II
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
IGLESIA
La adorable Persona
del Redentor domina los siglos. El Apóstol San pablo pudo afirmar: Jesucristo
es e mismo ayer y hoy y por los siglos (Hebr., 13,8). En efecto, el Cristo
histórico se anticipó en el Cristo divinamente prometido y vivido en la fe de
los patriarcas y de los profetas, y hoy sobrevive en el Cristo místico,
viviente aún en la Iglesia y en las almas.
Tal es el fruto de su
obra admirable, la Redención. Aunque es cierto que en sus elementos causales
ésta estuvo circunscrita a la vida mortal de Cristo, desde el primer instante
de su concepción hasta el último suspiro de la Cruz, con todo, en todos los
siglos que le precedieron hubo su preparación, siempre magnífica, y en todos
los siglos que le sucedieron ha habido aplicación admirable de la misma, que la
hizo siempre actual e inagotable.
Por eso, la Sangre de
Cristo sella, aunque en forma distinta, el Antiguo y el Nuevo Pacto. En el
Primero estuvo figurada en los sacrificios legales, y anticipó, por decirlo
así, su eficacia en virtud de la fe en un futuro derramamiento. En el Nuevo
está recogida en el seno de la Iglesia y continúa derramándose a través de los
siglos en místicas efusiones que llevan por todas partes la virtud y los frutos
de la Redención. Vamos a fijar más esta idea.
LA ESPOSA LAVADA EN LA
SANGRE
La Iglesia es la
sociedad de los hombres que viven la vida de Cristo. Resulta constituida por
dos elementos esenciales: el elemento visible y natural, que son los mismos
hombres que forman parte de tal sociedad. El elemento invisible y sobrenatural
es el otro, y precisamente es la vida de la gracia traída a la tierra y
comunicada por el Redentor: Yo he venido
para que tengan vida y la tengan abundante (Jo., 10,10). Pues bien. Tal
comunicación supone la unión íntima y continua de la Iglesia con Cristo. He
aquí el misterio que sólo conocemos por fe y que, en su amplitud y profundidad,
trasciende nuestra inteligencia.
El Apóstol San Pablo,
Doctor de la Sangre de Cristo, nos ofrece dos concepciones, divinamente
inspiradas, que abren camino para poder llegar a conocer esta realidad mística,
sublime y trascendental.
La Iglesia es la
Esposa de Cristo. Y Cristo –escribe San Pablo a los de Éfeso- amó a la
Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante
el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a Sí gloriosa, sin
mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable (Efes., 5,25-27).
De la misma manera se expresa San Juan, que, según su Apocalipsis, escuchó la invitación del ángel: Ven y te mostraré la novia, la Esposa del Cordero. Y el ángel –sigue
contando el vidente- me llevó en espíritu
a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, ciudad de
Dios y esposa del Cordero, refulgente de belleza y de gloria divina, es
precisamente la Iglesia.
Ahora bien: hay que
decir que esta esposa nació en la Sangre, fue lavada en la Sangre y por la
sangre quedó vinculada a Cristo, quien la hizo madre de los vivos según el
espíritu. El Doctor de la gracia, San Agustín, con quien hacen coro otros
Padres y Doctores, enseña: La primera
mujer fue extraída del costado del primer hombre mientras éste dormía, y por
eso fue llamada vida y madre de los vivos. De esa manera estuvo simbolizado en
aquel hecho este bien tan grande, aun antes del gran mal de la prevaricación. Y,
en efecto, el segundo Adán, inclinando su cabeza en el abandono de la muerte,
se durmió en la Cruz, a fin de que fuera formada su Esposa, que salió de su
costado, al tiempo que Él permanecía dormido con el sueño de la muerte. Y
el gran Obispo exclama entusiasmado: ¡O
muerte, por la que los muertos recobran la vida! ¿Qué otra cosa pudo haber
jamás más pura que esta Sangre? ¿Quién pudo imaginarse nada más saludable que
esta herida?
Nos quedamos
extasiados en presencia de esta última creación de un Dios crucificado, quien
sobre el lecho de su Cruz quiso escogerse una Esposa, admirablemente hermosa,
cubierta con la púrpura de su misma Sangre, para darnos en ella una Madre que
transmitiera aquella Sangre Divina a las almas en lluvia benéfica y en baño
purificador.
La Iglesia fue
constituida por Jesús heredera de todas las inestimables e inmensas riquezas de
su Redención y, por tanto, de sus méritos infinitos, que, en resumen de
cuentas, no son otra cosa que su Preciosísima Sangre. La Iglesia es Madre de los santos precisamente porque
es la eterna conservadora de la Sangre incorruptible (Manzoni: Pentecostés).
Es conservadora y
distribuidora. Pues, en realidad, es la Sangre de Cristo en la que esta Madre,
prodigiosamente fecunda, engendra a los
hijos de Dios, que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad
de varón, sino de Dios son nacidos (Jo., 1,13). Es en esta Sangre de
Cristo, en la que la Madre piadosa y solícita lava a sus hijos y los alimenta para
la eternidad. Finalmente, es la Sangre de Cristo la que la Iglesia, siguiendo
tiernamente preocupada por la suerte de sus hijos más allá del sepulcro, hace
que descienda sobre sus almas en forma de lluvia refrescante.
¡Qué gran consuelo
poder repetir con el gran serafín del Carmelo: ¡Al fin soy hija de la Iglesia! Dulce misterio, que San pablo
delinea en otra luminosa concepción.
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