico en esta universidad literaria el 6 de octubre del año del Señor 1568». Tenía treinta años.

Una vez obtenida la licenciatura volvió a Salamanca, ingresando como alumno becario en el Colegio Mayor San Salvador de Oviedo. Esos Colegios Mayores, reservados para los más capaces, apuntaban a formar sacerdotes diocesanos observantes y celosos, munidos de una sólida formación humanística y teológica, y también dirigentes laicos que trabajasen luego por el bien común. De allí saldrían, así, gobernantes, obispos, consejeros, sabios, escritores... Los había a la sombra de todas las Universidades.

La de Salamanca contaba con tres de esos Colegios. Toribio eligió el más prestigiado. El ambiente que allí se vivía, en régimen de completo internado, era excelente, no sólo en lo que toca a lo intelectual y moral sino también a lo religioso. Los estudiantes se ejercitaban en la piedad, con misa diaria y comunión frecuente, asistiendo a clases en la Universidad próxima, y consolidando luego en el Colegio lo escuchado en las aulas, con repeticiones y enseñanzas complementarias. Allí Toribio se formó en ambos derechos, el canónico y el civil, así como en teología.

Durante su estadía en Salamanca ha de haber tenido abundantes noticias del Nuevo Mundo. Se sabe, por ejemplo, que allí llegaron los escritos y comentarios del franciscano Bernardino de Sahagún, profesor de la primera escuela importante fundada en México, la de Santa Cruz de Tlatelolco, sobre la idiosincrasia de los indios mejicanos, sus costumbres, la historia del Imperio Azteca, y el modo que debía emplearse para aprender su lengua.

Varios de sus compañeros nos han dejado testimonios de la integridad de vida de nuestro biografiado y de las virtudes que ya desde entonces lo ornaron. Era el limosnero más generoso del Colegio. Y también el más mortificado. Tan severas fueron sus penitencias, con cilicios y disciplinas, que algunos las juzgaron excesivas, denunciándolo al Rector del Colegio. Éste le pidió que moderase el rigor con que castigaba su cuerpo y se atuviera a una justa medida, de modo que no dañase la salud. Hasta entonces Toribio no había manifestado deseos de seguir la vocación sacerdotal. Si bien sus estudios lo capacitaban para recibir las órdenes mayores, por el momento era laico, muy destacado, pero nada más.

3. Inquisidor en Granada

Tres años pasó Toribio en el Colegio Mayor de Salamanca. Tenía 35 años de edad, y un flamante título de licenciado que había traído de Compostela bajo el brazo. Se estaba ahora preparando para afrontar las pruebas que exigía el doctorado en Derecho. Mas he aquí que una noche, cuando todos estaban descansando, recios golpes se escucharon en las puertas del Colegio. Por lo insólito del caso debía tratarse de algo urgente. Ciertamente lo era. Tratábase nada menos que de una carta del Rey en persona, dirigida a Toribio, que había de entregarse en manos del destinatario. El caballero que había llamado era el gentilhombre del Santo Oficio de Salamanca. La carta del monarca, anexa a pliegos del Consejo Supremo, le informaba que había sido nombrado Inquisidor en Granada. Una altísima designación oficial, mucho más sorprendente por lo prematuro, ya que Toribio no era todavía sino un simple estudiante, por aventajado que fuese.

Al principio creyó que se trataba de una broma, tan propia de los estudiantes. Pero cuando leyó «Yo, el rey» sobre la firma del secretario real y el agregado «Por mandato de Su Majestad», entendió que la cosa iba en serio. En el documento se decía: «En el dicho licenciado concurren las cualidades de limpieza que se requieren para servir en el Santo Oficio de la Inquisición». Y también: «Nombro al licenciado Toribio Alfonso de Mogrovejo para el cargo de Inquisidor del Tribunal del Santo Oficio de Granada. Yo, el rey, Felipe II». Toribio entendió enseguida que alguien lo había recomendado al monarca, sin duda sus antiguos condiscípulos. Como la orden era perentoria, se fue inmediatamente a preparar sus valijas para salir temprano hacia Granada. Sus compañeros lo festejaron toda la noche, pero él, para prevenir cualquier tentación de vanidad, se encerró durante un rato en su cuarto y se propinó una buena cantidad de azotes...

Hoy algunos, cuando oyen nombrar la Inquisición, sienten que se les eriza la piel. En realidad se trató de una fundación benéfica, hecha para la salvaguarda de la fe. Si dejamos de lado algunos excesos, inevitables en toda institución humana, la Iglesia, que la creó, la deseaba justa, y no vaciló en llamarla la Santa Inquisición. De hecho, varios inquisidores fueron declarados santos, y hubo entre ellos mártires, como San Pedro Arbués. En tiempos particularmente recios, se hacía necesario poner recaudos especiales para conservar la fe virgen de errores. Sea lo que fuere, la función de inquisidor en la España del siglo XVI era de gran trascendencia. Había en la Península varios tribunales regionales, que dependían de un Consejo Supremo. Los diversos inquisidores se iban turnando para recorrer todas las poblaciones del distrito a su cargo.

A nuestro novel inquisidor le esperaba en el tribunal de Granada, más allá de los asuntos comunes y de los cuestionamientos ideológicos que se iban planteando por las infiltraciones en España de la Reforma protestante, un problema específico, el de los moriscos y abencerrajes, antigua población mora, incrustada en el pueblo cristiano como residuo compacto, difícil de asimilar. Constituían el último baluarte del Islam, con fuerza más que suficiente para perturbar todo el reino de Granada, como lo acababa de demostrar la rebelión todavía humeante de los moriscos de las Alpujarras, a quienes había derrotado don Juan de Austria tres años atrás. Puestos en el dilema, hacía unos ochenta años, de convertirse o abandonar España, muchos de ellos se habían hecho bautizar sin la sinceridad debida. Para enfrentar principalmente esta difícil situación de los moros conversos, se había elegido al destacado estudiante de Salamanca.

Allí permanecería Toribio durante cinco años. Diariamente debía recibir en audiencia tres horas por la mañana y tres por la tarde. Los asuntos eran tan diversos como exóticos: iluminados que se sentían enviados directamente por Dios, perjuros, blasfemos, falsos conversos judíos y moros. El joven inquisidor estaba complacido de poder trabajar en lo que más le gustaba: el campo del derecho, para hacer justicia, ganándose merecidamente fama de rectitud y ponderación en cada una de las situaciones en que tuvo que intervenir. Nos dice uno de sus biógrafos:

«Sentía en su alma notable desconsuelo cuando se ofrecía el castigar delitos de blasfemias, herejías, judaísmo y otros semejantes. Amaba mucho a Dios y así era celoso de su honra. Quería con extremo a los prójimos y quería con extremo el ver usar de rigor con ellos. Pero como en Dios los atributos de la justicia y de la misericordia, aunque son diferentes, no son contrarios, sino conformes y compatibles [...] era justiciero con misericordia y misericordioso con justicia. Aborrecía los delitos, no los agresores».

A nadie envió a la hoguera, ni hubiera podido hacerlo, ya que ese castigo estaba reservado al poder político. Por aquellos años, los casos de entrega al brazo secular eran rarísimos. Varias fueron las causas concretas que pasaron por sus manos, entre ellas la de una beguina iluminada, que pretendía recibir extrañas inspiraciones divinas, la de otra que hacía propaganda de la bigamia, la de un iluminado para el cual la prostitución no era pecado. Por lo general los condenaba a penitencias que consistían en oraciones, ayunos y limosnas. En los casos de aquellos moriscos de dudosa conversión, numerosos en la región, se mostró especialmente prudente. Durante cuatro meses recorrió diversos barrios de Granada y una docena de otras ciudades y pueblos de la zona.

4. Obispo

Estando en esos menesteres, recibió otra gran noticia. Felipe II lo había presentado al papa Gregorio XIII para que lo nombrase obispo de Lima, en el Nuevo Mundo. Aquella diócesis estaba acéfala desde la muerte del primer arzobispo, el dominico Jerónimo de Loaysa. Cuatro años habían pasado desde su fallecimiento, y el Consejo de Indias no podía encontrar un sustituto que reuniera las condiciones requeridas para aquella sede episcopal. Una década atrás, el Rey había expuesto en Valladolid las condiciones que Roma consideraba indispensables para que la colonización de América se hiciera con un sentido verdaderamente cristiano.

Toribio ya había tenido una experiencia político-religiosa de tres años como Inquisidor en Granada, durante la cual mostró estar dotado de un conjunto de cualidades personales: celo apostólico, serenidad de juicio, pulcritud en sus acciones y un ardiente deseo de batallar en procura de la verdad y de la justicia. Toda Granada era testigo de ello. Pero para ser obispo había una dificultad, y es que por aquel entonces Toribio era todavía laico.

Las tramitaciones para la presentación que de él hizo Felipe II fueron las habituales. Estando vacante la capital del Virreinato del Perú, el Consejo de Indias se había dirigido al Rey para que cubriera dicha sede. En aquel tiempo las proposiciones para nombramientos episcopales en América dependían del Consejo de Indias, que no sólo atendía al gobierno general del Nuevo Mundo, sino que era también el órgano del Patronato eclesiástico confiado por el Papa al rey de España sobre las tierras por ella descubiertas. Dadas las especiales características de la sede vacante en ella se necesitaba, a juicio del Consejo de Indias «un Prelado de fácil cabalgar, no esquivo a la aventura misional, no menos misionero que gobernante, más jurista que teólogo, y de pulso firme para el timón de nave difícil, a quien no faltase el espíritu combativo en aquella tierra de águilas».

Nos parece espléndida esta descripción del perfil de quien había de ser obispo en una zona tan ardua. Lo único que no nos gusta demasiado es esa preferencia de lo jurídico por sobre lo teológico. Quizás se quiso decir que, dadas las distancias que separaban Lima de Madrid y de Roma, el obispo de aquella sede debía tener especial capacidad de gobierno y de decisión, para saber zanjar situaciones a veces complicadas sin permanentes consultas. Fue el parecer de Diego de Zúñiga, un antiguo compañero del Colegio Mayor de Salamanca, quien le había sugerido a Felipe II el nombre de Toribio.

El Rey estudió la solicitud y resolvió de manera personal, según se lo comunicaba en carta al virrey del Perú: «la elección que yo hice en su persona». Felipe quería un obispo joven, capaz de emprender las visitas pastorales que Jerónimo de Loaysa no había podido realizar desde hacía veinte años. En lo que toca al ruego del Consejo, no olvidemos que Toribio conoció a la perfección ambos derechos, el civil y el canónico. Si bien sería más un gobernante religioso que un pensador o un teólogo, con todo no se convirtió en un leguleyo, un abogado de oficina.

Quedaba por obtener la confirmación de Roma, que el Papa no tardó en conceder. Al nombrarlo para el cargo, el Santo Padre alude a su futura sede, esa ciudad «hermosísima y nobilísima –le dice–, en la que está el Virrey, el Consejo General y el Tribunal de la Santa Inquisición». Era también, por elevación, un elogio del nuevo arzobispo: a tal honor, tal señor. En un principio, Toribio vaciló, pidiendo tres meses de plazo para pensarlo mejor.

Sabedor de ello, el Rey le hizo decir: «Conozco la delicadeza de tu conciencia y la rectitud de tu corazón, y no me extraña que te consideres inhábil para el cargo que, en presencia de Dios, me ha parecido justo conferirte. Tus razones me agradan, pero no me convencen».

También su familia lo inclinó a aceptar la denominación. «En especial sus hermanos le persuadieron a que lo aceptase –declararía luego un conocido suyo–, y le reconvenían diciendo que si deseaba ser mártir –que así siempre lo decía), aquélla era buena ocasión de serlo; y que así aceptase el dicho oficio. Con que por este fin aceptó y por echar de ver que convenía para exaltación de la Iglesia y conversión de los indios infieles de este Reino y para la salud de las almas de ellos». Así se lo hizo saber al Santo Padre: «Si bien es un peso que supera mis fuerzas, temible aun para los ángeles, y a pesar de verme indigno de tan alto cargo, no he diferido más el aceptarlo, confiando en el Señor y arrojando en él todas mis inquietudes».

Aprestóse entonces a su consagración episcopal. Pero como aún era laico, hubo de recibir primero, de manos del arzobispo de Granada, las órdenes menores y el subdiaconado, así como el diaconado y el sacerdocio. Finalmente fue hecho obispo en la catedral de Sevilla, que seguía siendo moralmente la sede patriarcal de la Iglesia en América, como lo había sido efectivamente antes de la erección de los arzobispados de Santo Domingo, México y Lima.

5. Rumbo al Perú

Los meses que transcurrieron desde su elección como arzobispo hasta el día en que se embarcó en dirección a su nuevo destino, Toribio los empleó en prepararse para poder desempeñar mejor su ministerio episcopal. En orden a ello, se puso a estudiar la historia y la geografía del virreinato del Perú, sus costumbres, el estado en que se encontraban las misiones, los caminos que debería recorrer, y todo aquello que le permitiera identificarse más con la tierra que sería su segunda patria.

Se dirigió luego a Mayorga para despedirse de su madre, hermanos, parientes y amigos. Allí mismo se ofrecieron para acom.pañarlo su hermana Grimanesa, con su esposo don Francisco de Quñones, y sus tres hijos. Quiso también agregársele el joven granadino Sancho Dávila, quien lo había secundado en sus años de Inquisidor, y ahora lo seguiría a Lima y lo acompañaría con una fidelidad realmente admirable en sus grandes visitas pastorales, hasta cerrarle los ojos a su muerte. Junto con Toribio partieron también 16 jesuitas.

El año 1580 embarcóse Toribio en Sanlúcar de Barrameda, acompañado por veintiseis personas. Llevaba consigo su rica biblioteca. Durante tres meses la nave surcó las aguas. Cuán al caso vienen aquí aquellas palabras que dijera Pío XII refiriéndose a las carabelas de Colón: «Fueron verdaderas auxiliares de la nave de San Pedro, que llevaron al nuevo Mundo el tesoro de la fe». Exactamente ocurría ahora también. Tras arribar a Canarias, el barco se dirigió a Santo Domingo y luego a Panamá. Después de cruzar el istmo, lo esperaba otra nave, que le había enviado el virrey del Perú.

Una vez que llegó a Paita, prefirió continuar el viaje por tierra, lo que le permitía empezar a conocer el país. Luego de pasar Trujillo, entró por fin en Lima el 11 de mayo de 1581. Allí lo esperaba el pueblo fiel, encabezado por el Virrey, Martín Enríquez, recién llegado de México, y los demás funcionarios, todos en traje de gala. Revestido de pontifical, el nuevo obispo emprendió la marcha hacia la catedral, entre las aclamaciones y los vítores de la multitud. Desde un principio Toribio se ganó el afecto de todos, por su afabilidad y sencillez. Nunca olvidaría este ingreso a su ciudad amada.

Enseguida le informó a Felipe II: «Llegué a este nuevo reino... a los once de mayo de ochenta y uno». El Cabildo de la catedral, entreviendo ya los quilates del nuevo pastor, se dirigió también a Felipe en estos términos: «Es tal persona cual convenía para remediar la necesidad que esta santa Iglesia tenía de un tal prelado, y así es de creer que la merced grande que Vuestra Majestad nos hizo en nos lo dar por pastor y prelado fue hecha por divina inspiración». Si Carlos V dio a Juan de Zumárraga para México, su hijo Felipe no se quedó atrás al dar a nuestro Santo para el Perú, mostrando así ambos, y de manera palmaria, su voluntad evangelizadora. Son dos nombres que encabezan la lista egregia de los grandes regalos que los reyes de España hicieron a la joven Iglesia en América, cumpliendo así de manera tan loable el encargo pontificio contenido en las bulas del Patronato.

Ya tenemos a Toribio en la capital virreinal. La arquidiócesis de Lima sobrepasaba, sin embargo, los límites del Virreinato. Como se trataba de una Arquidiócesis Metropolitana, dependían de ella diversos obispados sufragáneos. Eran éstos el de Nicaragua, distante más de seiscientas leguas; el de Panamá, por mar, quinientas; el de Popayán, en el Nuevo Reino, unas cuatrocientas; el de Cuzco, cientocincuenta; el de La Plata o Charcas, quinientas; el de Asunción, Paraguay, por tierra, seiscientas; el de Santiago de Chile, por mar, cuatrocientas; algo más, también por mar, el de la Imperial –actual Concepción–, en Chile; y el de Tucumán, en nuestra patria. Como se ve, fue también Obispo nuestro, ya que toda la actual Argentina estaba en su jurisdicción.

La mayor dificultad para las comunicaciones lo constituía la cordillera de los Andes, enorme barrera a modo de contrafuerte, extendida a lo largo de todo el continente y paralela al Pacífico, con lo que las ciudades marítimas quedaban aisladas del resto del territorio. Por lo demás, la topografía era endiablada, ya que se alternaban sierras, quebradas y valles, con bruscas diferencias de climas, y con grandes e impetuosos ríos.

Pronto Toribio se enamoró de su Lima. Ya no volvería nunca más a España, aun cuando asuntos trascendentes lo hubieran justificado. En caso de necesidad, prefirió que fuera siempre algún enviado suyo. La renuncia fue total. Quemó no sólo sus naves, como Cortés, sino su corazón. Al fin y al cabo el obispo se debe desposar con su diócesis.

II. El Perú pretoribiano

Antes de que sigamos refiriendo la vida y el intenso accionar apostólico del nuevo obispo, será conveniente ambientarnos en el mundo que le tocó vivir. Sólo habían pasado cien años desde que las carabelas de Colón avistaron tierra americana. No exageró Francisco López de Gómara, capellán de Hernán Cortés y cronista de las Indias, al afirmar que el descubrimiento de América y su ulterior evangelización fueron «la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y la muerte del que lo crió». Dentro de esa epopeya, la conquista del Perú significó un hito de singular relevancia.

Fue el capitán extremeño Francisco de Pizarro quien en 1531 llegó a aquellas tierras; en 1533 entró en Cuzco, y el 6 de enero de 1535 fundó la ciudad de Lima, que denominó, por el día de su erección, Ciudad de los Reyes. Los incas la llamaban «Rimae», que en quechua significa «valle que habla», por haber sido residencia de un oráculo indígena, de donde su ulterior nombre de «Lima». Allí llegó España, volcando sobre esas regiones su cultura y su civilización, es decir, un conjunto abigarrado de leyes, tradiciones, toreros y penitentes, y suscitando nuevos santos, como Rosa, Martín de Porres y nuestro Toribio, porque la España de aquella hora única, mientras descubría «las Indias de la tierra» ya estaba pensando en «las Indias del cielo».


Lima parecía una provincia andaluza, una especie de filial de Sevilla, con aureola imperial, ya que sería algo así como el centro político, cultural y religioso de América meridional y gran parte de la central. El Nuevo Mundo se compendiaba en dos grandes polos: el virreinato del Perú para el sur, y el de México para el norte. Si nos atenemos a los años que ahora nos interesan, el Perú se encontraba en su mejor momento, superados ya los tiempos de la conquista y los graves disturbios que le siguieron.

En lo político, Lima era la sede del Virreinato, lugar de residencia del Virrey, con plena jurisdicción sobre las tres Audiencias existentes: Lima, Quito y Charcas –Chuquisaca–. La Audiencia de Lima, que presidía personalmente el Virrey, estaba compuesta de quince letrados. En caso de que la sede del Virrey estuviese vacante, el gobierno quedaba en manos de dicha Audiencia. En aquel alto tribunal, órgano del Patronato Regio Eclesiástico, se ventilaban las causas de competencia del poder temporal y la autoridad espiritual.

Por lo que se refiere a lo cultural, Lima no tenía que envidiar a nadie. Hacía poco que los dominicos, con el apoyo del obispo Jerónimo de Loaysa y del virrey Toledo, habían fundado la Universidad de San Marcos, abierta a españoles, indios y mestizos, en edificio propio e independiente, a imagen de la Universidad de Salamanca, gozando de sus mismos privilegios y exenciones, con facultades de Leyes, Teología y Artes, más una cátedra de lengua indígena. Luego Toribio, tan conocedor del mundo universitario, erigiría el Colegio Mayor de San Felipe, siguiendo el modelo de los Colegios Mayores salmantinos.

En el campo religioso, la diócesis de Lima era típicamente americana, formada por una población española cristiana y grandes contingentes de indios en camino de conversión, a los que había que añadir los mestizos y los negros, que eran numerosos. Tenía su Cabildo eclesiástico, integrado por hombres doctos, que cubrían cátedras en la Universidad, así como dos parroquias, cinco conventos de varones, con más de 400 religiosos entre escolares, sacerdotes y hermanos legos, y tres conventos de monjas, con cerca de 400 religiosas. Había, asimismo, seis hospitales de indios y españoles, a cargo de la Iglesia. Justamente por estar aquella diócesis tan bien atendida espiritualmente, Toribio estaría en condiciones de dedicar largas temporadas a viajes pastorales.

Lima había sido erigida en obispado el año 1541, es decir, a los seis años de la fundación de la ciudad, a proposición de Carlos V y del Consejo de Indias, desmembrándose de la diócesis de Cuzco, la primera diócesis del Perú, erigida en 1537. Cuzco era la capital del Imperio Incaico y la ciudad santa de dicho Imperio.

En quechua, Cuzco significa «ombligo», centro del mundo inca. Lima fue declarada, como en el caso de Cuzco, sufragánea de la arquidiócesis de Sevilla, siendo su primer obispo fray Jerónimo de Loaysa. En 1546, la nueva diócesis, vuelta metropolitana, dejó de depender de Sevilla, teniendo ahora como sufragáneas las numerosas diócesis que hemos mencionado más arriba. Fue así la Arquidiócesis primada de Perú y de toda Sudamérica, y su influencia religiosa y misionera se extendería a Brasil, Filipinas y parte del mismo México.

Si bien Santo Toribio no se contó entre los primeros españoles que pisaron tierra incaica, sí lo estuvo uno de sus parientes, el capitán Juan de Mogrovejo, primo carnal de su padre, quien acompañó a Pizarro en Cajamarca y en la fundación de Lima. Al itinerario de su tío se referiría luego Toribio en carta al Rey, donde le recomendaba a su cuñado Francisco de Quiñones:

«Tuvo asimismo en este Reino un hermano de su madre y tío que fue de los de Cajamarca y vecino de esta ciudad [Lima] y en la ocasión del levantamiento general de los indios, fue con la gente de esta ciudad al socorro del Cuzco, y llegado a la provincia de Jauja castigó a los indios que allí parecieron estar alzados y prosiguiendo su viaje en paso estrecho le tiraron los indios una galga y le mataron y comieron».

Detengámonos un tanto, por su interés contextual, en aquellos orígenes de la conquista española del Perú, que involucrarían al tío de Toribio. El capitán de Mogrovejo, luego de permanecer durante un tiempo en Nicaragua, se había dirigido al Perú, tomando parte en las correrías de Pizarro. Era un hábil y experimentado jinete, al tiempo que el hombre más letrado de los que acompañaban al caudillo extremeño, el intelectual de su contingente. En 1533 se encontraba en Jauja, que había sido fundada provisionalmente como ciudad española, ocupando en ella un cargo político. Mientras el cuerpo principal de conquistadores avanzó desde allí hacia el Cuzco, Mogrovejo permaneció en Jauja como capitán de caballería, protegiendo el tesoro del Rey. Cuando se fundó la ciudad de Lima, el Virrey lo nombró alcalde del nuevo poblado.

Nuestro capitán parecía estar destinado a ser uno de los grandes del Perú, con el apoyo de la familia Pizarro. Pero su carrera quedó frustrada abruptamente por un avatar histórico, al que se refería Toribio en su carta al Rey. En 1536 había estallado una rebelión indígena. Con ocasión de ello, el gobernador Pizarro le pidió que encabezara una expedición de treinta jinetes para acudir en refuerzo de quienes combatían en las alturas del Cuzco. Enviar tan pocos hombres a una misión tan peligrosa parecía descabellado, pero no lo era tanto si se tenía en cuenta que en expediciones anteriores los jinetes españoles se habían mostrado invencibles frente a los indios. Claro que ello sucedía así cuando se trataba de combates en campo abierto. Los indios habían aprendido que lo mejor era atraer a los españoles a zonas montañosas, para atacarlos allí por sorpresa en los desfiladeros o pasos angostos.

Tal fue lo que aconteció en la expedición de Mogrovejo. Si bien al comienzo lograron varias victorias, al pasar por un estrecho desfiladero, cayó sobre ellos una avalancha de piedras –una «galga», la llamaban–, lanzadas desde todas las alturas y direcciones, de la que se escaparon muy pocos. Fue allí donde murió nuestro capitán, que tenía sólo 29 años. Sin duda que en su niñez, Toribio ha de haber oído hablar de estos sucesos en las conversaciones de familia. Quizás a partir de entonces empezó a interesarse en todo lo que se refería a las lejanas Indias Occidentales, cuyas noticias y hechos singulares se le hacían fascinantes.

Tras aquellos sucesos, comenzaron en el Perú una serie de enfrentamientos entre los propios españoles, lo que no dejaría de resultar insólito para aquellos indios, acostumbrados como estaban a la disciplina imperial del Inca, delante del cual nadie chistaba. Francisco Pizarro se enfrentó con Diego de Almagro (1537-1538); luego el hijo de Almagro combatió a Vaca de Castro, nuevo gobernador del Perú (1541-1542); Gonzalo Pizarro se rebeló contra las Leyes Nuevas, que acababan de llegar de España, y fue muerto el virrey Núñez de Vela (1544-1546); el mismo Gonzalo Pizarro embistió luego contra el licenciado La Gasca, eclesiástico enviado por la Corona con plenos poderes, siendo aquél vencido y muerto (1547-1548); Hernando Girón se opuso a la Audiencia de Lima (1553-1554), hasta que finalmente La Gasca logró imponer la autoridad de la Corona. Sólo tras diecisiete años de conflictos civiles, el virreinato del Perú logró consolidarse y progresar. Entre 1570 y 1581 el virrey Toledo realizó una magnífica labor en el ámbito político, mientras que en el campo eclesiástico el primer obispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, consolidaba las bases de la estructura eclesial.

La labor de fray Jerónimo de Loaysa fue digna de toda ponderación. Además de haber convocado los dos primeros concilios limenses, en que se reglamentó el funcionamiento de las doctrinas de los indios, introdujo las llamadas «reducciones». ¿Cuál fue la causa de esta decisión? Los indígenas vivían dispersos en cuevas, chozas, o ranchos diseminados, lo que hacía prácticamente imposible su evangelización. Primero debían vivir como hombres, como personas. Y así se «los redujo» a agregarse en poblaciones o, mejor dicho, resolvieron formar pueblos de indios, donde se pudiese proveer a su educación, humana y cristiana, respetándose siempre los elementos rescatables de su cultura ancestral, como por ejemplo las costumbres autóctonas que no fueran contrarias a la ley natural o a la ley divina. Así se fue creando una civilización mixta, indoeuropea, una «nueva cristiandad». En cada doctrina no debía haber más de 400 indios casados, con sus familias, atendidos espiritualmente por uno o varios sacerdotes que, según las instrucciones de Felipe II, debían saber las dos lenguas indígenas fundamentales, el quechua y el aymará.

Ya anciano, fray Jerónimo de Loaysa, que siempre firmaba Arzobispo de los Reyes, murió en 1575, después de haber gobernado la diócesis durante 32 años. A su muerte, la situación parecía definitivamente afianzada. Los errores y delitos cometidos por los españoles durante la Conquista habían quedado purgados por decisión de la Iglesia, que dispuso, cuando se trató de injusticias, restituciones masivas a los indios afectados, lo que éstos apreciaron justamente. Todas las semillas de la cultura intelectual y espiritual, escuelas, colegios, universidades, misiones y reducciones, estaban echadas. Se erigieron cruces en cerros y encrucijadas, capillas y templos ornaron el paisaje, en una especie de gran bautismo geográfico. La sociedad peruana se estaba convirtiendo en una auténtica cristiandad, como no sucedía en ninguna otra parte. El prestigio de la Iglesia, conducida por un obispo culto y virtuoso, era considerable. El poder político y la autoridad religiosa obraban en consuno. Tras tantos años de huracanes, parecía levantarse el arco iris. Sólo bastaba que apareciera una nueva figura, un nuevo conductor, para que se lograra gestar un auténtico Siglo de Oro cristiano de ultramar.

III. El Tercer Concilio de Lima

Volvamos ahora a nuestro Toribio y su actuación pastoral. No bien llegó a la sede para la que había sido nominado, se abocó a numerosos emprendimientos. Entendió que su primer deber era asegurar la seriedad de la vida contemplativa. Así nos lo revela en carta a Felipe II:

«[Las monjas] que dejaron el mundo y a sus padres y deudos y están siempre encomendándonos a Dios en perpetua clausura y cerramiento, privadas de los contentos y regalos de fuera, ocupadas en oraciones y divinos oficios y no dándoseles lugar por orden y mandato mío a admitir visitas de nadie si no fuere de padres y hermanos con expresa licencia por escrito y a los padres y hermanos de mes a mes tan solamente; atendiendo en esta parte al sosiego y quietud de las monjas que yo tengo, he deseado y deseo ya que no sean molestadas ni fatigadas con visitas inoportunas de clérigos ni de legos».

Si bien él no formó parte de ningún instituto religioso, supo sin embargo comprender el sentido de la vida religiosa, y en especial de los monasterios de clausura, logística inobviable de todo trabajo pastoral. Preocupóse asimismo con especial interés en la erección de colegios, hospitales y numerosas iglesias, dando nuevo impulso a la restauración de la Catedral, buena parte de la cual subsiste hasta el presente.

Pero su principal emprendimiento fue la celebración del Tercer Concilio de Lima. El rey Felipe II, siempre interesado por el bien espiritual de sus súbditos, se había dirigido por Real Cédula al nuevo Virrey, Martín Enríquez, así como al novel Arzobispo, urgiéndoles la convocación de dicha asamblea. Los objetivos por él señalados eran los siguientes:

«Reformar y poner en orden las cosas tocantes al buen gobierno espiritual de estas partes, y tratar del bien de las almas de los naturales, su doctrina, conversión y buen enseñamiento, y otras cosas muy convenientes y necesarias a la propagación del evangelio y bien de la religión».

A más de un lector podrá parecerle extraño el tenor de este documento. Ante todo hay que tener en cuenta la situación peculiar de la Iglesia en España, con su antiquísima y gloriosa tradición sinodal, que se remonta a la época de la monarquía visigoda y de los concilios toledanos. Dichos sínodos no sólo tenían carácter eclesiástico sino también civil. Como organismos vertebrales de la vida nacional, sus cánones eran también leyes del Estado.

Por su parte, los reyes de España, a partir de Felipe II, entendían que el derecho de convocar sínodos, cuando lo juzgasen oportuno, se encontraba contenido en el Patronato que la Sede Apostólica les había reconocido. No sólo se fundaban en el privilegio pontificio, sino también, como lo explicó el jurista español Juan de Solórzano Pereira, oidor por aquellos tiempos en Perú y Consejero de Indias en Madrid, en la convicción de que los reyes de España eran y debían ser los ejecutores de los concilios que se celebraban en sus Reinos, para el mejor gobierno de la Iglesia, pues a los reyes y príncipes de la tierra, según decía una de las leyes de la Recopilación de Castilla, les encomendó Dios la defensa de la Santa Madre Iglesia.

En carta al virrey del Perú le decía, pues, Felipe: «Ya tendréis entendido cuánto hemos procurado que se congregasen en esa ciudad todos los prelados de su metrópoli.... Y porque el demonio no ponga estorbo en cosas que nuestro Señor ha de ser tan servido, y conviene que ya no se dilate más, os mandamos que, juntamente con el arzobispo de esa ciudad, tratéis y deis orden cómo luego se aperciban [los prelados] para tiempo señalado, enviándole con vuestras cartas las que van aquí nuestras... Vos asistiréis con ellos en el dicho Concilio... y ordenaréis que se haga con mucha autoridad y demostración para que los indios tengan reverencia y acatamiento que conviene... y que los dichos prelados sean estimados y acariciados el tiempo en que en esa ciudad se detuvieren».

En la misiva que iba al Arzobispo le agregaba: «...Y porque esto importa tanto como tendréis entendido, os ruego y encargo que, juntándoos para ello con el nuevo virrey de esas provincias, ambos escribáis y persuadáis a los dichos obispos [los sufragáneos] para que con mucha brevedad se junten, enviándoles las cartas nuestras... advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni se les ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamiento particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto se procura».

Si bien el Concilio de Trento había dispuesto que los Concilios nacionales se celebrasen cada tres años, por las enormes distancias que había en América, Pío V le había otorgado a Felipe II el privilegio de que en las Indias se celebrasen cada cinco. Como lo hemos señalado anteriormente, ya el antecesor de Toribio, fray Jerónimo de Loaysa, había convocado dos Concilios en Lima, pero de hecho tuvieron escaso valor y casi ninguna influencia real, no habiendo sido siquiera aprobados por la Santa Sede. El que ahora se propuso realizar Toribio, que sería el Tercer Concilio Provincial de Lima, resultaría trascendente para la Iglesia en América, al tiempo que la expresión viva del espíritu y personalidad del Santo Obispo.

Era Toribio un pastor joven y todavía sin experiencia, lo que no le impidió lanzarse con denuedo a la empresa. Sin embargo, contra lo que se hubiera podido esperar, tomó una decisión extraña, como lo son a veces las que toman los santos. En vez de abocarse inmediatamente a la preparación del Concilio, se le ocurrió abandonar Lima, para visitar algunas regiones de su vasta diócesis, que nunca habían sido recorridas por ningún prelado. Ardía en deseos de entrar en contacto con sus ovejas.

Su viaje de venida por tierra, desde Paita, le había permitido conocer ya la zona norte de su inmensa diócesis; ahora se encaminó hacia el sur, hasta Nazca, a fin de visitar la zona meridional. Luego de un retorno brevísimo a Lima, salió de nuevo, pero esta vez hacia el este, a Huánuco, ciudad que se encuentra al otro lado de los Andes, por lo que debió cruzar la cordillera, que en esa zona alcanza una altura de más de cinco mil metros. Cuando regresó a Lima sólo faltaban quince días para la apertura del Concilio.

1. Las turbulencias preconciliares

Antes de partir a ese viaje tan prematuro, había hecho llegar la debida convocatoria a sus obispos sufragáneos. Al Concilio debían asistir los titulares de Panamá, Nicaragua, Popayán, Quito, Cuzco, la Nueva Imperial, Santiago de Chile, Charcas, Asunción y Tucumán. De ellos la mayoría eran religiosos y sólo tres del clero secular. Las diócesis de Panamá y Nicaragua estaban vacantes, así que no podían ser representadas por sus pastores. Según iban llegando los primeros a Lima, no podían ocultar su asombro al enterarse de que el titular no estaba allí, sino de gira pastoral. Pero él había entendido que la mejor preparación para poder luego legislar con inteligencia y conocimiento de causa era la información personal, entrando en contacto directo con los indios, los corregidores, el clero, «para tomar claridad y lumbre de las cosas que en el concilio se habían de tratar tocantes a estos naturales», como él mismo escribe con donaire.

Se acercaba ya la fecha señalada para el comienzo, y algunos obispos todavía no habían arribado. Entonces el Virrey, de acuerdo con Toribio, resolvió que comenzasen inmediatamente las sesiones con los obispos presentes. Llegó el día de la inauguración. De la iglesia de Santo Domingo partió el cortejo que encabezaba el Arzobispo e integraban cinco obispos, los de Cuzco, la Imperial, Santiago, Tucumán y Río de la Plata. Los acompañaba el Virrey, los miembros de la Audiencia y de ambos Cabildos, religiosos, sacerdotes y fieles. Terminada la Santa Misa se leyó lo dispuesto por el Concilio de Trento, declarándose así abierto el Concilio. En él tomaban parte, además de los prelados, un grupo de teólogos y de juristas, así como representantes de los Cabildos. Cada día se llevaban a cabo dos sesiones, en las que con frecuencia se hacía presente el mismo Virrey.

El ambiente era particularmente tenso. El principal dolor de cabeza que aquejó a Toribio provino de la actitud del obispo de Cuzco, Sebastián de Lartaún. Enfrentado con el Cabildo de su sede, tenía fama de codicioso, siempre exigiendo lo que creía serle debido. El Concilio se hizo eco de las quejas que aquel hombre había provocado, ya que Toribio juzgaba que si se quería hacer una labor pastoral en serio, era preciso contar con un episcopado irreprochable y capaz. Habría, pues, que afrontar la denuncia presentada, antes de seguir adelante. El obispo de Cuzco se sintió agraviado en su dignidad, y con él se solidarizaron los de Tucumán y del Río de la Plata.

El único que apoyó a Toribio fue el obispo de la Imperial. Precisamente entonces murió el virrey Enríquez, gran amigo de Toribio, lo que hizo decir a éste que con ello «le faltó todo favor humano». Envalentonáronse entonces los demás, principalmente el obispo de Tucumán, fray Francisco de Vitoria, muy amante también él del dinero y de «granjerías», como tiempo atrás oportuna y severamente se lo había reprochado el Rey por carta. A ello se agregaba que «trata y contrata en metales como minero, y hace los aseguros que en Potosí se han usado, que son contratos usurarios y dados por tales de los teólogos y canonistas». Felipe II estaba tan harto de él, que había llegado a solicitar al Papa que lo retirase de su sede. Fue Vitoria quien ahora encendía la hoguera de la discordia en el Concilio.

Toribio no perdió la serenidad, a pesar de que los días iban pasando y nada se adelantaba. Estaba próxima la Semana Santa. Llamó entonces a los obispos y les comunicó que la causa de Lartaún sería remitida a la Curia Romana para su tratamiento. Luego, dando a todos cortésmente las felices Pascuas, declaró suspendido el Concilio hasta nuevo aviso, y se retiró de la sala.

Los prelados recalcitrantes se negaron a abandonarla. Más aún. Arrebataron las llaves de los secretarios, los echaron a empujones de la sede, nombraron otro secretario a su arbitrio, y se llevaron consigo «todos los papeles tocantes al obispo de Cuzco». El obispo de Tucumán, que salió con la carpeta bajo el brazo, se dirigió, en compañía del encausado, a una pastelería, y allí preguntó dónde estaba el horno. Cuando la dueña del local, muy atentamente, se lo mostró, arrojó a las llamas todos los papeles con los cargos que se le hacían a su amigo, burlándose del celo y el amor a la justicia de Santo Toribio. Luego se dirigió a la catedral, con su cortejo de paniaguados, para celebrar un aquelarre de «concilio sin metropolitano».

Gracias a Dios, el intento quedó frustrado. Toribio replicó de manera enérgica, exigiendo que abandonasen inmediatamente la iglesia. Si no lo hacían, quedarían suspendidos a divinis. Finalmente, como no cedían, los declaró excomulgados. Asimismo exigió que le devolviesen los papeles. Pero ya no existían.

Lo curioso es que mientras ocurría todo este desbarajuste, el grupo de teólogos, juristas y misionólogos, dirigidos por el Arzobispo, seguían redactando los primeros esquemas de las Actas, perfilando los decretos y dando los últimos toques a los catecismos proyectados. Por lo demás, Toribio creyó entender que sería mejor dejar de lado los agravios que le habían inferido. Era la única manera de salvar un Concilio que se tornaba necesario, y de sacar adelante las directivas y proyectos que, bajo su inspiración, se habían ido pergeñando. Tomó entonces una determinación que no habrá dejado de resultarle dolorosa: volver a convocar el Concilio, previa absolución de los obispos rebeldes. Gracias a su paciencia humilde, prevaleció la misericordia sobre la miseria de los hombres. Las sesiones se reanudaron, sin especiales dificultades. Tres meses después se clausuró el Concilio.

Quisiéramos destacar acá la figura de un sacerdote que sería el brazo derecho de Santo Toribio en los asuntos de su gobierno pastoral, pero que ya comenzó a desempeñar dicho papel en el transcurso del Concilio. Nos referimos al P. José de Acosta, de la Compañía de Jesús, que ocuparía el cargo de superior provincial de la provincia jesuítica del Perú por seis años. Refiriéndose al Concilio recién terminado, así le escribía al P. Acquaviva, General de su Orden:

«Se nos encargó por el Concilio formar los decretos y dar los puntos de ellos, sacándolos de los memoriales que todas las iglesias y ciudades de este reino enviaron al Concilio, y cierto, para las necesidades extremas de esta tierra se ordenaron por los prelados decretos tan santos y tan acertados, que no se podían desear más, y así todas las personas de celo cristiano estaban muy consoladas con el fin y promulgación de este santo Concilio».

El P. de Acosta, hombre de simpatía arrolladora, era teólogo, canonista, pero sobre todo misionero y misionólogo. Su amplia experiencia en las Indias y su ferviente amor al Perú le llevaron a escribir un magnífico tratado al que puso por título De procuranda indorum salute, donde daba respuesta a muchas cuestiones teológicas, jurídicas y pastorales. Pronto dicha obra fue publicada en Salamanca para uso de los catedráticos de su Universidad.

El Tercer Concilio de Lima fue, entre nosotros, algo así como el eco del Concilio de Trento. Pues bien, señala Jean Dumont que el papel del P. de Acosta en el Concilio de Lima recuerda al del P. Diego Laínez, primer sucesor de San Ignacio, en el del Concilio de Trento. Ambos, señala, eran de origen converso, de familias judías recientemente convertidas al catolicismo, al igual que lo fueron en esos mismos tiempos santos tan grandes como San Juan de Ávila y Santa Teresa.

«Se manifestaba así, en Perú, como en Trento y en España, esa confluencia del genio judío y de la Reforma católica, que fue el gran logro de la Inquisición española, así concebida en el alma lúcida y santa de su fundadora, Isabel la Católica. Como por doquier entonces en tierras hispánicas, en Lima se daban la mano la vieja cristiandad española, especialmente aristocrática, incluida la Inquisición, de la que venía doblemente Toribio, y la nueva cristiandad conversa».

La Inquisición sólo atacó a los «falsos conversos»; los verdaderos llegaron a contribuir sustancialmente en la vertebración del edificio de la Iglesia en España.

Además del libro recién citado sobre La salvación de los indios, el P. de Acosta escribió otra obra bajo el nombre de Historia natural y moral de las Indias, consagrando dos de sus libros, el sexto y el séptimo, a demostrar que en la obra de conversión de los pueblos indígenas podían ser mantenidas varias manifestaciones de su herencia cultural autóctona, con tal de que se excluyese de manera categórica cualquier inclinación a la idolatría.

El principal propósito del Concilio fue tender las líneas de una pastoral inteligente para la evangelización de los aborígenes, hacia lo que se orientaba también la intención de la Corona de España, siempre sobre la base de la enseñanza de Trento. Si bien no nos es posible detallar acá sus diversos logros, y menos aún reproducir los 118 decretos que integran sus cincos partes, llamadas «Acciones», no podemos dejar de expresar nuestro asombro por la seriedad con que fueron tratados los principales temas de la doctrina católica en relación con la labor pastoral.

El P. de Acosta, luego de haber llevado a término su inteligente tarea de sintetizar los diversos aportes y redactar los decretos respectivos, así como de elaborar los catecismos de que enseguida hablaremos, una vez terminado el Concilio, siguió colaborando con el Arzobispo, a modo de apoderado, para que en Madrid y en Roma se aprobasen los decretos establecidos, logro que alcanzó felizmente. De entre las decisiones conciliares nos vamos a limitar a exponer algunas que consideramos más trascendentes para el futuro de Hispanoamérica.

2. Los Catecismos

Veamos ahora cómo se fueron cumpliendo las disposiciones del Concilio. Uno de sus propósitos principales fue asegurar la defensa y cuidado que se debía tener de los indios. Luego de que los Padres conciliares manifestaron su dolor por el maltrato que a veces aquéllos recibían, amonestaron a todos, sacerdotes y funcionarios, que los considerasen como eran, hombres libres y vasallos de la Majestad Real. Los sacerdotes, por su parte, en el trato con ellos, debían acordarse de que eran padres y pastores.

Buscando la mejor educación de los indígenas, Santo Toribio se preocupó por consolidar el sistema de reduccionesdoctrinas, iniciado por su antecesor, que eran entidades parroquiales a la vez que políticas. Para mayor eficacia pastoral, los pueblos debían tener más de mil habitantes indios por doctrinero. Este recurso apostólico posibilitó la aparición de numerosos centros poblados en regiones que distaban cientos de leguas de la ciudad de Lima, de modo que el paisaje americano se vio cubierto de campanarios que convocaban a los aborígenes en torno a Dios y a la Corona.

Con el mismo fin el Concilio, en la «Acción Segunda», casi toda ella destinada al modo como se ha de instruir a los naturales en la fe, dispuso la redacción de un Catecismo que, traducido a las lenguas indígenas más comunes, sirviese para la instrucción de los recién convertidos. En México ya se había hecho algo parecido. Estos catecismos indianos serían breves, sin pretensiones eruditas, incluyendo solamente las verdades fundamentales del cristianismo, de modo que los doctrineros, a partir de aquellos textos sucintos, las explicasen de viva voz, y los sacerdotes las desarrollaran luego en sus sermones. El principal objetivo pastoral era que los indígenas, al tiempo que abrazaban la doctrina católica y se disponían a adorar al único y verdadero Dios, repudiando la idolatría, se comprometiesen a cumplir las exigencias morales derivadas de dicha doctrina.

Hacía poco había aparecido el Catecismo del Concilio de Trento, llamado también Catecismo de San Pío V, o Catecismo Romano. En base a él y a otras fuentes, el P. de Acosta, por encargo del Concilio, e inspirándose en el que ya había compuesto su colega en la Orden, el P. Alonso de Barzana, misionero en el Tucumán, redactó dos Catecismos. Uno se llamó Catecismo Mayor, y estaba destinado a los más capaces. Otro se denominó Catecismo menor, o Catecismo Breve, para los indios rudos o ancianos, que no estaban en condiciones de instruirse con prolijidad. Luego se los tradujo a los idiomas quechua y aymará. Poco después aparecería un Tercer Catecismo, ordenado más bien a la predicación, escrito asimismo por el P. de Acosta, bajo el título de Exposición de la Doctrina por Sermones, en castellano y quechua.

En el «Capítulo tercero de la Segunda Acción» ya se presenta como hecha y aprobada la traducción del Catecismo en las lenguas quechua y aymará:

«y para que el mismo fruto se consiga en los demás pueblos, que usan diferentes lenguas de las dichas, encarga y encomienda a todos los obispos que procuren, cada uno en su diócesis, hacer traducir el dicho catecismo por personas suficientes y pías en las demás lenguas».

Esta insistencia en la necesidad de vertir el catecismo a las diversas lenguas indígenas implica una concepción pastoral que tiene en cuenta la perentoriedad de la «encarnación» del mensaje evangélico en la idiosincrasia del pueblo. Lo señala expresamente el Concilio de Lima al afirmar que
«cada uno ha de ser de tal manera instruido, que entienda la doctrina, el español en romance, y el indio también en su lengua, pues de otra suerte, por muy bien que recite las cosas de Dios, con todo se quedará sin fruto su entendimiento». De ahí la consecuencia: «Por tanto ningún indio sea de hoy en más compelido a aprender en latín las oraciones o cartillas, pues les basta y aun les es muy mejor saberlo y decirlo en su lengua, y si algunos de ellos quisieren, podrán también aprenderlo en romance, pues muchos le entienden entre ellos; fuera de esto no hay para qué pedir otra lengua ninguna a los indios».

El Concilio ordenó además que «los que han de ser curas de indios» fuesen examinados «de la suficiencia que tienen así en letras como en la lengua de los indios» y «de preguntarles por el catecismo compuesto y aprobado por este sínodo, para que los que han de ser curas lo aprendan y entiendan, y enseñen por él la lengua de los indios».

La situación requería, de parte de España, una política lingüística. Muy a los comienzos se había creído conveniente, y hasta obvio, imponer el uso del español. Pero a partir de 1578, año en que Felipe II estuvo mejor informado de la situación, se sancionó con fuerza de ley el método privilegiado por los misioneros, estableciéndose la obligatoriedad del aprendizaje de la lengua vernácula para todos los sacerdotes que pasaran al Nuevo Mundo con la intención de ocuparse de los indios.

Es cierto que la cosa no resultaba tan sencilla, dado que el Imperio de los Incas constituía una verdadera torre de Babel. Si bien el quechua era el idioma más general, ya que se hablaba en todo el Imperio, desde el Cuzco hasta Tucumán, sin embargo con él coexistían numerosas lenguas y dialectos locales. Santo Toribio se propuso abordar varias de esas lenguas, aprendiendo por sí mismo el quechua, el guajivo, el guajoyo quitense y el tunebe. Se habló de que tenía don de lenguas, porque «predicaba a los indios en su misma lengua materna». Esta preocupación suya por aprender las lenguas vernáculas se manifestó aun antes de embarcarse en Sanlúcar. Ya entonces se le veía con un ejemplar del Arte y vocabulario quechua, publicado en Valladolid en 1564 para uso de los misioneros. En el transcurso mismo del Concilio, los Prelados se dirigieron al Monarca español suplicando el apoyo real para la impresión del Catecismo traducido
«en su lengua [de los indios], al menos en las dos más generales y usadas en estos reinos, que son las que se llaman quechua y aymará, y para lo uno y para lo otro, nos hemos ayudado de Teólogos y Lenguas muy expertas, para que también haya la conformidad de la doctrina cristiana en el lenguaje de los indios».


La obra que salió finalmente publicada se titula Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de los indios. Fue el primer libro impreso en Perú.

En el prólogo se habla de «estas tiernas plantas de los indios, los cuales así por ser del todo nuevos en nuestra fe como por tener el entendimiento más corto y menos ejercitado en cosas espirituales, tienen suma necesidad de ser cuanto sea posible ayudados con el buen modo y traza de los que les enseñan, de suerte que la diligencia y destreza del maestro supla la rudeza y cortedad del discípulo, para que lleguen a formar el debido concepto de cosas tan soberanas como nuestra fe les ofrece».

Siguen luego tres catecismos trilingües. El primero, Doctrina cristiana, de sólo 22 páginas, incluye la señal de la cruz, el Decálogo, los preceptos de la Iglesia, los sacramentos, las obras de misericordia, las virtudes teologales y cardinales, los pecados capitales, los enemigos del alma, los novísimos y la confesión general. Sigue luego una Suma de la fe católica, en dos páginas y sólo en castellano. A continuación, el Catecismo Breve, que presenta, en forma de preguntas y respuestas, los diversos temas de la doctrina cristiana: el misterio de Dios, en sí mismo y en su obra, donde se pone el acento en el monoteísmo y en la culminación de la obra creadora, que es el alma humana e inmortal; luego el misterio de Jesucristo Redentor y los novísimos; por último el misterio de la Iglesia, a la que Cristo le confió la palabra de Dios y los medios de salvación; se incluye también una Plática breve, que contiene un compendio de los conocimientos cristianos, juntamente con un abecedario trilingüe.

Finalmente el Catecismo mayor, destinado a los más capaces, que sigue de cerca el modelo del Catecismo del Concilio de Trento, aunque es original en la forma de adaptarse a la realidad e idiosincrasia de los indios. Sus 98 páginas se articulan en 5 partes con 117 preguntas: introducción a la doctrina cristiana, el símbolo, los sacramentos, los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, las obras de misericordia, el Padre nuestro. Le siguen advertencias sobre las traducciones al quechua y al aymará.

Publicóse asimismo un volumen complementario bajo el título de Exposición de la Doctrina Cristiana por sermones, para que los curas y otros ministros prediquen y enseñen a los indios... y a las demás personas. Es el texto más extenso, con 446 páginas, y contiene 31 sermones en los tres idiomas, donde se desarrollan los presupuestos de la fe y los principales misterios del cristianismo, con la ayuda de textos de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y del Magisterio eclesiástico. En las once páginas del proemio se alude al modo de enseñar y predicar a los indios.

Allí leemos que «se ha de acomodar en todo a la capacidad de los oyentes el que quisiere hacer fruto con sus sermones o razonamientos»; será preciso que les hablen de modo «llano, sencillo, claro y breve», de modo que su estilo sea «fácil y humilde, no levantado, las cláusulas no muy largas, ni de rodeo, el lenguaje no exquisito, ni términos afectados, y más a modo de quien platica entre compañeros, que no de quien declara en teatros».

Del Catecismo ha dicho un experto: «Es una obra admirable de doctrina y de redacción. En su sustancia se conforma al Catecismo romano y al mismo tiempo al genio de los indígenas de esos países». Toribio lo impuso a sus curas de manera obligatoria y exclusiva, «en virtud de santa obediencia y bajo pena de excomunión». Debían saberlo de memoria en lengua indígena, y enseñarlo solemnemente, «revestidos de sobrepelliz», de modo que los indios aprendiesen a venerarlo.

Tal fue el resultado de los esfuerzos del Santo Obispo en lo que toca a su obra catequética. El Catecismo de Santo Toribio, que fue el nombre con que pasaría a la historia, sirvió durante largo tiempo para la evangelización de nuestros pueblos, prestando a Hispanoamérica un servicio invalorable. Siempre se recordará entre nosotros dicho Catecismo, como en Alemania se conserva la memoria del de San Pedro Canisio o en Italia la del que redactó el cardenal Roberto Bellarmino. Nadie, ni siquiera el Concilio Plenario Latinoamericano que se celebró en Roma el año 1900, con ocasión del cual se hizo una sexta edición del texto original, se atrevió a cambiarle una coma. Este Catecismo grabó en los corazones de nuestros pueblos la verdadera fe católica, lo que hay que creer, lo que hay que orar, lo que hay que practicar.

3. Los sacramentos

En la Acción Segunda del Concilio se trata ampliamente del tema de los sacramentos, al que se de dedica 31 capítulos. Especial importancia reviste allí el de la penitencia. Se insiste en la necesidad de una buena preparación de parte de los confesores, ya que a veces su formación no era todo lo adecuada que se hubiera deseado. Entre otras se le recuerda la obligación grave de entender la lengua del penitente.

En 1585 salió publicada una obra de 32 páginas, con el fin de facilitarles a los sacerdotes el arduo ministerio de confesar a los indígenas, bajo el nombre de Confesonario para los curas de indios. Estos «confesonarios indianos», siguiendo el ejemplo de los «penitenciales medievales» y de los «manuales de confesores» que se estilaban en España desde mediados del siglo XV, ponían en manos de los sacerdotes un instrumento pastoral que ayudase a lograr del penitente una buena e íntegra confesión de sus pecados. Dichos libros solían incluir una exhortación para antes de la confesión, en orden a inducir al que se confesaba a un verdadero arrepentimiento, luego una serie de preguntas breves y concisas, siguiendo el orden de los mandamientos, y al término unas palabras finales exhortando a la perseverancia en la vida cristiana.

El folleto limeño que ahora nos ocupa contiene dichos elementos, recorriendo con el penitente los diversos mandamientos, con preguntas apropiadas a las diversas clases de personas: curacas o caciques, fiscales, alguaciles, alcaldes de indios, hechiceros, etc. Una vez oída la confesión, se le exhortaba a practicar la moral cristiana, reprendiéndolo especialmente por los pecados de idolatría, superstición, embriaguez, amancebamientos y latrocinios. La obra no se dirige tan sólo a los confesores, sino también a los predicadores y doctrineros.

La parte que se dedica al sacramento de la Eucaristía muestra que la práctica corriente era no permitir que los indios se acercasen a ella con demasiada facilidad:

«El no haberse tan fácilmente admitido hasta ahora estos indios a la sagrada comunión ha sido por la pequeñez de su fe y corrupción de costumbres, por requerirse para tan alto sacramento una fe firme, que sepa discernir aquel celestial manjar de este bajo y humano, y también limpieza de conciencia, a lo cual grandemente estorba la torpeza de borracheras y amancebamientos y, muchas más, de supersticiones y ritos de idolatrías, vicios que en estas partes hay gran demasía».

Con todo, se agrega, han de empeñarse los curas en «hacerlos dignos de aquel soberano don», y cuando los hallen «bien instruidos y asaz enmendados en sus costumbres, no dejen de darles el sacramento a lo menos por Pascua de Resurrección». En lo que toca a la sagrada liturgia, sobre todo de la Santa Misa, se urgió la «perfección y lustre» de las ceremonias.

«Que todo lo que toque al culto divino se haga con la mayor perfección y lustre que puedan, y para este efecto pongan estudio y cuidados en que haya escuela y capilla de cantores y juntamente música de flautas y chirimías, y otros instrumentos acomodados a las iglesias». Porque es cosa sabida, se dice, que «esta nación de indios se atraen y provocan sobremanera al conocimiento y veneración del sumo Dios con las ceremonias exteriores y aparatos del culto divino».

Santo Toribio cumpliría ajustadamente estas prescripciones, y no sólo en tierra de indios. Uno de los testigos en su proceso de canonización nos dice que procuraba siempre que las iglesias estuviesen con decencia y ornamentos, de modo que Nuestro Señor fuese alabado, haciendo que se comprasen casullas y frontales para el culto divino, y cuando las iglesias eran pobres, les daba sus vajillas doradas y piezas de mucho valor hechas en Valladolid, para que se hiciesen cálices, relicarios, patenas, vinajeras y cruces; cuando sobraba algún dinero, lo mandaba luego al punto gastar en ornamentos y máquinas para hacer hostias.

La preocupación por la dignidad de la liturgia urgía el corazón sacerdotal de nuestro Santo Obispo, lo que lo llevó a cuidar también por el decoro de la catedral de Lima. La iglesia primitiva, que reemplazó al primer templo que hizo construir Pizarro, la había comenzado el arzobispo Jerónimo de Loaysa el año 1550. Era de adobe, salvo la capilla mayor, y la había mandado edificar doña Francisca, la hija de Pizarro, para que en ella fuese sepultado su padre. Con el pasar del tiempo, el mismo Loaysa emprendió mejoras sustanciales. Sin embargo cuando Toribio llegó a su sede, la catedral estaba sumamente deteriorada, por lo que se resolvió a restaurarla. Sólo en 1625 se podría inaugurar el grandioso templo proyectado.

4. La formación de un clero idóneo

En lo que se relaciona con el clero, el Concilio atendió ante todo, como es obvio, a la situación de los sacerdotes ya existentes. Desde la época de fray Jerónimo de Loaysa, la Arquidiócesis contaba con numerosos religiosos, especialmente dominicos, provenientes de la provincia de Castilla, de donde salieron los más selectos misioneros que la Orden envió a América. Poco antes de llegar Santo Toribio, se pidió a Felipe II el envío de treinta dominicos más. San Francisco de Borja, por su parte, que era el superior general de la Compañía de Jesús, envió un buen grupo de jesuitas, bien selectos, entre los cuales aquel P. José de Acosta, de que hemos hablado.

Pero era preciso formar sacerdotes diocesanos. Para ello el Arzobispo ordenó erigir un Seminario. El Concilio de Trento había dispuesto que cada diócesis debía establecer el suyo. Lima fue una de las primeras en hacerlo, el año 1590. Y a partir de allí el Concilio Limense resolvió que se fundasen seminarios en todas las diócesis sufragáneas de Lima. El de Lima todavía hoy subsiste con el nombre de «Seminario Santo Toribio de Mogrovejo».

Dado que en buena parte los sacerdotes que allí estudiaban serían destinados a ejercer su ministerio entre los indígenas, el Concilio, al tratar de la formación del clero, se detuvo largamente en el modo como deberían actuar en su apostolado con los indios. Para ello se requería, como condición primordial, que los seminaristas, además de los conocimientos necesarios de filosofía y teología, estudiasen el quechua y el aymará. Más aún, nadie podría ser ordenado si no dominaba ambas lenguas. En cuanto a los que ya eran sacerdotes, Toribio les impuso también dicho aprendizaje. Si al cabo de un año no habían aprendido al menos una de las lenguas indígenas, se les retiraría el tercio de su sueldo. Pronto la medida surtió los efectos esperados.

En el «Capítulo tercero de la Acción Tercera», titulado «Defensa y cuidado que se debe tener de los indios», el Concilio insistió en la solicitud que debían mostrar los sacerdotes en lo que atañe a la formación de los indios. Ante todo, no debían temer dirigirse a las autoridades civiles cuando alguien abusaba de ellos. Leamos lo que allí se dice:

«No hay cosa que en estas provincias de las Indias deban los prelados y los demás ministros así eclesiásticos como seglares, tener por más encargada y encomendada por Cristo nuestro Señor, que es Sumo Pontífice y Rey de las ánimas, que el tener y mostrar un paternal afecto y cuidado al bien y remedio de estas nuevas y tiernas plantas de la Iglesia, como conviene lo hagan los que son ministros de Cristo. Y ciertamente la mansedumbre de esta gente y el perpetuo trabajo con que sirven y su obediencia y sujeción natural podrían con razón mover a cualesquier hombres, por ásperos y fieros que fuesen, para que holgasen antes de amparar y defender a estos indios, que no perseguirlos y dejarlos despojar de los malos y atrevidos.

«Y así doliéndose grandemente este santo sínodo de que no solamente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres tantos agravios y fuerzas con tanto exceso sino que también el día de hoy muchos procuran hacer lo mismo, ruega por Cristo y amonesta a todas las justicias y gobernadores que se muestren piadosos con los indios y enfrenen la insolencia de sus ministros, cuando es menester, y que traten a estos indios no como a esclavos sino como a hombres libres y vasallos de la majestad real, a cuyo cargo les ha puesto Dios y su Iglesia.

«Y a los curas y otros ministros eclesiásticos manda muy de veras que se acuerden que son pastores y no carniceros y que como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana. Y si alguno por alguna manera hiriendo o afrentando de palabra, o por otra vía maltrate a algún indio, los obispos y sus visitantes hagan diligente pesquisa y castíguenlo con rigor porque cierto es cosa muy fea que los ministros de Dios se hagan verdugos de los indios». De donde, concluye el texto, los han de tratar «con más afecto y término de padres que con rigor de jueces, en tanto que en la fe están tan tiernos los indios».

Es cierto que en la época del dominio incaico los indios eran tratados brutalmente y sin miramientos, por lo que estaban acostumbrados a ser gobernados de manera despótica. Pero ello no podía servir de excusa a la conducta de los españoles, fuesen religiosos o seglares.

El cuidado pastoral de los indios debía incluir también, según lo prescribe el Concilio, la preocupación por su educación social: «que los indios sean instruidos en vivir políticamente», es decir, que «dejadas sus costumbres bárbaras y salvajes, se hagan a vivir con orden y costumbres políticas»; «que no vayan sucios ni descompuestos, sino lavados y aderezados y limpios»; «que en sus casas tengan mesas para comer y camas para dormir, que las mismas casas o moradas suyas no parezcan corrales de ovejas sino moradas de hombres en el concierto y limpieza y aderezo». Como se ve, la evangelización era inseparable de la civilización.

Por cierto que antes de construir era preciso demoler lo que resultaba incompatible con el espíritu del cristianismo. Así los sacerdotes, declara el Concilio, harán lo posible por erradicar la primera de las lacras allí existentes, la idolatría y la hechicería, no dudando en solicitar para ello, si fuera preciso, la colaboración de los organismos civiles. Habrá que proceder a la detención de los indios hechiceros, «ministros abominables del demonio», y «juntarlos en un lugar de modo que no puedan con su trato y comunicación infeccionar a los demás indios». Y ya que «en lugar de los libros los indios han usado y usan como registros hechos de diferentes hilos, que ellos llaman quipos, y con éstos conservan la memoria de su antigua superstición y ritos y ceremonias y costumbres perversas, procuren los obispos que todos los memoriales o quipos, que sirven para su superstición, se les quiten totalmente a los indios».

La segunda lacra que los pastores se esforzarán por destruir es la borrachera, denunciada en los siguientes términos: «Hay entre los indios un abuso común y de gran superstición de sus antepasados en hacer borracheras y taquíes y ofrecer sacrificios en honra del demonio en los tiempos de sembrar y cosechar y en otros tiempos cuando por ellos se comienza algún negocio que les parece importante».

Especial relevancia atribuye el Concilio al deber de la escolarización. «Tengan por muy encomendadas las escuelas de los muchachos los curas de indios y en ellas se enseñen a leer y escribir y lo demás y principalmente que se acecen a entender y hablar nuestra lengua española y miren los curas que con ocasión de la escuela no se aprovechen del servicio y trabajo de los muchachos, ni les envíen a traer yerba o leña...»

Más puntualmente se alude al aprendizaje de la música ya que es «cosa cierta y manifiesta que esta nación de indios está atraída y provocada por encima de todo, al conocimiento y a la veneración de nuestro Dios soberano por las ceremonias externas y solemnidad del culto divino». Por ello se establece que en cada doctrina se abra una escuela de música con maestro, coro e instrumentos: «flautas, caramillos y otros». Toribio, por su parte, exigió que los mismos sacerdotes supiesen y practicasen el canto y la música. Todos los que se tenían que ordenar debían pasar por un examen de música sacra antes de recibir el sacerdocio. Dicha disposición suscitó la composición de himnos, oraciones y parábolas quechuas católicas, un tesoro de cultura quechua clásica.

En orden a llevar adelante el proyecto educativo se erigirían diversos colegios, algunos para hijos de caciques y otros para jóvenes españoles. Hubo incluso algún colegio mixto, de indios y españoles, con el decidido apoyo de Felipe II. Más aún, en la ciudad de Lima se fundó, en 1589, un Colegio Mayor, el Colegio Real de San Felipe, reservado a los indios, un verdadero internado universitario, al estilo de los Colegios Mayores de Salamanca. Quizás fue una ilusión de Santo Toribio, ya que sus alumnos se mostraron incapaces de asumir las exigencias intelectuales y la disciplina de dicho instituto, por lo que hubo de ser cerrado. Los jesuitas ya habían conocido anteriormente el mismo fracaso en otro colegio que instituyeron para hijos de caciques.

El Concilio había insistido una y otra vez en la necesidad de que los pastores que trabajasen con los indígenas fueran competentes. «Lo que principalmente han de mirar los obispos es proveer de obreros idóneos esta gran mies de los indios. Y, cuando faltasen, es sin duda mucho mejor y más provechoso para la salvación de los naturales haber pocos sacerdotes y esos buenos, que muchos y ruines». Especialmente deberán mostrarse libres de todo espíritu de codicia. Ello pareció un requisito tan importante que el Concilio decretó la excomunión ipso facto contra los clérigos dedicados a «las contrataciones y negociaciones que son la principal destrucción del estado eclesiástico». Tales excesos, prosigue el documento, constituye un «total impedimento para adoctrinar a los indios, como lo afirman todos los hombres desapasionados y expertos de esta tierra».

Recuérdese los escándalos financieros del famoso obispo de Tucumán, Francisco de Vitoria, que tanto alboroto había hecho al comienzo del Concilio de Lima. Toribio no se lo dejó pasar. En 1590 le envió una carta donde le decía:


«Habiéndome enterado de que, con mucho escándalo, notoriedad y mal ejemplo, tratáis y negociáis mercancías públicamente, llevándolas a vender a las minas de Perú en persona, y pareciéndome que, más allá de que no podéis dejar de desatender vuestras obligaciones, ocupado como estáis en esos negocios, llevarlos es cosa indigna de vuestro estado y profesión y contrario al derecho, escribo al virrey don García Hurtado de Mendoza que os llame y os diga de mi parte lo que de él oiréis».

Quizás temiendo alguna medida severa, el obispo de Tucumán huyó al Brasil. Finalmente volvió a España, donde reprendido ásperamente por Felipe II en persona, fue recluido en el convento dominico de Atocha, en Madrid, como simple religioso, hasta el fin de su vida. Una buena lección, sin duda. Porque dicho convento era de estricta observancia, y allí se guardaba una pobreza absoluta... Pues bien, la experiencia de ese obispo resultaba ampliamente ilustrativa. Había que evitar que de los seminarios saliesen este tipo de sacerdotes y obispos.

Por eso el Concilio Limense, tras pedir en uno de sus artículos que los sacerdotes cumpliesen su ministerio «con perpetua solicitud de las almas», que «como sucesores de los Apóstoles muestren doctrina y vida apostólica», declara que «los que tienen a su cargo el ministerio de enseñar el Evangelio, de ninguna manera pueden servir a la vez a Dios y al dinero», y estipula una grave sanción a los sacerdotes traficantes, nada menos que la excomunión latæ sententiæ.


La medida tomada por el Concilio pareció demasiado severa a algunos del clero, que elevaron un recurso en su contra a Roma y al Rey. Pero tanto Felipe II como el papa Sixto V dieron la razón a Toribio. El rey de España, en particular, ordenó a todas las autoridades apoyar enérgicamente la ejecución del decreto conciliar. Toribio no dejó de insistir en esta resolución, aprovechando sus visitas pastorales. Al fin logró lo que deseaba. Tanto que en 1602 pudo escribir al Rey: «Queda poco o nada que corregir en este punto [...] Bendito sea Dios, el clero está muy reformado». Por otra parte, había que cuidar que los sacerdotes fuesen suficientes, también en número.

«Advirtiendo –se dice– el abuso perjudicial que en este nuevo orbe se ha introducido de encargarse un cura de innumerables indios, que a veces habitan en lugares muy apartados, no siendo posible instruirlos en la fe ni darles los sacramentos necesarios, ni regirlos como conviene, mayormente teniendo estos indios necesidad de un continuo cuidado de su pastor, por ser pequeñuelos en la ley de Dios...», se estipuló que cada cura de «doctrina» no tuviese a su cargo más de mil almas.

Hoy ello nos llama la atención ya que por la actual escasez del clero hay parroquias de 50.000 y hasta 500.000 habitantes. Ello demuestra, señala Dumont, cuán injusta es la acusación de que en la primera evangelización de los indios, lo único que se logró fue una cristianización tan masiva como superficial. La educación era «personalizada», tanto más que en las doctrinas los sacerdotes procuraban que los chicos anduviesen todo el día con ellos para enseñarles mejor y mantenerlos alejados de los restos de idolatría que aún podían persistir en los miembros de sus familias.

Mejor pocos buenos que muchos mediocres o ruines, se dijo. Pero aun numéricamente el plantel de los sacerdotes y religiosos de Hispanoamérica se acrecentó de manera sorprendente. En los siglos XVI y XVII hubo no menos de mil misioneros en la sola región mexicana de Oaxaca. También en el Perú se produjo una especie de avalancha, no sólo en la arquidiócesis de Lima sino también en las diócesis sufragáneas. Para cada doctrina «vacante», notaba Santo Toribio en 1591, «hacen acto de candidatura veinte o treinta sacerdotes». Los que no obtienen lugar, escribe dos años después a Felipe II,
«sufren hambre, van buscando misas que decir para sustentarse un poco, se alojan en posadas, tratan de conseguir una ocupación como empleados, mayordomos o domésticos de los laicos, reducidos con frecuencia a mendigar, lo que es gran indecencia para el estado eclesiástico [...] a menos que no se hagan soldados o se vuelvan bandidos».

Sólo en la ciudad de Lima, muy poco poblada por aquel entonces, los sacerdotes eran más de cien. Para frenar tal crecimiento tomó Toribio diversas medidas, como por ejemplo prohibir la llegada de nuevos sacerdotes o religiosos del exterior, ofrecer sacerdotes a otras diócesis de América, etc.

Abrumado ante tal exceso de clero, concibió una idea peregrina que propuso a Felipe II, ya anciano, el enviar a España misioneros de América, para evangelizar la Madre Patria y Europa. Porque, escribía al Rey:

«Dios sea bendito que haya tantos sacerdotes y religiosos acá que podrían ser enviados a España para poblar los conventos, y ser afectados a muchos beneficios. Todos los conventos acá están llenos de religiosos y tengo más de cien sacerdotes con los que no sé qué hacer. Se me ocurre que podría enviarlos a España».

Ahora Hispanoamérica se gozaría en devolver la gracia recibida por la intermediación de su Madre Patria. El Rey no supo qué contestar. La situación se mantuvo así por mucho tiempo, como lo deja advertir el tercer sucesor de Toribio en Lima, Arias de Ugarte, quien en carta a Felipe IV el año 1630 le decía que en la sola ciudad de Lima había «más de trescientos sacerdotes jiróvagos».

Ya hemos dicho con cuánta frecuencia se procuró que los sacerdotes aprendiesen las lenguas indígenas, y ello a partir de sus años de seminario. Tal disposición no sólo alcanzaba al clero sino también a los funcionarios reales. Ya Felipe II había enviado en 1580 una Cédula al virrey del Perú exigiéndole que se instaurasen cátedras de quechua en todas las ciudades donde existiese una Audiencia, o sea, en Bogotá, Quito, Cuzco, Santiago de Chile y la actual Sucre.

«Fue arduo el problema lingüístico del Perú –observa Rodríguez Valencia–. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuera el esfuerzo. Y es de justicia y satisfacción mencionar a los Virreyes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensamiento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misional de Santo Toribio». Solórzano Pereira sintetiza la posición de aquéllos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y más conforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somos de mayor capacidad».

Por eso Felipe II, en la Cédula arriba recordada, apoyaba una vez más las disposiciones de Toribio, estipulando que «no debía ser ordenado para el sacerdocio, y no debía recibir licencias para ejercerlo, nadie que no supiese la lengua de los indios». Estableciéronse así cátedras en todas las ciudades con una finalidad directamente misional, ya que en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario, no sólo los funcionarios sino también el clero y los religiosos. Mediante ellas se pretendía, como agregaba el Rey, que los naturales «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra santa fe católica y religión cristiana, olvidando el error de sus antiguas idolatrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho en sacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperidad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copioso fruto de nuestra Redención». El espíritu cristiano que se trasunta en esta Cédula Real está a la altura del famoso Testamento de Isabel la Católica.

Como ya lo hemos señalado, Toribio tomó muy en serio este aspecto de la formación de los futuros sacerdotes. Sin embargo hemos de agregar que la insistencia en la necesidad de conocer las lenguas indígenas, no obstó a que se procurase que los indios aprendiesen la lengua española, de modo que se fuesen integrando en la unidad política de la América hispana. Recordemos que los Reyes del siglo XVI nunca consideraron las Indias como colonias de España, sino como Reinos de la Corona, según lo atestigua el P. de Acosta al escribir: «Desde luego, la muchedumbre de los indios y españoles forman ya una sola república, no dos separadas: todos tienen un mismo rey y están sometidos a unas mismas leyes».


La unidad de la lengua, en este sentido, había de procurarse como un presupuesto necesario. ¿Cómo compaginar dicha política lingüística con la conveniencia de conservar las lenguas autóctonas? Reiteradas veces se discutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificar toda Hispanoamérica en la lengua castellana. La tentación era muy grande, si se piensa en la enseñanza y la administración, la actividad económica y la unidad política. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misional de llevar a los indios el evangelio en la lengua nativa de cada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el castellano a las necesidades misionales», afirma Rodríguez Valencia.

Según era de esperar, así lo advierte Jean Dumont, la pervivencia de las lenguas indígenas, en orden a una mejor evangelización, redujo considerablemente la difusión en América de la lengua española. En 1685, cien años después del Concilio de Lima, una Cédula Real dirigida al virrey del Perú resuelve unificar la lengua de América en el castellano, constatándose que «la lengua india ha sido tan ampliamente conservada en esos naturales, como si estuviesen en el Imperio del Inca».

Puede, pues, decirse, escribe el P. José María Iraburu, que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retrasó en más de un siglo la unificación del idioma en América. Prevaleció el criterio teológico, y se sacrificó el castellano». Esta es la causa histórica de que todavía hoy en Hispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, como el quechua, el aymará o el guaraní. Lo que muestra cómo se equivocan y con cuánta injusticia, quienes afirman que la primera evangelización de América trajo consigo una furiosa hispanización y europeización, una criminal aculturación, atentando gravemente contra la idiosincrasia del indio.

La promoción cultural y religiosa de los indígenas se topó con un escollo. ¿Estaban los indios en condiciones de acceder al sacerdocio? Jerónimo de Loaysa, en sus dos Concilios, había prohibido la ordenación de los indios, no por espíritu racista, ciertamente, actitud que habría sido incompatible con él, que quiso vivir y morir en medio de los indios, no habiendo dejado jamás de defenderlos y cuidarlos, sino en razón de su escasa preparación religiosa y de sus vicios ancestrales.

El Concilio de Toribio, si bien mantiene dicha disposición, dice que ello es hoc tempore, «por el momento». Y, de hecho, en una carta que los padres conciliares enviaron al Rey, le suplican la creación de colegios o seminarios «para que enseñasen y criasen cristianamente los muchachos de estos indios principales y caciques... que por tiempo vendrán no sólo a ser buenos cristianos y ayudar a los suyos para que lo sean, sino también a ser aptos y suficientes para estudios y para servir a la Iglesia y aun ser ministros de la palabra de Dios en la nación».

Toribio quiso abrir a los indios más aptos el camino a las órdenes sagradas. Con todo, sólo llegó a ordenar uno o dos entre ellos. El obispo de Quito, por su parte, consagrado como tal por su amigo Santo Toribio, fundaría en su sede un Seminario de indios, explicando al Rey que el motivo principal era «por la esperanza que se tiene del fruto que podrán hacer los naturales más que todos los extraños juntos».

¿Y qué hacer con los mestizos? Al principio se les abrió las puertas al sacerdocio. Pero la experiencia mostró que por el momento ello no era conveniente. Ya el virrey Toledo, al terminar una visita por diversas regiones del territorio a su cargo, escribía al Rey lamentando que los prelados «hayan ordenado a muchos hijos de españoles y de indias», con efectos negativos. En consecuencia de dicho informe, el Rey prohibió para en adelante la ordenación de mestizos. Lo mismo hizo la Compañía de Jesús, por voto unánime de su congregación provincial de 1582. La normativa de la Corona hispana era que «fuesen preferidos los patrimoniales e hijos de los que han pacificado y poblado la tierra», según lo estableció Felipe II en Cédula Real, «para que con la esperanza de estos premios se animase la juventud de aquella tierra».

Como la decisión del Rey no era taxativa, el Concilio de Lima permitió de nuevo la ordenación de mestizos, pero al mismo tiempo urgió con tanta severidad los requisitos de idoneidad exigidos por Trento para el sacerdocio, que en la práctica Toribio ordenó muy pocos de ellos. De hecho, la única condición que se puso fue que se respetasen los cánones de Trento, esto es, que fuesen «hombres de buena vida y de suficientes letras y que tienen noticias de esta tierra». Los obispos sufragáneos de Lima mostraron, por lo general, la misma reserva. No hubo, pues, en Toribio y en los demás obispos ningún prejuicio de índole racial, sino simplemente escrupulosidad en el cumplimiento de las decisiones de Trento tocantes a la idoneidad de los candidatos.

Tal fue el famoso Tercer Concilio de Lima y tales fueron sus benéficas consecuencias. Dos Concilios más celebraría Toribio, según lo disponían las leyes canónicas. Al primero de ellos acudió uno solo de sus sufragáneos, el de Cuzco; los demás estaban enfermos o imposibilitados de asisitir. En el segundo, sólo se hicieron presentes los obispos de Panamá y de Quito. Como se ve, no tuvieron mayor relevancia, y ni siquiera se vieron confirmados por la Santa Sede. En cambio sí la tuvo el Tercer Concilio. Lo que Trento significó para la Iglesia en su conjunto, así el de Lima para Hispanoamérica.

No otra cosa afirma el historiador A. Egaña: «El concilio tercero limense, se puede decir, fue para la Iglesia sudhispanoamericana lo que el Tridentino para el universal catolicismo, admitidas las lógicas diferencias internas y finalidades relativas de ambas justas conciliares. Y es de ello prueba fehaciente el que el concilio de Santo Toribio sobrevivió aun después de siglos. Así se proyectó en los Andes la estatura gigantesca de Trento». De sus decisiones ha escrito V. Rodríguez Valencia que «son la pastoral moderna de Trento aplicada escrupulosamente, como una proyección fiel, a la Iglesia americana en formación. Y el más avanzado código social, aun en sus aspectos laborales, que conocemos de esos siglos».

Santo Toribio ha sido parangonado con su contemporáneo, el arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, con quien tiene tantos rasgos comunes que se dirían almas gemelas. Sabido es que a San Carlos le cupo desempeñar un papel decisivo en la postrera etapa del Concilio de Trento. Luego sería un modelo realmente paradigmático del obispo soñado por aquel Concilio para el cumplimiento de sus propósitos pastorales. Pues bien, lo que San Carlos Borromeo fue para Italia, eso fue Santo Toribio para el continente hispanoamericano. Santo Toribio amó entrañablemente el Concilio limense. Por un contemporáneo suyo sabemos que «no le dejaba de las manos y así lo sabía casi todo de memoria».

No se crea que el Concilio fue aceptado fácilmente en España y en Roma. Incluso desde Lima se elevó un recurso de apelación a la Santa Sede, donde se decía que las sanciones, sobre todo las referentes al clero, eran demasiado severas. El P. de Acosta, en nombre de Santo Toribio, viajó entonces a Madrid y a Roma para explicar y defender lo resuelto en dicha asamblea. En 1585 se logró que Felipe II lo aprobara mediante una Real Cédula. La Santa Sede, por su parte, luego de morigerar ciertas sanciones y retocar algunas disposiciones, dio una aprobación categórica al conjunto de la obra. Las cartas de los cardenales Caraffa y Montalto al arzobispo Mogrovejo, ambas de 1588, le comunicaron la aprobación del Papa, el cual «os alaba en gran manera», le dicen, al tiempo que lo felicitan efusivamente, viendo en los decretos del Concilio de Lima una aplicación inteligente del Concilio de Trento al mundo cristiano de la Indias meridionales.

En la práctica, el Concilio fue recibido con general beneplácito, alcanzando una vigencia perdurable por su lenguaje claro y asertivo, por su contenido enérgico, por la valentía y sinceridad con que tuvo en cuenta la situación real del Virreinato. Fue, a no dudarlo, una esclarecedora aplicación de la reforma tridentina en América, con especial atención a la evangelización efectiva de la población indígena, pero comprometiendo en dicha empresa a españoles y criollos, sacerdotes y seglares, en orden a edificar una ciudad cristiana desde sus cimientos, o para establecer, como diría un contemporáneo de nuestro Arzobispo, el presidente del Consejo de Indias, don Juan de Ovando, «una república formada y política, así en lo espiritual como en lo temporal, siendo una Iglesia, un Reino y una República, en que se guarda una misma ley, y en todas partes vayan en una misma consonancia y conformidad».

Con frecuencia los textos de aquel Concilio hablan de «la nueva Cristiandad de estas Indias», «esta nueva heredad y viña del Señor», «esta nueva Iglesia de Cristo»... En tales expresiones se refleja la intención profunda de querer construir con la gracia de Dios un nuevo mundo cristiano. Y de hecho lo lograron. El P. Iraburu señala que a este Concilio de Lima, y al que dos años más tarde, en 1585, se realizaría en México, se debe en buena parte que hoy la mitad de la Iglesia Católica sea de lengua y corazón hispánicos.

Una planta espléndida de la pujante y juvenil Iglesia que echaba raíces en el Nuevo Mundo fue Garcilaso de la Vega, llamado el Inca. Nació en Cuzco, el año 1539, hijo de un capitán español, conquistador y protector de indios, y de la princesa inca Chimpu Cello, nieta de Huayna Capac Inca, último emperador del Perú; «indio católico por la gracia de Dios», le gustaba decir. Su madre le había enseñado no sólo el idioma de sus mayores, sino también la historia de la familia, lo que despertó en su interior el deseo de conocer más a fondo las grandezas del desaparecido Imperio. Le animó para que llevase adelante dicho propósito un jesuita criollo, el P. Blas Valera, que era historiador.

Se lanzó entonces a recorrer el país, recogiendo de boca de los aborígenes las tradiciones más antiguas. Modelo apostólico de la nueva cristiandad, nuestro Inca Garcilaso se trasladó a España, donde sirvió en el ejército y combatió a las órdenes de don Juan de Austria. Luego se instaló en Andalucía, apadrinando neófitos cristianos de origen musulmán, en la iglesia principal de Montilla, ciudad natal de Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, y de San Francisco Solano. Murió en Córdoba en 1616. Excelente literato, publicó varios libros como Comentarios reales que tratan del origen de los Incas, donde se habla de «la preparación evangélica» que el cristianismo encontró en las culturas ancestrales del Imperio Inca; Historia general del Perú, y otros. Su escudo heráldico, con elementos incas e hispánicos, sostenidos por dos indios de pie, resplandece en hierro dorado sobre la verja de la Capilla de Armas de Córdoba.

El Concilio de Santo Toribio encontró amplia resonancia en todas las diócesis sufragáneas de Lima, entre otras en la de nuestra patria. Por lo que al Tucumán se refiere, el primer sínodo de Santiago del Estero, celebrado en 1597 por el obispo fray Fernando de Trejo y Sanabria, incluyó los documentos del tercer concilio limense para que «se guarde y cumpla en este nuestro obispado enteramente». Dicho Concilio seguiría influyendo, por lo demás, en todas las diócesis dependientes de la sede limeña, aun después de que éstas, desmembrándose de la metropolitana, integraran nuevas jurisdicciones.

IV. El Obispo acróbata

No fue, por cierto, el Concilio la única obra emprendida por nuestro Santo. Estuvo también en el transfondo de muchas iniciativas apostólicas, por ejemplo el establecimiento de monasterios de vida contemplativa, que consideraba como la logística de su actividad pastoral. De manera particular se interesó en la fundación del convento de Santa Clara, levantado a unas nueve cuadras de la Catedral, donde se había de observar de manera estricta la regla franciscana, corrigiéndose así cierta relajación de la observancia religiosa que se podía observar en otros monasterios. Fue en el año 1605 cuando se inició dicha fundación, donde enseguida ingresaron doce jóvenes, hijas de conquistadores. Grande fue el afecto que le tuvo Santo Toribio, al punto de disponer en su testamento que su corazón fuese allí sepultado, como en efecto se hizo.

En otro orden de cosas, promovió los gremios de carpinteros, albañiles y canteros, formados por indios y criollos, agrupados en cofradías. Sus miembros, que recibían diariamente instrucción religiosa, daban de comer a los pobres y visitaban a los enfermos. Comulgaban, asimismo, con frecuencia, y los sábados los dedicaban a la Santísima Virgen.

Pero lo que se destaca con más relieve en la actitud pastoral del Santo son sus numerosas e inteligentes giras apostólicas. Era, por lo demás, lo que prescribía el Consejo de Indias, concretando las decisiones del Concilio de Trento, y que el mismo Toribio urgió a los obispos presentes en el Concilio de Lima: «es digno de mucha reprensión no salir en prosecución de la visita el arzobispo en propia persona no estando legítimamente impedido».

Precisamente uno de los documentos más hermosos del Concilio, la Instrucción para visitadores, fue obra suya. La arquidiócesis de Lima, lo hemos dicho, abarcaba una inmensa extensión. El Arzobispo entendía claramente que no le era lícito encerrarse en la curia. Debía «conocer» a sus ovejas, conocerlas personalmente. Y vaya si lo hizo. La superficie que abarcaron sus correrías y el número de personas a las que llegó su solicitud pastoral sobrepasa todo cuanto es posible imaginar. Dedicó a ello catorce largos años, en tres grandes visitas generales de siete, cinco y dos años, respectivamente. Sólo lo detendría la muerte, siempre en camino.

La Primera Visita duró desde 1584 a 1588. Su recorrido fue de más de dos mil leguas, catequizando a medio millón de infieles. Durante esa larga gira, sólo regresó a Lima una vez, permaneciendo allí durante quince días, para consagrar a un obispo, y también para organizar una colecta de dinero ordenada por el rey Felipe II en favor de la Armada Invencible. Cumplidos ambos encargos, regresó para continuar el itinerario que se había trazado. Él entendía que «su Arzobispado y él debían estar donde más se requiere su ayuda pastoral». Era un pastor en búsqueda, sobre todo de «sus ovejas humildes», como le gustaba decir.

Con todo, no descuidaba la atención general de la diócesis. Desde cualquier sitio donde se encontrase no dejaba de tomar decisiones y mantener fluido contacto con el Rey y con el Papa. A este último le relataba detalladamente lo que iba haciendo: quería conocer y apacentar sus ovejas, le decía, corregir y remediar lo que necesitaba enmienda, predicar los domingos y fiestas a indios y españoles, a cada uno en su lengua. Recorrió así lugares donde ningún obispo había llegado de visita. Súmese a esa proeza la precariedad de los medios de locomoción en aquellos tiempos. Pero él no se amilanaba, enamorado como se sentía de las ovejas que Dios le había encomendado.

El recorrido de Santo Toribio, en este primer viaje resulta impresionante, según se advierte con sólo seguirlo en el mapa. Cualquiera que conozca el Perú, aunque sea someramente, podrá darse cuenta el enorme sacrificio que realizaba este gran obispo, un verdadero misionero, transitando caminos casi inaccesibles y que hoy nos parecerían del todo impracticables.

El Santo hacía su entrada en el pueblo, si es que lo había, en la forma estatuida por los cánones del Tercer Concilio, que Toribio fue el primero en cumplir puntualmente. Apenas llegado al lugar, se dirigía a la iglesia, donde permanecía largo rato en oración. Después celebraba la Santa Misa y se dirigía a su alojamiento, que ordinariamente era la casa del párroco. Visitaba luego iglesias, monasterios, cofradías y los lugares de trabajo de los indios. En los pueblos que de antemano sabían de su llegada, se celebraban en su honor coloridas fiestas. Los indios, ataviados de sus mejores ropas tradicionales, lo esperaban con bailes incaicos. «Padre santo viene –decían en su incipiente castellano–, venga en buena hora. Nuestro Tata nos dará bendición. Nosotros querer a ti Tata».

Un padre jesuita que lo conoció de cerca decía que «era muy tratable y muy conversado, y tenía tanto amor que los metía en sus entrañas como si fuera padre de cada uno». A los indios, según lo señalamos, les hablaba en su lengua. Cierta vez un cacique le dijo que estaban muy contentos «porque su quechua era claro y todos lo entendían». Cuando continuaba su viaje a otro pueblo, los indios lloraban, como si de ellos se estuviese alejando su padre verdadero. Estas escenas y muchas otras, que se repitieron en sus prolongadas visitas pastorales, se difundieron por todas las provincias del Virreinato, dándole fama y suscitando creciente confianza en su labor pastoral.

En su Segunda Visita, de 1593 a 1598, recorrió unos 7.500 kilómetros, catequizando, bautizando y confirmando a no menos de 350.000 indios. Con estas dos primeras giras se puede decir que había recorrido prácticamente toda la Arquidiócesis, y algunos lugares, más de una vez. Parecería que se hubiese podido dar por satisfecho con el conocimiento que de la Arquidiócesis había adquirido, pero su celo de Pastor no dejaba de arder.

Y decidió «volver a las andadas». Sería su Tercera Visita, de los años 1601 a 1606. «Fue su vida una rueda –escribe su primer biógrafo, A. León Pinelo–, un movimiento perpetuo, que nunca paraba. Y si la del hombre es milicia en la tierra, bien mereció el título de soldado de Cristo Señor nuestro, pues nunca faltó a lo militante de su Iglesia, para conseguir el premio en la triunfante, que piadosamente entendemos que goza».

El temple de Toribio era de hierro. Un cronista nos cuenta que en cierta ocasión, tras azarosas aventuras ocurridas en el transcurso del viaje, llegó por fin a un pueblo de indios muy pobre. Estaba exhausto, ya que durante su trajinar, había padecido enfermedades, fiebres y frío, de modo que no bien llegado se acostó a descansar y dormir. Sin embargo, al día siguiente se levantó como si nada, celebró la Misa, y se puso a predicar, mostrando gran regocijo por servir a los indios. Era más poderoso su celo que su fatiga.

Aventuras no le faltaron. Veamos lo que en carta al Rey cuenta que le pasó durante otro de sus viajes:

«Salí hará ocho meses en prosecución de la visita de la provincia de los Yauyos, que hacía catorce años que no habían ido a confirmar aquella gente, en razón de tener otras partes remotas a que acudir y en especial al valle asiento de Huancabamba, que hará un año fui a él, donde ningún prelado ni visitador ni corregidor jamás había entrado, por los ásperos caminos y ríos que hay.

«Y habiéndome determinado a entrar dentro, por no haberlo podido hacer antes, en razón de lo que tengo referido, me vi en grandes peligros y trabajos y en ocasión que pensé se me quebraba una pierna de una caída, si no fuera Dios servido de que yéndose a despeñar una mula en una cuesta, adonde estaba un río, se atravesara la mula en un palo de una vara de medir de largo y delgado como el brazo de una silla, donde me cogió la pierna entre ella y el palo, habiéndome echado la mula hacia abajo y socorriéndome mis criados y hecho mucha fuerza para sacar la pierna, apartando la mula del palo, fui rodando por la cuesta abajo hacia el río y si aquel palo no estuviera allí, entiendo me hiciera veinte pedazos la mula.

«Y anduve aquella jornada mucho tiempo a pie con la familia y lo di todo por bien empleado, por haber llegado a aquella tierra y consolado a los indios y confirmándolos y el sacerdote que iba conmigo casándolos y bautizándolos, que con cinco o seis pueblos de ellos tiénelos a su cargo un sacerdote, que por tener otra doctrina, no puede acudir allí si no es muy de tarde en tarde y a pie, por caminos que parecen suben a las nubes y bajan al profundo, de muchas losas, ciénagas y montañas [...]»

Imaginamos la emoción del Rey al leer esta carta, el gusto que su corazón tan católico habrá experimentado de contar con tales pastores. Pueblo tras pueblo, sin dejar ninguno. No se lo hubiera permitido su celo pastoral. Sin embargo, tampoco quería limitarse con visitar los pueblos. Su amor, lleno de afecto y de ternura, llegaba hasta las chozas, por perdidas y pequeñas que fuesen, catequizando a sus moradores con tanto gusto que pareciera poner la vida por cada uno de ellos.

«Cuando visitaba la Diócesis –nos cuenta un testigo–, en sabiendo que algunos indios vivían fuera de sus pueblos, en valles, sierras o arcaduces, por excusarles el riesgo del camino, se exponía a padecerle y los iba a buscar y donde los hallaba los adoctrinaba. Habiendo mandado, en cierto paraje, que le trajesen todos los niños que se habían de confirmar a un pueblo, le dijeron que iba muy grande un río que habían de pasar, y luego mandó que no trajesen ninguno, que él los iría a buscar. Porque valía más –dijo el Santo Prelado– que peligrase la vida de su pastor que la de una de sus ovejas. Tuvo tan gran memoria, afirma Diego de Córdoba, que casi conocía a todos los indios de su Arzobispado y los llamaba por sus nombres y todos lo conocían a él, como al Buen Pastor del Evangelio».

En cierta ocasión, refiere otro testigo, estaba visitando un lugar ubicado a 300 leguas de Lima. Al enterarse de que en unos parajes que estaban despoblados se habían refugiado algunos indios cimarrones y delincuentes, para ocultarse de las autoridades españolas, decidió ir a encontrarlos, aunque estaban a 30 leguas de distancia, para poder adoctrinarlos, sacarlos de su aislamiento, y «reducirlos» en algún lugar donde pudieran tener sacerdotes que los atendiesen.

Otra vez sucedió algo que resulta particularmente conmovedor. Tras una intensa jornada a pie, como se iba poniendo el sol, el Obispo y sus acompañantes se vieron obligados a acampar en plena falda de la montaña. Después de rezar juntos el Oficio, Toribio cenó frugalmente y los exhortó a retirarse enseguida a descansar, ya que al día siguiente había que madrugar para llegar a tiempo a un pueblo próximo donde debía celebrar la Misa antes del mediodía. Ello no resultó posible ya que desde algún lugar de las montañas circundantes llegaban a veces con el viento las melodías tan melancólicas de la música indígena, interpretada con instrumentos incaicos, sobre todo quenas y zampoñas.

A veces sólo se oía el retumbar del tinya, especie de tambor indígena. Pasaban las horas y la música se escuchaba con más frecuencia e intensidad a medida que arreciaba el viento, proveniente justamente de aquel lugar. Don Sancho Ávila, siempre tan atento con el Obispo, se le acercó y le propuso ir él hacia la zona de donde provenía la música para pedirles que dejasen de tocar. «Calma, querido Sancho –le respondió Toribio–. Deja que esas almas humildes y buenas desahoguen su tristeza. ¿Acaso no sabes que la música es el fiel reflejo de lo que sienten los corazones? Escucha las notas de esa quena. ¿No te parece que quisiera hablar?».

No deja de ser admirable el respeto que Toribio manifestaba por la cultura incaica. Quizás viese en ella, como señala Dumont, huellas de aquella «preparación evangélica» de que hablaba Eusebio de Cesarea en el siglo IV, refiriéndose a las civilizaciones de la antigüedad. Justamente en tiempos de Toribio, encontraba el Inca Garcilaso en el Imperio de sus antepasados diversos elementos que parecían disponer los espíritus para la revelación cristiana, como el monoteísmo que profesaba la élite inca, la práctica de la penitencia y el ayuno, y sobre todo el reconocimiento de un Dios creador. Por lo demás, una antigua tradición que encontramos en toda América, pero especialmente en la zona dominada por los incas, sostenía que en tiempos remotos había pasado por Perú un apóstol que predicó la existencia de un Dios único e incluso de un Redentor, preanunciando asimismo la futura llegada de nuevos discípulos que enseñarían lo mismo que él.

Volvamos a los viajes de nuestro incansable Arzobispo. No hay que olvidar lo que eran los caminos en aquellos tiempos, o lo que de ellos quedaban de los viejos chasquis, como se llamaban los correos del Imperio incaico. En algunos lugares sólo había estrechos senderos para mulas y en la mayoría de los casos la sola posibilidad de ir a pie, con grandes dificultades y riesgos. Eran, como dice el P. de Acosta, caminos de cabras, cervis tantum pervia, aptos sólo para los ciervos. En alguna ocasión Toribio hubiera podido ser llevado en litera, pero se había negado a ello «sólo por no dar molestia ni trabajo a los indios».

Por otra parte, el clima de los lugares que nuestro Santo recorría, variaba enormemente. Cuando caminaba por las llanuras, los calores resultaban a veces sofocantes. Cuando transitaba por las alturas, por ejemplo en los Andes, cuyas cimas alcanzan allí los 7000 metros, el frío era como para congelarse. Solórzano Pereira ha destacado «la gran variedad de temples en las provincias peruanas, en cuyos llanos nunca llueve, ni nieva, ni se oyen rayos, truenos y relámpagos, siendo ello tan frecuente en las sierras que distan de ellos sólo diez leguas, y caen debajo de la misma línea y altura de grados».

Si bien el Arzobispo tenía la salud de hierro, era sin embargo de complexión delicada; su estilo de vida en España había sido más bien académico y sedentario. Ahora se veía obligado a adaptarse, sin más, no sólo a las grandes caminatas sino también a los fuertes contrastes. Ni siquiera sus criados indios aguantaban a veces cambios climáticos tan bruscos, como sucede aún en nuestros días, experimentando lo que llaman el «soroche», o mal de montaña, propio de los grandes desniveles. En fin, la geografía del Perú era, según dice uno de los biógrafos de Toribio, «una geografía de acróbatas natos».

El trajinar del Arzobispo fue casi un vuelo de águila por los Andes y por los valles, sin cejar, durante meses, durante años, con su equipaje al hombro o sobre las mulas, llevando allí el altar portátil, el misal, el atril, los ornamentos y una cama plegable. Así atravesaba selvas, llanos, ciénagas y ríos, o trepaba aquellas alturas majestuosas, entre abruptos precipicios… A veces debía caminar «con lodo hasta las rodillas». Si tenía que dormir al sereno, usaba como cabezal la montura de la mula, que también le servía de paraguas, en caso de aguacero. Las condiciones de estos viajes, sobre terrenos casi constantemente hostiles y vírgenes, eran las mismas que habían debido soportar los conquistadores, situación que también lo emparentaba espiritualmente con ellos.

Así Toribio fue haciendo la visita particularizada de su extensa Arquidiócesis. Su ímpetu pastoral derribaba todos los obstáculos que encontraba a su paso. Cierto día, tras haber administrado el sacramento de la confirmación, en larga ceremonia a los habitantes de un pueblo, siguió su camino, teniendo que trepar trabajosamente una cuesta larga y muy abrupta. Al llegar arriba le dijeron que un indio se había quedado sin confirmar en el pueblo y que enseguida se lo traerían. Pero al enterarse de que dicho indio estaba enfermo, pidió que no se lo trajeran; él retornaría al pueblo, no fuera que aquél corriese el peligro de morir en el camino. Y así, volviendo a descender la larga y riesgosa cuesta, llegó al pueblo y confirmó al indio. «Lo que llenó a todos los testigos de espanto, a tal punto el camino era peligroso».

Quienes le acompañaban nos cuentan que a veces bajaba, como en el caso que acabamos de relatar, por enormes barrancos, otras trepaba montes en la misma cordillera de los Andes, o pasaba junto a volcanes crepitantes, pero lo más arriesgado, nos aseguran, era tener que cruzar los grandes ríos que surcan el Perú, como el Marañón o el Santa.

Para poder hacerlo tuvo a veces que recurrir a inauditos ardides. El problema no se planteaba cuando las aguas corrían mansas, en cuyo caso se echaba en flotadores de calabazas vaciadas o en balsas de juncos. El asunto era cuando corrían vertiginosas, sea porque así fluían habitualmente, sea porque había ocasionales crecientes. Entonces tenía que mostrar todo su temple y su coraje de apóstol. «Le vio este testigo –dice su secretario– pasar ríos muy caudalosos y grandes, metido en un cesto por una cuerda, con grandísimo riesgo». En otras circunstancias no servían ni balsas ni flotadores, ya que la correntada era de tal furor que arrasaba con todo lo que se pusiera delante.

Cierta vez hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes; el Arzobispo se colgó de él, y así pudo cruzar hasta la otra orilla, escuchando el estruendo vertiginoso del río desbocado a sus pies. Así lo había visto hacer algunas veces a los indios y a los monos de la selva. Una vez cumplida su misión pastoral, nuevamente la misma operación a la inversa. Otras veces lo hacía colgado de una maroma o soga de cáñamo, accionada por los indios desde las orillas. En una oportunidad tuvieron que sacarlo del río, «donde, si los criados que con él iban no le socorrieran, se ahogara».

Todo lo aceptaba sin quejarse. Refiriéndose a una de esas visitas declara uno de sus secretarios: «Duda este testigo que haya prelado en estos reinos que se pusiese al trabajo y peligro como se puso el dicho señor arzobispo en tomar tan a pecho la visita», que emprendía «con celo evidentísimo del aprovechamiento de sus ovejas».

En cierta ocasión llegó a un pueblo donde los indios estaban apestados. No por ello se arredró, cuenta Sancho Dávila, ya que estando los indios enfermos en sus hogares, «se andaba el dicho señor arzobispo de casa en casa a confirmarlos, sufriendo el hedor pestilencial y materia de dicha enfermedad. En lo cual conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le haría sufrir y hacer lo que ni persona particular pudiera hacer».

Las peripecias fueron innumerables. En uno de esos viajes, volviendo a caballo de las montañas, comenzó a bajar una pendiente larguísima, «de más de cuatro leguas», que los indios llamaban «la pedregosa». Poco a poco se fue haciendo oscuro, y para colmo estalló una de esas tormentas súbitas que suelen acontecer en la región andina, en medio del fragor de los truenos. Toribio, acompañado de un criado, Diego de Rojas, seguía adelante, con tenacidad obstinada. Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». Pero a pesar de sus palabras de aliento, los acompañantes empezaron a dispersarse hasta que «se fueron todos, quedando, unos caídos, y otros derrumbados con sus caballos».

En medio de este desconcierto, el Arzobispo cayó bruscamente de su cabalgadura, en forma tan violenta que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a su llamada, y todos creyeron que estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo. Se sacó entonces la sotana, que estaba totalmente embarrada, y apretando fuertemente su cruz pectoral, volvió a emprender el camino, sostenido por sus compañeros, desmayándose varias veces. Estaba descalzo, ya que sus botas habían quedado hundidas en el barro. Cuando asomó la luna, divisaron un tambo, o ranchería, donde llegaron como pudieron. No había nadie. El Arzobispo quedó tendido, helado, exangüe, como muerto. Su paje, Sancho Dávila, «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos lo daban por perdido, pero a Sancho se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola al fuego, frotar con ella al Arzobispo, hasta que logró que volviera en sí.

Ya de día comenzaron a llegar algunos indios. El Santo se encontraba mejor, de nuevo dispuesto a todo. Celebró la Misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó establecidas, en medio de aquellas serranías desoladas, dos doctrinas que integraron 600 indios.

Comentando esta hazaña escribe Sánchez Prieto: «Mientras los indios, a coro, lloraban con muchas veras su partida como si les ausentase su verdadero padre, él se sentía redentor también, con Cristo, por su propia sangre derramada en aquella solemne misa de pontifical sobre la cruz inmensa de los Andes. Una misa pontifical sin más atuendos prelaticios que la púrpura de su cuerpo a punto de víctima inmolada, entonando el aleluya del triunfo de la caridad más sublime en las cimas inaccesibles, de cóndores y ángeles, donde triunfaba también la pastoral misionera más audaz que él había llevado a América. El disco del sol sellaba, como una custodia de gloria eucarística, esta primera misa solemne sobre la cruz de los Andes, encarnada en el ara viva de nuestro arzobispo santo».

En varias circunstancias los testigos nos refieren hechos semejantes. Una vez, cuentan, haciendo con él un largo trayecto por las montañas, vieron que se desmayaba. Caído en el suelo, no daba señales de vida. Tomaron entonces un palo largo, y atando a él tres o cuatro mantas de los indios, lo cargaron, creyendo que había muerto. El que nos lo cuenta refiere que hizo fuego en torno y con un paño le refrescó, por si acaso, el corazón y el pecho. Luego de dos horas, el Arzobispo estaba lo más bien, como si nada hubiera pasado, durmiendo esa noche al descampado en aquella montaña. No había cueva alguna en las serranías, pero sí osos, leones y monos.

Al amanecer, sus acompañantes hicieron, debajo de los árboles, un cerco a manera de capilla, con palos y cañas. Allí Toribio celebró serenamente la Santa Misa, y luego siguió su camino hasta llegar al pueblo donde se dirigía. Otro testigo de sus andanzas cuenta que, en cierta ocasión, viendo que había varios indios en unos despeñaderos de difícil acceso, donde no se podía bajar ni a caballo ni a pie, el Arzobispo se apeó de su mula y se arrojó hacia abajo, con un bordón en la mano, cayéndose y levantándose, sin que pudiesen seguirle sus acompañantes. Estos relatos los tenemos de testigos que luego declararían en su proceso de beatificación. Aunque hubiera un solo indio en el cerro más alto, nos dicen, hacia él se dirigía, porque el asunto de la salvación era demasiado serio como para andar con vueltas.

Incluso se adentraba en zonas de indios salvajes y belicosos. Cuando así sucedía, sus acompañantes, llenos de miedo, le pedían que no siguiese adelante. Pero su respuesta era siempre la misma: «Había mucha necesidad de doctrina y los indios no la tenían». Era imposible seguirle arguyendo, «que por Dios más que aquello se había de pasar». En tales ocasiones los que iban con él solían dejarlo solo. El único que permanecía siempre a su lado era aquel escudero inefable, don Sancho Dávila, su fiel acompañante.

Una de esas veces, apareció en el horizonte un grupo de indios hostiles, con flechas envenenadas. El Arzobispo se dirigió animosamente hacia ellos, con la intención de reducirlos. Nos cuenta alguien que en esa coyuntura se animó a escoltarlo, y que luego sería testigo en el proceso de canonización de Toribio, que cuando vieron a éste con la cruz en alto, los indios le abrieron paso, pero mirándolo con ojos recelosos. Muerto de miedo, el que lo acompañaba se puso de rodillas y le suplicó que retrocediesen, porque si no morirían indefectiblemente, y «habiéndolo oído dicho siervo de Dios y llevado su rostro con el fuego del amor de Dios y llevado de la caridad evangélica proseguía en su demanda diciendo: que no podía haber guerra donde estaba la paz de Dios». Permaneciendo solo, siguió adelante, y tras convencer a los indios, los indujo a recibir el bautismo, para lo cual se quedó allí durante mucho tiempo.

Luego de dejarlos reducidos, salió de ese lugar y prosiguió su visita por otros parajes, donde se le juntó de nuevo el timorato declarante. Varios de los que integraban su comitiva nos cuentan que en sus largas correrías «iba alabando a Dios y cantando la letanía de la Madre de Dios». Se conservan aún dichas letanías, llamadas «de Santo Toribio de Mogrovejo» o «Letanías del Concilio de Lima», y se las sigue rezando todavía hoy en la capital del Perú. Contiene bellas invocaciones, en número mayor que las lauretanas, donde se incluyen la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora y su gloriosa Asunción a los cielos, con varios siglos de anticipación a la proclamación dogmática de ambos misterios. Dos de los acompañantes del Santo Arzobispo, que respondían a las invocaciones del rezo litánico, comentaban: «No parecía sino que venía allí un ángel cantando la letanía, con lo cual no se sentía el camino».

Destaquemos este aspecto mariano de la pastoral del Santo, trovador de Nuestra Señora. Se ha dicho que a través de la devoción a la Santísima Virgen que él supo tan bien inculcar, logró llegar a las raíces del alma indígena, la cual adhirió, con toda la ingenuidad de su alma primitiva, a los misterios de la Madre de Dios.

La idea de un ser todo belleza y pureza, arquetipo de santidad y de amor, iluminó la inteligencia y transfiguró el sentimiento de los aborígenes. La desconfianza y el temor instintivos fueron dejando lugar a la entrega y el abandono filial. Y como el Santo supo fomentar también la devoción mariana en los españoles y en los criollos de las ciudades hispánicas, puede decirse que el culto mariano fue el quicio que vinculó las diversas razas y estamentos, así como la expresión más sublime de la conciencia religiosa del Virreinato. A ello se unió, por supuesto, el culto de la Sagrada Eucaristía, que fascinó el alma indígena, desplazando totalmente los ritos ancestrales, formales y fríos.

Toribio aprovechó sus giras pastorales para erigir iglesias donde no las había, de modo que no quedase pueblo sin templo. Trataba que la propia población tomase parte en la edificación de la suya. Cuando la decisión estaba tomada, él mismo quería llevar en sus manos la piedra que se había de asentar primero. Si la iglesia del lugar se encontraba deteriorada, los animaba a restaurarla. Luego procuraba dotarlas de imágenes y ornamentos. Los indios se emulaban porque el templo de sus pueblos fuese el mejor de la zona, aunque las distancias fuesen cortas entre los diversos poblados.

Todavía hoy subsisten muchas de esas iglesias y ermitas, que testimonian la piedad y devoción de los sencillos moradores de aquellas serranías. El Arzobispo quería, asimismo, que junto a la casa parroquial se construyese un colegio para la educación de los niños del lugar. Éstos aprendían a leer el Catecismo del Tercer Concilio de Lima, adquiriendo cada cual un ejemplar impreso en su lengua.

Asimismo fomentó la construcción de hospitales para las comunidades indígenas. El Rey, y luego el Consejo de Indias, habían decidido que parte del tributo de los indios debía ser inmediata y efectivamente invertido en la creación y mantenimiento de dichos hospitales, pero estipularon que ello estaría bajo el control del Arzobispo. «Yo declaro, deseo y es mi voluntad –escribía Felipe II a Toribio– que vos y vuestros sucesores en ese arzobispado podáis inspeccionar los bienes pertenecientes a los hospitales de indios». Cada hospital tenía un médico con salario fijo, y disponía, en caso de necesidad, de los servicios del cirujano de la zona, que debía visitarlo regularmente.

Preocupóse también nuestro Santo por acrecentar las vías de comunicación. Ya en el Concilio se había planteado el problema de la precariedad de los caminos y puentes, por cuya causa sucedían numerosos accidentes, a veces mortales, con peligro de que los indios muriesen sin sacramentos. Especialmente en su último viaje, el Arzobispo habló con las autoridades políticas, así como con los párrocos, para ver de remediar dicha deficiencia, porque es necesario, decía el prelado, «atender al bien espiritual y corporal de los indios». Esta motivación aparece frecuentemente, como si fuese un estribillo en sus escritos. Advirtamos, de paso, cómo una finalidad espiritual, cual es la salvación de las almas, puede tener incidencias en el orden temporal. Los caminos no servirán sólo para intercomunicar las personas y los lugares, sino también para facilitar la administración de los sacramentos.

En sus diversas giras pastorales, Santo Toribio se preocupó particularmente en administrar a sus fieles la confirmación, sacramento por el cual sentía una especial devoción. Sus manos se cansaban de tanto confirmar. En cierta ocasión, lo estaba haciendo en una parroquia. Al terminar la ceremonia fue a almorzar, pero de pronto se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si a lo mejor no faltaría alguno por confirmar. Éste comenzó a dar vueltas, ya que no se animaba a confesárselo, pero ante la insistencia del Obispo hubo de decirle que sí, que a un cuarto de legua, en una cueva, había un indio enfermo, que no había podido venir.

Allí mismo Toribio interrumpió el almuerzo, «se levantó de la mesa», y se dirigió hacia donde se encontraba aquel hombre, juntamente con el sacerdote. El indio estaba en un altillo, al cual había que subir por una escalera. Después de prepararlo debidamente, lo confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas», dice el testigo. A eso de las seis de la tarde regresó, y acabó su interrumpido almuerzo. Se dice que a lo largo de sus 40.000 kilómetros de viaje confirmó casi un millón de personas, cifra cumplidamente registrada en los libros parroquiales.

Uno de los feligreses que Toribio confirmó merece especial referencia. Se trata de una niña llamada Isabel Flores Oliva, que luego cambiaría su nombre por el de Rosa, y sería la primera santa peruana, patrona de América: Santa Rosa de Lima. Si bien había nacido en Lima en 1586, el Obispo la confirmó en Quivi, el pueblo en que vivía a la sazón, y donde hoy se alza una ermita en su honor. Pertenecía a una familia de españoles pobres que emigraron a América y se establecieron en el Perú. Rosa aprendió la doctrina en el Catecismo de nuestro Santo. Ya estando en Lima, donde pasó la mayor parte de su corta vida, quiso tener su pequeña celda en la huerta familiar. Con frecuencia visitaba los conventos, en especial el de Santo Domingo, puesto que era terciaria dominica, el mismo convento donde se santificó su portero, fray Martín de Porres, que justamente había sido bautizado en la misma pila que Santa Rosa.

Tales fueron las famosas Visitas Pastorales de Santo Toribio. Bien hace el P. Iraburu en observar que este hombre de buena salud, sí, pero no de condición atlética, que hasta los 43 años llevó una vida sedentaria, entre libros y documentos, y que desde esa edad dedicó 25 años a la actividad pastoral, la mayor parte de ellos recorriendo caminos, cruzando ríos, alojándose en chozas o a la intemperie, a pan y agua, constituye una demostración palmaria de que el hombre, cuando realmente se enamora de Dios, participa de la omnipotencia divina, se hace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, y puede con todo.

Cuando en la historia aparece un gigante, enseguida pululan los mediocres que lo acosan, porque lo ven distinto, superior. En vez de admirar la intrepidez apostólica del Santo Prelado, que lo llevó a desafiar peligros sin cuento, no encontraron nada mejor que acusarlo ante los poderes políticos, como si viajando tanto hubiera desatendido las necesidades de Lima. A lo que él respondió, indignado, que al obrar así no hacía sino «servir a Dios y al Rey». Bien lo dejó dicho un testigo en el proceso de canonización:

«Era lo que Dios mandaba y lo que estaba a su cargo para enseñar y atraer a la fe cristiana a los bárbaros e idólatras, bautizándolos y confirmándolos y reduciéndolos a que se confesasen y que aunque se ponía en tan graves peligros de mudanzas de temples, de odio de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todo el mundo por ser tierra doblada y de muy grandes ríos y se sujetó a despeñaderos como muchas veces estuvo en peligro de muerte y esto hacía por Dios y por cumplir con su obligación y para dar ejemplo que se debe dar a los prelados que tienen a su cargo almas y que allí en España no sabían la distancia que había en este arzobispado por tener más de 200 leguas y muchos millones de indios que entonces había y parece que Dios ha sido servido que después que les faltó este pastor y pasto espiritual han ido en tanta disminución que ya no hay la cuarta parte; entró en los indios de guerra e infieles con peligro notable por ser belicosos los indios y por los temples rigurosísimos e iba con tanto ánimo que otrosí daba a entender le ayudaba el Espíritu Santo a pasar peligros y caminos donde nunca jamás había pasado nadie».

De esos viajes, donde el Santo realizaba todas las obras propias de un pastor, como catequizar, confirmar, erigir iglesias, e incluso destituir curas que mostraban poco celo, y ello de a decenas, nos queda como reliquia documental el Libro de visitas del Señor Arzobispo Santo Toribio, redactado por sus secretarios, que se conserva en el Archivo del Cabildo Catedralicio de Lima.

Además de servirnos como reseña de su obra pastoral, constituye un valiosísimo documento para una radiografía del Perú de comienzos del siglo XVII: censo de población, con la indicación de edades, sexo y actividad económica; labradores, ganaderos, carpinteros, zapateros, telares, haciendas, obrajes, etc.; variedad de indios: caciques, tributarios, chicos, grandes; diversos tipos de vivienda: caseríos, estancias, chacras, rancherías, ingenios; distintas clases de cultivo: maíz, coca, algodón, y de ganados: ovejas, cabras, etc.; lenguas habladas en el distrito; condición y calidad de los doctrineros: si sabían lenguas, sueldos que percibían, Órdenes o congregaciones religiosas a que pertenecían; comportamiento de los corregidores; trato recibido por los indios; situación y distancia en leguas de los diversos pueblos; orografía; condiciones meteorológicas y climatológicas; menú de los acompañantes del Arzobispo; estado del proceso evangelizador; cofradías; fuentes informativas: caciques, visitadores, párrocos, escribanos, corregidores…; medios de transporte: a pie, en mula, por ríos, etc.

Así caminó y caminó nuestro Santo, siempre en compañía de su fiel Sancho Dávila. Cerremos este apartado con un texto del reciente biógrafo de Toribio, don José Antonio Benito Rodríguez:

«Nuestro protagonista es de la misma generación histórica que Miguel de Cervantes y el jesuita Diego Torres Bollo que presentó dos Memoriales en defensa de los indios al nuevo Presidente del Consejo de Indias, don Pedro Fernández de Castro. Era éste biznieto de San Francisco de Borja, y el mayor mecenas de las Letras Españolas por haber prestado el más decidido apoyo al autor de Don Quijote de la Mancha, cuyo primer ejemplar viajó a principios de 1605, unos meses más tarde que Torres, a la América hispana… Sin forzar mucho la realidad, la aventura de don Alfonso Toribio Mogrovejo nos lleva a pensar en la inmortal obra cervantina: el hidalgo don Quijote de la Tierra de Campos, con su escudero Sancho Dávila y su rocín de nombre Volteadora, hizo posible el sueño de Cervantes, hizo real la utopía indiana que Vitoria y la Escuela Salmantina diseñaran en las cátedras universitarias».


V. Las relaciones del Arzobispo con el poder temporal

Cabe preguntarnos cómo fue el trato de nuestro Santo con los gobernantes del momento, ya los del Virreinato, ya los de la Metrópoli. No se ha de olvidar que, al otro lado del Atlántico, España vivía su mejor hora política y cultural, el Siglo de Oro de su historia. El poder temporal, por lo demás, apoyaba ampliamente la obra apostólica de la autoridad religiosa. Como dijimos más arriba, si Carlos V le dio Zumárraga a México, su hijo Felipe le dio Mogrovejo al Perú. México y Perú –Zumárraga y Toribio–, fueron los dos polos geográficos desde donde se desarrolló durante cuatro siglos la evangelización del Nuevo Mundo.

La relación del Santo con los conquistadores y sus hijos fue extremadamente cordial. Si bien su antecesor en la sede de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, estaba influido por las acerbas críticas de fray Bartolomé de las Casas, tantas veces infundadas, pero que a pesar de todo tuvieron amplia resonancia no sólo en México sino también en el Perú e incluso en la Casa Real de España, Santo Toribio siguió su propio camino, lejos de toda utopía, encarnado como estaba en la pura realidad. Nada más lejos de su espíritu que la terrible requisitoria anticonquistadora de Las Casas. En gran manera se preocupó por honrar a las autoridades políticas, sin por ello dejar de reconocer y denunciar sus errores o delitos.

No hubo en su trato la menor muestra de servilismo. Si bien sus relaciones con los Virreyes fueron por lo general fluidas, a veces se volvieron distantes y hasta tensas. Especialmente tuvo problemas con el virrey García Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, quien gobernó el Perú desde 1589 a 1596. Este Virrey, casi desde su llegada de España, se formó un concepto totalmente erróneo del Arzobispo. En carta que le envió al Rey le decía:

«Ni yo he visto al Arzobispo de esta ciudad, ni está jamás en ella, ya por excusa de que anda visitando su Arzobispado lo cual se tiene por mucho inconveniente, porque él y sus criados andan de ordinario entre los indios comiéndoles la miseria que tienen, y aún no sé si hacen otras cosas peores, además de los inconvenientes que se siguen de que Arzobispo falta de su Iglesia. Y también se mete en todo lo que toca a los hospitales, fábricas de Iglesias y todas las cosas que son del Patronato Real, por lo cual y porque todos lo tienen por incapaz para este Arzobispado y no acude, sería razón que Vuestra Majestad le mandase ir a España, poniendo aquí un Coadjutor».

El Rey, a pesar de que apreciaba al Santo en gran manera, llegó a creer, al menos en parte, tales acusaciones, y en Cédula Real le pidió que evitase «las dichas salidas y visitas todo cuanto fuere posible». Con todo respeto Toribio le contestó que su modo de obrar respondía a los imperativos de su oficio pastoral, citando al respecto las normas establecidas por Trento. Y le agregaba que de su actuación «se ha de tomar estrechísima cuenta el día del juicio universal, y en particular al tiempo de la muerte. La vida es breve y conviene velar cada uno sobre lo que tiene a su cargo. Estas son las causas de mi ausencia de Lima, porque en estas tierras abandonadas es donde hay más necesidad del Santo Evangelio».

Más allá de este pequeño roce, Toribio tuvo siempre gran aprecio y hasta veneración por el Rey, como buen hidalgo castellano que era. Le contaba todas sus aventuras, casi como si fuera un padre. Ya durante el primero de sus viajes le decía en carta: «[...] donde procuré descargar la conciencia de Vuestra Majestad y mía, como lo he hecho después que estas ovejas están a mi cargo, olvidándome de mi propio regalo, no teniendo atención a otra cosa más que a esto».

Ya hemos relatado cómo, en medio de unas de sus correrías apostólicas, tuvo que volver urgentemente a Lima. Se trataba de un caso de servicio al Rey, cosa que para él era de importancia casi sagrada: debía hacerse una colecta extraordinaria, que Su Majestad había solicitado a los prelados de sus Reinos, para colaborar con el Patrimonio Real, demasiado debilitado por tantos gastos, especialmente los provenientes de los nuevos reinos de América, a los que se unía por aquel entonces el elevado presupuesto que exigía el preparar la Armada Invencible contra Inglaterra. El Virrey se lo acababa de notificar por correo urgente.

Inmediatamente Toribio volvió sobre sus pasos. Sólo el mejor servicio del Rey podía llevarlo a interrumpir su trabajo apostólico. «Vine de la visita a esta ciudad sólo para este efecto –le escribe a Felipe II– doliéndome de los trabajos y guerras que Vuestra Majestad tiene con los enemigos, nuestros herejes de Inglaterra». Tal era su trato con el Rey. Asimismo nunca desatendió las justas advertencias del Consejo de Indias. Pero jamás permitió que ni el César ni el Consejo se entrometieran de manera inadecuada en las cosas de Dios, y en lo referente a las visitas pastorales nunca modificó su norma de vida episcopal.

También se le opusieron a veces algunos Oidores. Uno de ellos escribió un Memorial al Rey con toda clase de acusaciones por él inventadas: que Toribio buscaba ventajas personales, bienes económicos, que era altivo con los clérigos, corregidores e indios. Asimismo lo atacaron los canónigos de su propio Cabildo, enviando igualmente cartas al Rey. Según ellos, Toribio era «un problema», y sus ausencias de la sede episcopal creaban una especie de vacancia de poder. A lo que Toribio reiteraba su respuesta. «Yo he acudido con muchas veras –le dice al Rey– y con el trabajo que por ésta no se podrá decir… proveyendo desde lejos a necesidades que ocurrían sin que en ello hubiera faltado alguna… y no estando holgando, y descansando, y rehusando el trabajo, sino poniendo en ejecución la obligación que hay que hacer en persona las visitas».

Sin olvidarse de recordarle que «Su Majestad, por sus Cédulas, tan encomendadas tiene se hagan [las visitas] por las propias personas de los prelados». Él no hacía, pues, sino lo que tenía que hacer, que era lo mismo que su Rey quería. ¿De qué se quejaban entonces? Nunca quiso obrar a escondidas, tanto que a renglón seguido le avisa, como si nada, que iniciaría otra gira: «Saldré un día de éstos a visitar otras partes del arzobispado, en conformidad con lo proveído por el santo concilio de Trento, y cédula de vuestra real persona».

Esta acusación persistió durante mucho tiempo, como se ve por las instrucciones del nuevo Rey, Felipe III, al Virrey de aquel momento: «El mismo cuidado tendréis, como os lo tengo ordenado, de tratar con el arzobispo de que no haga tan a menudo los concilios provinciales ni tan largas las ausencias de su Iglesia». Ya la queja no era una tan sólo. Ahora se agregaba la de que convocaba demasiados concilios. Toribio se sintió molesto. Cuando el nuevo Virrey fue a comunicarle personalmente el mensaje del Rey, encargó a su secretario le dijese al ilustre visitante que estaba rezando, y que cuando acabase de tratar con Dios lo atendería. Así lo hizo, ante el estupor de toda la curia arzobispal, viendo al representante directo de Su Majestad guardar antesala. Es que el Santo quería hacerle saber que para él Dios era el primer servido, y que estaba muy por encima de los chismes de los hombres. Los Concilios y las Visitas no eran negociables.

Especial amargura sintió Toribio cuando en cierta ocasión le tergiversaron en Madrid algunas cartas que había enviado al Papa. Haciéndose eco de dicha infamia, tanto el Consejo de Indias como el mismo Rey montaron en cólera contra el Arzobispo, a tal punto que los del Consejo, con anuencia del monarca, escribieron al virrey del Perú, ordenándole que llamase al Prelado y delante de la Audiencia de Lima le diera una áspera reprensión. Poco más tarde se conoció la manera deliberada como fueron tergiversadas las cartas que el Obispo dirigiera a Su Santidad.

Con motivo de estas intrigas, Toribio le escribió al Rey, expresando su gozo de padecer por amor a Cristo y a la Iglesia. «Yo me he alegrado y regocijado mucho en el Señor con estos trabajos, y adversidades, y calumnias, y pesadumbres, y los recibo como de su mano y los tomo por regalo, deseando seguir a los Apóstoles y Santos Mártires y el buen Capitán Cristo nuestro Redentor, cuya ayuda y gracia, atendiendo en esta parte que en cuanto uno más sirva a Dios es más perseguido del mundo y de la gritería y es lo que Nuestro Señor dijo a sus discípulos que si fuesen de este mundo, el mundo los querría y amaría, mas porque no eran, por eso los perseguiría».

Con el virrey don García Hurtado de Mendoza, tuvo también otro conflicto, a raíz de la creación del Seminario, que había dispuesto el Santo, cumplimentando lo resuelto en el Concilio de Lima. Dicha casa de formación era la primera que se abriría en América y el mundo entero conforme a los decretos del Concilio de Trento. El mismo Arzobispo aclaró que lo hacía «con el fin de cumplir lo que había ordenado el Concilio de Trento». Tras comprar la casa que dicho Seminario usaría como sede, por cortesía pidió el acuerdo del Consejo de Indias. Decimos «por cortesía», ya que ello era innecesario, dado que no se trataba de una institución sujeta al Patronato. El Consejo respondió asintiendo, con lo que el Seminario se inauguró efectivamente en 1590, presentándose 120 candidatos. Fue aquí cuando intervino el Virrey, queriendo recuperarlo para el Patronato. Cuatro años duraron los desencuentros.

Finalmente intervino Felipe II. Contra sus intereses personales y su propio prestigio como titular del Patronato Real, este Rey tan profundamente cristiano desautorizó pura y simplemente a su Virrey, enviándole esta Cédula:

«Os ordeno que dejéis el gobierno y la administración del seminario a la disposición del arzobispo, así como la selección de los alumnos, conforme con lo que ha sido estipulado por el Concilio de Trento y por el que se ha tenido en esa ciudad de Lima el año 1583». De los 120 candidatos que se habían presentado se aceptaron sólo 30, por sus buenos antecedentes personales, que seguirían los cursos en la Universidad de San Marcos, de Lima, para que tuviesen títulos universitarios, aunque la mayor parte de ellos serían luego destinados a las misiones en las doctrinas de indios. De este Seminario tan seleccionado saldrían sacerdotes preclaros, algunos de los cuales serían luego obispos en Santo Domingo, Bogotá y México, con lo que el Seminario se irradió mucho más allá del Perú.

En 1602 Toribio le podía escribir gozosamente a Felipe III: «Hay tantos hijos de esta tierra, legítimos descendientes de los conquistadores, que no aspiran sino a ser misioneros en las doctrinas». Destaquemos la generosidad y la nobleza de estos jóvenes seminaristas, provenientes de la segunda generación posterior a la Conquista, dispuestos a abnegarse con tanto desprendimiento, ejerciendo su ministerio en lugares perdidos de los Andes. Ello revela la seriedad del cristianismo que vivían muchas de las familias españolas que se trasladaron a América, verdaderos semilleros donde, como se ve, germinó con tanta abundancia la gracia de Dios.

Vamos viendo cómo Toribio, sin dejar de ser profundamente humilde, cuando alguien pretendía extralimitarse, dejaba bien en claro los derechos inalienables de su dignidad episcopal. En cierta ocasión, se encontró con el famoso virrey don García Hurtado de Mendoza, el mismo que lo había enfrentado varias veces. Como al Prelado le pusiesen «la silla fuera del dosel, entonces él mismo la cogió metiéndola dentro de él, diciendo estas palabras: Bien sabemos que todos somos del Consejo de Su Majestad».

Los principales encontronazos que tuvo con los poderes temporales fueron por la firme y decidida actitud de defensa que adoptó frente a los abusos que se cometían en nombre del Patronato Real. Siendo jurista in utroque iure, podía esgrimir dos poderosas armas: las leyes eclesiásticas y las leyes civiles, de las que tenía amplio conocimiento por sus estudios en la Universidad de Salamanca y más tarde su oficio de inquisidor en Sevilla. Así, con las leyes de Dios en una mano, y las civiles en la otra, sabía cómo argüir ante el Rey, el Consejo de Indias, los Virreyes u otras autoridades civiles, con las que debía resolver asuntos arduos y enojosos.

Una de sus luchas más frecuentes fue contra el comportamiento de algunos Corregidores, como se llamaban las autoridades civiles de los pueblos, que gobernaban en nombre del Virrey, y que a veces obraban en desmedro de los indios, los cuales no tenían a quién recurrir en busca de comprensión y justicia. El caso es que, en ocasiones, los Corregidores, a pesar de lo estipulado claramente en las Cédulas Reales, se apoderaban de los dineros destinados a la construcción, mantenimiento y mejora de iglesias, hospitales, y hasta escuelitas de los indios. Toribio no tardó en dirigirse al Rey para reclamar su protección en este asunto.

He aquí lo que le respondió Felipe II en una de sus cartas: «Que los indios son tratados peor que esclavos, y como tales se hayan muy vendidos y comprados de unos encomenderos a otros y algunos muertos a coces y mujeres que mueren y revientan con las pesadas cargas, y a otras, y a sus hijos las hacen servir en las granjerías y duermen en los campos, y allí paren y crían… Nos ha dolido como es razón y fuera justo que vos y vuestros antecesores como buenos y cuidadosos pastores hubiérades mirado vuestras ovejas solicitando el cumplimiento de lo que en su favor está proveído o dándonos aviso de los excesos que hubiese para que los mandásemos remediar y que por no haberse hecho haya llegado a tanta corrupción y desconcierto que de aquí en adelante se repare con mucho cuidado y para que así se haga escribimos apretadamente a nuestros Virreyes, Audiencias y Gobernadores que si en remedio a ello tienen o tuvieran algún descuido han de ser castigados con mucho rigor».

Aduciendo las Cédulas Reales, Toribio supo enfrentar con decisión a los Corregidores que se negaban a cumplir lo ordenado por el Rey, así como a otras autoridades de diversas provincias y audiencias del Virreinato, que ocultaban o desairaban los decretos reales. Era el respaldo que necesitaba. Muchos se sentían ofendidos por ello. Toribio no se inmutaba.

Obraba así, le informaba al Rey, «procurando descargar la conciencia de Vuestra Majestad y la mía e imitar a Santo Tomás que por defender la Iglesia pasó grandes persecuciones y tempestades sin oponérsele ninguna cosa por delante ni bienes temporales ni amor de parientes, y teniendo tan solamente a Dios por delante… Yo voy haciendo mil diligencias y las haré contra los Corregidores y demás ministros seglares que lo impidieron hasta que con efecto acudan y obedezcan a lo que Vuestra Majestad por Cédula Real manda y tiene ordenado».

En una de sus giras pastorales, nuestro Santo Pastor visitó el pueblo de Jauja, y allí le exigió a su corregidor, don Martín de Mendoza, que cumpliese con lo prescripto, devolviendo lo que el Santo llamaba «sudor de los indios». Le dio para ello cincuenta días de plazo. Aunque el Corregidor buscó apoyo en la Audiencia, fue finalmente excomulgado. Como se ve, Toribio era categórico, tanto con los sacerdotes que no cumplían su deber como con los funcionarios injustos. Uno de los testigos dijo en el proceso de canonización: «Fue gravísimo en representar su dignidad y autoridad, defendiéndola inviolablemente y oponiéndose a todas las potestades seglares y decía que a Dios por delante y que en todo fuese servido y se descargase la conciencia, y lo demás como quisiesen, que sólo se había de dejar y preferir el servir a Nuestro Señor que era reinar».

En lo que se refiere al modo de haberse con los indios, Santo Toribio coincidía plenamente con los deseos del Papa y las intenciones del Rey. Ya en el año 1568, Felipe II había creído oportuno reunir en su corte a los miembros de la Junta Magna de Valladolid para replantearse la política que había de llevarse adelante en las Indias. Justamente por esos tiempos, el mismo Papa, enterado de algunos abusos, había hecho saber a la Corona de Castilla que la Sede Apostólica consideraba imprescindible se tomaran medidas para que la política española en las nuevas tierras se desenvolviera con espíritu cristiano.

En aquella reunión de la Junta Magna se planteó un interrogante: ¿Qué hacer con los indios de los inmensos territorios de América? Segregarlos, no era aconsejable ni posible; dejarlos como estaban, tampoco era compatible con los propósitos de la Corona. La única decisión apropiada y justa era la incorporación a la Cristiandad de esos millones de indios, previa o conjunta evangelización y bautismo.

Era tal cual lo que anhelaba nuestro Santo, como atestiguó Sancho Dávila, en favor de sus ovejas más humildes, los indios, «a los que quiere y desea con todas veras aliviar sus penurias para que un día sean los honestos vasallos de Su Majestad el rey de Castilla y que sobre todo tengan plena conciencia de su fe católica».

Más aún, Toribio soñaba con algo más y era la posibilidad de que se llegase a suscitar una especie de aristocracia indígena. ¿No sería conveniente, le escribía al joven rey Felipe III, que se erigiesen colegios especiales para los caciques?

«Para bien de los naturales y aprovechamiento de la fe católica y buenas y loables costumbres, uno de los medios más eficaces que se nos representa es la enseñanza de los hijos de caciques e indios principales, de los cuales sin duda depende el bien o el mal de estos indios. Porque ganados o perdidos estos principales es cosa cierta ganarse o perderse todos los demás. Y para que se enseñasen y criasen cristianamente los muchachos de estos indios principales parece único remedio hacer algunos colegios y seminarios donde éstos se críen con disciplina y justicia cristiana. Porque enseñándose y criándose de esta suerte, tenemos entendido que con el tiempo llegarán a ser no solamente buenos cristianos y ayudar a los suyos para que lo sean, sino también que deberían ser aptos y suficientes para estudios y para servir a la Iglesia y aun ser Ministros de la palabra de Dios en su nación, porque al presente muy pocos de ellos son suficientes ni entienden cumplidamente la ley de Dios...»

«Para estos colegios o seminarios de indios podría Vuestra Majestad mandar que de sus mismos tributos como fueren vacando se aporte y aplique la parte que pareciere necesaria para su doctrina y sustento. Pues en ninguna cosa se pueden emplear mejor los dichos tributos que sea en mayor servicio de Dios y bien de estos indios y descargo de la conciencia de Vuestra Majestad, y por ser cosa de gran importancia y muy digna del cristianísimo celo de Vuestra Majestad, pide y suplica cuan encarecidamente puede este Concilio Provincial se dé orden y provea como tenga efecto desde luego el mandar hacer los dichos colegios y aplicar los tributos necesarios para ello».

Advertimos con cuánta frecuencia repite el Santo en sus cartas a los dos reyes, Felipe II y Felipe III, «para que se pueda descargar la conciencia de Vuestra Majestad y la mía», o también: «para que se descargasen ambas conciencias», en clara alusión al deber de las dos instancias respecto de la educación y evangelización de los indios.

Nada más deseable que la concordia entre el poder temporal y la autoridad espiritual. Ni Toribio quería meterse en asuntos puramente temporales, ni consentía ninguna interferencia indebida del poder temporal en el ámbito de su autoridad espiritual, como era por ejemplo su jurisdicción sobre el clero. Protestando en cierta ocasión contra las intromisiones de la Audiencia de Lima, le decía en carta al Monarca: «Si para reformar a nuestros clérigos, donde tanta necesidad hay, no tenemos mano los prelados, de balde nos juntamos a concilio y aun de balde somos obispos».

El apoyo de los Reyes, especialmente el de Felipe II, resultó altamente positivo. Los Concilios que en Hispanoamérica se celebraron después de Trento, fueron por disposición de los Monarcas, en virtud del Real Patronato de Indias que los Papas les concedieron. Sobre tan decisiva influencia escribe el P. Enrique Bartra:

«Podemos preguntarnos si la evangelización de América hubiera podido emprenderse con más éxito conducida directamente por los Papas del Renacimiento, que bajo la tutela de la Corona de Castilla. Lo que no se puede negar son los resultados de la conjunción de los intereses religiosos y políticos de una nación y de una dinastía campeona de la Contrarreforma, que perdura con robusta vitalidad hace casi medio milenio, aun disuelta aquella atadura circunstancial».

Dicha saludable conjunción se revela de manera indiscutible en esta circular que Felipe II enviara con motivo del nombramiento de Santo Toribio como arzobispo de Lima:

«A todos los residentes de nuestras tierras y Audiencias Reales de las nuestras Indias, Islas del Mar Océano y nuestros Gobernadores y cualesquier nuestros jueces de justicia y oficiales de ellas, a quienes esta Cédula será mostrada por el Licenciado Toribio Alfonso de Mogrovejo, Arzobispo electo de la Ciudad de los Reyes de las Provincias del Perú, que va a ocuparse de la Iglesia, como allá lo entenderéis y porque podría ser que yendo en viaje arribase a alguna o algunas de esas partes, así de la Mar del Sur como la del Norte y de manera que tuviese necesidad de ser favorecido para seguir su viaje, Os encargamos y mandamos a cada uno de Vosotros en vuestra jurisdicción que sucediendo lo susodicho deis y hagáis dar a dicho Arzobispo todo favor y ayuda para que con la mayor comodidad que fuera posible puedan ir a recibirle en su Iglesia. Fecha, en el Pardo, a 21 de febrero de 1579. Yo el Rey».

A su vez, poco después de terminado el Tercer Concilio, el Arzobispo escribe la siguiente carta a Felipe II, dedicándole un ejemplar del Sínodo, con copia de todos sus decretos y ordenanzas:

«Del sumo Dios dice San Agustín que es propio no empacharse con el gobierno de todas sus criaturas juntas, más que si fuesen una sola, y atender a cada una de ellas por menuda que sea con tanto cuidado, como si cada una importase lo que todas juntas. Esta soberana perfección, en cuanto es dada a la humana natura poder imitar la divina, en alguna manera representan los corazones altos de los Príncipes, que, ni la carga de los muchos y grandes negocios los vence ni inquieta, ni el cuidado por estar repartido a tantas cosas de su gobierno deja de mostrarse entero aun en las pequeñas y más remotas.

«Y verdaderamente si esta grandeza propia de Príncipes y monarcas se halla en las cosas humanas, Vuestra Majestad es un singular retrato a quien Dios Nuestro Señor con la anchura de tantos reinos y estados –que ciñen ya todo el Orbe– ha dado otra mayor anchura de corazón, como la que de Salomón refiere la escritura Divina, con que el pensamiento hecho a negocios tan grandiosos y universales de guerra y paz del mundo, le aplica cuando es servido a cosas particulares y menudas de personas, ejercicios y artes, tan cabalmente que parece estar siempre desocupado de todo lo demás.

«Considerando esto, me he atrevido a enviar a Vuestra Majestad este librillo que contiene las ordenanzas y decretos de los Concilios del Perú; que, aunque no parece materia tan propia de las ocupaciones de Vuestra Majestad, todavía me doy a entender se dignarán Vuestras reales manos de revolver algún rato este pequeño volumen, y le tendrán por bien ocupado en enterarse del gobierno eclesiástico de estas partes, que están del lado de vuestra real corona […]. A Dios Nuestro Señor suplicamos alargue por muchos años la vida de Vuestra Majestad para el acrecentamiento de la fe católica en muchos señoríos y estados».

Vemos con cuánta elegancia reconoce Toribio la grandeza de este Rey, capaz de ocuparse de cosas trascendentes sin desatender las pequeñas, lo que es propio del magnánimo.

VI. Su vida espiritual

Vayamos cerrando nuestra semblanza de este gran Santo con algunos comentarios tocantes a su vida interior. Ya muchos aspectos de ella se nos han manifestado al considerar sus hazañas apostólicas. Los que lo frecuentaron coinciden en que vivía en perpetua comunión con Dios. Verle rezar, atestiguan, era un verdadero sermón, la mejor predicación posible sobre la majestad de Dios, la bondad de Dios, la belleza de Dios.

Un padre que fue su confesor, Francisco de Molina, señaló: «El tiempo que trató al dicho señor arzobispo y le confesó vio que era un hombre de tan ardiente amor de Dios, que todo andaba embebido en él, sin cuidar de otra cosa más que el celar la honra de Dios por su persona y que no fuese ofendido en nada, procurando por su propia persona atraer a este amor de Dios a cuantos veía y castigando y procediendo a los que le ofendían y vivían escandalosamente y cometían pecados públicos, siendo acérrimo defensor de la honra de Dios y de su Iglesia».

Su preocupación por las almas no fue sino un transfundirse hacia fuera de lo que llenaba su interior. Si el apostolado consiste en mostrar a los hombres el amor que Dios les tiene en Cristo (cf. 1 Jn 4, 16), él lo manifestó con creces, especialmente en su trato con los indios. Su celo era impresionante, según lo hemos constatado en diversas circunstancias.

Un contemporáneo cuenta cómo, en cierta ocasión, habiéndole dicho un cura a un indio de la sierra que no podía ir por la noche a confesarle por estar atendiendo al Obispo, «el dicho siervo de Dios, sin hablar palabra, luego instantáneamente llamó a un criado y le mandó ensillar una mula y subiéndose en ella sin avisar a otra persona se fue solamente en compañía del dicho indio que había venido a llamar al dicho cura para que guiase a la parte donde estaba el enfermo que distaba de allí más de dos leguas de cuestas y sierras asperísimas y habiendo llegado al lugar y confesado al dicho enfermo en su lengua general porque la sabía y dejándole el dicho siervo de Dios muy consolado, se volvió al lugar de donde había salido y reprendió gravemente al dicho cura».

El celo de Toribio, ardiente por cierto, se caracterizó también por la discreción, sabiendo alternar sus tres visitas pastorales con los tres Concilios provinciales que convocó, es decir, su actuación apostólica directa con su tarea legislativa. De este modo, dispuso para las visitas de los siete años de espacio que corrían entre uno y otro concilio, que era el tiempo establecido por la Santa Sede, según las disposiciones de Trento. Es verdad que en las diócesis europeas no hubiera parecido adecuado ausentarse durante tanto tiempo de la sede episcopal, pero no hay que olvidar que la suya era una diócesis de misión, y que requería ser recorrida en toda su extensión. Creemos que la generosidad y el coraje que en dichos viajes demostró –«anduvo su Arzobispado dos veces», dice un testigo– quedó ampliamente de manifiesto en las anteriores páginas.

Se ha comparado –lo hemos dicho– a nuestro Santo con San Carlos Borromeo, los dos obispos postridentinos, pero no se pueden equiparar las visitas pastorales de uno y de otro, sobre todo si consideramos la diversidad geográfica de las dos arquidiócesis, la de Lima y la de Milán. La áspera geografía del territorio peruano, sumada a los caminos casi inexistentes, cervis tantum pervia, según decía con gracia el P. De Acosta, resalta la diferencia. Como escribe Sánchez Prieto, «no hubo núcleo de población, reducida o rebelde, urbana o montaraz, por arriscado e inexpugnable que se encontrara, adonde él no entrase y se quedase el tiempo necesario para la evangelización, las primicias sacramentales y la inmediata estructuración canónica hasta el último detalle». Porque Toribio no fue sólo un gran misionero que llevaba la semilla de la fe, sino también un gran organizador, aquel «más canonista que teólogo» postulado por el Consejo de Indias, que supo constituir la diócesis, también desde el punto de vista jurídico.

El celo apostólico constituyó, no cabe duda, el gran incentivo de su actividad pastoral, ese celo que es fuego, ardor del alma. Hemos visto cómo cuando llegaba a un pueblo, tras una penosa aventura, a veces exhausto y afiebrado, al día siguiente se levantaba con prontitud, celebraba la Santa Misa «con agradable cara», detalle que reiteran sus acompañantes, y se ponía a predicar a los indios, sin dar señales de fatiga. No que dejase de experimentarla, sino que al propagar su fuego a los indios, renovaba siempre de nuevo el vigor de su espíritu. Fue, en verdad, un apóstol de la estirpe de San Francisco Javier.

Uno de los testigos que depusieron en los procesos de su canonización dice: «Mientras vivió en la Prelacía no tuvo una hora de quietud ni descanso, porque todo el tiempo ocupaba en el gobierno en crear y nombrar ministros que le ayudasen a la conversión de los indios, extirpación de la idolatría, reformación de las costumbres y salvación de las almas y el tiempo que le sobraba, gastaba en la oración y en el estudio».

Esta observación la pudieron hacer todos cuantos le conocieron. A decir verdad, no deja de sorprender la actividad que desplegó en los veinticinco años de su episcopado. Con la tercera parte de lo que realizó, otros obispos se hubieran dado por satisfechos. Muchas veces hubiera podido excusarse de iniciar algunos de sus emprendimientos. No le habrían faltado razones de peso y personas serias que se lo aconsejasen, pero cuando estaba seguro de que Dios le pedía algo, hubiese creído faltar a su deber pastoral si no lo llevaba a cabo.

Por los demás, una actividad tan intensa no lo tensaba en exceso, ni lo volvía huraño. Al contrario, «en saliendo de la iglesia era muy afable con todo género de gente», atestigua uno de sus acompañantes. Nunca abdicó de su caballerosidad congénita, tanto que «aunque no se conociera por cosa tan pública y notoria su nobleza y sangre ilustre, sólo ver el trato que con todos tenía tan amoroso y tan comedido, se conocía luego quién era y se echaba de ver el alma que tenía».

Penitente como pocos, era «muy afable, muy cortés, muy tratable –reiteran los testigos–, no sólo con la gente española, sino con los indios y negros, sin que haya persona que pueda decir que le dijese palabra injuriosa ni descompuesta». Asimismo, «no tenía puerta cerrada a nadie ni quería tener porteros ni antepuertas, porque todos, chicos y grandes, tuviesen lugar de entrar a pedirle limosna y a sus negocios y pedir su justicia». Sólo cuando estaba rezando, se mostraba remiso a recibir audiencias, no fuera que lo perturbaran en su plegaria. Dios estaba antes que los hombres.

Este Prelado, hombre realmente virtuoso, era incapaz de decir una mentira. Quien fue su vicario general en Lima, en carta al Rey decía de él: «Es hombre de tanta verdad, que no hará pecado venial por todas las monarquías del mundo». Juntaba de manera admirable, como sólo logra realizarlo la caridad, la mansedumbre con la severidad, en los casos en que ésta se tornaba necesaria. Si bien es cierto que cuando correspondía hacerlo «defendía a sus clérigos como leona a sus cachorros», no temía enrostrarlos cuando se comportaban de manera indebida ya que, según él mismo escribía al Rey, «si para reformar nuestros clérigos no tenemos mano los Prelados, de balde nos juntamos a Concilio y aún de balde somos obispos».

Por lo demás, jamás se dejó llevar por las presiones civiles o eclesiásticas, si ellas le ponían obstáculos al cumplimiento de sus deberes pastorales: «Nunca he venido ni vendré en que tales apelaciones se les otorguen [...]. Poniendo por delante el tremendo juicio de Dios y lo que nos manda hagamos por su amor, por cuyo respeto se ha de romper por todos los encuentros del mundo y sus cautelas, sin ponerse ninguna cosa por delante [...]». La misma caridad que le llevó a excomulgar a cinco obispos sufragáneos suyos, como vimos que hizo al comienzo del Tercer Concilio, lo impulsó a levantar las censuras, al entender que así lo exigía el bien de la Iglesia. Aun cuando guardaba el debido respeto a las autoridades, fue totalmente ajeno a cualquier tipo de servilismo y de «acomodo» sugeridos por la astucia carnal, de modo que en todo parecía hombre superior y verdaderamente santo.

Su dadivosidad fue relevante. Sin duda manejó bastante dinero pero, aparte de lo que aplicaba a su sustento, bien poca cosa, por cierto, ya que su frugalidad era proverbial, buena parte de su renta pasaba a los necesitados, de modo que con toda justicia se lo pudo llamar «padre de los pobres». Por los testimonios de su proceso sabemos que no escatimaba limosnas tanto a gente principal que se había arruinado económicamente, como a los hospitales.

Era tal su caridad, dijo uno de los testigos, «que se pudiera llamar Santo Toribio, el limosnero». Otro señaló que «para tener más que repartir, moderaba su gasto todo lo posible». Y también: «Gastaba en esto su renta con tanto desinterés que no sabía qué cosa era dinero ni codicia hasta quitar de su propia persona y casa lo necesario». Todos los días recibía en su domicilio a numerosos pobres mendicantes, «y así sabe y vio este testigo que todos los jueves del año daba a dos indios de comer, sentándolos a la mesa con toda la humildad del mundo y luego de comer les lavaba los pies y les daba plata».

Una anécdota nos lo pinta de cuerpo entero. En cierta oportunidad se enteró de que un enfermo grave pedía ayuda a muy pocas cuadras de la Plaza de Armas, donde se encontraban el Palacio del Virrey y el Arzobispado. Enseguida se dirigió a socorrer al enfermo, un modesto trabajador que sufría fuertes dolores. Al verlo tan mal, decidió llevárselo al Arzobispado de modo que allí lo atendieran, para lo cual debió cargarlo a ratos sobre sus hombros, ya que el pobre apenas si podía caminar. Cuando pasaron frente al Palacio del Virrey, los guardias de turno, observando en la oscuridad los pasos lentos de dos hombres y oyendo algún que otro quejido, gritaron: «Alto, ¿quiénes sois? ¿Acaso no sabéis que por aquí sin permiso no se puede pasar?». La respuesta del Arzobispo fue escueta: «Soy Toribio, el de la esquina». Al acercarse los guardias, con gran sorpresa comprobaron que el Toribio de la esquina era el Arzobispo en persona, quien cargaba con el enfermo para llevarlo a su Palacio. Sorprendidos, sólo atinaron a decirle: «Pero Su Ilustrísima ¡cómo podéis estar haciendo esto a la media noche! Para algo está la servidumbre que tiene Su Señoría». Sin decir palabra, el Arzobispo siguió su camino para desaparecer pronto, al abrirse la puerta grande del Palacio Arzobispal.

Su desprendimiento se manifestaba con mayor evidencia, si cabe, cuando se trataba de sus hijos más desposeídos, los indios. No deja de constituir un símbolo de ello la decisión que tomó de regalar el cáliz de su primera misa a una humilde iglesita perdida en el hoy departamento de Huánaco. En el borde de dicho cáliz se podía leer: «Soy del doctor Toribio Alfonso de Mogrovejo». En ese cáliz era él mismo quien se ofrecía y derramaba por sus ovejas predilectas. Durante los tiempos en que no estaba de gira pastoral, iba todos los domingos a predicar a los indios de dos poblados indígenas contiguos a Lima. Y le gustaba hacerlo sin perder la solemnidad propia de un obispo, lejos de todo populismo barato: «En ornamentos pontificales, sentado con su cruz episcopal en la mano, les predicaba en lengua quechua».

Toribio fue, por cierto, un gran santo, que engalanó con sus virtudes la arquidiócesis de Lima. Pero no el único, ya que varios de sus contemporáneos también lo fueron. Se podría decir que en su tiempo la Ciudad de los Reyes fue también la Ciudad de los Santos, puesto que en sólo cuarenta años asistió a la muerte de cinco grandes: Santo Toribio (1606), San Francisco Solano (1610), Santa Rosa de Lima (1617), San Martín de Porres (1639) y San Juan Macías (1645). A estos grandes santos podemos agregar, aunque no haya sido todavía proclamado como tal, al P. Antonio Ruiz de Montoya, el gran misionero peruano.

Así de grande fue la irradiación espiritual de un obispo tan santo como Toribio de Mogrovejo, quien desde la Ciudad de los Reyes expandió su influjo en todo el Virreinato.

VII. Muerte y glorificación

A principios de 1605, Toribio no se encontraba bien de salud. Ya tenía 69 años, y muchas fatigas a cuestas. Sin embargo resolvió emprender otra gira pastoral, aun previendo lo que le podía suceder. Al despedirse de su hermana Grimanesa, que durante tantos años lo había acompañado en el Perú, le dijo: «Hermana, quédese con Dios, que ya no nos veremos más». A la verdad, ello era lo que más se adecuaba al temple de su espíritu: morir con las armas en la mano, combatiendo las batallas del Señor.

Lanzóse así a un vasto recorrido, esta vez por la costa, con la intención de visitar de un tirón cinco inmensas provincias. En abril de dicho año le escribió una carta al rey Felipe III desde uno de esos parajes. Por la Semana Santa de 1606 lo encontramos en Trujillo. Su intención era celebrar el Jueves Santo en la villa de Miraflores, llamada también Saña. Tanto el sacerdote que lo acompañaba como el párroco de Trujillo, al verlo desmejorado, le desaconsejaron dirigirse a aquel lugar, «por ser –le dijeron– tierra muy enferma y cálida, y que morían de calenturas por el riguroso calor que entonces hacía». Pero él, fiel a su estilo, siguió adelante. Durante el camino, hizo un alto en Pacasmayo, donde los agustinos tenían un monasterio bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe. Allí pudo rezar a la Virgen morena, la extremeña tan amada de los conquistadores. Cuando llegó a Miraflores, se alojó en la casa del párroco. Se sentía muy mal, decaído y afiebrado.

Tiempo atrás Toribio contó que cierto caballero muy virtuoso había dicho que cuando estuviera próximo a la muerte le agradecería gustosamente a quien se lo avisara. Ello se le iba a aplicar ahora a él.

«Habiéndole desahuciado el médico, el Licenciado Juan de Robles, su capellán, entró en el aposento del Bendito Prelado y le dijo si se acordaba de esto: y respondióle que se acordaba muy bien. Pues yo le doy a Su Señoría esas albricias –prosiguió el capellán–, porque el médico dijo que se muere sin falta. Levantando los ojos y las manos al cielo el Siervo de Dios exclama: “Me he alegrado porque se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor”. Luego se confesó, y se puso a hablar de Dios con los sacerdotes que lo rodeaban.

«Después de tomar algunas disposiciones, pidió que lo llevaran a la iglesia y en un rincón de ella lo acostasen en el suelo, para recibir allí la extremaunción y el viático, “porque se hallaba indigno de que Dios lo fuese a visitar en su casa”. Ese sitio aún hoy se lo recuerda y desde aquellos tiempos se llama El Humilladero. Luego le pidió al P. Jerónimo Ramírez, prior del convento agustino de Saña, que era un buen tañedor de arpa, trajese el instrumento y le cantase a media voz el salmo 115, Credidi, repitiendo con todo el fervor de su alma: “¿Qué devolveré al Señor por todos los bienes que me ha otorgado?... Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de los santos. ¡Oh, Señor, yo soy siervo tuyo, hijo de tu esclava! Soltaste ya mis ataduras”.

«A continuación, pidió a los sacerdotes allí presentes que le cantasen el Credo, que él acompañó con sus débiles fuerzas, mientras apretaba en la mano el crucifijo. Por fin, habiendo mostrado su deseo de que se cantase el salmo 30, al llegar al versículo que el Señor repitió en su agonía: “En tus manos encomiendo mi espíritu”, plácidamente entregó el suyo al Señor». Era el 23 de marzo de 1606, la tarde de un Jueves Santo. «¡Qué hermoso día para morir –comenta Sánchez Prieto–, el día grande del Amor para tan gran profesional de la mejor caridad!».

No bien llegó la noticia a Lima, el Cabildo Metropolitano escribió a Felipe III: «Ha causado su muerte gran sentimiento por habernos faltado un espejo de Prelados». Recordando aquellos momentos, tiempo después un agustino, Restituto del Valle, le cantaría así:

Yace en su lecho de muerte
el Santo Obispo de Lima,
todos lloran de tristeza
sólo él canta de alegría.

Volviendo el rostro en que impresa
quedó la visión divina,
así dice a un pobre monje
que lloraba de rodillas:

No me lloréis, buen hermano,
no lloréis por mi partida,
tañed el arpa y cantad,
cantad con voz de alegría,

que siento que Dios se acerca,
que siento que Dios me mira,
que me mira y que me llama,
que me llama y es mi dicha.

Tañed el arpa y cantemos
que el alma presiente el día
y quiere al cielo volar
cantando la nueva vida,
como llega en primavera
cantando la golondrina.

Tomó el arpa el religioso,
cantó con voz de alegría;
mientras el monje cantaba
el santo obispo de Lima
sentía en su corazón
las dulzuras infinitas.

Y en el jardín del convento,
entre la noche tranquila
entonaba un ruiseñor
sus más dulces melodías.
Siguió cantando el buen monje
al son del arpa querida.

Luego de embalsamar su cuerpo, lo llevaron a la iglesia, donde le dieron sepultura. Cinco meses después, doña Grimanesa, la hermana del Prelado, se presentó al Cabildo de Lima, pidiendo que se trasladase el cuerpo de Toribio de Saña a Lima, para que fuese enterrado en la Catedral, como había sido su voluntad, a lo que el Cabildo asintió. Fue un largo viaje de más de 700 kilómetros, que duró ochenta días, a un promedio de nueve kilómetros diarios. En cada pueblo por donde pasaban, por pequeño que fuese, querían retenerlo lo más posible. Al llegar a Lima, fue inmensa la multitud que salió a recibirlo. Juan de la Roca, el arcediano, relata así la entrada triunfal:

«Más de dos leguas antes que llegase el dicho cuerpo a ella salió mucha gente con hachas encendidas y las trajeron delante y aleladas del dicho cuerpo y entre ellos muchos indios con sus cirios en las manos encendidos y todos llorando con gran ternura y clamando por su santo padre y pastor y a la entrada de la dicha ciudad salió gran suma de gente de todos estados a entrar con el dicho cuerpo y acompañarle y fue tanto que parecía día de juicio, todos mostrando gran sentimiento y derramando lágrimas tiernamente y luego que entró en la dicha ciudad fue notable cosa que nunca se había visto los sentimientos y clamores que había por las calles y ventanas por donde pasaba el dicho cuerpo, lo cual enterneció notablemente a todos los de ella aunque no le habían tratado ni comunicado, sólo por tenerle por cierto y verdadero pastor».

Durante el trayecto arrancaban trozos de sus vestiduras y hasta pedacitos de huesos, teniéndolo todos por santo. El monasterio de Santa Clara, tan querido por él, «recibió como precioso legado el corazón incorrupto del Santo». Finalmente fue sepultado en la Catedral. Con ello dicha iglesia, Primada de Hispanoamérica, tiene el honor de conservar los restos de los dos hombres protagónicos de la historia del Perú: el Marqués don Francisco de Pizarro, quien en 1535 fundó la ciudad, que sería el centro principal del poder español en el continente sudamericano por espacio de tres siglos, y Santo Toribio de Mogrovejo, el segundo arzobispo del Virreinato. La capilla del Santo, que se encuentra en el ala derecha de la Catedral, es la tercera después de la del conquistador Pizarro.

En 1631, veinticinco años después de su muerte, algunos miembros del Cabildo de Lima presentaron una petición para que se abriese información de la vida y costumbres del Santo Arzobispo. Tras el proceso de rigor, fue beatificado el año 1669, y canonizado el 1726. La Cristiandad entera exultó de gozo. El virreinato del Perú, ante todo, pero también las ciudades que lo habían conocido y frecuentado en sus mocedades. Salamanca, por ejemplo, celebró con gran pompa a su exalumno, en su espléndida Plaza Mayor, con fuegos de artificio que dibujaron en su centro una cruz luminosa. Junto con Toribio fueron canonizados varios más, entre los cuales San Francisco Solano, San Luis Gonzaga, San Estanislao de Kostka, San Juan de la Cruz, y otros.

En 1899 se reunieron en Roma, por primera vez, los obispos de Hispanoamérica, con el fin de preparar el nuevo siglo que estaba por comenzar. Allí proclamaron a Santo Toribio «el astro más luciente del episcopado del Nuevo Mundo», y a él se dirigieron en estos términos: «Tú, más que ninguno, acuérdate de nosotros, oh Toribio bendito, ejemplo y esplendor sin igual de Prelados y Padres de Concilios». Acto justiciero, por cierto, ya que nuestro Santo, al disponer la realización del Tercer Concilio limense y orientar sus decretos, hizo de la evangelización la columna vertebral de Hispanoamérica y un sustrato esencial de nuestra cultura, que deberá ser católica, o si no, no será . Los tres siglos que siguieron a dicho Concilio han vivido de él. Aun el Plenario Latinoamericano, al que acabamos de aludir, retuvo buena parte de la legislación auspiciada por el obispo de Lima, no siempre de manera literal pero sí en su espíritu, como base para adaptar la acción pastoral de la Iglesia a los nuevos retos de la historia.

El P. Pedro Leturia S. J., eximio historiador, que llamó a Santo Toribio «el gran Borromeo de los Andes», en el primer Congreso Nacional de Misiones, celebrado en Barcelona el año 1929, confesó: «Nada de cuanto hasta ahora he manejado en el Archivo de Indias me ha inspirado más vivamente que este ilustre metropolitano, gloria del clero español del siglo XVI».

Cuando el año 1979, Juan Pablo II visitó la basílica de Guadalupe, en México, refiriéndose en su homilía al Concilio de Toribio, exaltó con palabras encendidas dicho emprendimiento, «porque hace 400 años supo llevar a feliz término empresa tan singular, que continuará largo tiempo para abarcar hoy en día, tras cinco siglos de evangelización, casi la mitad de la Iglesia católica, arraigada en la cultura del pueblo latinoamericano y formando parte de su entidad propia». Y en 1983, a pedido de todos los obispos del CELAM, lo declaró patrono del Episcopado de América Latina. «Confiamos que como este Santo para ellos será intercesor de celestiales gracias, así también los dichos prelados lo adoptarán como modelo del ministerio episcopal», dijo entonces.

Dios quiera que así sea, multiplicándose obispos de la madeja de este gran Prelado. La fiesta de Santo Toribio se celebra el 27 de abril.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vistas de página en total

contador

Free counters!