«En la compleja historia de Europa, el cristianismo representa un
elemento central y determinante –afirmaba el beato Papa Juan Pablo II el 1 de
octubre de 1999, cuando proclamó patronas de Europa a las santas Brígida de
Suecia, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de la Cruz… La fe cristiana ha
plasmado la cultura del continente y se ha entrelazado indisolublemente con su
historia… En efecto, son innumerables los cristianos que con su vida recta y
honrada, animada por el amor a Dios y al prójimo, han alcanzado en las más
variadas vocaciones, consagradas o laicas, una verdadera santidad, propagada
por doquier, aunque de manera oculta. La Iglesia no duda de que precisamente
este tesoro de santidad es el secreto de su pasado y la esperanza de su futuro…
El papel de santa Catalina de Siena en el desarrollo de la historia de la
Iglesia y en la profundización doctrinal misma del mensaje revelado ha obtenido
significativos reconocimientos, que han llegado hasta la atribución del título
de doctora de la Iglesia [por el Papa Pablo VI, el 4 de octubre de 1970]».
Catalina es hija de un tintorero, Jacobo Benincasa,
y de su esposa Lapa; ella y su hermana gemela Juana nacen en Siena, Italia, el
25 de marzo de 1347. Llegan al mundo después de veintidós hermanos y hermanas.
Juana muere prematuramente y, en 1348, los padres Benincasa adoptan a un joven
huérfano de diez años: Tomás Della Fonte. Desde niña, Catalina se siente
profundamente atraída por Dios y por María. A la edad de apenas cinco años,
reza con fervor el “Ave María”, y se divierte repitiéndolo en cada peldaño al
subir o bajar las escaleras. Más tarde, no dejará de recomendar que se recurra
a María en toda ocasión: «María es nuestra abogada, la Madre de la gracia y de
la misericordia. No es ingrata con sus servidores». Hacia la edad de seis años,
tiene una visión de Cristo que la bendice. Esa experiencia refuerza el fervor
de Catalina. La educación religiosa que recibe abarca lecturas de vidas de
santos, de eremitas o de padres del desierto, que intenta luego imitar mediante
una vida ascética y solitaria. La atracción de Catalina hacia la orden de los
dominicos se acrecienta cuando Tomás, su hermano adoptivo, entra en el
noviciado de Santo Domingo en 1353. A los siete años, Catalina hace voto de
castidad.
Ingenio
Cuando tiene unos doce años, para dar satisfacción
a su madre y a su hermana mayor Buenaventura, Catalina deja que la vistan
con elegancia. En agosto de 1362, Buenaventura muere de parto. Después de ese
duelo, los padres quieren casar a Catalina, quien se niega categóricamente,
aunque ellos buscan el apoyo de Tomás. Ante la firme resolución de Catalina,
que quiere consagrarse a Dios, éste la convence para que se corte el cabello,
por lo que sus padres se enfadan profundamente. Más allá de los castigos y
reprimendas, es expulsada de su habitación, donde pasaba largos períodos sola
en oración, y su madre, que no la comprende, la obliga a sustituir a la criada
en las tareas del hogar. Decide entonces construirse como «una pequeña celda
monástica» en lo hondo de su interior, donde se encierra con Jesús durante sus
tareas. Para hacer más fácil su recogimiento y su obediencia, procura ver en su
madre a la Santísima Virgen; cuando sirve a su padre, se imagina que sirve a
Jesús; sus hermanos y hermanas son los discípulos de Cristo y las santas
mujeres… A fuerza de ingenio, Catalina consigue ser contemplativa en medio del
mundo, logra estar en el mundo sin ser mundana, transformando las
circunstancias de la vida normal en otras tantas ocasiones de encontrarse con
Dios. Más tarde afirmará a sus discípulos que «todo lo que se hace por caridad
hacia el prójimo o hacia sí mismo, todas esas obras exteriores, cualesquiera
que sean, si se realizan con voluntad santa, son una plegaria».
Un día, Catalina ve en sueños a santo Domingo que
le entrega un lirio y un hábito de religiosa dominica. Ante la determinación de
Catalina, su padre la autoriza finalmente a unirse a las hermanas de la
penitencia de Santo Domingo (llamadas mantellate por su manto negro, denominado
mantellata en italiano); éstas constituyen un grupo compuesto esencialmente por
viudas que se consagran a la obras de caridad y se reúnen para asistir a Misa y
recibir instrucciones religiosas. La presenta su madre, pero Catalina sufre un
rechazo por parte de las religiosas, que la consideran demasiado joven y quizás
demasiado exaltada. Sin embargo, poco tiempo después, emocionadas por el ardor
y el coraje de Catalina, que ha padecido una grave enfermedad, las hermanas la
aceptan, tomando el hábito hacia finales de 1364.
«Si no hubiera estado allí…»
Ya desde el noviciado, Catalina, que lleva una vida
muy ascética, es favorecida con apariciones y conversaciones con Jesús.
No obstante, esos dones místicos no están exentos de momentos de dudas,
angustias y fuertes tentaciones. Después de una tentación especialmente
intensa, Catalina goza de una aparición de Nuestro Señor: «Dulcísimo y buen
Jesús –le dice con ternura–, ¿dónde estabas cuando mi alma era presa de tales
sufrimientos? –Estaba en tu corazón, Catalina, pues solamente me separo de
quienes son los primeros en alejarse de mí consintiendo en el pecado. –¡Cómo!
¿Estabas en mi corazón sumergido en pensamientos de lo más repugnantes? –Dime,
Catalina, esos pensamientos te causaban gozo o tristeza? –¡Ah, Señor!, una
tristeza y un hastío inmensos. –¿Y qué hacía que estuvieras triste si no era mi
presencia en medio de tu corazón? Si no hubiera estado allí, habrías consentido
a las tentaciones; era yo quien te las hacía rechazar y quien te afligía por
ello. Y estaba contento por la fidelidad que me guardabas durante ese doloroso
combate». En una de sus cartas, Catalina mostrará la preciada lección de esa
prueba: «Dios permite la tentación para que nuestras virtudes se pongan a
prueba y para aumentar su gracia; para que seamos no vencidos, sino vencedores
gracias a la confianza en el socorro divino que nos hace decir con el Apóstol
Pablo: Todo lo puedo en Jesús crucificado, que está en mí y me conforta (cf.
Flp 4, 13)».
Varias figuras del Antiguo Testamento –Abel,
Abraham, Job, Tobías– nos recuerdan que Dios hace que sus amigos más queridos
pasen por la prueba de la tentación. En efecto, mediante la tentación
experimentamos nuestra debilidad y la carga de malicia que llevamos en
nosotros. Ese conocimiento de nosotros mismos nos desvela la verdad y nos
humilla; es muy beneficiosa para nuestra salvación. La tentación nos mueve a
practicar la virtud opuesta al vicio hacia el cual nos inclina. Finalmente, nos
obliga a recorrer a Dios en la oración; en ese sentido, es fuente de unión a
Dios. Por ello, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «No hay santidad
sin renuncia y sin combate espiritual» (CEC, 2015).
En 1368, el padre de Catalina cae enfermo y muere,
a pesar de las plegarias de su hija. Ese mismo año, en una visión que
permanecerá por siempre en el corazón y en el alma de Catalina, la Virgen la
presenta a Jesús, quien le entrega un espléndido anillo diciéndole: «Yo, tu
Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que
celebres conmigo tus esponsales eternos en el cielo». Catalina siente
permanentemente la presencia de ese anillo, e incluso lo ve, pero solamente
ella. A partir de ese momento, Catalina pone más en práctica su amor de Dios
poniendo más empeño en atender a los enfermos y a los pobres, y realizan
milagros en favor de ellos. Sin embargo, también es objeto de burlas y
calumnias; algunas personas la acusan de ser una mujer de mala vida.
Catalina es favorecida con el don de las lágrimas,
que expresan una profunda sensibilidad, una gran capacidad de emoción y de
ternura. Son numerosos los santos que tuvieron ese don, renovando de ese modo
la emoción del propio Jesús, que ni reprimió ni escondió sus lágrimas ante el
sepulcro de su amigo Lázaro y el dolor de María y de Marta, así como al ver
Jerusalén, en el transcurso de sus últimos días en la tierra. «Acordaos de
Cristo crucificado, Dios y hombre –escribe Catalina a un correspondiente–…
Fijaos como objetivo a Cristo crucificado, escondeos en las llagas de Cristo
crucificado, ahogaos en la Sangre de Cristo crucificado».
«La doctrina de María»
Por mediación de su hermano Tomás, Catalina conoce
a Bartolomé di Domenico, un joven dominico. Surge entre ellos una gran amistad
espiritual: Bartolomé le enseña teología y ella le infunde ánimos. La fama de
Catalina se extiende, desarrollando una intensa actividad de consejo espiritual
hacia personas muy diversas: nobles y políticos, artistas y gente del pueblo,
personas consagradas y eclesiásticos. Entorno a ella se forma un grupo de
discípulos a los que exhorta a trabajar por la salvación del prójimo. A ese
celo por las almas lo llama «la doctrina de María», pues –según ella explica–
«en su condición de hombre, el Hijo de Dios estaba revestido del deseo del
honor de su Padre y de nuestra salvación; y ese deseo fue tan grande que corrió
en su ardor a través de las penas, la vergüenza y el ultraje hasta la muerte
ignominiosa de la cruz. Así pues, el mismo deseo se produjo en María, pues no
podía desear otra cosa sino el honor de Dios y la salvación de las criaturas».
Catalina empieza también a viajar, pero su actividad suscita sorpresa en Siena,
así como en la orden dominica; de tal modo que, en 1374, comparece ante el
capítulo general de los dominicos en Florencia. Se le asigna como padre
espiritual a un sacerdote culto y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestre
general de la Orden, que se convierte en su confesor y también en su hijo
espiritual (en la actualidad se le honra como beato).
En Pentecostés de 1375, Catalina recibe los
estigmas de Cristo: las llagas de las manos, de los pies y del costado de Jesús
crucificado quedan impresas en su carne, pero de una manera invisible, como
formalmente se lo había pedido a Cristo. Para ella, la vida espiritual consiste
en la unión a Dios como «camino de verdad», y la Pasión de Cristo es la mejor
guía en ese camino, «siendo preferible a todos los libros». El amor mueve a
Catalina de Siena a imitar a Cristo y su sacrificio en la Cruz, mediante una
vida de ascesis, de penitencia, de oración y de servicio a los demás. De ese
modo llega a ser un “alter Christus” (otro Cristo). Hasta tal punto le empuja
su amor al prójimo que un día no duda en entrar en la celda de un condenado a
muerte para instarle a reconciliarse con Dios. Nicolás di Toldo había sido
condenado a la pena capital por motivos políticos. La visita de Catalina en su
calabozo transforma al joven, quien se confiesa, oye Misa y recibe la sagrada
Comunión. El día de la ejecución, para mayor alegría del condenado, Catalina
está presente. No deja de murmurar los nombres de “Jesús” y de “Catalina”. Tras
la ejecución, la santa ve cómo su alma penetra en el seno de Dios «como la
esposa que llega al umbral de la morada del esposo». Más tarde, Dios revelará a
Catalina de qué modo esa condena había permitido a Nicolás di Toldo recobrar el
estado de gracia, la amistad de Dios, y conseguir de esa manera la salvación,
la vida eterna.
Ministerio indispensable
A partir de 1375, Catalina se compromete con
el regreso de los Papas de Aviñón a Roma (desde 1309, el papado permanecía en
Aviñón, por motivos políticos), así como por la unidad e independencia de la
Iglesia, que ningún santo, posiblemente, deseó tanto como ella. «La Iglesia
–escribe– no es otra cosa que el propio Cristo», la depositaria del amor de
Dios para los hombres; y la Iglesia jerárquica es el ministerio indispensable
para la salvación del mundo. De ahí se derivan el respeto y el amor apasionado
de Catalina hacia el Sumo Pontífice, en quien ve «al dulce Cristo en la
tierra», y a quien se debe un afecto y una obediencia filiales: «Quien
desobedezca a Cristo en la tierra (es decir, al Papa), que representa al Cristo
que está en los cielos, no participará en el fruto del Hijo de Dios».
La santa enseñaba ya a su manera la doctrina sobre
la primacía del Sumo Pontífice, que quedaría definida por el Concilio Vaticano
I en 1870: todos, pastores y fieles «están obligados, por deber de
subordinación jerárquica y verdadera obediencia (al Romano Pontífice), y esto
no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en lo que concierne a la disciplina
y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de modo que, guardada la
unidad con el Romano Pontífice, tanto de comunión como de profesión de la misma
fe, la Iglesia de Cristo sea un sólo rebaño bajo un único Supremo Pastor. Esta
es la doctrina de la verdad católica, de la cual nadie puede apartarse sin
menoscabo de su fe y su salvación» (Constitución sobre la Iglesia, cap. 3, DS
3060).
Las exhortaciones de Catalina son el punto de
arranque de la misión que ha recibido de Dios. Para ella no se trata de alterar
las estructuras esenciales de la Iglesia, de rebelarse contra los pastores o de
innovar en materia de culto y de disciplina, sino de devolver a la Esposa de
Cristo su vocación primera. Así pues, «aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu
Santo, se ha mantenido como Esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser
signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a
lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o
laicos, fieles al Espíritu de Dios… Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia,
como madre, no cesa de exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación
para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la
Iglesia» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 43).
«Santa Catalina –resaltaba el Papa Pablo VI– amó a
la Iglesia en su realidad, la cual, como sabemos, posee un doble aspecto: el
primero es místico, espiritual, invisible, aspecto esencial que se confunde con
el glorioso Cristo Redentor…; el segundo aspecto es humano, histórico,
institucional, concreto, pero nunca separado del aspecto divino. Debemos
preguntarnos si nuestros críticos actuales del aspecto institucional de la
Iglesia están en condiciones de apreciar esa simultaneidad… Catalina ama a la
Iglesia tal como es… Catalina no ama a la Iglesia por los méritos humanos de
quien pertenece a ella o la representa. Si pensamos en las condiciones en las
que se hallaba la Iglesia entonces, comprenderemos que su amor tenía otros
motivos… Santa Catalina no esconde las faltas de los hombres de Iglesia, pero,
al elevarse contra esa decadencia, la considera como una razón añadida y una
necesidad de amar mucho más» (Audiencia del 30 de abril de 1969).
En sus brazos
La reforma de la Iglesia concierne en primer lugar
a los clérigos, que Catalina considera en alta estima. De hecho, en sus
Diálogos escribe las siguientes palabras que Dios le ha revelado: «Elegí a mis
ministros para vuestra salvación, a fin de que ellos os administren la Sangre
del Cordero único, humilde e inmaculado, Hijo mío». Pero trabaja igualmente en
la reforma de los laicos, y escribe lo siguiente a un hombre entregado a las
pasiones carnales: «¡Ah!, mi muy querido hermano, no durmáis más en la muerte
del pecado mortal. Yo os digo que el hacha ya toca la raíz del árbol. Tomad la
pala del temor de Dios y que la mano del amor se sirva de ella. Arrojad la
podredumbre de vuestra alma y de vuestro cuerpo. No seáis tan cruel, no seáis
vuestro propio verdugo al decapitaros de esa Cabeza tan dulce, de Cristo Jesús…
Poned término a vuestros desórdenes. Os lo he dicho y os lo repito: Dios os
castigará si no os corregís; pero también os prometo que si queréis convertiros
y aprovechar los instantes que se os conceden, Dios es tan bueno y misericordioso
que os perdonará, os recibirá en sus brazos y os hará participar de la Sangre
del Cordero, derramada con tanto amor que no hay pecador que no pueda obtener
misericordia; pues la misericordia de Dios es mayor que nuestras iniquidades,
en cuanto queremos cambiar de vida».
Catalina sabe que la santificación se realiza
gracias a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, como escribe a uno
de sus discípulos: «Es necesario que purifiquéis vuestra alma de las manchas
del pecado mediante una buena y santa confesión, y alimentarla con el Pan de
los Ángeles, es decir, con el dulce sacramento del Cuerpo y Sangre de
Jesucristo, Dios y hombre». Hace revivir entre sus discípulos la costumbre de
la comunión frecuente, cuya práctica se había convertido en algo muy raro en la
época. Además, enseña que la mejor preparación a la comunión sacramental es la
comunión espiritual, la cual consiste en aspirar a recibir la Eucaristía con
verdadero y ardiente deseo, y ese deseo no debe existir solamente en el momento
de la comunión, sino en todo tiempo y en todo lugar.
Los responsables de la ciudad de Florencia le piden
que interceda ante el Papa para conseguir la reconciliación del papado con la
ciudad. Catalina parte en abril de 1376 hacia Aviñón, donde pide al Papa tres
cosas: partir a Roma, relanzar la gran cruzada y, finalmente, luchar contra los
vicios y pecados en el seno de la Iglesia. En la ciudad de Aviñón, Catalina es
objeto de cierta desconfianza por el hecho de su creciente influencia ante el
Papa, pero también a causa de sus éxtasis, que a veces acontecen en público. El
Papa manda secretamente que sea vigilada por teólogos, quienes, después de las
pesquisas, no le reprochan nada.
Un dolor inmenso
Gregorio XI, Papa francés de mala salud y de
mentalidad temerosa, abandona Aviñón el 13 de septiembre de 1376 camino de
Italia, que es presa de violentos disturbios; llega a Roma el 16 de enero de
1377. Por su parte, catalina se dirige a Siena antes de que el Papa la envíe a
Florencia, ciudad que continúa rebelándose contra el papado. Catalina vuelve la
mirada de los florentinos hacia «Cristo crucificado y la dulce María»,
afirmándoles que, en una sociedad inspirada en los valores cristianos, nunca
puede haber motivo de querella tan grave que pueda preferirse el recurso a la razón
de las armas antes que a las armas de la razón. En 1378, es favorecida con
numerosos éxtasis que son el origen de los Diálogos, tratados espirituales que
dicta a cinco secretarios.
El 27 de marzo de 1378, el Papa Gregorio XI muere.
Poco después, Urbano VI es elegido como sucesor. Sin embargo, un grupo de
cardenales, principalmente franceses, descontentos con el autoritarismo del
nuevo Pontífice, se reúnen en Fondi el 18 de septiembre de 1378 y eligen como
Papa al cardenal Roberto de Ginebra, que se convierte en el antipapa Clemente
VII. Esa separación del Papa legítimo supone para Catalina de Siena un acto muy
grave, en la medida en que conduce a un cisma (que durará cuarenta años).
Catalina abandona Siena y llega a Roma el 28 de noviembre de 1378, siendo
recibida por el Papa Urbano VI, quien considera su presencia como un apoyo
importante. Sintiendo por un dolor inmenso esa división de la Iglesia, emprende
una cruzada de plegarias y recomienda actuar con caridad para lograr resolver
los problemas de la cristiandad. Llama a la obediencia al Papa a los príncipes
y a las ciudades, y pide a los religiosos y a los eremitas que le apoyen. El 29
de enero de 1380, con motivo de su última visita a la basílica de San Pedro,
Catalina, absorta en éxtasis en medio de la oración, ve cómo Jesús se le acerca
y deposita sobre sus débiles hombros la pesada y agitada barca de la Iglesia;
abrumada por tan enorme peso, desfallece y cae. Poco después, enferma y
agotada, sin duda a causa de sus numerosas penitencias, se despide de sus
amigos. Cuando, el 29 de abril, la enferma siente que se acerca su fin, reza
especialmente por la Iglesia Católica y por el Santo Padre. Antes de morir,
declara: «He consumido y entregado mi vida en la Iglesia y por la Santa
Iglesia, lo que me resulta una gracia muy especial». Luego, con el rostro
resplandeciente, pronuncia las palabras del Salvador: Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46), e, inclinando suavemente la cabeza, se
duerme en el Señor, a los 33 años de edad.
«El sacrificio de Catalina, históricamente, pareció
un fracaso –reconocía el Papa Pablo VI. ¿Pero quién puede decir que su ardiente
amor se extinguió inútilmente, si miríadas de almas vírgenes y muchedumbres de
sacerdotes y de laicos fieles y activos lo hicieron suyo? Todavía sigue
ardiendo, con las palabras de Catalina: “¡Dulce Jesús, Jesús amor!”. Que ese
fuego continúe siendo el nuestro, que nos conceda la fuerza de repetir la
palabra y el don de Catalina: “He entregado mi vida por la Santa Iglesia”».
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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