Mensaje para la semana más santa del año
Raymond Leo Cardenal Burke
Queridos amigos,
Desde que inicié mi
servicio como obispo de una diócesis, parecía que cada año, a medida que se
acercaban las celebraciones de Navidad y Pascua, ocurriría un hecho
profundamente triste en la diócesis o una crisis difícil de enfrentar por el
bien de la diócesis. Justo cuando comenzaba a preparar con alegría las
celebraciones de los grandes misterios de nuestra salvación, algo sucedía que,
desde un punto de vista humano, ponía una nube oscura sobre las celebraciones y
dejaba en tela de juicio la alegría que inspiraban. Una vez le comenté a un
hermano obispo esta experiencia angustiosa y demasiado regular. Me respondió
sencillamente: “Es Satanás, tratando de robarte la alegría”.
Hace sentido que
Satanás, a quien Nuestro Señor describe como “asesino desde el principio,…mentiroso
y padre de toda mentira”(Jn 8, 44) quiere esconder de nuestros ojos las grandes
realidades de la Encarnación y la Redención, quiere distraernos de los ritos
litúrgicos a través de los cuales no solo celebramos esas verdades, sino que
también recibimos las inmensurables e incesantes gracias que ellas nos han
ganado. Satanás quiere convencernos de que las pérdidas y la muerte, con la
tristeza y el miedo que naturalmente las acompañan, muestran que Cristo es
falso, desmintiendo así su Encarnación redentora y tratando de mostrar como una
mentira nuestra fe y alegría.
Pero Satanás es el
falso. El es el mentiroso. Cristo, Dios Hijo, de hecho, se ha hecho hombre, ha
sufrido la más cruel Pasión y Muerte para redimir nuestra naturaleza humana,
para restaurarnos la verdadera vida, la vida divina que vence los peores
sufrimientos e incluso la muerte misma y que nos conduce en modo certero y
seguro a nuestro verdadero destino: la vida eterna con Él.
San Pablo, ante
tantas pruebas profundamente desalentadoras a lo largo de su ministerio
apostólico, que culminó con su martirio en Roma, escribió a los colosenses:
“Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que
falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,
24). Para él, como debiera serlo también para nosotros, sufrir con Cristo por
la Iglesia, por amor de Dios y de nuestro prójimo, es la fuente inagotable e
indefectible de nuestro gozo. Es la máxima expresión de nuestra comunión con
Cristo, Dios el Hijo encarnado, compartiendo con Él el misterio del amor divino
de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La vida de Cristo, la gracia del
Espíritu Santo derramada del Corazón de Cristo para morar en nuestros corazones,
nos inspiran y nos fortalecen para que podamos abrazar las pérdidas y la muerte
con Su amor, tranformándolas en ganancia eterna y vida sin fin. Nuestro gozo,
entonces, no es un placer o emoción superficial, sino el fruto del amor que es
“fuerte como la muerte” y el cual “las muchas aguas no podrán apagarlo, ni lo
ahogarán los ríos.” (Cant 8, 6-7).
Nuestra alegría no
nos dispensa del agudo aguijón de las pérdidas y de la muerte, sino que, con
confianza y coraje, los enfrenta como parte del combate de amor que estamos
llamados a librar durante esta vida; después de todo, somos, por gracia de
Dios, verdaderos soldados de Cristo (2 Tm 2, 3), que tenemos conocimiento
seguro de la victoria de la vida eterna. Así, al final de su vida, San Pablo
escribió a su hijo espiritual y hermano como pastor del rebaño, San Timoteo:
“Porque yo estoy a
punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He
competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he
conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel
Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a
todos los que hayan esperado con amor su Manifestación. (2 Tm, 4. 6-8)
Amemos a Nuestro
Señor, amemos la Encarnación Redentora por la cual Él está vivo para nosotros
en la Iglesia, y por lo tanto estemos contentos de pelear con Él la buena
batalla, de mantenernos en la competición sin importarnos de las pruebas que
enfrentemos, y mantengamos la fe cuando el Padre de las Mentiras nos tiente a
dudar de Cristo e incluso a negarlo.
Quizás Satanás nunca
haya tenido un medio mejor que el coronavirus para robar nuestro gozo de
celebrar los días más santos del año, los días en los cuales Cristo nos
conquistó la vida eterna. ¡Cómo le gustará substraernos la santidad de aquella
única semana del año, que se conoce simplemente como Semana Santa! La actual
crisis de salud internacional causada por el coronavirus COVID-19 continúa en
una cosecha trágica de pérdidas y de muerte, engendrando profunda tristeza y
miedo en el corazón humano. Ciertamente, Satanás estará utilizando el
sufrimiento que acosa a tantos hogares, vecindarios, ciudades y naciones, para
tentarnos a dudar de Nuestro Señor y de la Fe, la Esperanza y la Caridad, que
son sus grandes dones para nuestra vida diaria. El efecto de la intención
asesina de Satanás y de sus mentiras se hace aún mayor cuando estamos lejos del
Señor, cuando damos por por cosa sentada su vida dentro de nosotros, cuando
incluso lo abandonamos persiguiendo placeres mundanos, conveniencias o éxitos.
En la misma Iglesia
hemos sido testigos de una carencia en enseñar primero a Cristo como Señor.
¿Cuántos hoy están sufriendo profundamente de un miedo inútil porque han
olvidado o incluso rechazado el Reino del Corazón de Jesús en sus corazones y
en sus hogares? Recordemos las palabras de Nuestro Señor a Jairo que buscaba
ayuda para su hija moribunda: “No tengas miedo, solo ten Fe” (Mc 5, 36).
¿Cuántos hoy no tienen esperanza porque piensan que la victoria sobre el mal
del coronavirus COVID-19 depende totalmente de nosotros, porque han olvidado
que, mientras debemos hacer todo lo humanamente posible para luchar contra el
gran mal, solo Dios puede bendecir nuestros esfuerzos, dándonos la victoria
sobre las pérdidas y la muerte? Es muy triste leer documentos, incluso
documentos de la Iglesia, que pretenden abordar las dificultades más
importantes que enfrentamos sin que encontremos en ellos ningún reconocimiento
del Señorío de Cristo, de la verdad de que dependemos completamente de Dios
para nuestro existir, dependemos completamente para todo lo que somos y todo lo
que tenemos, y que, por lo tanto, la oración y la adoración son nuestros
primeros y más importantes medios para combatir cualquier mal.
Hace unos días, un joven
adulto católico me dijo, como si fuera un hecho lógico, que no celebraría la
Pascua este año debido al coronavirus. Si la alegría de nuestra celebración de
Pascua fuera simplemente una cuestión de buenos sentimientos, entonces entiendo
su sentimiento. Pero la alegría de la Pascua está enraizada en una verdad
eterna, la victoria de Cristo sobre lo que claramente parecía ser su
aniquilación, la victoria ganada en Su naturaleza humana al fin de que
triunfemos en nuestra naturaleza humana, sin que nos importen las dificultades
que podamos estar sufriendo. Si creemos en Cristo, si confiamos en sus
promesas, entonces debemos celebrar con alegría la gran obra de Su redención.
Celebrar los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo no es
faltar el respeto al sufrimiento de tantos en estos tiempos, sino reconocer que
Cristo está con nosotros para vencer nuestros sufrimientos con Su amor. Nuestra
celebración es un faro de esperanza para aquellos cuyas vidas han sido
severamente probadas, invitándolos a depositar su confianza en Nuestro Señor.
Sí, la Semana Santa
este año es muy diferente para nosotros. El sufrimiento que corre paralelo al
coronavirus incluso lleva a una situación en la que muchos católicos, durante
la Semana Santa, no tienen acceso a los sacramentos de la Penitencia y la
Sagrada Eucaristía, que son nuestros encuentros extraordinarios, pero también
ordinarios, con el Señor Resucitado, al fin de renovarnos y fortalecernos en Su
vida.
Pero sigue siendo la
semana más sagrada del año, ya que conmemora los eventos por los cuales estamos
vivos en Cristo, por los cuales la vida eterna es nuestra, incluso ante una
pandemia, una crisis de salud mundial. Os exhorto, por lo tanto, a que no
cedáis ante la mentira de Satanás, quien os convencerá de que, este año, no
tenéis nada que celebrar durante la Semana Santa. No, tenemos todo que
celebrar, porque Cristo nos ha precedido en cada sufrimiento y ahora nos
acompaña en nuestros sufrimientos, para que podamos permanecer fuertes en su
amor, el amor que vence todo mal.
Hoy celebramos el
Domingo de Ramos, cuando Cristo entró en Jerusalén con pleno conocimiento de la
Pasión y la Muerte que lo esperaba. Sabía cuán efímera fue la bienvenida que
había recibido, una bienvenida justa para el Rey del Cielo y la Tierra, pero
superficial porque aquellos que la extendieron solo tenían una comprensión
mundana de la salvación que vino a ganar para nosotros. No estaban listos para
ser uno con Cristo en el establecimiento de Su Reino eterno a través de los
eventos de Su Pasión y Muerte. Después del Domingo de Ramos, cada día de la
Semana Santa es justamente llamado santo porque es parte del firme abrazo de
Cristo de su misión salvadora en su culminación.
Tomaos el tiempo hoy
para reflexionar sobre la verdadera bienvenida real que le habéis extendido a
Cristo en vuestro corazón y en vuestro hogar. Lean nuevamente el relato de su
entrada en Jerusalén y de cómo, después de su entrada triunfante, lloró sobre
Jerusalén con las palabras: ¡Oh Jerusalén, Jerusalén, matando a los profetas
y apedreando a los que te son enviados! ¿Con qué frecuencia habría reunido a
tus hijos como una gallina junta a su prole bajo sus alas, y tú no lo harías?”
(Mt 23, 37). Si usted o su hogar están lejos de Nuestro Señor, recuerde
cómo Él desea estar cerca de usted, ser el invitado constante de su corazón y
su hogar. Permanezcan con Cristo durante la Semana Santa. De manera
particular, haga del Jueves Santo un día de profunda acción de gracias por los
sacramentos de la Sagrada Eucaristía y el Orden Sacerdotal, que Nuestro Señor
instituyó en la Última Cena. Haga que el Viernes Santo sea un día tranquilo
durante el cual emprenda prácticas penitenciales, para profundizar en el
misterio del sufrimiento y la muerte de Cristo. El Viernes Santo, se llenará de
gratitud por los sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos.
El Sábado Santo, vigile con Nuestro Señor, alabándolo y agradeciéndole por el
don de Su gracia en nuestras almas mediante la efusión del Espíritu Santo a
través de Su glorioso Corazón traspasado. Medite especialmente en cómo su
gracia está en usted a través de los sacramentos del bautismo, la confirmación
y la sagrada eucaristía. Durante todos estos días, reflexione y agradezca a
Dios por el regalo del Sacramento del Santo Matrimonio y sus frutos, la
familia, la “Iglesia doméstica” o pequeña Iglesia del hogar, el primer lugar en
el que llegamos a conocer a Dios, ofrecerle oración y adoración, y disciplinar
nuestras vidas de acuerdo con su ley.
Si no puede
participar en los ritos litúrgicos durante estos días especialmente sagrados,
lo que de hecho es una gran privación, porque nada puede sustituir el encuentro
con Cristo a través de los sacramentos, luche en sus hogares por estar en la
Sagrada Liturgia a través de su deseo de estar en compañía de Nuestro Señor,
especialmente en el misterio de Su obra salvadora. Nuestro Señor no espera de
nosotros lo imposible, pero espera que hagamos lo mejor que podamos para estar
con Él durante estos días de Su poderosa gracia.
Hay muchas ayudas
maravillosas para alimentar ese deseo sagrado. En primer lugar, hay un rico
tesoro de oración en la Iglesia, por ejemplo: la lectura de las Sagradas
Escrituras, por ejemplo, los Salmos Penitenciales, especialmente el Salmo 51
[50], y el relato de la Pasión de Nuestro Señor en los cuatro Evangelios, la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús, meditación sobre los misterios de nuestra
fe a través de la oración del Santo Rosario, especialmente los Misterios
Dolorosos, las Letanías del Sagrado Corazón de Jesús, de la Santísima Virgen
(de Loreto), de San José , y de los Santos, el Vía Crucis, que también se puede
hacer en casa usando las imágenes de las Catorce Estaciones representadas en un
libro de oraciones o en un objeto sagrado, la Coronilla de la Divina Misericordia,
visitas a santuarios, grutas y otros lugares sagrados para Nuestro Señor y para
los misterios de la Encarnación Redentor, y la devoción a los santos que han
sido poderosos para ayudarnos, especialmente a San Roque, Patrono contra las
Pestilencias. También en nuestro tiempo, tenemos la bendición de tener
acceso, a través de los medios de comunicación, a los ritos sagrados y a las
devociones públicas que se celebran en ciertas iglesias, especialmente en las
iglesias de los monasterios y conventos en los que se encuentra toda la
comunidad religiosa participando. Ver un rito sagrado que se transmite,
ciertamente no es lo mismo que participar directamente en él, pero, si es todo
lo que nos es posible, seguramente será agradable para Nuestro Señor, quien nunca
dejará de colmarnos de Su gracia en respuesta a nuestro humilde acto de
devoción y amor. En cualquier caso, la Semana Santa no puede ser para
nosotros como cualquier otra semana, sino que debe estar marcada por los
sentimientos más profundos de fe en Cristo, nuestra única salvación. Los
sentimientos de fe durante estos días más santos son, asimismo, sentimientos de
gratitud y amor más profundos. Si su gratitud y amor no pueden tener su máxima
expresión a través de la participación en la Sagrada Liturgia, deje que se
exprese en la devoción de sus corazones y hogares. Conmemorando, con Cristo, Su
Santísima Madre y todos los santos, los eventos del Sagrado Triduo,
contemplamos el misterio de Su vida dentro de cada uno de nosotros. Para todos,
el tiempo dedicado, cada día, en oración y devoción, meditando sobre la Pasión
de nuestro Señor, nos ayudará a estar con nuestro Señor durante estos días más
santos de la mejor manera posible en este momento. ¡Cuánto nos debe enseñar el
sufrimiento del tiempo presente sobre el don incomparable de la Sagrada
Liturgia y los Sacramentos!
Para terminar, les
aseguro que ustedes y sus intenciones están en mis oraciones de hoy y
permanecerán en mis oraciones durante la Semana Santa y especialmente durante
el Sagrado Triduo del Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo. Que todos nos
acompañemos con Cristo con la más profunda fe, esperanza y amor, mientras
celebramos estos días más santos en los que sufrió, murió y resucitó de los
muertos para liberarnos del pecado y de todo mal, y para ganarnos la vida
eterna. Que nuestra celebración de la Semana Santa, este año, sea nuestro
armamento fuerte en el combate en curso contra el coronavirus COVID-19. En
Cristo, la victoria será nuestra. “No temas, solo cree” (Mc 5, 36).
Raymond Leo Cardinal
BURKE
5 Abril 2020
Domingo de Ramos
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