Entrevista
al Card. Robert Sarah
Publicada
en Valeurs Actuels
¿Qué le inspira la crisis
del coronavirus?
Este virus ha actuado como un indicador. En pocas semanas,
la gran quimera de un mundo materialista que se creía todopoderoso parece
haberse hundido. Hace unos días, los políticos nos hablaban de crecimiento,
pensiones, reducción del paro. Se sentían seguros de sí mismos. Y he aquí que
un virus, un virus microscópico, ha puesto de rodillas a este mundo ufano, que
se contemplaba a sí mismo ebrio de autosatisfacción porque se creía
invulnerable. La crisis actual es una parábola, que nos revela cuán inconsistente,
frágil y vacío es todo lo que nos hacían creer. Nos decían: ¡podéis consumir de
manera ilimitada! Pero la economía se ha hundido y las bolsas caen en picado.
Hay fracasos por doquier. Nos prometían llevar más allá de los límites la
naturaleza humana por medio de una ciencia triunfalista. Nos hablaban de
vientres de alquiler, procreación asistida, transhumanismo, humanidad
potenciada. Nos vanagloriábamos de un hombre de síntesis y una humanidad que
las biotecnologías convertirían en invencible e inmortal. Y, en cambio, henos
aquí, enloquecidos, confinados por un virus del que nos sabemos casi nada. El
término epidemia había sido superado, era un término medieval. De repente, se
ha convertido en nuestra cotidianidad.
Creo que esta epidemia ha dispersado el humo de la quimera.
El hombre autodenominado todopoderoso aparece en su cruda realidad. Aquí está,
desnudo. Su debilidad y su vulnerabilidad son patentes. El hecho de estar
confinados en casa nos permitirá, espero, volver de nuevo a lo esencial, redescubrir
la importancia de nuestra relación con Dios y, por ende, de la centralidad de
la oración en la existencia humana. Y, con la conciencia de nuestra fragilidad,
en confiar en Dios y su misericordia paterna.
¿Es una crisis de civilización?
He repetido a menudo, especialmente en mi último
libro, Se hace tarde y anochece, que el gran error del hombre moderno es
su rechazo a la dependencia. El hombre moderno se concibe a sí mismo como un
individuo radicalmente independiente. No quiere depender de las leyes de la
naturaleza. Se niega a depender de los demás comprometiéndose a vínculos
definitivos como el matrimonio. Considera una humillación depender de Dios. Se
concibe sin deber nada a nadie. Negarse a pertenecer a una red de dependencia,
herencia y filiación nos condena a entrar desnudos en la jungla de la
competitividad de una economía abandonada a sí misma.
Sin embargo, todo esto no es más que una quimera. La
experiencia del confinamiento ha permitido que muchos redescubran que
dependemos real y concretamente los unos de los otros. Cuando todo se
desmorona, solo quedan los vínculos del matrimonio, la familia y la amistad.
Hemos descubierto de nuevo que somos miembros de una nación y, como tales,
estamos unidos por lazos invisibles pero reales. Y, sobre todo, hemos
redescubierto que dependemos de Dios.
¿Hablaría usted de crisis
espiritual?
¿Ha observado usted la ola de silencio que se ha extendido
sobre Europa? Bruscamente, en pocas horas, inclusos nuestras ciudades llenas de
bullicio se han calmado. Nuestras calles, llenas de gente y coches, están
desiertas, silenciosas. Muchos se han encontrado solos, en silencio, en pisos
que se han transformado en eremitorios o celdas monacales.
¡Qué paradoja! Se ha necesitado un virus para callarnos. Y,
de repente, hemos tomado conciencia de que nuestra vida era frágil. Nos hemos
dado cuenta de que la muerte no era algo lejano. Hemos abierto los ojos. Lo que
nos preocupaba: economía, vacaciones, polémicas mediáticas, ha pasado a un
inútil segundo plano. Es imposible no plantearse la cuestión de la vida eterna
cuando cada día nos informan del número de contagiados y fallecidos. Hay quien
entra en pánico, lleno de temor. Otros rechazan las evidencias y se dicen: es
un mal momento que hay que pasar, todo volverá a ser como antes.
¿Y si, de manera sencilla, en este silencio, en esta
soledad, este confinamiento, osáramos rezar? ¿Si osáramos transformar nuestra
familia y nuestro hogar en iglesia doméstica? Una iglesia es un lugar sagrado
que nos recuerda que, en este hogar de oración, hay que vivirlo todo intentando
orientar todas las cosas y todas las decisiones hacia la gloria de Dios. ¿Y si,
simplemente, osáramos aceptar nuestra finitud, nuestros límites, nuestra
debilidad de criaturas? Me atrevo a invitar a todos a dirigirse a Dios, hacia
el Creador, el Salvador. Dado que la muerte está presente de manera tan masiva,
invito a todos a plantearse la pregunta: ¿la muerte es realmente el final de
todo? ¿O es un pasaje, ciertamente doloroso, pero que desemboca en la vida? Por
esto, Cristo resucitado es nuestra gran esperanza. Dirijamos nuestra mirada
hacia Él. Acerquémonos a Él, que es la Resurrección y la Vida. Quien cree en
Él, aunque muera, vivirá; y quien viva y crea en Él no morirá nunca (cf. Jn 11,
25-26). ¿Acaso no somos como Job? Sin nada, con las manos vacías y el corazón
inquieto, ¿qué nos queda? La cólera contra Dios es absurda. Nos queda la
adoración, la confianza y la contemplación del misterio.
Si nos negamos a creer que somos el resultado de un deseo
amoroso de Dios todopoderoso, entonces todo esto será muy duro, y no tendrá
sentido. ¿Cómo vivir en un mundo en el que un virus ataca por azar y abate a
los inocentes? Solo hay una respuesta: la certeza de que Dios es amor y que no
es indiferente a nuestro sufrimiento. Nuestra vulnerabilidad abre nuestro
corazón a Dios e inclina a Dios a ser misericordioso con nosotros.
Creo que ha llegado el momento de atreverse a decir estas
palabras de fe. El tiempo del falso pudor y de las dudas pusilánimes ha
terminado. El mundo espera de la Iglesia una palabra fuerte, la única palabra
que da esperanza y confianza, la palabra de la fe en Dios, la palabra que Jesús
nos ha confiado.
¿Qué tienen que hacer los sacerdotes
en esta situación?
El papa ha sido claro. Los sacerdotes deben hacer todo lo
que puedan para permanecer cerca de sus fieles. Deben hacer todo lo que esté en
su poder para asistir a los moribundos, sin dificultar la labor del personal
sanitario y las autoridades civiles. Nadie tiene el derecho de privar a un
enfermo o a un moribundo de la asistencia espiritual de un sacerdote. Es un
derecho absoluto e inalienable. En Italia, el clero ha pagado un alto precio.
Setenta y cinco sacerdotes han muerto asistiendo a los enfermos.
Creo también que numerosos sacerdotes han redescubierto su
vocación a la oración y a la intercesión en nombre de todo el pueblo. El
sacerdote está hecho para estar constantemente ante Dios, para adorarlo,
glorificarlo y servirlo. Así, en los países confinados, los sacerdotes se
encuentran en la situación introducida por Benedicto XVI. Aprenden a pasar sus
jornadas en oración, en soledad y en silencio, que ofrecen por la salvación de
los hombres. Si físicamente no pueden sostener la mano de cada moribundo como
ellos desearían, descubren que, en la adoración, pueden interceder por cada
persona. Me gustaría que los enfermos, las personas solas y las personas en
dificultad sintieran esta presencia sacerdotal misteriosa. En estos días
terribles, nadie está solo, nadie es abandonado. El Buen Pastor vela cerca de
cada uno. En nombre de cada uno, la Iglesia vela e intercede como una madre.
Los sacerdotes redescubren su paternidad espiritual a través de la oración
continua. Redescubren su identidad profunda: no son animadores de reuniones o
de comunidades, sino hombres de Dios, hombres de oración, adoradores de la
Majestad de Dios, hombres contemplativos.
A veces, a causa del confinamiento, celebran la misa en
soledad. Entonces es cuando pueden medir la grandeza inmensa del sacrificio
eucarístico, que no necesita una asistencia numerosa para dar fruto. Por la
misa, el sacerdote llega al mundo entero. Como Moisés y Jesús mismo, los
sacerdotes redescubren la potencia de su intercesión, su función de mediadores
entre Dios y los hombres. Ciertamente, cuando celebran la eucaristía ya no
tienen al pueblo de Dios ante ellos. Entonces, que dirijan su mirada hacia
Oriente. Porque «desde Oriente viene la propiciación. Es de allí de donde viene
el hombre cuyo nombre es Oriente, que se ha convertido en mediador entre Dios y
los hombres. Por ello, estáis invitados a mirar para siempre hacia oriente,
donde surge para vosotros el Sol de la justicia, donde la luz siempre surgirá
para vosotros», dice Orígenes en una homilía sobre el Levítico. Tendremos que
recordar todo esto cuando acabe la crisis, para no volver a caer en una
inquietud vana.
¿Y los fieles?
Los cristianos experimentan de manera muy concreta la
comunión de los santos, ese vínculo misterioso que une a todos los bautizados
en la oración silenciosa y el cara a cara con Dios. Es importante redescubrir
cuán preciosa puede ser la costumbre de leer la Palabra de Dios, de recitar el
rosario en familia o de consagrar tiempo a Dios, en una actitud de entrega de
uno mismo, de escucha y adoración silenciosa. Habitualmente, valoramos la
utilidad de una persona con relación a su capacidad de influencia, de acción,
es decir, de agitación. De repente, todos estamos al mismo nivel. Desearíamos
ser útiles, servir para algo. Pero lo único que podemos hacer es rezar,
animarnos mútuamente, apoyarnos los unos a los otros. Ha llegado el momento de
redescubrir la oración personal y de volver a escuchar a Jesús diciéndonos:
«Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu
Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo
recompensará» (Mt 6, 6). Ha llegado el momento de redescubrir la oración en
familia, de que los padres aprendan a bendecir a sus hijos. Los cristianos, privados
de la eucaristía, se dan cuenta de la gracia que era la comunión para ellos.
Los animo a poner en práctica la adoración en sus casas, porque no hay vida
cristiana sin vida sacramental. El Señor está presente en nuestras ciudades y
pueblos. A veces, también se les pide a los cristianos ser heroicos: cuando los
hospitales piden voluntarios, cuando hay que ocuparse de personas solas o que
viven en la calle.
¿Qué es lo que debe cambiar?
Algunos dicen que nada volverá a ser como antes. Lo espero.
Sin embargo, temo que, si el hombre no vuelve con todo su corazón a Dios, todo
volverá a ser como antes y el camino del hombre hacia el abismo será
ineludible.
Nos damos cuenta de cómo el consumismo mundial ha aislado a
los individuos, convirtiéndolos en consumidores abandonados a la jungla del
mercado y la finanza. La globalización, promesa de felicidad, ha revelado ser
un engaño. En los tiempos de prueba, las naciones y las familias se unen. Y las
coaliciones de interés se dispersan. La crisis actual demuestra que una
sociedad no puede estar basada en los vínculos económicos. Tomamos conciencia
de nuevo de ser una nación, con sus fronteras, que podemos abrir o cerrar para
la defensa, la protección y la seguridad de nuestra población. En el fundamento
de la vida de la ciudad, encontramos vínculos que nos preceden: los de la
familia y la solidaridad nacional. Es hermoso verlos resurgir de nuevo. Es
hermoso ver a los más jóvenes ocuparse de los ancianos. Hace unos meses se
hablaba de eutanasia y había quienes querían deshacerse de los enfermos graves
o de los discapacitados. Hoy en día, las naciones se movilizan para proteger a
los ancianos. Vemos resurgir en los corazones el espíritu del don de sí mismo y
del sacrificio. Tenemos la impresión de que la presión mediática nos había
obligado a ocultar lo mejor de nosotros mismos. Nos habían enseñado a admirar a
los “vencedores”, a los “lobos”, a los que llegan a la cima eliminado a quienes
obstaculizan su camino. Y he aquí que, repentinamente, admiramos y aplaudimos
con respeto y gratitud a los cuidadores, el personal sanitario, los médicos,
los voluntarios y los héroes de lo cotidiano. De improviso, nos atrevemos a
aclamar a los que sirven a los más débiles. Nuestro tiempo tenía sed de héroes
y santos, pero la ocultaba avergonzado.
¿Seremos capaces de conservar esta escala de valores?
¿Seremos capaces de refundar nuestras ciudades sobre otra cosa que no sea el
crecimiento, el consumo y el anhelo de dinero? Creo que seríamos culpables si,
cuando salgamos de esta crisis, cayéramos en los mismos errores. Esta crisis
demuestra que la cuestión de Dios no es solo una cuestión de convicción
privada, sino que interroga los fundamentos de nuestra civilización.
La última vez que usted ha tomado la
palabra fue con ocasión de la salida de su libro, escrito con la participación
de Benedicto XVI. ¿Qué opinión tiene sobre ese periodo agitado?
Me impresionó mucho la violencia y las calumnias groseras
que se desencadenaron tras la salida del libro Desde la profundidad de
nuestros corazones. Con Benedicto XVI quisimos abrir un debate de fondo, una
reflexión serena, objetiva y teológica sobre el sacerdocio y el celibato,
apoyándonos en la Revelación y los datos históricos, y nos encontramos cara a
cara con acusaciones llenas de odio, falaces y difamadoras. Se ha intentado
manchar la reputación de las personas. Se intentó descalificarnos haciéndonos
pasar por naífs, víctimas de una manipulación editorial. Leí muchas invectivas
e injurias, pero poca reflexión teológica y pastoral y, sobre todo, vi un
comportamiento cristiano escaso.
Sin embargo, con Benedicto XVI hacíamos propuestas audaces
de reforma del modo de vida de los sacerdotes. Nadie ha respondido ni comentado
a las que, creo, son las páginas más importantes de nuestra reflexión, las que
atañen a la renuncia necesaria a los bienes materiales por parte de los
sacerdotes, las que llaman a una reforma basada en la búsqueda de santidad y la
vida de oración por parte de los sacerdotes, las que invitan a «mantenerse
delante de Ti y a servirTe». El sacerdote debe ser una persona recta,
vigilante, que se mantiene firme. A todo esto, se añade la necesidad de servir
a Dios y a los hombres. Nuestro libro es espiritual, teológico y pastoral, pero
los medios y unos cuantos autoproclamados expertos lo han convertido en una
lectura política y dialéctica. Ahora que las polémicas estériles se han
disipado, ¿podríamos leerlo de verdad? ¿Podríamos discutir pacíficamente?
Por supuesto, he sufrido mucho en ese periodo, me han
afectado mucho los ataques contra Benedicto XVI. Pero en el fondo, lo que más
me ha herido ha sido constatar hasta qué punto el odio, la sospecha y la
división han penetrado en la Iglesia sobre una cuestión tan fundamental y
capital para la supervivencia del cristianismo: el celibato sacerdotal.
El gran ausente a las reacciones ha
sido Benedicto XVI. ¿Sabe cómo se ha sentido durante ese periodo?
Profundamente apenado. Sin embargo, ha asumido su
sufrimiento, en el silencio, en la oración y el ofrecimiento de él mismo para
la santificación de la Iglesia.
En su exhortación postsinodal, el
papa Francisco ni siquiera ha abordado la cuestión del celibato de los
sacerdotes. ¿Está usted satisfecho?
El papa Francisco ha sido fiel a sí mismo y a los tesoros
de la Iglesia. Mucho antes de que tuviera lugar el sínodo sobre la Amazonia
había afirmado: «Prefiero dar mi vida que cambiar la ley del celibato». Con Benedicto
XVI hemos escrito este libro sin saber si la exhortación apostólica se
publicaría antes o después. Nuestra reflexión ha querido ser autónoma, sin
ningún vínculo con las conclusiones del sínodo. La hemos escrito en un espíritu
de profunda obediencia filial al Santo Padre. Nuestro deseo era cumplir con
nuestro deber de obispos: aportar al papa y a nuestros hermanos en el
episcopado una reflexión tranquila y madura, en la oración. En cuanto salió de
la imprenta hice entrega de este libro al Santo Padre. Nuestro deseo era apoyar
a los sacerdotes quebrantados y heridos por el cuestionamiento del sacerdocio.
Todos los días recibo testimonios sorprendentes de sacerdotes y obispos que me
dicen cuánto les han consolados esas líneas, que les llevan a los fundamentos
de su vida sacerdotal entregada por la Iglesia.
¿Diría usted, entonces, que algunos
han tenido la tentación de utilizar la Amazonia como pretexto para hacer
reivindicaciones ideológicas?
Al día siguiente de la publicación de la exhortación
apostólica Querida Amazonia del papa Francisco, algunos prelados
manifestaron su decepción y su desprecio. No estaban preocupados por los
pueblos de la Amazonia, sino decepcionados porque la Iglesia, según ellos,
debería haber aprovechado dicha ocasión para ponerse al mismo nivel que el
mundo moderno. En ese momento vimos que la cuestión del Amazonas había sido
instrumentalizada. Se había utilizado las dificultades de los pobres para
promover proyectos ideológicos. Tengo que confesar que ver tal cinismo me
entristece profundamente. En lugar de trabajar para hacer descubrir a los
pueblos de la Amazonia la hondura y la riqueza únicas de la persona de
Jesucristo y de su mensaje de salvación, lo que se quería era “amazonizar” a
Jesucristo adhiriéndole a las creencias y prácticas de los indígenas del
Amazonas, proponiéndoles un sacerdote a escala humana adaptado a su situación.
Los pueblos de la Amazonia, como los de África, necesitan un Cristo
crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles», verdadero
Dios y verdadero hombre, que ha venido para salvar a los hombres marcados por
el pecado, dándoles la Vida y reconciliándolos entre ellos y con Dios, haciendo
la paz por la sangre de su Cruz. Él viene a salvar a cada hombre profundamente
marcado por el pecado.
¿Cómo analizar la tendencia a
oponerse a las corrientes, es decir, a otros hombres, en el seno de la Iglesia?
Cuando salió el libro, hubo quien incluso dijo que era una “guerra de papas”…
Me apena y entristece. Esta enfermedad que consiste en
reducir a la Iglesia a un campo de batalla político acaba extendiéndose a los
fieles y al clero mismo. En los medios de comunicación y las redes sociales,
cada uno comenta, juzga y, a veces, condena o insulta. Esta actitud está
causada por un enfoque naturalista. Muchos no ven que la Iglesia es, ante todo,
un misterio. Es la continuación en la tierra de la presencia de Cristo. La
Iglesia debe ser el lugar de la caridad, de la comunión y de la unidad en la
fe. Si no encontramos de nuevo un poco de bondad, Cristo no estará en medio de
nosotros y la Iglesia será infecunda. Si el odio, la sospecha y el
resentimiento se filtran entre nosotros, moriremos. ¿Cómo podemos ser creíbles
si entre nosotros no hay un mínimo de caridad? ¿Cómo podemos ser creíbles si no
sabemos pedirnos mutuamente perdón?
La Iglesia es una, pero los fieles
ven que hay tendencias distintas, incluso opuestas; ven que hay puntos de
desacuerdo entre los hombres de Iglesia. ¿Comprende usted su inquietud
potencial?
La unidad de la Iglesia está basada, ante todo, en la
oración. Si no rezamos juntos, siempre estaremos divididos. Me gustaría que los
sínodos fueran, más que nada, tiempos de oración común y no un campo de batalla
ideológico o político. Me gustaría que la vida de la curia romana estuviera
marcada, sobre todo, por una vida común de oración y adoración. Me gustaría que
la vida de toda la Iglesia fuera, ante todo, una vida de oración común. Estoy
convencido de que la oración es nuestro primer deber como sacerdotes. De la
oración nacerá la unidad. De la oración surge la verdad.
La unidad de los católicos no es un simple afecto
sentimental, sino que se funda sobre lo que tenemos en común: la Revelación que
Cristo nos ha dejado. Si cada uno depende de su opinión, su novedad, entonces
la división se extenderá por doquier. El origen de nuestra unidad nos precede.
La fe es una, es ella la que nos une. El verdadero enemigo de la unidad es la
herejía. Me asombra constatar que el subjetivismo enloquece los debates. Si
creemos en la verdad podemos buscarla juntos, podemos incluso tener debates
francos entre teólogos y nuestros corazones permanecerán apaciguados. Sabemos
que al final la verdad surgirá. Al contrario, cuando cuestionamos la
objetividad intangible de la fe, entonces todo se transforma en rivalidad entre
las personas y en luchas de poder. La dictadura del relativismo, al destruir la
confianza pacífica en la verdad revelada, impide un clima de serena caridad
entre los hombres.
Tomemos el ejemplo de la ordenación
de hombres casados. Dos tercios de los obispos del sínodo la reclaman para la
Amazonia. El papa Benedicto XVI y usted la temen…
No debemos tener miedo. La Iglesia es como la barca de los
apóstoles descrita en el Evangelio: a menudo en medio de la tempestad, a veces
al borde del naufragio, pero nunca hundida. Cristo está en la barca con
nosotros, aunque parezca que esté dormido. Deseo pedir a los cristianos que
permanezcan tranquilos y confiados. La fe no cambia, los sacramentos no
cambian. Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. La vida divina se
transmite a pesar de nuestros errores y pecados. Los sacerdotes a veces
discuten. Dios es más poderoso que nuestras mezquindades humanas. Si cada uno
defiende su opinión, su novedad, su manera de inculturar la Revelación y los
tesoros de la Tradición de la Iglesia, entonces la división se extenderá por
todas partes y la división se instalará entre los fieles. Le debemos al pueblo
cristiano una enseñanza clara, firme y estable. ¿Cómo aceptar que las
conferencias episcopales se contradigan? ¡Allí donde reine la confusión, Dios
no puede habitar!
La unidad de la fe supone la unidad del magisterio en el
espacio y el tiempo. Cuando se nos da una enseñanza nueva, siempre debe ser
interpretada en continuidad con la enseñanza anterior. Si introducimos rupturas
y revoluciones, rompemos la unidad que ha guiado a la Santa Iglesia a través de
los siglos. Esto no significa que estemos condenados al fijismo. Sin embargo,
toda evolución debe ser una comprensión mejor y una profundización del pasado.
La hermenéutica de la reforma en la continuidad que Benedicto XVI ha enseñado
tan claramente es una condición sine qua non de la unidad.
Los que anuncian con gran estruendo el cambio y la ruptura
no buscan el bien del rebaño. Nuestra unidad se forjará alrededor de la verdad de
la doctrina católica. No hay otros medios. ¿Acaso hay otro regalo más
maravilloso que se pueda ofrecer a la humanidad que no sea la verdad del
Evangelio, y un sacerdocio como el que vivieron Cristo y los apóstoles?
¿Qué opina del proceso sinodal en
curso en Alemania? Algunos cardenales han denunciado el riesgo de
“protestantización” de la Iglesia alemana. ¿Qué opina usted?
Lo que está pasando en Alemania es terrible. Da la
impresión de que las verdades de la fe y los mandamientos del Evangelio van a
ser votados. ¿Con qué derechos podemos decidir renunciar a una parte de la
enseñanza de Cristo? Sé que muchos católicos alemanes sufren por esta
situación. Como ha dicho frecuentemente Benedicto XVI, la Iglesia alemana es
demasiado rica. Con el dinero sentimos la tentación de hacerlo todo: cambiar la
Revelación, crear otro magisterio, una Iglesia que ya no es una, santa,
católica y apostólica, sino alemana. El riesgo para ella es creerse una
institución del mundo. ¿Cómo no acabar, entonces, pensando como el mundo? Me
gustaría invitar a mis hermanos alemanes a hacer la experiencia de la pobreza,
a renunciar a las subvenciones del Estado. Una Iglesia pobre no tendrá miedo de
la radicalidad del Evangelio. Creo que, a menudo, nuestro vínculo con el dinero
o el poder secular nos convierte en timoratos o cobardes a la hora de anunciar
la buena nueva. Detrás de este combate se plantea la cuestión de la naturaleza
sobrenatural de la fe. Ser cristiano no es solo un complemento espiritual a una
vida secular, un aspecto del desarrollo personal del que son amantes los
hombres contemporáneos estresados. Ser cristiano es dejar que Dios mismo haga
irrupción en nuestra vida y nos cambie. No mercadeamos con el conjunto de
creencias y prácticas espirituales. Recibimos íntegra y totalmente el
acontecimiento sobrenatural de la Revelación divina, que se impone a nosotros,
que transforma nuestras vidas.
Respecto a las cuestiones internas
de la Iglesia, existe hoy en día una serie de debates. El papa Francisco ha
declarado que no tiene miedo a un cisma. ¿Usted tampoco? ¿Cómo conseguir la
unidad?
La unidad solo es posible si se da prioridad a la oración y
la adoración. Juntos aprenderemos la fidelidad total a la doctrina católica
vivida en la caridad más grande.
La Iglesia está sacudida por todas
partes. Desde batallas internas a la pedofilia, pasando por su aparente
inadecuación al mundo moderno… ¿Qué está pasando?
Vivimos una crisis profunda. Pero esta crisis es, primero
de todo, una crisis de fe y una profunda crisis del sacerdocio. Los crímenes
abominables cometidos por sacerdotes son el síntoma más aterrador. Cuando Dios
no está en el centro, cuando la fe no determina la acción, cuando ya no es lo
que nos guía, cuando ya no irriga la vida de los hombres, entonces delitos como
esos son posibles. Como dice Benedicto XVI: «¿Por qué la pedofilia ha alcanzado
tal proporción? En el fondo, la razón es la ausencia de Dios». Efectivamente,
hemos formado a sacerdotes sin enseñarles que el único pilar de su vida es
Dios, sin hacerles experimentar que su vida solo tiene sentido a través de Dios
y por Dios. Privados de Dios, solo les ha quedado el poder. Algunos se han
hundido en la lógica diabólica del abuso de autoridad y los crímenes sexuales.
Si un sacerdote no hace experiencia a diario de que no es más que un
instrumento, entonces corre el riesgo de embriagarse con una sensación de
poder. Si la vida de un sacerdote no es una vida consagrada, entonces corre el
gran riesgo de engañarse y de desviarse.
El rostro de la Iglesia ha sido mancillado por el pecado de
sus hijos. Pero hoy aparece de nuevo el verdadero rostro de la Iglesia:
resplandece en esos sacerdotes valientes que asisten a los moribundos poniendo
en peligro sus vidas, en esos sacerdotes que llevan a su pueblo en la oración
silenciosa e íntima.
Los cristianos se han debilitado por su falta de fe.
Algunos cristianos parece que quieren privarse de esta luz. Se obligan a mirar
al mundo con ojos secularizados. ¿Por qué? ¿Es un deseo de ser aceptados por el
mundo? ¿Un deseo de ser como todo el mundo?
Me pregunto si, en el fondo, esta actitud no esconde
simplemente el miedo que nos causa el negarnos a escuchar lo que Jesús mismo
nos dijo: «Vosotros sois la sal de la tierra. […] Vosotros sois la luz del
mundo» (Mt 5, 13-14). ¡Qué responsabilidad! ¡Qué carga! Renunciar a ser la sal
de la tierra es condenar al mundo a permanecer soso y sin gusto; renunciar a
ser la luz del mundo es condenarlo a la oscuridad. ¡No somos nosotros los que
tenemos que resolverlo!
¿Qué hay que hacer?
Muchos cristianos sienten repugnancia a testimoniar la fe o
a llevar la luz al mundo. Nuestra fe es tibia, como un recuerdo que, poco a
poco, se difumina. Se convierte en una bruma fría. Y entonces ya no nos
atrevemos a afirmar que ella es la única luz del mundo. Y, sin embargo, no
tenemos que ser testimonios de nosotros mismos, sino que testimoniamos a Dios
que ha venido a nuestro encuentro y se ha revelado.
¡Ha llegado el momento de arrancar a los cristianos del
relativismo, ambiente que anestesia sus corazones y adormece el amor! A nuestra
apatía ante las desviaciones doctrinales se añade la tibieza que se ha
instalado entre nosotros. No es extraño ver errores graves en la enseñanza de
las universidades católicas, o en las publicaciones oficialmente cristianas.
¡Nadie reacciona! Estemos atentos, un día los fieles nos pedirán cuentas. Nos
acusarán ante Dios de haberles entregado a los lobos y haber desertado nuestra
tarea de pastores que defienden a sus rebaños.
Nuestra fe condiciona nuestro amor hacia Dios. Defender la
fe es defender a los más débiles, los más humildes, permitiendo que amen a Dios
de verdad. Está en juego la salvación de las almas, de las nuestras y de las de
nuestros hermanos. El día en que ya no ardamos de amor por nuestra fe, el mundo
morirá de frío puesto que estará privado de su bien más precioso.
¿Quién se alza hoy en día para anunciar a las ciudades de
Occidente la fe que están esperando? ¿Quién se alza para anunciar el Evangelio
a los musulmanes? Buscan la fe sin saberlo. Se convierten al islam porque
Occidente les ofrece, como única religión, la sociedad de consumo. ¡No podemos
llamarnos creyentes y vivir, en práctica, como ateos!
Usted está en el corazón de la
Iglesia y de su centro de toma de decisiones, el Vaticano. ¿Qué opina sobre la
Iglesia, hoy?
El centro de la Iglesia no es la administración vaticana.
El centro de la Iglesia está en el corazón de cada hombre que cree en
Jesucristo, que reza y adora. El centro de la Iglesia está en el corazón de los
monasterios. El centro de la Iglesia está, sobre todo, en cada tabernáculo
porque Jesús está presente. No podemos juzgar a la Iglesia con criterios
mundanos. Las encuestas no tienen nada que ver con ella. La Iglesia no está
para influir en el mundo. La Iglesia repite las palabras de Jesús: «Yo para
esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la
verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18, 37). Los cristianos
siempre serán indignos de esta misión, pero la Iglesia siempre estará allí para
testimoniar a Cristo.
Publicado por Charlotte d’Ornellas en Valeurs Actuels.
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