El 16 de octubre de 2002, con motivo de la apertura del vigésimo quinto
año de su pontificado, el Papa Juan Pablo II proclamaba un «Año del Rosario» y
firmaba la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariæ (RV).
«El Rosario de la Virgen María es una oración apreciada por numerosos Santos y
fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo
también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado,
destinada a producir frutos de santidad... Sería imposible citar la multitud
innumerable de Santos que han encontrado en el Rosario un auténtico camino de
santificación. Bastará con recordar a san Luis María Grignion de Montfort,
autor de una preciosa obra sobre el Rosario...» (Juan Pablo II, RV,
1, 8).
Luis Grignion nace en Montfort-la-Cane,
en la Bretaña francesa, el 31 de enero de 1673, recibiendo el bautismo al día
siguiente. El día de su confirmación añadirá a su nombre de pila el de María.
Su nodriza será una granjera del lugar, y el niño conservará de ello el amor
por la naturaleza y la soledad. Su padre, abogado de profesión, tiene un
carácter impulsivo y violento a veces. Luis María es un muchacho valiente que
estudia con gran dedicación y da muestras de gran inteligencia. Desde muy joven
se encomienda con naturalidad a la Santísima Virgen, a quien llama «buena
madre», pidiéndole con infantil sencillez todo lo que necesita y llevando
consigo a sus hermanos y hermanas para honrarla. Cuando Luisa Guyonne, su
hermana menor a la que tan especialmente quiere, vacila en dejar sus juegos
para acudir a rezar el Rosario con él, éste le dice con tono convincente:
«Querida hermanita, si quieres ser muy hermosa y que todos te quieran tienes
que amar a Dios».
El arte de configurarnos con Cristo
Luis María arrastra a los suyos hacia
María para conducirlos mejor hasta Jesús. «No se trata sólo de comprender las
cosas que Él ha enseñado, sino de comprenderle a Él – recuerda el Papa. Pero en
esto, ¿qué maestra más experta que María?... San Luis María Grignion de
Montfort explicó así el papel de María en el proceso de configuración de cada
uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste
en ser conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la
devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo
más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las
criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones,
la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su
Santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima
Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo». De verdad, en el Rosario, el camino
de Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más
que en Cristo y por Cristo!... Si la repetición del Ave María se dirige
directamente a María, el acto de amor con Ella y por Ella, se dirige a Jesús» (RV,
14, 15, 26).
A la edad de doce años, Luis María
ingresa en el colegio de los jesuitas de Rennes. Enseguida, el joven llega a
ser el primero de la clase. Además, da muestras de un gusto y de un talento
especiales por la pintura. Guiado por un piadoso sacerdote, y en compañía de
otros alumnos, acude a visitar a los enfermos, aportándoles lo mejor de su
corazón: primero les lee y comenta un pasaje del Evangelio, y después les habla
acerca de la Virgen. En el colegio de Rennes se hace dos auténticos amigos:
Juan Bautista Blain, que escribirá más tarde su vida, y Claudio Poullard des
Places, futuro fundador de la Congregación de los Padres del Espíritu Santo.
Luis María desea llegar a ser sacerdote.
A pesar de padecer violentos altercados por parte de su padre, que tiene otros
proyectos para él, acaba convenciéndolo con su dulzura y, a la edad de veinte
años, emprende el trayecto a pie hasta el seminario de San Sulpicio de París.
De camino, entrega a personas necesitadas todo lo que posee, haciendo después
voto de no poseer nunca bien alguno. Una vez en París, es acogido en primer
lugar en un seminario para seminaristas pobres, donde obtiene excelentes
resultados. Durante los recreos, participa de las alegrías de todos,
esmerándose en deleitar a sus compañeros mediante una conversación alegre y
divertida. Con el aval de su superior, se entrega a toda suerte de penitencias,
pero su salud no lo resiste y contrae una grave enfermedad. Una vez
restablecido, termina sus estudios en el seminario de San Sulpicio,
constituyendo una pequeña asociación cuyos miembros se consagran especialmente
a Nuestra Señora. Con motivo de una peregrinación a Chartres, Luis María pasa
una jornada de oración ante la estatua de Notre-Dame-sous-Terre.
Es en compañía de la Virgen, y
especialmente rezando el Rosario, como nuestro santo ha aprendido a orar y a
permanecer en contemplación. El Papa Juan Pablo II escribe: «El Rosario forma
parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana...
El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración
marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como
subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su
rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas... Por
su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo
remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida
del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del
Señor»» (RV, 5, 12).
Una luz para el mundo
Mediante la contemplación de los
misterios del Rosario, Luis María adquiere una familiaridad llena de sencillez
para con Jesús y María. «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse
también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y
la Virgen, al meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una misma
vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez,
parecidos a ellos, y aprender en estos eminentes ejemplos el vivir humilde,
pobre, escondido, paciente y perfecto» (Beato Bartolomé Longo. Cf. RV,
15). Con objeto de que el Rosario ayude a conocer de manera más completa la
vida de Cristo, el Santo Padre sugiere agregar, además de los quince misterios
habituales, una serie de misterios relativos a la vida pública de Jesús,
misterios que denomina «luminosos», pues Cristo es la luz del mundo (Jn
9, 5). Estos misterios son: el Bautismo en el Jordán, las bodas de Caná, el
anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión, la Transfiguración y la
institución de la Sagrada Eucaristía.
Luis María es ordenado sacerdote a la
edad de 27 años, el 5 de junio de 1700, y celebra su primera Misa en la iglesia
de San Sulpicio, en el altar de la Virgen. Después acompaña a un sacerdote de
Nantes, que ha conseguido congregar a un grupo de cofrades para predicar de
pueblo en pueblo en favor de las misiones. Tras trabajar algún tiempo con
ellos, se pone a disposición del obispo de Poitiers. Es acogido primeramente en
el hospital de la ciudad para servir a los pobres, y su profunda piedad asombra
a aquellos infortunados, quienes, viendo la caridad que manifiesta hacia ellos,
piden al obispo que nombre a ese nuevo bienhechor capellán del hospital.
Luis María escribe: «El hospital al que
me destinan es una morada de desavenencias, donde no reina la paz, y una morada
de pobreza donde falta tanto el bien espiritual como el temporal». En pocos
meses de dedicación a toda prueba y a pesar de una intensa oposición por parte
de personas influyentes y de algunos pobres del hospital que no desean
reformas, Luis María consigue poner orden en el establecimiento. Su actividad
abarca tanto las necesidades materiales de sus protegidos, para quienes
organiza colectas en la ciudad, como su beneficio espiritual: «Desde que estoy
aquí – escribe – he estado continuamente de misiones; he confesado casi siempre
desde la mañana hasta la noche y he dado consejos a infinidad de personas... El
Señor y Padre mío, a quien sirvo aunque con infidelidad, me ha iluminado con la
sabiduría que me faltaba, me ha dado una gran facilidad de palabra y de
improvisación, así como una perfecta salud y un corazón siempre abierto hacia
todo el mundo».
Luis María consigue también formar un
grupo de mujeres enfermas de buena voluntad, dándoles una regla de vida marcada
por la humildad y la penitencia, y las deja en manos del Hijo de Dios, la
Sabiduría eterna. Poco tiempo después, una joven de familia burguesa, María
Luisa Trichet, acude a él en confesión. Su deseo es hacerse religiosa y Luis
María la asocia con las pobres mujeres que acaba de reunir. El 2 de febrero de
1703, le entrega un hábito religioso que es el hazmerreír de todos, pero ella
lo llevará con valentía durante diez años, antes de convertirse en la primera
superiora de las Hijas de la Sabiduría, congregación dedicada al cuidado de los
enfermos, de los pobres y de los niños, y que en la actualidad cuenta con cerca
de 2.400 religiosas repartidas en más de 300 establecimientos.
Una carta de cuatrocientos pobres
Poco antes de la Pascua de 1703, Luis
María parte hacia París, donde se ocupa durante varios meses de los enfermos
del hospital de La Salpêtrière. Más tarde, al ser despedido por la
administración del hospital, decide quedarse en la capital y aprovechar su
soledad para intensificar su unión con Dios; su corazón se desborda entre unas
páginas ardientes que llevarán por título El amor de la Sabiduría
eterna. En 1704, procedente de Poitiers y dirigida al superior del
seminario de San Sulpicio de París, llega una carta sorprendente que comienza
en estos términos: «Nosotros, cuatrocientos pobres, le suplicamos muy
humildemente, por el amor y la gloria de Dios, que nos mande a nuestro
venerable pastor, el que tanto ama a los pobres, el padre Grignion...». Dos
cartas del obispo de Poitiers, dirigidas a Luis María, también lo llaman, lo
que le mueve a tomar la decisión de regresar a esa ciudad, donde recupera sus
funciones de capellán del hospital.
Sin embargo, ni su afán ni la orden que
restaura son del agrado de todos, por lo que, un año después de su regreso,
abandona de nuevo el hospital y se presenta ante el obispo para evangelizar
Poitiers y sus alrededores. En su entrega a todos, recorre las callejuelas del
suburbio de Montbernage, entra en las casas, se interesa por la salud de la
gente y bendice a los niños. Su dulzura, pobreza y humildad consiguen ablandar
los corazones, permitiéndole emprender una misión. Acondiciona a modo de
capilla un granero, en medio del cual es colocado un gran crucifijo, y las
paredes son adornadas con quince estandartes que representan los misterios del
Rosario. Poco a poco, los corazones se van transformando gracias a las
procesiones, los cánticos que él mismo ha compuesto y el rezo en grupo del
Rosario. Una vez terminada la misión, Luis María completa su obra plantando una
cruz. Después, en aquel granero convertido en capilla de «Nuestra Señora de los
Corazones», instala una estatua de la Santísima Virgen, con la petición expresa
de que alguien se comprometa a rezar el Rosario ante ella todos los domingos y
fiestas de guardar. Un obrero del barrio se ofrece de inmediato a hacerlo, y
cumplirá su promesa durante cuarenta años.
Semejante fidelidad supone un gran amor
hacia la Santísima Virgen, manifestada por la repetición del Ave María del
Rosario: «Si consideramos superficialmente esta repetición, se podría pensar
que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En cambio, se puede hacer otra
consideración sobre el Rosario, si se toma como expresión del amor que no se
cansa de dirigirse a la persona amada con manifestaciones que, incluso
parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento que las
inspira» (RV, 26).
Un campo bastante extenso
En una ocasión, mientras se encuentra
confesando en una iglesia, Luis María observa a un joven que reza largo rato.
Movido por una inspiración, le invita a ayudarle en su labor apostólica. Con el
nombre de hermano Mathurin, ese joven dedicará su vida a explicar el catecismo
a los niños y, en el transcurso de sus misiones, a enseñar a las multitudes los
cánticos del Padre Luis María. Calumniado por quienes no soportan su
apostolado, Luis María es puesto en entredicho ante el obispo, quien acaba
retirándole su misión de predicador. A pesar de ese duro golpe, el padre Grignion
de Montfort lo asume con humildad y como un designio de la Providencia. Decide
entonces acudir a Roma para pedir consejo al propio Papa, quien le recibe en
audiencia en la primavera de 1706. Luis María expone a Clemente XI sus
dificultades y su deseo de ir a lejanas misiones, pero el Papa responde: «En
Francia tiene un campo de apostolado bastante extenso para ejercer esa
dedicación. En sus misiones, enseñe la doctrina con energía al pueblo y a los
niños, y renueve las promesas del Bautismo». A continuación, el Santo Padre le
concede el título de «Misionero apostólico». Luis María engancha un crucifijo
bendecido por el Papa en lo alto de su bastón de caminante y parte hacia la
Abadía de San Martín de Ligugé, en la diócesis de Poitiers, donde espera descansar
un poco; pero no puede quedarse mucho tiempo, pues sus antiguos enemigos velan.
Hacia finales de 1706, se une al padre
Leuduger, sacerdote que organiza misiones parroquiales en Bretaña, donde se
distingue en la enseñanza del catecismo. En su opinión, esa tarea es «la más
importante de una misión» y encontrar un catequista consumado es más difícil
que encontrar un predicador perfecto». El catequista «intenta hacerse querer y
temer al mismo tiempo, de tal suerte no obstante que el aceite del amor sobrepase
el vinagre del temor»; consigue amenizar el catecismo, «que es en sí mismo
bastante áspero, mediante historietas agradables, a fin de que guste a los
niños y pueda mantener su atención». Para facilitar el aprendizaje de la
doctrina cristiana, Luis María la escribe en versos y la hace cantar
aprovechando melodías conocidas. Sin embargo, su plegaria favorita sigue siendo
el Rosario. «Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso
de crecimiento de los hijos – escribe el Papa Juan Pablo II... Rezar con el
Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos... es una ayuda espiritual
que no se debe minimizar» (RV, 42).
Demasiado a gusto
En su predicación, Luis María enseña las
grandes verdades de la fe (la muerte, el juicio final, el cielo y el infierno),
denuncia vicios y pecados, exhortando después a la contrición y a la confianza
en la misericordia de Dios. Renueva también las promesas del Bautismo y
dispensa los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La Providencia
divina apoya a su servidor con el don de los milagros (curaciones,
multiplicación de alimentos, etc.). Sin embargo, como consecuencia de unas
divergencias entre él y el Padre Leuduger, Luis María se instala en una pequeña
ermita cerca de su población natal. Dos años más tarde se dirige a Nantes, de
donde le ha llamado un sacerdote amigo, el padre Barrin, que es vicario
general. En esa diócesis predica en numerosas misiones, se acerca a los pobres
y anima a vivir en la santidad y en la laboriosidad. Convencido del valor del
sufrimiento que da luz a las almas, dirige estas palabras a uno de sus
colaboradores tras una misión sin problemas: «Aquí estamos demasiado a gusto;
esto va mal, nuestra misión carecerá de frutos porque no se basa ni se apoya en
la Cruz; aquí nos quieren demasiado, y esto me hace sufrir; ¡cuánta aflicción
me causa que no haya cruz!».
La fe del Padre Grignion de Montfort en
el misterio de la Cruz le inspira el deseo de construir un calvario monumental
cerca de Pont-Château. Se trata de elevar una verdadera colina, rodeada de un
foso, sobre la cual se plantarán tres cruces como las del Gólgota. El trabajo
se emprende sin dilación con la ayuda de numerosos obreros voluntarios. Luis
María consigue la comida para el personal haciendo colecta por las granjas
vecinas. La obra se termina, pero la bendición del Calvario es prohibida por el
obispo de Nantes. En efecto, con el pretexto de que la nueva colina podría
convertirse en peligrosa fortaleza en manos de invasores enemigos, el rey Luis
XIV, mal informado, ha dado la orden de demolerla. Luis María suspira: «El
Señor ha permitido que construya ese Calvario, y ahora permite que sea
destruido; ¡bendito sea su santo nombre!». Recuperada la paz de su alma,
continúa con su tarea apostólica. Después de su muerte, el Calvario será
reconstruido.
En 1711, el Padre Grignion de Montfort
es llamado por el obispo de La Rochelle. Sus misiones en aquella diócesis, que
es un feudo calvinista, son numerosas. Con la finalidad de evitar que los
protestantes se crean los únicos que respetan la Biblia, organiza una
procesión, en la cual, bajo el palio, un sacerdote lleva respetuosamente el
Libro Santo. Además, Luis María anima a que se rece el Rosario en la parroquia
y en familia. En efecto, desde la canonización de san Pío V en 1710, gran
promotor de esa devoción, el fervor por el Rosario se ha acrecentado. En
nuestros días, Juan Pablo II recuerda que rezar el Rosario resulta muy efectivo
especialmente para la paz y para la familia: «El Rosario es una oración
orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a
Cristo, Príncipe de la paz y nuestra paz (Ef 2, 14). Quien
interioriza el misterio de Cristo – y el Rosario tiende precisamente a eso—
aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido
a su carácter meditativo, con la serena sucesión del «Ave María», el Rosario
ejerce sobre el orante una acción pacificadora...».
«Además de oración por la paz, el
Rosario es también, desde siempre, una oración de la familia y por la familia.
Antes esta oración era apreciada particularmente por las familias cristianas, y
ciertamente favorecía su comunión... Muchos problemas de las familias
contemporáneas, especialmente en las sociedades económicamente más
desarrolladas, derivan de una creciente dificultad para comunicarse. No se
consigue estar juntos y a veces los raros momentos de reunión quedan absorbidos
por las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia
significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy distintas, las del
misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre santísima» (RV,
40, 41).
En 1712, Luis María redacta el Tratado
de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. En él escribe: «He tomado
la pluma para escribir en papel lo que he enseñado con frutos en público y en
especial en mis misiones durante muchos años». En esas páginas, el santo nos
muestra que la gracia del Bautismo requiere una total consagración a
Jesucristo, que no conseguiría ser perfecta sin una total consagración a María.
La oposición jansenista impide que el Padre Grignion de Montfort publique su
tratado, que no verá la luz hasta 1843, es decir, más de un siglo después de su
muerte.
«¡Vamos al paraíso!»
Luis María siente gran preocupación por
la instrucción de los niños, por eso crea pequeñas escuelas gratuitas en los
pueblos. En 1715, consigue poner a punto las Reglas de las Hijas de la
Sabiduría. En lo referente a las misiones, son cuatro los hermanos que le
ayudan, pero ningún sacerdote le ha seguido de manera estable. En una ocasión,
al coincidir con un joven sacerdote medio paralítico, Renato Mulot, le mira
fijamente y le dice: «Sígame». Sorprendido, aunque seducido, el Padre Mulot le
sigue. Después de la muerte de Luis María, el Padre Mulot llegará a ser el primer
superior general de sus familias religiosas. A principios de abril de 1716,
Luis María se dirige a Saint-Laurent-sur-Sèvre para predicar en una misión.
Como es costumbre en él, pone todo su empeño, pero las fuerzas le abandonan y
enseguida queda agotado. Después de un último sermón en el que habla de la
dulzura de Jesús, con una entonación que conturba a su auditorio, debe guardar
cama y recibe los últimos sacramentos. Reuniendo las fuerzas que le quedan, se
pone a cantar: «¡Vamos, queridos amigos, vamos al paraíso! ¡Aunque ganemos
aquí, más vale estar allí!». En sus manos sostiene un crucifijo y una
estatuilla de la Virgen. El 28 de abril, a la edad de cuarenta y tres años,
entrega su alma a Dios.
Junto a san Luis María, dirijamos
nuestra mirada llena de confianza hacia María mientras rezamos el Rosario. «Una
oración tan fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser de nuevo
descubierta por la comunidad cristiana – afirma el Papa... Pienso en vosotros,
hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras, familias cristianas, en
vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre
las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Sagrada Escritura,
en armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida cotidiana» (RV,
43).
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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