martes, 28 de abril de 2020

San Luis María Grignion de Montfort arrastra a los suyos hacia María para conducirlos mejor hasta Jesús



El 16 de octubre de 2002, con motivo de la apertura del vigésimo quinto año de su pontificado, el Papa Juan Pablo II proclamaba un «Año del Rosario» y firmaba la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariæ (RV). «El Rosario de la Virgen María es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad... Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos que han encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación. Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort, autor de una preciosa obra sobre el Rosario...» (Juan Pablo II, RV, 1, 8).

Luis Grignion nace en Montfort-la-Cane, en la Bretaña francesa, el 31 de enero de 1673, recibiendo el bautismo al día siguiente. El día de su confirmación añadirá a su nombre de pila el de María. Su nodriza será una granjera del lugar, y el niño conservará de ello el amor por la naturaleza y la soledad. Su padre, abogado de profesión, tiene un carácter impulsivo y violento a veces. Luis María es un muchacho valiente que estudia con gran dedicación y da muestras de gran inteligencia. Desde muy joven se encomienda con naturalidad a la Santísima Virgen, a quien llama «buena madre», pidiéndole con infantil sencillez todo lo que necesita y llevando consigo a sus hermanos y hermanas para honrarla. Cuando Luisa Guyonne, su hermana menor a la que tan especialmente quiere, vacila en dejar sus juegos para acudir a rezar el Rosario con él, éste le dice con tono convincente: «Querida hermanita, si quieres ser muy hermosa y que todos te quieran tienes que amar a Dios».

El arte de configurarnos con Cristo

Luis María arrastra a los suyos hacia María para conducirlos mejor hasta Jesús. «No se trata sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de comprenderle a Él – recuerda el Papa. Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María?... San Luis María Grignion de Montfort explicó así el papel de María en el proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste en ser conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones, la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su Santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo». De verdad, en el Rosario, el camino de Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más que en Cristo y por Cristo!... Si la repetición del Ave María se dirige directamente a María, el acto de amor con Ella y por Ella, se dirige a Jesús» (RV, 14, 15, 26).

A la edad de doce años, Luis María ingresa en el colegio de los jesuitas de Rennes. Enseguida, el joven llega a ser el primero de la clase. Además, da muestras de un gusto y de un talento especiales por la pintura. Guiado por un piadoso sacerdote, y en compañía de otros alumnos, acude a visitar a los enfermos, aportándoles lo mejor de su corazón: primero les lee y comenta un pasaje del Evangelio, y después les habla acerca de la Virgen. En el colegio de Rennes se hace dos auténticos amigos: Juan Bautista Blain, que escribirá más tarde su vida, y Claudio Poullard des Places, futuro fundador de la Congregación de los Padres del Espíritu Santo.

Luis María desea llegar a ser sacerdote. A pesar de padecer violentos altercados por parte de su padre, que tiene otros proyectos para él, acaba convenciéndolo con su dulzura y, a la edad de veinte años, emprende el trayecto a pie hasta el seminario de San Sulpicio de París. De camino, entrega a personas necesitadas todo lo que posee, haciendo después voto de no poseer nunca bien alguno. Una vez en París, es acogido en primer lugar en un seminario para seminaristas pobres, donde obtiene excelentes resultados. Durante los recreos, participa de las alegrías de todos, esmerándose en deleitar a sus compañeros mediante una conversación alegre y divertida. Con el aval de su superior, se entrega a toda suerte de penitencias, pero su salud no lo resiste y contrae una grave enfermedad. Una vez restablecido, termina sus estudios en el seminario de San Sulpicio, constituyendo una pequeña asociación cuyos miembros se consagran especialmente a Nuestra Señora. Con motivo de una peregrinación a Chartres, Luis María pasa una jornada de oración ante la estatua de Notre-Dame-sous-Terre.

Es en compañía de la Virgen, y especialmente rezando el Rosario, como nuestro santo ha aprendido a orar y a permanecer en contemplación. El Papa Juan Pablo II escribe: «El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana... El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas... Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor»» (RV, 5, 12).

Una luz para el mundo
Mediante la contemplación de los misterios del Rosario, Luis María adquiere una familiaridad llena de sencillez para con Jesús y María. «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender en estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre, escondido, paciente y perfecto» (Beato Bartolomé Longo. Cf. RV, 15). Con objeto de que el Rosario ayude a conocer de manera más completa la vida de Cristo, el Santo Padre sugiere agregar, además de los quince misterios habituales, una serie de misterios relativos a la vida pública de Jesús, misterios que denomina «luminosos», pues Cristo es la luz del mundo (Jn 9, 5). Estos misterios son: el Bautismo en el Jordán, las bodas de Caná, el anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión, la Transfiguración y la institución de la Sagrada Eucaristía.

Luis María es ordenado sacerdote a la edad de 27 años, el 5 de junio de 1700, y celebra su primera Misa en la iglesia de San Sulpicio, en el altar de la Virgen. Después acompaña a un sacerdote de Nantes, que ha conseguido congregar a un grupo de cofrades para predicar de pueblo en pueblo en favor de las misiones. Tras trabajar algún tiempo con ellos, se pone a disposición del obispo de Poitiers. Es acogido primeramente en el hospital de la ciudad para servir a los pobres, y su profunda piedad asombra a aquellos infortunados, quienes, viendo la caridad que manifiesta hacia ellos, piden al obispo que nombre a ese nuevo bienhechor capellán del hospital.

Luis María escribe: «El hospital al que me destinan es una morada de desavenencias, donde no reina la paz, y una morada de pobreza donde falta tanto el bien espiritual como el temporal». En pocos meses de dedicación a toda prueba y a pesar de una intensa oposición por parte de personas influyentes y de algunos pobres del hospital que no desean reformas, Luis María consigue poner orden en el establecimiento. Su actividad abarca tanto las necesidades materiales de sus protegidos, para quienes organiza colectas en la ciudad, como su beneficio espiritual: «Desde que estoy aquí – escribe – he estado continuamente de misiones; he confesado casi siempre desde la mañana hasta la noche y he dado consejos a infinidad de personas... El Señor y Padre mío, a quien sirvo aunque con infidelidad, me ha iluminado con la sabiduría que me faltaba, me ha dado una gran facilidad de palabra y de improvisación, así como una perfecta salud y un corazón siempre abierto hacia todo el mundo».

Luis María consigue también formar un grupo de mujeres enfermas de buena voluntad, dándoles una regla de vida marcada por la humildad y la penitencia, y las deja en manos del Hijo de Dios, la Sabiduría eterna. Poco tiempo después, una joven de familia burguesa, María Luisa Trichet, acude a él en confesión. Su deseo es hacerse religiosa y Luis María la asocia con las pobres mujeres que acaba de reunir. El 2 de febrero de 1703, le entrega un hábito religioso que es el hazmerreír de todos, pero ella lo llevará con valentía durante diez años, antes de convertirse en la primera superiora de las Hijas de la Sabiduría, congregación dedicada al cuidado de los enfermos, de los pobres y de los niños, y que en la actualidad cuenta con cerca de 2.400 religiosas repartidas en más de 300 establecimientos.

Una carta de cuatrocientos pobres
Poco antes de la Pascua de 1703, Luis María parte hacia París, donde se ocupa durante varios meses de los enfermos del hospital de La Salpêtrière. Más tarde, al ser despedido por la administración del hospital, decide quedarse en la capital y aprovechar su soledad para intensificar su unión con Dios; su corazón se desborda entre unas páginas ardientes que llevarán por título El amor de la Sabiduría eterna. En 1704, procedente de Poitiers y dirigida al superior del seminario de San Sulpicio de París, llega una carta sorprendente que comienza en estos términos: «Nosotros, cuatrocientos pobres, le suplicamos muy humildemente, por el amor y la gloria de Dios, que nos mande a nuestro venerable pastor, el que tanto ama a los pobres, el padre Grignion...». Dos cartas del obispo de Poitiers, dirigidas a Luis María, también lo llaman, lo que le mueve a tomar la decisión de regresar a esa ciudad, donde recupera sus funciones de capellán del hospital.

Sin embargo, ni su afán ni la orden que restaura son del agrado de todos, por lo que, un año después de su regreso, abandona de nuevo el hospital y se presenta ante el obispo para evangelizar Poitiers y sus alrededores. En su entrega a todos, recorre las callejuelas del suburbio de Montbernage, entra en las casas, se interesa por la salud de la gente y bendice a los niños. Su dulzura, pobreza y humildad consiguen ablandar los corazones, permitiéndole emprender una misión. Acondiciona a modo de capilla un granero, en medio del cual es colocado un gran crucifijo, y las paredes son adornadas con quince estandartes que representan los misterios del Rosario. Poco a poco, los corazones se van transformando gracias a las procesiones, los cánticos que él mismo ha compuesto y el rezo en grupo del Rosario. Una vez terminada la misión, Luis María completa su obra plantando una cruz. Después, en aquel granero convertido en capilla de «Nuestra Señora de los Corazones», instala una estatua de la Santísima Virgen, con la petición expresa de que alguien se comprometa a rezar el Rosario ante ella todos los domingos y fiestas de guardar. Un obrero del barrio se ofrece de inmediato a hacerlo, y cumplirá su promesa durante cuarenta años.

Semejante fidelidad supone un gran amor hacia la Santísima Virgen, manifestada por la repetición del Ave María del Rosario: «Si consideramos superficialmente esta repetición, se podría pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En cambio, se puede hacer otra consideración sobre el Rosario, si se toma como expresión del amor que no se cansa de dirigirse a la persona amada con manifestaciones que, incluso parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento que las inspira» (RV, 26).

Un campo bastante extenso
En una ocasión, mientras se encuentra confesando en una iglesia, Luis María observa a un joven que reza largo rato. Movido por una inspiración, le invita a ayudarle en su labor apostólica. Con el nombre de hermano Mathurin, ese joven dedicará su vida a explicar el catecismo a los niños y, en el transcurso de sus misiones, a enseñar a las multitudes los cánticos del Padre Luis María. Calumniado por quienes no soportan su apostolado, Luis María es puesto en entredicho ante el obispo, quien acaba retirándole su misión de predicador. A pesar de ese duro golpe, el padre Grignion de Montfort lo asume con humildad y como un designio de la Providencia. Decide entonces acudir a Roma para pedir consejo al propio Papa, quien le recibe en audiencia en la primavera de 1706. Luis María expone a Clemente XI sus dificultades y su deseo de ir a lejanas misiones, pero el Papa responde: «En Francia tiene un campo de apostolado bastante extenso para ejercer esa dedicación. En sus misiones, enseñe la doctrina con energía al pueblo y a los niños, y renueve las promesas del Bautismo». A continuación, el Santo Padre le concede el título de «Misionero apostólico». Luis María engancha un crucifijo bendecido por el Papa en lo alto de su bastón de caminante y parte hacia la Abadía de San Martín de Ligugé, en la diócesis de Poitiers, donde espera descansar un poco; pero no puede quedarse mucho tiempo, pues sus antiguos enemigos velan.

Hacia finales de 1706, se une al padre Leuduger, sacerdote que organiza misiones parroquiales en Bretaña, donde se distingue en la enseñanza del catecismo. En su opinión, esa tarea es «la más importante de una misión» y encontrar un catequista consumado es más difícil que encontrar un predicador perfecto». El catequista «intenta hacerse querer y temer al mismo tiempo, de tal suerte no obstante que el aceite del amor sobrepase el vinagre del temor»; consigue amenizar el catecismo, «que es en sí mismo bastante áspero, mediante historietas agradables, a fin de que guste a los niños y pueda mantener su atención». Para facilitar el aprendizaje de la doctrina cristiana, Luis María la escribe en versos y la hace cantar aprovechando melodías conocidas. Sin embargo, su plegaria favorita sigue siendo el Rosario. «Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso de crecimiento de los hijos – escribe el Papa Juan Pablo II... Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos... es una ayuda espiritual que no se debe minimizar» (RV, 42).

Demasiado a gusto
En su predicación, Luis María enseña las grandes verdades de la fe (la muerte, el juicio final, el cielo y el infierno), denuncia vicios y pecados, exhortando después a la contrición y a la confianza en la misericordia de Dios. Renueva también las promesas del Bautismo y dispensa los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La Providencia divina apoya a su servidor con el don de los milagros (curaciones, multiplicación de alimentos, etc.). Sin embargo, como consecuencia de unas divergencias entre él y el Padre Leuduger, Luis María se instala en una pequeña ermita cerca de su población natal. Dos años más tarde se dirige a Nantes, de donde le ha llamado un sacerdote amigo, el padre Barrin, que es vicario general. En esa diócesis predica en numerosas misiones, se acerca a los pobres y anima a vivir en la santidad y en la laboriosidad. Convencido del valor del sufrimiento que da luz a las almas, dirige estas palabras a uno de sus colaboradores tras una misión sin problemas: «Aquí estamos demasiado a gusto; esto va mal, nuestra misión carecerá de frutos porque no se basa ni se apoya en la Cruz; aquí nos quieren demasiado, y esto me hace sufrir; ¡cuánta aflicción me causa que no haya cruz!».

La fe del Padre Grignion de Montfort en el misterio de la Cruz le inspira el deseo de construir un calvario monumental cerca de Pont-Château. Se trata de elevar una verdadera colina, rodeada de un foso, sobre la cual se plantarán tres cruces como las del Gólgota. El trabajo se emprende sin dilación con la ayuda de numerosos obreros voluntarios. Luis María consigue la comida para el personal haciendo colecta por las granjas vecinas. La obra se termina, pero la bendición del Calvario es prohibida por el obispo de Nantes. En efecto, con el pretexto de que la nueva colina podría convertirse en peligrosa fortaleza en manos de invasores enemigos, el rey Luis XIV, mal informado, ha dado la orden de demolerla. Luis María suspira: «El Señor ha permitido que construya ese Calvario, y ahora permite que sea destruido; ¡bendito sea su santo nombre!». Recuperada la paz de su alma, continúa con su tarea apostólica. Después de su muerte, el Calvario será reconstruido.

En 1711, el Padre Grignion de Montfort es llamado por el obispo de La Rochelle. Sus misiones en aquella diócesis, que es un feudo calvinista, son numerosas. Con la finalidad de evitar que los protestantes se crean los únicos que respetan la Biblia, organiza una procesión, en la cual, bajo el palio, un sacerdote lleva respetuosamente el Libro Santo. Además, Luis María anima a que se rece el Rosario en la parroquia y en familia. En efecto, desde la canonización de san Pío V en 1710, gran promotor de esa devoción, el fervor por el Rosario se ha acrecentado. En nuestros días, Juan Pablo II recuerda que rezar el Rosario resulta muy efectivo especialmente para la paz y para la familia: «El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y nuestra paz (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo – y el Rosario tiende precisamente a eso— aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del «Ave María», el Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora...».

«Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siempre, una oración de la familia y por la familia. Antes esta oración era apreciada particularmente por las familias cristianas, y ciertamente favorecía su comunión... Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente en las sociedades económicamente más desarrolladas, derivan de una creciente dificultad para comunicarse. No se consigue estar juntos y a veces los raros momentos de reunión quedan absorbidos por las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy distintas, las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre santísima» (RV, 40, 41).

En 1712, Luis María redacta el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. En él escribe: «He tomado la pluma para escribir en papel lo que he enseñado con frutos en público y en especial en mis misiones durante muchos años». En esas páginas, el santo nos muestra que la gracia del Bautismo requiere una total consagración a Jesucristo, que no conseguiría ser perfecta sin una total consagración a María. La oposición jansenista impide que el Padre Grignion de Montfort publique su tratado, que no verá la luz hasta 1843, es decir, más de un siglo después de su muerte.

«¡Vamos al paraíso!»
Luis María siente gran preocupación por la instrucción de los niños, por eso crea pequeñas escuelas gratuitas en los pueblos. En 1715, consigue poner a punto las Reglas de las Hijas de la Sabiduría. En lo referente a las misiones, son cuatro los hermanos que le ayudan, pero ningún sacerdote le ha seguido de manera estable. En una ocasión, al coincidir con un joven sacerdote medio paralítico, Renato Mulot, le mira fijamente y le dice: «Sígame». Sorprendido, aunque seducido, el Padre Mulot le sigue. Después de la muerte de Luis María, el Padre Mulot llegará a ser el primer superior general de sus familias religiosas. A principios de abril de 1716, Luis María se dirige a Saint-Laurent-sur-Sèvre para predicar en una misión. Como es costumbre en él, pone todo su empeño, pero las fuerzas le abandonan y enseguida queda agotado. Después de un último sermón en el que habla de la dulzura de Jesús, con una entonación que conturba a su auditorio, debe guardar cama y recibe los últimos sacramentos. Reuniendo las fuerzas que le quedan, se pone a cantar: «¡Vamos, queridos amigos, vamos al paraíso! ¡Aunque ganemos aquí, más vale estar allí!». En sus manos sostiene un crucifijo y una estatuilla de la Virgen. El 28 de abril, a la edad de cuarenta y tres años, entrega su alma a Dios.

Junto a san Luis María, dirijamos nuestra mirada llena de confianza hacia María mientras rezamos el Rosario. «Una oración tan fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser de nuevo descubierta por la comunidad cristiana – afirma el Papa... Pienso en vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras, familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Sagrada Escritura, en armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida cotidiana» (RV, 43).

Dom Antoine Marie osb

Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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