martes, 28 de abril de 2020

El testimonio a favor de la vida humana de Santa Gianna Beretta Molla es una «buena nueva» para los hombres de nuestro tiempo



Los obispos, reunidos en Sínodo en Roma en octubre de 2001, dirigieron un «mensaje al pueblo de Dios» en el que se abordaba el tema de la dignidad de la vida humana: «Lo que quizás más conturba nuestro corazón de pastores es el desprecio de la vida desde su concepción hasta su término, así como la disgregación de la familia. El no de la Iglesia al aborto y a la eutanasia es un sí a la vida, un sí a la bondad fundamental de la creación, un sí que puede alcanzar a todo ser humano en el santuario de su conciencia, un sí a la familia, primera célula de la esperanza en la que Dios se complace, hasta el punto de asignarle la vocación de ser llamada «iglesia doméstica»».

Unos años antes, el Papa Juan Pablo II les decía ya a los jóvenes, en Denver (EE.UU.): «Con el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes... Se trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo xx será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes...» (14 de agosto de 1993). Estamos en realidad ante una «conjura contra la vida», que ve implicadas incluso a instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la eutanasia, con la complicidad de los medios de comunicación social. El recurso a esas prácticas se presenta como un signo de progreso y conquista de la libertad, mientras que las posiciones incondicionales a favor de la vida son despreciadas y consideradas como enemigas de la libertad y del progreso (cf. Encíclica Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, 17).


En un momento en que el mundo se muestra muy preocupado por la paz, recordemos las palabras de la madre Teresa de Calcuta, cuando recibió el premio Nobel de la Paz el 10 de diciembre de 1979: «Hoy en día, el mayor destructor de la paz es el crimen contra el niño inocente que va a nacer». En efecto, Dios no puede dejar impune el crimen de Caín, pues la sangre de Abel exige que Dios haga justicia. Dios dijo a Caín: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo (Gn 4, 10). No solamente la sangre de Abel clama venganza al cielo, sino también la de todos los inocentes asesinados (cf. Catecismo de la Iglesia CatólicaCEC, 2268). Porque, en el transcurso de los últimos decenios, millones de inocentes han sido aniquilados en el seno de sus madres.

El paso al tercer milenio no ha significado precisamente, en Francia, un giro hacia una política favorable a la vida. Ya desde el año 2000, se ha permitido la distribución de NorLevo (la llamada píldora «del día siguiente», en realidad un producto abortivo) a las menores de edad en los centros escolares, sin autorización paterna. El 4 de julio de 2001, una nueva ley del aborto agrava las disposiciones de la ley precedente (1979), que consideraba la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE = aborto) como último recurso en caso de peligro. Desde ahora lo que existe es un «verdadero derecho al aborto», que se aleja de la mayoría de las disposiciones encaminadas a conservar la vida del niño; el plazo legal se amplía de las 10 a las 12 semanas, se suprime la autorización de los padres para las menores de edad, se despenaliza la incitación al aborto y se refuerzan las causas de persecución contra los que se oponen a él.

Una «buena nueva» para nuestro tiempo
En oposición a esa cultura de la muerte y a sus consecuencias dramáticas para la paz civil y para el destino eterno de los hombres, la Iglesia nos recuerda los mandamientos de Dios, grabados en el corazón de todo ser humano. Como testigo que es del amor de Dios por el hombre, la Iglesia se arroga la defensa de los más débiles y subraya la importancia del quinto mandamiento (No matarás). «Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable» (CEC, 2271). Para dejarlo mucho más claro, la Iglesia nos presenta los ejemplos de los santos. Por eso el Papa Juan Pablo II beatificó, el 25 de abril de 1994, a Juana Beretta-Molla, madre de familia, cuyo testimonio a favor de la vida humana es una «buena nueva» para los hombres de nuestro tiempo.

Juana nace el 4 de octubre de 1922 en Magenta (Italia), siendo la décima de trece hijos (de los que cinco morirían muy pronto), en el seno de una familia en la que los padres, que pertenecen a la orden tercera de san Francisco y asisten a misa todos los días, cultivan una atmósfera serena y cristiana. Los domingos por la tarde, los niños acompañan al padre en su visita a los pobres, a las personas mayores, en estado de abandono o desamparadas. La madre, por su parte, se las ingenia para ahorrar a favor de las misiones.

El 14 de abril de 1928, Juana toma la primera comunión, y la Eucaristía se convierte desde entonces para ella en alimento cotidiano indispensable. En el colegio es una alumna de rendimiento medio, y habrá que esperar al final de sus estudios primarios para que obtenga algunos buenos resultados. Recibe la Confirmación el 9 de junio de 1930. Ya en enseñanza secundaria, sigue sin destacar en sus estudios, pero su vida cristiana es intensa y radiante: un tiempo de meditación cada mañana le da fuerza y alegría para amar durante todo el día. Su temperamento es espontáneo, perdonando con facilidad y soportando con paciencia las penas provocadas por las diferencias de carácter. Sabe apreciar las bellezas de la naturaleza y, en vacaciones, toma lecciones de dibujo y de piano. La formación espiritual y el apostolado de Juana se ven reforzados gracias a la Acción Católica femenina italiana, en la que se había inscrito desde la edad de doce años.

Una marca indeleble
Del 16 al 18 de marzo de 1938, Juana participa en un retiro espiritual según los Ejercicios de san Ignacio de Loyola, recibiendo numerosas gracias que la marcan para toda la vida. Profundiza en ese momento en los valores fundamentales de la vida espiritual: la necesidad de la gracia y de la oración, el horror al pecado, la imitación de Cristo y la mortificación; pero, sobre todo, empieza a ver el apostolado como una expresión eminente de la caridad. Entre sus propósitos, escribe lo siguiente: «Hacerlo todo por el Señor... Para servir a Dios, ya no iré al cine sin asegurarme de que se trata de una película conveniente y no escandalosa, o inmoral... Prefiero morir antes que cometer un pecado mortal... Rezar todos los días un Ave María para que el Señor me conceda una buena muerte... El camino más corto para alcanzar la santidad es el de la humillación. Pedir al Señor que me conduzca al paraíso». Aprende igualmente a estar en oración, es decir, a conversar amistosamente con Dios, cara a cara, en lo profundo de su corazón.

En 1942, Juana pierde de repente a su madre, de 53 años de edad. Cuatro meses después fallece su padre. De entre los hijos Beretta que viven, cuatro están ya trabajando y tres están estudiando; Juana acaba de aprobar el examen final de bachillerato. Está considerando la posibilidad de hacerse religiosa misionera en Brasil. Mientras tanto, empieza sus estudios de medicina en Milán. A pesar de las dificultades que existen en la época (Italia se encuentra en guerra), se toma muy en serio sus estudios y, cuando el agotamiento hace mella en ella, se dirige a la iglesia: «Cuando estoy cansada y siento que no puedo más, me renuevo con un poco de meditación hablando con Jesús». Pero sufre a causa de sus puntos débiles: «Los dos defectos que me indica –escribe a una religiosa– son bien ciertos. Soy obstinada y siempre hago lo que quiero, cuando debería doblegarme... Lo intentaré. En cuanto a la caridad, para no juzgar a mi prójimo, intento desde hace algún tiempo superarme, pero hay veces en que me resulta realmente difícil». Durante las vacaciones, Juana practica el esquí y la escalada de montaña.

Los años de sus estudios universitarios son un tiempo privilegiado para el apostolado. Su temperamento activo y lleno de iniciativa le ayuda a hacer amistades entre las jóvenes, organizando excursiones, fiestas y juegos con el objetivo de alentar a sus amigas hacia el amor a Dios y al prójimo. Contarán de ella que «Escuchaba a las demás y hablaba poco, y que respondía con corrección, como si escuchara una voz interior... En verano, llevaba a sus compañeras de la Acción Católica a su casa de vacaciones para realizar retiros espirituales». Ella misma explica: «Para persuadir no basta solamente con hablar bien, sino que hay que dar ejemplo. Hay que hacer visible la verdad en la persona de uno mismo; hay que hacer amable la verdad ofreciéndose uno mismo como ejemplo atractivo, y si es posible heroico... No tengáis miedo de defender a Dios, a la Iglesia, al Papa y a los sacerdotes. No podemos permanecer indiferentes ante toda esa campaña antirreligiosa e inmoral... Hay que actuar, entrar en todos los campos de acción, en el social, en el familiar y en el político. Y trabajar, porque han confluido todas las fuerzas oscuras y amenazadoras del mal».

Rezar, incluso si todo nos distrae
Sin embargo, la acción debe apoyarse en la oración y el sacrificio: «Si queremos que nuestro apostolado no resulte vano, sino eficaz, debemos ser almas de oración. ¡Incluso si todo lo que hay a nuestro alrededor, durante el día, nos distrae de la oración! Ésta debe hacerse con fe en la omnipotencia de Dios, que puede ayudarnos... Y si, después de haber puesto todo por nuestra parte, fracasamos, aceptémoslo con generosidad; la aceptación de un fracaso por parte de un apóstol que ha puesto todos los medios a su alcance para conseguir un éxito, resulta más provechoso para la salvación que un triunfo». Juana recomienda con frecuencia la virtud de la pureza y la educación en el verdadero amor: «¿Cómo conservar la pureza? Rodeando nuestro cuerpo con el cerco del sacrificio. La pureza es una virtud-resumen, es decir, un conjunto de virtudes... La pureza se convierte en belleza, y después también en fuerza y libertad. Es libre quien es capaz de resistir, de luchar».

En noviembre de 1949, Juana obtiene su licenciatura en medicina y cirugía. Se especializa entonces en pediatría, tanto por amor a los niños como para estar cerca de las madres, abriendo después una consulta privada en Mesero. Atiende a cada uno de sus enfermos con gran paciencia y amabilidad. Cuando sus enfermedades son consecuencia de una vida de moral desordenada, ella lo sufre mucho, aconsejándoles con convicción que cambien de conducta. A los enfermos especialmente pobres les ayuda con dinero, además de con medicamentos: «Si atiendo a un enfermo que no tiene qué comer, ¿de qué sirven los medicamentos?». Juana considera su profesión como un verdadero apostolado: «Todos trabajan al servicio del hombre. Nosotros los médicos trabajamos directamente sobre el propio hombre... El gran misterio del hombre es Jesús: «Quien visita a un enfermo me ayuda a mí», dice Jesús... De igual modo que el sacerdote puede tocar a Jesús, así también nosotros podemos tocar a Jesús en el cuerpo de nuestros enfermos... Tenemos ocasiones para hacer el bien de las que carece el sacerdote. Nuestra misión no termina cuando ya no sirven los medicamentos, sino que debemos acercar las almas a Dios, aprovechándonos de la autoridad de nuestras palabras... ¡Cuán necesarios son los médicos católicos!».

Todos los caminos del Señor son hermosos
En los primeros meses del año 1954, Juana se pregunta todavía cuál es su vocación. Después de rezar mucho, se decide por el matrimonio y escribe a una amiga: «Los caminos del Señor son todos hermosos, siempre que el fin siga siendo el mismo: salvar nuestra alma y conseguir llevar a otras muchas almas al paraíso, para glorificar a Dios». El 24 de septiembre de 1955, contrae matrimonio con Pedro Molla; preside la ceremonia el sacerdote José Beretta, hermano de Juana. En una conferencia para chicas de Acción Católica, Juana había explicado: «Toda vocación es vocación a la maternidad, ya sea física, espiritual o moral, porque Dios ha depositado en nosotros el instinto de la vida. El sacerdote es padre (espiritualmente); las religiosas son madres, madres de las almas... Prepararse para la vocación es prepararse para dar vida». El 19 de noviembre de 1956, nace un varón en el hogar Beretta-Molla: Pedro Luis; el 11 de diciembre de 1957 nacerá una niña: María Zita, y el 15 de julio de 1960 una segunda hija: Laura. Esas tres maternidades habían sido difíciles para Juana, pero su fe le había dado las fuerzas necesarias. Para dar gracias a Dios, después del nacimiento de cada uno de sus hijos, Juana hace entrega a las misiones, sacándola de sus ahorros, de una suma que equivale al salario de seis meses de trabajo de un empleado.

La educación moral y religiosa de sus hijos ocupa un lugar de privilegio en el corazón de Juana. Nada más son capaces de ello, Juana les obliga a hacer cada noche un examen de conciencia adaptado, animándoles a reflexionar sobre tal o cual acto, y señalándoles por qué Jesús no está contento de ello. En lugar de reprenderles en el acto, espera a la oración de la noche para recapitular sobre lo acontecido durante el día. No quiere pegarles ni levantar demasiado la voz, pues – según dice – «puede que no tengan a su madre con ellos durante mucho tiempo, y no quiero que guarden un mal recuerdo». El trabajo profesional de Juana no le impide cumplir con sus deberes de esposa y de madre. No obstante, después del nacimiento de Laura, decide que abandonará el ejercicio de la medicina cuando tenga un cuarto hijo.

En agosto de 1961 se anuncia una nueva maternidad. Pero, en el segundo mes de embarazo, Juana siente que se está desarrollando, día tras día, una masa dura junto al útero, amenazando tanto la vida del niño como la suya propia: se trata de un fibroma que deberá ser extirpado. Juana es consciente de los riesgos que corre. Tres soluciones se presentan ante ella: — la extirpación del fibroma y del útero con el niño (esta intervención salvará casi con toda seguridad la vida de la madre, pero el niño morirá y ella no podrá tener más hijos); — la extirpación del fibroma y el aborto provocado (la madre se salvará y podrá eventualmente tener hijos más adelante), pero es una solución que va en contra de la ley de Dios; — la extirpación del fibroma solamente, intentando no interrumpir el curso de la maternidad (solamente esta tercera posibilidad preserva la vida del niño, pero pone en muy grave peligro la de la madre).

En su condición de esposa bien amada, de feliz madre de tres hermosos hijos, Juana debe escoger y decidir: o bien la solución más segura para su propia vida, o bien la única solución que existe para salvar la vida del niño; «él o yo», el niño o la madre. Su decisión se decanta por favorecer la vida que siente desarrollarse en su interior, aceptando poner en riesgo su propia vida. El amor por su hijo es mayor: «¡Que no se preocupen por mí, con tal que todo vaya bien para el bebé!» —dice con resolución a los que le rodean.

Olvidarse y entregarse
Empieza la subida al calvario junto a Jesús crucificado. El 6 de septiembre, antes de entrar en el quirófano, le ruega otra vez al cirujano que haga todo lo posible por salvar al niño y que no se preocupe de ella. Al sacerdote que la acompaña para reconfortarla, le dice: «Estos días he rezado mucho. Con fe y esperanza me he encomendado al Señor, incluso ante semejante sentencia de la ciencia médica: o la vida de la madre o la del niño. Tengo confianza en Dios, sí; ahora me corresponde a mí cumplir con mi deber de madre. Renuevo ante el Señor la ofrenda de mi vida. Estoy dispuesta a todo con tal que salven a mi hijo». La operación, que consiste en extirpar el fibroma dejando intacta la cavidad uterina, resulta un éxito: el niño se ha salvado y el deseo de Juana se ha cumplido. Sin embargo, ella es consciente de que, al cabo de unos meses, el útero puede romperse y provocar una hemorragia mortal.

A pesar de ello, Juana resplandece de alegría, la alegría inenarrable de haber salvaguardado su maternidad y la vida de su hijo. Sabe muy bien lo que significa «ser madre»: olvidarse y entregarse. Ese amor de la maternidad, hasta el heroísmo del sacrificio de su vida, lo obtiene de Dios, fuente de toda paternidad y de toda maternidad (cf. Ef 3, 15). Sin perder la sonrisa de su rostro, Juana pasa los últimos meses de embarazo en plegaria y abandono a la voluntad de Dios, en medio de grandes dolores físicos y morales. El Sábado Santo 21 de abril de 1962, da a luz una niña que recibe en el bautismo el nombre de Juana Manuela. Tras el parto, el estado de la madre se agrava. Cuando el dolor resulta demasiado intenso, ella besa su crucifijo, «su gran consuelo». Tras mandar llamar a un sacerdote, recibe con fervor los últimos sacramentos y, en medio de su agonía, repite sin cesar: «¡Jesús, te amo! ¡Jesús, te amo!». El 28 de abril, hacia las ocho, Juana se apaga apaciblemente en presencia de su esposo, que ha aprobado su opción. Había estado pidiendo todos los días al Señor que le concediera la gracia de alcanzar una buena y santa muerte. Una vez en la verdadera Vida que no termina jamás, la beata, lejos de abandonar a los suyos, intercede desde entonces por ellos con un amor todavía más grande.

Homenaje a las madres...
El 25 de abril de 1994, con motivo de su beatificación *, el Papa Juan Pablo II llegará a decir: «Juana Beretta-Molla supo entregar su vida en sacrificio, para que el ser que llevaba en su seno – y que se encuentra hoy entre nosotros – pudiera vivir. Como médico, era consciente de lo que le esperaba, pero no retrocedió ante el sacrificio, confirmando de ese modo la heroicidad de sus virtudes. Es nuestro deseo rendir homenaje a todas las madres valerosas, que se dedican sin reservas a su familia, y que están dispuestas a no escatimar pena alguna, a hacer todos los sacrificios, para transmitirles lo mejor de ellas...

¡Cuánto deben luchar contra las dificultades y los peligros! ¡Cuántas veces son llamadas a enfrentarse a verdaderos «lobos» decididos a quitar la vida y a dispersar el rebaño! Y esas madres heroicas no siempre reciben apoyo de su entorno. Al contrario, los modelos de sociedad, promovidos y propagados con frecuencia por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. Hoy en día, en nombre del progreso y de la modernidad, los valores de fidelidad, castidad y sacrificio, por los que numerosas esposas y madres cristianas se distinguen y continúan distinguiéndose, se presentan como superados. Sucede entonces que una mujer que decide ser coherente con sus principios se siente profundamente sola. Sola con su amor, al que no puede traicionar y al que debe permanecer fiel. Su principio conductor es Cristo, que nos ha revelado ese amor que nos prodiga el Padre. Una madre que cree en Cristo encuentra un enorme apoyo en ese amor que todo lo soportó. Se trata de un amor que le permite creer que lo que hace por un hijo concebido, traído al mundo, adolescente o adulto, lo hace al mismo tiempo por un hijo de Dios. Como lo escribe san Juan en la lectura de hoy, Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Jn 3, 1). Somos hijos de Dios, y cuando esa realidad se manifieste plenamente seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3, 2)».

El Papa manifiesta igualmente su solicitud paternal con las mujeres que han recurrido al aborto mediante las siguientes palabras de ánimo de la Encíclica Evangelium vitae: «La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la reconciliación.... Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida... seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre» (Evangelium vitæ, 99).

«Recemos juntos a fin de tener la valentía de defender al niño que va a nacer y de darle la posibilidad de amar y de ser amado – decía la madre Teresa de Calcuta –. Y creo que de ese modo, con la gracia de Dios, podremos conseguir que haya paz en el mundo».

Dom Antoine Marie osb

*Fue canonizada por el Papa San Juan Pablo II el 16 de mayo de 2004


Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com

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