III
LA HORA DE LA SANGRE
A LOS MINISTROS DE
LA SANGRE
Es muy natural. Además me resulta
agradable empezar por vosotros, sacerdotes, puesto que hablándoos a vosotros,
me lo exijo a mí mismo. Aquí tenemos nuestra misión y nuestra razón de ser.
Nosotros somos ministros de la Sangre de Cristo. La mística de Florencia,
dirigiéndose a Sixto V con audacia propia de los santos, lo conjuraba a que
renovase su Esposa la Iglesia, a él
encomendada, para que la cuidara y la guardara, asegurándole que no le
faltarían ayudas y cooperaciones en la obra de Dios entre sus súbditos y los
ministros de la Sangre. Según la Santa, era necesario –y los tiempos le
daban pie para ello- hacer venir de nuevo
al redil a tantas ovejas perdidas de uno y otro sexo, aun entre los consagrados
y consagradas a Dios. Y proseguía en su recomendación al Pontífice: La importancia de esta empresa es de tal
envergadura, cual exige la Sangre de la que Vos guardáis las llaves. Esta
inútil y miserable sierva suya piensa que Vos comprenderéis y penetraréis bien
la importancia que tiene la Sangre de Cristo (Santa María Magdalena de
Pacis).
A decir verdad, esta es la única
manera de valorar con exactitud la importancia de nuestro ministerio.
Ministros de la sangre significa: consagradores, consumidores y distribuidores
de la Preciosísima Sangre. Ahondando en estos conceptos hemos de hacernos mejor
cargo de nuestros deberes. No podrá nunca ser bastante la santidad personal, en
la más impoluta limpieza de costumbres, para quienes tienen trato diario con el
Santo de los Santos en la Eucaristía y que pronuncian sobre el cáliz en nombre
y representación de la persona de Cristo: Este
es el cáliz de mi Sangre.
Garantía de abundantes frutos después
del privilegio que sólo gozan los sacerdotes de consumar el sacrificio bebiendo
la Sangre de la Víctima, serán: la más exquisita preparación, tratando de
limpiar el alma de la mancha más insignificante, el encenderse en una ternísima
devoción al dulce y grande misterio y el cumplimiento más exacto de las
rúbricas y ceremonias prescritas. Haciendo así, surtirán su efecto las
oraciones rituales: el Cuerpo y la Sangre
del Señor guardarán el alma para la vida eterna, quedarán adheridos a las
vísceras, borrando todo rastro de pecado y ayudarán de veras de tutela de la
mente y del corazón y de espiritual medicina (cfr. Ordo Misae).
Una mejor penetración de lo que vale
el precio de esta Sangre y de lo que valen las almas rescatadas con ella,
inflamará por su cuenta el celo sacerdotal y la fidelidad más escrupulosa en
administrar las riquezas de esta Sangre divina por medio de los sacramentos,
lejos de esa prodigalidad irreflexiva que parecería lo mismo que arrojar perlas
a los perros, sino más bien con esa generosa largueza, con asiduidad que no
conoce cansancio y con amable complacencia.
No
nos moleste el escuchar por una vez más aún la voz persuasiva de la
Santa, que se atrevía a apostrofar así al mismo sacerdote que dirigía su alma: Sumergíos, pues, en la Sangre de Cristo crucificado
y embriagaos en su Sangre. Y si habéis sido infiel, rebautizaos en la Sangre.
Si el demonio os llegó a ofuscar la mirada de la inteligencia, lavaos los ojos
con la Sangre. Si caísteis en la ingratitud respecto a los dones recibidos,
buscad el agradecimiento en la Sangre. Si os hicisteis pastor cobarde y sin el
cayado de la justicia, templada con la prudencia y la misericordia, extraedla
de la Sangre… En la Sangre caliente templad vuestra tibieza, y con la luz de la
Sangre alejad las tinieblas. Y haciendo así, seréis esposo de la Verdad y
verdadero pastor y guía de las ovejas que se os encomendaron… Si permanecéis en
la Sangre, seréis así; sino, no (Santa Catalina de Sena).
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