miércoles, 29 de abril de 2020

«La Iglesia no es otra cosa que el propio Cristo» Santa Catalina de Siena



«En la compleja historia de Europa, el cristianismo representa un elemento central y determinante –afirmaba el beato Papa Juan Pablo II el 1 de octubre de 1999, cuando proclamó patronas de Europa a las santas Brígida de Suecia, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de la Cruz… La fe cristiana ha plasmado la cultura del continente y se ha entrelazado indisolublemente con su historia… En efecto, son innumerables los cristianos que con su vida recta y honrada, animada por el amor a Dios y al prójimo, han alcanzado en las más variadas vocaciones, consagradas o laicas, una verdadera santidad, propagada por doquier, aunque de manera oculta. La Iglesia no duda de que precisamente este tesoro de santidad es el secreto de su pasado y la esperanza de su futuro… El papel de santa Catalina de Siena en el desarrollo de la historia de la Iglesia y en la profundización doctrinal misma del mensaje revelado ha obtenido significativos reconocimientos, que han llegado hasta la atribución del título de doctora de la Iglesia [por el Papa Pablo VI, el 4 de octubre de 1970]».

Catalina es hija de un tintorero, Jacobo Benincasa, y de su esposa Lapa; ella y su hermana gemela Juana nacen en Siena, Italia, el 25 de marzo de 1347. Llegan al mundo después de veintidós hermanos y hermanas. Juana muere prematuramente y, en 1348, los padres Benincasa adoptan a un joven huérfano de diez años: Tomás Della Fonte. Desde niña, Catalina se siente profundamente atraída por Dios y por María. A la edad de apenas cinco años, reza con fervor el “Ave María”, y se divierte repitiéndolo en cada peldaño al subir o bajar las escaleras. Más tarde, no dejará de recomendar que se recurra a María en toda ocasión: «María es nuestra abogada, la Madre de la gracia y de la misericordia. No es ingrata con sus servidores». Hacia la edad de seis años, tiene una visión de Cristo que la bendice. Esa experiencia refuerza el fervor de Catalina. La educación religiosa que recibe abarca lecturas de vidas de santos, de eremitas o de padres del desierto, que intenta luego imitar mediante una vida ascética y solitaria. La atracción de Catalina hacia la orden de los dominicos se acrecienta cuando Tomás, su hermano adoptivo, entra en el noviciado de Santo Domingo en 1353. A los siete años, Catalina hace voto de castidad.

Ingenio

Cuando tiene unos doce años, para dar satisfacción a  su madre y a su hermana mayor Buenaventura, Catalina deja que la vistan con elegancia. En agosto de 1362, Buenaventura muere de parto. Después de ese duelo, los padres quieren casar a Catalina, quien se niega categóricamente, aunque ellos buscan el apoyo de Tomás. Ante la firme resolución de Catalina, que quiere consagrarse a Dios, éste la convence para que se corte el cabello, por lo que sus padres se enfadan profundamente. Más allá de los castigos y reprimendas, es expulsada de su habitación, donde pasaba largos períodos sola en oración, y su madre, que no la comprende, la obliga a sustituir a la criada en las tareas del hogar. Decide entonces construirse como «una pequeña celda monástica» en lo hondo de su interior, donde se encierra con Jesús durante sus tareas. Para hacer más fácil su recogimiento y su obediencia, procura ver en su madre a la Santísima Virgen; cuando sirve a su padre, se imagina que sirve a Jesús; sus hermanos y hermanas son los discípulos de Cristo y las santas mujeres… A fuerza de ingenio, Catalina consigue ser contemplativa en medio del mundo, logra estar en el mundo sin ser mundana, transformando las circunstancias de la vida normal en otras tantas ocasiones de encontrarse con Dios. Más tarde afirmará a sus discípulos que «todo lo que se hace por caridad hacia el prójimo o hacia sí mismo, todas esas obras exteriores, cualesquiera que sean, si se realizan con voluntad santa, son una plegaria».

Un día, Catalina ve en sueños a santo Domingo que le entrega un lirio y un hábito de religiosa dominica. Ante la determinación de Catalina, su padre la autoriza finalmente a unirse a las hermanas de la penitencia de Santo Domingo (llamadas mantellate por su manto negro, denominado mantellata en italiano); éstas constituyen un grupo compuesto esencialmente por viudas que se consagran a la obras de caridad y se reúnen para asistir a Misa y recibir instrucciones religiosas. La presenta su madre, pero Catalina sufre un rechazo por parte de las religiosas, que la consideran demasiado joven y quizás demasiado exaltada. Sin embargo, poco tiempo después, emocionadas por el ardor y el coraje de Catalina, que ha padecido una grave enfermedad, las hermanas la aceptan, tomando el hábito hacia finales de 1364.

«Si no hubiera estado allí…»
Ya desde el noviciado, Catalina, que lleva una vida  muy ascética, es favorecida con apariciones y conversaciones con Jesús. No obstante, esos dones místicos no están exentos de momentos de dudas, angustias y fuertes tentaciones. Después de una tentación especialmente intensa, Catalina goza de una aparición de Nuestro Señor: «Dulcísimo y buen Jesús –le dice con ternura–, ¿dónde estabas cuando mi alma era presa de tales sufrimientos? –Estaba en tu corazón, Catalina, pues solamente me separo de quienes son los primeros en alejarse de mí consintiendo en el pecado. –¡Cómo! ¿Estabas en mi corazón sumergido en pensamientos de lo más repugnantes? –Dime, Catalina, esos pensamientos te causaban gozo o tristeza? –¡Ah, Señor!, una tristeza y un hastío inmensos. –¿Y qué hacía que estuvieras triste si no era mi presencia en medio de tu corazón? Si no hubiera estado allí, habrías consentido a las tentaciones; era yo quien te las hacía rechazar y quien te afligía por ello. Y estaba contento por la fidelidad que me guardabas durante ese doloroso combate». En una de sus cartas, Catalina mostrará la preciada lección de esa prueba: «Dios permite la tentación para que nuestras virtudes se pongan a prueba y para aumentar su gracia; para que seamos no vencidos, sino vencedores gracias a la confianza en el socorro divino que nos hace decir con el Apóstol Pablo: Todo lo puedo en Jesús crucificado, que está en mí y me conforta (cf. Flp 4, 13)».

Varias figuras del Antiguo Testamento –Abel, Abraham, Job, Tobías– nos recuerdan que Dios hace que sus amigos más queridos pasen por la prueba de la tentación. En efecto, mediante la tentación experimentamos nuestra debilidad y la carga de malicia que llevamos en nosotros. Ese conocimiento de nosotros mismos nos desvela la verdad y nos humilla; es muy beneficiosa para nuestra salvación. La tentación nos mueve a practicar la virtud opuesta al vicio hacia el cual nos inclina. Finalmente, nos obliga a recorrer a Dios en la oración; en ese sentido, es fuente de unión a Dios. Por ello, el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual» (CEC, 2015).

En 1368, el padre de Catalina cae enfermo y muere, a pesar de las plegarias de su hija. Ese mismo año, en una visión que permanecerá por siempre en el corazón y en el alma de Catalina, la Virgen la presenta a Jesús, quien le entrega un espléndido anillo diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo tus esponsales eternos en el cielo». Catalina siente permanentemente la presencia de ese anillo, e incluso lo ve, pero solamente ella. A partir de ese momento, Catalina pone más en práctica su amor de Dios poniendo más empeño en atender a los enfermos y a los pobres, y realizan milagros en favor de ellos. Sin embargo, también es objeto de burlas y calumnias; algunas personas la acusan de ser una mujer de mala vida.

Catalina es favorecida con el don de las lágrimas, que expresan una profunda sensibilidad, una gran capacidad de emoción y de ternura. Son numerosos los santos que tuvieron ese don, renovando de ese modo la emoción del propio Jesús, que ni reprimió ni escondió sus lágrimas ante el sepulcro de su amigo Lázaro y el dolor de María y de Marta, así como al ver Jerusalén, en el transcurso de sus últimos días en la tierra. «Acordaos de Cristo crucificado, Dios y hombre –escribe Catalina a un correspondiente–… Fijaos como objetivo a Cristo crucificado, escondeos en las llagas de Cristo crucificado, ahogaos en la Sangre de Cristo crucificado».

«La doctrina de María»
Por mediación de su hermano Tomás, Catalina conoce a Bartolomé di Domenico, un joven dominico. Surge entre ellos una gran amistad espiritual: Bartolomé le enseña teología y ella le infunde ánimos. La fama de Catalina se extiende, desarrollando una intensa actividad de consejo espiritual hacia personas muy diversas: nobles y políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas y eclesiásticos. Entorno a ella se forma un grupo de discípulos a los que exhorta a trabajar por la salvación del prójimo. A ese celo por las almas lo llama «la doctrina de María», pues –según ella explica– «en su condición de hombre, el Hijo de Dios estaba revestido del deseo del honor de su Padre y de nuestra salvación; y ese deseo fue tan grande que corrió en su ardor a través de las penas, la vergüenza y el ultraje hasta la muerte ignominiosa de la cruz. Así pues, el mismo deseo se produjo en María, pues no podía desear otra cosa sino el honor de Dios y la salvación de las criaturas». Catalina empieza también a viajar, pero su actividad suscita sorpresa en Siena, así como en la orden dominica; de tal modo que, en 1374, comparece ante el capítulo general de los dominicos en Florencia. Se le asigna como padre espiritual a un sacerdote culto y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestre general de la Orden, que se convierte en su confesor y también en su hijo espiritual (en la actualidad se le honra como beato).

En Pentecostés de 1375, Catalina recibe los estigmas de Cristo: las llagas de las manos, de los pies y del costado de Jesús crucificado quedan impresas en su carne, pero de una manera invisible, como formalmente se lo había pedido a Cristo. Para ella, la vida espiritual consiste en la unión a Dios como «camino de verdad», y la Pasión de Cristo es la mejor guía en ese camino, «siendo preferible a todos los libros». El amor mueve a Catalina de Siena a imitar a Cristo y su sacrificio en la Cruz, mediante una vida de ascesis, de penitencia, de oración y de servicio a los demás. De ese modo llega a ser un “alter Christus” (otro Cristo). Hasta tal punto le empuja su amor al prójimo que un día no duda en entrar en la celda de un condenado a muerte para instarle a reconciliarse con Dios. Nicolás di Toldo había sido condenado a la pena capital por motivos políticos. La visita de Catalina en su calabozo transforma al joven, quien se confiesa, oye Misa y recibe la sagrada Comunión. El día de la ejecución, para mayor alegría del condenado, Catalina está presente. No deja de murmurar los nombres de “Jesús” y de “Catalina”. Tras la ejecución, la santa ve cómo su alma penetra en el seno de Dios «como la esposa que llega al umbral de la morada del esposo». Más tarde, Dios revelará a Catalina de qué modo esa condena había permitido a Nicolás di Toldo recobrar el estado de gracia, la amistad de Dios, y conseguir de esa manera la salvación, la vida eterna.

Ministerio indispensable
A partir de 1375, Catalina se compromete con el regreso de los Papas de Aviñón a Roma (desde 1309, el papado permanecía en Aviñón, por motivos políticos), así como por la unidad e independencia de la Iglesia, que ningún santo, posiblemente, deseó tanto como ella. «La Iglesia –escribe– no es otra cosa que el propio Cristo», la depositaria del amor de Dios para los hombres; y la Iglesia jerárquica es el ministerio indispensable para la salvación del mundo. De ahí se derivan el respeto y el amor apasionado de Catalina hacia el Sumo Pontífice, en quien ve «al dulce Cristo en la tierra», y a quien se debe un afecto y una obediencia filiales: «Quien desobedezca a Cristo en la tierra (es decir, al Papa), que representa al Cristo que está en los cielos, no participará en el fruto del Hijo de Dios».

La santa enseñaba ya a su manera la doctrina sobre la primacía del Sumo Pontífice, que quedaría definida por el Concilio Vaticano I en 1870: todos, pastores y fieles «están obligados, por deber de subordinación jerárquica y verdadera obediencia (al Romano Pontífice), y esto no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en lo que concierne a la disciplina y régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; de modo que, guardada la unidad con el Romano Pontífice, tanto de comunión como de profesión de la misma fe, la Iglesia de Cristo sea un sólo rebaño bajo un único Supremo Pastor. Esta es la doctrina de la verdad católica, de la cual nadie puede apartarse sin menoscabo de su fe y su salvación» (Constitución sobre la Iglesia, cap. 3, DS 3060).

Las exhortaciones de Catalina son el punto de arranque de la misión que ha recibido de Dios. Para ella no se trata de alterar las estructuras esenciales de la Iglesia, de rebelarse contra los pastores o de innovar en materia de culto y de disciplina, sino de devolver a la Esposa de Cristo su vocación primera. Así pues, «aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como Esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios… Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 43).

«Santa Catalina –resaltaba el Papa Pablo VI– amó a la Iglesia en su realidad, la cual, como sabemos, posee un doble aspecto: el primero es místico, espiritual, invisible, aspecto esencial que se confunde con el glorioso Cristo Redentor…; el segundo aspecto es humano, histórico, institucional, concreto, pero nunca separado del aspecto divino. Debemos preguntarnos si nuestros críticos actuales del aspecto institucional de la Iglesia están en condiciones de apreciar esa simultaneidad… Catalina ama a la Iglesia tal como es… Catalina no ama a la Iglesia por los méritos humanos de quien pertenece a ella o la representa. Si pensamos en las condiciones en las que se hallaba la Iglesia entonces, comprenderemos que su amor tenía otros motivos… Santa Catalina no esconde las faltas de los hombres de Iglesia, pero, al elevarse contra esa decadencia, la considera como una razón añadida y una necesidad de amar mucho más» (Audiencia del 30 de abril de 1969).

En sus brazos
La reforma de la Iglesia concierne en primer lugar a los clérigos, que Catalina considera en alta estima. De hecho, en sus Diálogos escribe las siguientes palabras que Dios le ha revelado: «Elegí a mis ministros para vuestra salvación, a fin de que ellos os administren la Sangre del Cordero único, humilde e inmaculado, Hijo mío». Pero trabaja igualmente en la reforma de los laicos, y escribe lo siguiente a un hombre entregado a las pasiones carnales: «¡Ah!, mi muy querido hermano, no durmáis más en la muerte del pecado mortal. Yo os digo que el hacha ya toca la raíz del árbol. Tomad la pala del temor de Dios y que la mano del amor se sirva de ella. Arrojad la podredumbre de vuestra alma y de vuestro cuerpo. No seáis tan cruel, no seáis vuestro propio verdugo al decapitaros de esa Cabeza tan dulce, de Cristo Jesús… Poned término a vuestros desórdenes. Os lo he dicho y os lo repito: Dios os castigará si no os corregís; pero también os prometo que si queréis convertiros y aprovechar los instantes que se os conceden, Dios es tan bueno y misericordioso que os perdonará, os recibirá en sus brazos y os hará participar de la Sangre del Cordero, derramada con tanto amor que no hay pecador que no pueda obtener misericordia; pues la misericordia de Dios es mayor que nuestras iniquidades, en cuanto queremos cambiar de vida».

Catalina sabe que la santificación se realiza gracias a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, como escribe a uno de sus discípulos: «Es necesario que purifiquéis vuestra alma de las manchas del pecado mediante una buena y santa confesión, y alimentarla con el Pan de los Ángeles, es decir, con el dulce sacramento del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Dios y hombre». Hace revivir entre sus discípulos la costumbre de la comunión frecuente, cuya práctica se había convertido en algo muy raro en la época. Además, enseña que la mejor preparación a la comunión sacramental es la comunión espiritual, la cual consiste en aspirar a recibir la Eucaristía con verdadero y ardiente deseo, y ese deseo no debe existir solamente en el momento de la comunión, sino en todo tiempo y en todo lugar.

Los responsables de la ciudad de Florencia le piden que interceda ante el Papa para conseguir la reconciliación del papado con la ciudad. Catalina parte en abril de 1376 hacia Aviñón, donde pide al Papa tres cosas: partir a Roma, relanzar la gran cruzada y, finalmente, luchar contra los vicios y pecados en el seno de la Iglesia. En la ciudad de Aviñón, Catalina es objeto de cierta desconfianza por el hecho de su creciente influencia ante el Papa, pero también a causa de sus éxtasis, que a veces acontecen en público. El Papa manda secretamente que sea vigilada por teólogos, quienes, después de las pesquisas, no le reprochan nada.

Un dolor inmenso
Gregorio XI, Papa francés de mala salud y de mentalidad temerosa, abandona Aviñón el 13 de septiembre de 1376 camino de Italia, que es presa de violentos disturbios; llega a Roma el 16 de enero de 1377. Por su parte, catalina se dirige a Siena antes de que el Papa la envíe a Florencia, ciudad que continúa rebelándose contra el papado. Catalina vuelve la mirada de los florentinos hacia «Cristo crucificado y la dulce María», afirmándoles que, en una sociedad inspirada en los valores cristianos, nunca puede haber motivo de querella tan grave que pueda preferirse el recurso a la razón de las armas antes que a las armas de la razón. En 1378, es favorecida con numerosos éxtasis que son el origen de los Diálogos, tratados espirituales que dicta a cinco secretarios.

El 27 de marzo de 1378, el Papa Gregorio XI muere. Poco después, Urbano VI es elegido como sucesor. Sin embargo, un grupo de cardenales, principalmente franceses, descontentos con el autoritarismo del nuevo Pontífice, se reúnen en Fondi el 18 de septiembre de 1378 y eligen como Papa al cardenal Roberto de Ginebra, que se convierte en el antipapa Clemente VII. Esa separación del Papa legítimo supone para Catalina de Siena un acto muy grave, en la medida en que conduce a un cisma (que durará cuarenta años). Catalina abandona Siena y llega a Roma el 28 de noviembre de 1378, siendo recibida por el Papa Urbano VI, quien considera su presencia como un apoyo importante. Sintiendo por un dolor inmenso esa división de la Iglesia, emprende una cruzada de plegarias y recomienda actuar con caridad para lograr resolver los problemas de la cristiandad. Llama a la obediencia al Papa a los príncipes y a las ciudades, y pide a los religiosos y a los eremitas que le apoyen. El 29 de enero de 1380, con motivo de su última visita a la basílica de San Pedro, Catalina, absorta en éxtasis en medio de la oración, ve cómo Jesús se le acerca y deposita sobre sus débiles hombros la pesada y agitada barca de la Iglesia; abrumada por tan enorme peso, desfallece y cae. Poco después, enferma y agotada, sin duda a causa de sus numerosas penitencias, se despide de sus amigos. Cuando, el 29 de abril, la enferma siente que se acerca su fin, reza especialmente por la Iglesia Católica y por el Santo Padre. Antes de morir, declara: «He consumido y entregado mi vida en la Iglesia y por la Santa Iglesia, lo que me resulta una gracia muy especial». Luego, con el rostro resplandeciente, pronuncia las palabras del Salvador: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46), e, inclinando suavemente la cabeza, se duerme en el Señor, a los 33 años de edad.

«El sacrificio de Catalina, históricamente, pareció un fracaso –reconocía el Papa Pablo VI. ¿Pero quién puede decir que su ardiente amor se extinguió inútilmente, si miríadas de almas vírgenes y muchedumbres de sacerdotes y de laicos fieles y activos lo hicieron suyo? Todavía sigue ardiendo, con las palabras de Catalina: “¡Dulce Jesús, Jesús amor!”. Que ese fuego continúe siendo el nuestro, que nos conceda la fuerza de repetir la palabra y el don de Catalina: “He entregado mi vida por la Santa Iglesia”».


Dom Antoine Marie osb


Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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