Los obispos, reunidos en Sínodo en Roma en octubre de 2001, dirigieron
un «mensaje al pueblo de Dios» en el que se abordaba el tema de la dignidad de
la vida humana: «Lo que quizás más conturba nuestro corazón de pastores es el
desprecio de la vida desde su concepción hasta su término, así como la
disgregación de la familia. El no de la Iglesia al aborto y a la eutanasia es
un sí a la vida, un sí a la bondad fundamental de la creación, un sí que puede
alcanzar a todo ser humano en el santuario de su conciencia, un sí a la
familia, primera célula de la esperanza en la que Dios se complace, hasta el
punto de asignarle la vocación de ser llamada «iglesia doméstica»».
Unos años antes, el Papa Juan Pablo II
les decía ya a los jóvenes, en Denver (EE.UU.): «Con el tiempo, las amenazas
contra la vida no disminuyen. Al contrario, adquieren dimensiones enormes... Se
trata de amenazas programadas de manera científica y sistemática. El siglo xx
será considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie interminable
de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas inocentes...» (14 de
agosto de 1993). Estamos en realidad ante una «conjura contra la vida», que ve
implicadas incluso a instituciones internacionales, dedicadas a alentar y
programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la
esterilización, el aborto y la eutanasia, con la complicidad de los medios de
comunicación social. El recurso a esas prácticas se presenta como un signo de
progreso y conquista de la libertad, mientras que las posiciones
incondicionales a favor de la vida son despreciadas y consideradas como
enemigas de la libertad y del progreso (cf. Encíclica Evangelium vitae,
25 de marzo de 1995, 17).
En un momento en que el mundo se muestra
muy preocupado por la paz, recordemos las palabras de la madre Teresa de
Calcuta, cuando recibió el premio Nobel de la Paz el 10 de diciembre de 1979:
«Hoy en día, el mayor destructor de la paz es el crimen contra el niño inocente
que va a nacer». En efecto, Dios no puede dejar impune el crimen de Caín, pues
la sangre de Abel exige que Dios haga justicia. Dios dijo a Caín: ¿Qué
has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo (Gn
4, 10). No solamente la sangre de Abel clama venganza al cielo, sino también la
de todos los inocentes asesinados (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC,
2268). Porque, en el transcurso de los últimos decenios, millones de inocentes
han sido aniquilados en el seno de sus madres.
El paso al tercer milenio no ha
significado precisamente, en Francia, un giro hacia una política favorable a la
vida. Ya desde el año 2000, se ha permitido la distribución de NorLevo (la
llamada píldora «del día siguiente», en realidad un producto abortivo) a las
menores de edad en los centros escolares, sin autorización paterna. El 4 de
julio de 2001, una nueva ley del aborto agrava las disposiciones de la ley
precedente (1979), que consideraba la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE
= aborto) como último recurso en caso de peligro. Desde ahora lo que existe es
un «verdadero derecho al aborto», que se aleja de la mayoría de las
disposiciones encaminadas a conservar la vida del niño; el plazo legal se
amplía de las 10 a las 12 semanas, se suprime la autorización de los padres
para las menores de edad, se despenaliza la incitación al aborto y se refuerzan
las causas de persecución contra los que se oponen a él.
Una «buena nueva» para nuestro tiempo
En oposición a esa cultura de la muerte
y a sus consecuencias dramáticas para la paz civil y para el destino eterno de
los hombres, la Iglesia nos recuerda los mandamientos de Dios, grabados en el
corazón de todo ser humano. Como testigo que es del amor de Dios por el hombre,
la Iglesia se arroga la defensa de los más débiles y subraya la importancia del
quinto mandamiento (No matarás). «Desde el siglo primero, la Iglesia ha
afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha
cambiado; permanece invariable» (CEC, 2271). Para dejarlo mucho más
claro, la Iglesia nos presenta los ejemplos de los santos. Por eso el Papa Juan
Pablo II beatificó, el 25 de abril de 1994, a Juana Beretta-Molla, madre de
familia, cuyo testimonio a favor de la vida humana es una «buena nueva» para
los hombres de nuestro tiempo.
Juana nace el 4 de octubre de 1922 en
Magenta (Italia), siendo la décima de trece hijos (de los que cinco morirían
muy pronto), en el seno de una familia en la que los padres, que pertenecen a
la orden tercera de san Francisco y asisten a misa todos los días, cultivan una
atmósfera serena y cristiana. Los domingos por la tarde, los niños acompañan al
padre en su visita a los pobres, a las personas mayores, en estado de abandono
o desamparadas. La madre, por su parte, se las ingenia para ahorrar a favor de
las misiones.
El 14 de abril de 1928, Juana toma la primera
comunión, y la Eucaristía se convierte desde entonces para ella en alimento
cotidiano indispensable. En el colegio es una alumna de rendimiento medio, y
habrá que esperar al final de sus estudios primarios para que obtenga algunos
buenos resultados. Recibe la Confirmación el 9 de junio de 1930. Ya en
enseñanza secundaria, sigue sin destacar en sus estudios, pero su vida
cristiana es intensa y radiante: un tiempo de meditación cada mañana le da
fuerza y alegría para amar durante todo el día. Su temperamento es espontáneo,
perdonando con facilidad y soportando con paciencia las penas provocadas por
las diferencias de carácter. Sabe apreciar las bellezas de la naturaleza y, en
vacaciones, toma lecciones de dibujo y de piano. La formación espiritual y el apostolado
de Juana se ven reforzados gracias a la Acción Católica femenina italiana, en
la que se había inscrito desde la edad de doce años.
Una marca indeleble
Del 16 al 18 de marzo de 1938, Juana
participa en un retiro espiritual según los Ejercicios de san Ignacio de
Loyola, recibiendo numerosas gracias que la marcan para toda la vida.
Profundiza en ese momento en los valores fundamentales de la vida espiritual:
la necesidad de la gracia y de la oración, el horror al pecado, la imitación de
Cristo y la mortificación; pero, sobre todo, empieza a ver el apostolado como
una expresión eminente de la caridad. Entre sus propósitos, escribe lo
siguiente: «Hacerlo todo por el Señor... Para servir a Dios, ya no iré al cine
sin asegurarme de que se trata de una película conveniente y no escandalosa, o
inmoral... Prefiero morir antes que cometer un pecado mortal... Rezar todos los
días un Ave María para que el Señor me conceda una buena muerte... El camino
más corto para alcanzar la santidad es el de la humillación. Pedir al Señor que
me conduzca al paraíso». Aprende igualmente a estar en oración, es decir, a
conversar amistosamente con Dios, cara a cara, en lo profundo de su corazón.
En 1942, Juana pierde de repente a su
madre, de 53 años de edad. Cuatro meses después fallece su padre. De entre los
hijos Beretta que viven, cuatro están ya trabajando y tres están estudiando;
Juana acaba de aprobar el examen final de bachillerato. Está considerando la
posibilidad de hacerse religiosa misionera en Brasil. Mientras tanto, empieza
sus estudios de medicina en Milán. A pesar de las dificultades que existen en
la época (Italia se encuentra en guerra), se toma muy en serio sus estudios y,
cuando el agotamiento hace mella en ella, se dirige a la iglesia: «Cuando estoy
cansada y siento que no puedo más, me renuevo con un poco de meditación
hablando con Jesús». Pero sufre a causa de sus puntos débiles: «Los dos
defectos que me indica –escribe a una religiosa– son bien ciertos. Soy
obstinada y siempre hago lo que quiero, cuando debería doblegarme... Lo
intentaré. En cuanto a la caridad, para no juzgar a mi prójimo, intento desde
hace algún tiempo superarme, pero hay veces en que me resulta realmente
difícil». Durante las vacaciones, Juana practica el esquí y la escalada de
montaña.
Los años de sus estudios universitarios
son un tiempo privilegiado para el apostolado. Su temperamento activo y lleno
de iniciativa le ayuda a hacer amistades entre las jóvenes, organizando
excursiones, fiestas y juegos con el objetivo de alentar a sus amigas hacia el
amor a Dios y al prójimo. Contarán de ella que «Escuchaba a las demás y hablaba
poco, y que respondía con corrección, como si escuchara una voz interior... En
verano, llevaba a sus compañeras de la Acción Católica a su casa de vacaciones
para realizar retiros espirituales». Ella misma explica: «Para persuadir no
basta solamente con hablar bien, sino que hay que dar ejemplo. Hay que hacer
visible la verdad en la persona de uno mismo; hay que hacer amable la verdad
ofreciéndose uno mismo como ejemplo atractivo, y si es posible heroico... No
tengáis miedo de defender a Dios, a la Iglesia, al Papa y a los sacerdotes. No
podemos permanecer indiferentes ante toda esa campaña antirreligiosa e
inmoral... Hay que actuar, entrar en todos los campos de acción, en el social,
en el familiar y en el político. Y trabajar, porque han confluido todas las
fuerzas oscuras y amenazadoras del mal».
Rezar, incluso si todo nos distrae
Sin embargo, la acción debe apoyarse en
la oración y el sacrificio: «Si queremos que nuestro apostolado no resulte
vano, sino eficaz, debemos ser almas de oración. ¡Incluso si todo lo que hay a
nuestro alrededor, durante el día, nos distrae de la oración! Ésta debe hacerse
con fe en la omnipotencia de Dios, que puede ayudarnos... Y si, después de
haber puesto todo por nuestra parte, fracasamos, aceptémoslo con generosidad;
la aceptación de un fracaso por parte de un apóstol que ha puesto todos los
medios a su alcance para conseguir un éxito, resulta más provechoso para la
salvación que un triunfo». Juana recomienda con frecuencia la virtud de la
pureza y la educación en el verdadero amor: «¿Cómo conservar la pureza?
Rodeando nuestro cuerpo con el cerco del sacrificio. La pureza es una
virtud-resumen, es decir, un conjunto de virtudes... La pureza se convierte en
belleza, y después también en fuerza y libertad. Es libre quien es capaz de
resistir, de luchar».
En noviembre de 1949, Juana obtiene su
licenciatura en medicina y cirugía. Se especializa entonces en pediatría, tanto
por amor a los niños como para estar cerca de las madres, abriendo después una
consulta privada en Mesero. Atiende a cada uno de sus enfermos con gran
paciencia y amabilidad. Cuando sus enfermedades son consecuencia de una vida de
moral desordenada, ella lo sufre mucho, aconsejándoles con convicción que
cambien de conducta. A los enfermos especialmente pobres les ayuda con dinero,
además de con medicamentos: «Si atiendo a un enfermo que no tiene qué comer,
¿de qué sirven los medicamentos?». Juana considera su profesión como un
verdadero apostolado: «Todos trabajan al servicio del hombre. Nosotros los
médicos trabajamos directamente sobre el propio hombre... El gran misterio del
hombre es Jesús: «Quien visita a un enfermo me ayuda a mí», dice Jesús... De
igual modo que el sacerdote puede tocar a Jesús, así también nosotros podemos
tocar a Jesús en el cuerpo de nuestros enfermos... Tenemos ocasiones para hacer
el bien de las que carece el sacerdote. Nuestra misión no termina cuando ya no
sirven los medicamentos, sino que debemos acercar las almas a Dios,
aprovechándonos de la autoridad de nuestras palabras... ¡Cuán necesarios son
los médicos católicos!».
Todos los caminos del Señor son hermosos
En los primeros meses del año 1954,
Juana se pregunta todavía cuál es su vocación. Después de rezar mucho, se
decide por el matrimonio y escribe a una amiga: «Los caminos del Señor son
todos hermosos, siempre que el fin siga siendo el mismo: salvar nuestra alma y
conseguir llevar a otras muchas almas al paraíso, para glorificar a Dios». El
24 de septiembre de 1955, contrae matrimonio con Pedro Molla; preside la
ceremonia el sacerdote José Beretta, hermano de Juana. En una conferencia para
chicas de Acción Católica, Juana había explicado: «Toda vocación es vocación a
la maternidad, ya sea física, espiritual o moral, porque Dios ha depositado en
nosotros el instinto de la vida. El sacerdote es padre (espiritualmente); las
religiosas son madres, madres de las almas... Prepararse para la vocación es
prepararse para dar vida». El 19 de noviembre de 1956, nace un varón en el
hogar Beretta-Molla: Pedro Luis; el 11 de diciembre de 1957 nacerá una niña:
María Zita, y el 15 de julio de 1960 una segunda hija: Laura. Esas tres
maternidades habían sido difíciles para Juana, pero su fe le había dado las fuerzas
necesarias. Para dar gracias a Dios, después del nacimiento de cada uno de sus
hijos, Juana hace entrega a las misiones, sacándola de sus ahorros, de una suma
que equivale al salario de seis meses de trabajo de un empleado.
La educación moral y religiosa de sus
hijos ocupa un lugar de privilegio en el corazón de Juana. Nada más son capaces
de ello, Juana les obliga a hacer cada noche un examen de conciencia adaptado,
animándoles a reflexionar sobre tal o cual acto, y señalándoles por qué Jesús
no está contento de ello. En lugar de reprenderles en el acto, espera a la
oración de la noche para recapitular sobre lo acontecido durante el día. No
quiere pegarles ni levantar demasiado la voz, pues – según dice – «puede que no
tengan a su madre con ellos durante mucho tiempo, y no quiero que guarden un
mal recuerdo». El trabajo profesional de Juana no le impide cumplir con sus
deberes de esposa y de madre. No obstante, después del nacimiento de Laura,
decide que abandonará el ejercicio de la medicina cuando tenga un cuarto hijo.
En agosto de 1961 se anuncia una nueva
maternidad. Pero, en el segundo mes de embarazo, Juana siente que se está
desarrollando, día tras día, una masa dura junto al útero, amenazando tanto la
vida del niño como la suya propia: se trata de un fibroma que deberá ser
extirpado. Juana es consciente de los riesgos que corre. Tres soluciones se
presentan ante ella: — la extirpación del fibroma y del útero con el niño (esta
intervención salvará casi con toda seguridad la vida de la madre, pero el niño
morirá y ella no podrá tener más hijos); — la extirpación del fibroma y el
aborto provocado (la madre se salvará y podrá eventualmente tener hijos más
adelante), pero es una solución que va en contra de la ley de Dios; — la
extirpación del fibroma solamente, intentando no interrumpir el curso de la
maternidad (solamente esta tercera posibilidad preserva la vida del niño, pero
pone en muy grave peligro la de la madre).
En su condición de esposa bien amada, de
feliz madre de tres hermosos hijos, Juana debe escoger y decidir: o bien la
solución más segura para su propia vida, o bien la única solución que existe
para salvar la vida del niño; «él o yo», el niño o la madre. Su decisión se
decanta por favorecer la vida que siente desarrollarse en su interior,
aceptando poner en riesgo su propia vida. El amor por su hijo es mayor: «¡Que
no se preocupen por mí, con tal que todo vaya bien para el bebé!» —dice con
resolución a los que le rodean.
Olvidarse y entregarse
Empieza la subida al calvario junto a
Jesús crucificado. El 6 de septiembre, antes de entrar en el quirófano, le
ruega otra vez al cirujano que haga todo lo posible por salvar al niño y que no
se preocupe de ella. Al sacerdote que la acompaña para reconfortarla, le dice:
«Estos días he rezado mucho. Con fe y esperanza me he encomendado al Señor,
incluso ante semejante sentencia de la ciencia médica: o la vida de la madre o
la del niño. Tengo confianza en Dios, sí; ahora me corresponde a mí cumplir con
mi deber de madre. Renuevo ante el Señor la ofrenda de mi vida. Estoy dispuesta
a todo con tal que salven a mi hijo». La operación, que consiste en extirpar el
fibroma dejando intacta la cavidad uterina, resulta un éxito: el niño se ha
salvado y el deseo de Juana se ha cumplido. Sin embargo, ella es consciente de
que, al cabo de unos meses, el útero puede romperse y provocar una hemorragia
mortal.
A pesar de ello, Juana resplandece de
alegría, la alegría inenarrable de haber salvaguardado su maternidad y la vida
de su hijo. Sabe muy bien lo que significa «ser madre»: olvidarse y entregarse.
Ese amor de la maternidad, hasta el heroísmo del sacrificio de su vida, lo
obtiene de Dios, fuente de toda paternidad y de toda
maternidad (cf. Ef 3, 15). Sin perder la sonrisa de su rostro, Juana pasa los
últimos meses de embarazo en plegaria y abandono a la voluntad de Dios, en
medio de grandes dolores físicos y morales. El Sábado Santo 21 de abril de
1962, da a luz una niña que recibe en el bautismo el nombre de Juana Manuela.
Tras el parto, el estado de la madre se agrava. Cuando el dolor resulta
demasiado intenso, ella besa su crucifijo, «su gran consuelo». Tras mandar
llamar a un sacerdote, recibe con fervor los últimos sacramentos y, en medio de
su agonía, repite sin cesar: «¡Jesús, te amo! ¡Jesús, te amo!». El 28 de abril,
hacia las ocho, Juana se apaga apaciblemente en presencia de su esposo, que ha
aprobado su opción. Había estado pidiendo todos los días al Señor que le
concediera la gracia de alcanzar una buena y santa muerte. Una vez en la
verdadera Vida que no termina jamás, la beata, lejos de abandonar a los suyos,
intercede desde entonces por ellos con un amor todavía más grande.
Homenaje a las madres...
El 25 de abril de 1994, con motivo de su
beatificación *, el Papa Juan Pablo II llegará a decir: «Juana Beretta-Molla supo
entregar su vida en sacrificio, para que el ser que llevaba en su seno – y que
se encuentra hoy entre nosotros – pudiera vivir. Como médico, era consciente de
lo que le esperaba, pero no retrocedió ante el sacrificio, confirmando de ese
modo la heroicidad de sus virtudes. Es nuestro deseo rendir homenaje a todas
las madres valerosas, que se dedican sin reservas a su familia, y que están
dispuestas a no escatimar pena alguna, a hacer todos los sacrificios, para
transmitirles lo mejor de ellas...
¡Cuánto deben luchar contra las
dificultades y los peligros! ¡Cuántas veces son llamadas a enfrentarse a
verdaderos «lobos» decididos a quitar la vida y a dispersar el rebaño! Y esas
madres heroicas no siempre reciben apoyo de su entorno. Al contrario, los
modelos de sociedad, promovidos y propagados con frecuencia por los medios de
comunicación, no favorecen la maternidad. Hoy en día, en nombre del progreso y
de la modernidad, los valores de fidelidad, castidad y sacrificio, por los que
numerosas esposas y madres cristianas se distinguen y continúan
distinguiéndose, se presentan como superados. Sucede entonces que una mujer que
decide ser coherente con sus principios se siente profundamente sola. Sola con
su amor, al que no puede traicionar y al que debe permanecer fiel. Su principio
conductor es Cristo, que nos ha revelado ese amor que nos prodiga el Padre. Una
madre que cree en Cristo encuentra un enorme apoyo en ese amor que todo lo
soportó. Se trata de un amor que le permite creer que lo que hace por un hijo
concebido, traído al mundo, adolescente o adulto, lo hace al mismo tiempo por
un hijo de Dios. Como lo escribe san Juan en la lectura de hoy, Mirad
qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1
Jn 3, 1). Somos hijos de Dios, y cuando esa realidad se manifieste plenamente
seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3, 2)».
El Papa manifiesta igualmente su
solicitud paternal con las mujeres que han recurrido al aborto mediante las
siguientes palabras de ánimo de la Encíclica Evangelium vitae: «La
Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra
decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión
dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en
vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente
injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la
esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si
aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el
Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el
sacramento de la reconciliación.... Ayudadas por el consejo y la cercanía de
personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio
entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida... seréis
artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre» (Evangelium vitæ,
99).
«Recemos juntos a fin de tener la
valentía de defender al niño que va a nacer y de darle la posibilidad de amar y
de ser amado – decía la madre Teresa de Calcuta –. Y creo que de ese modo, con
la gracia de Dios, podremos conseguir que haya paz en el mundo».
Dom
Antoine Marie osb
*Fue canonizada por
el Papa San Juan Pablo II el 16 de mayo de 2004
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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