BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 27 de octubre de 2010
Miércoles 27 de octubre de 2010
Santa Brígida
Queridos hermanos y hermanas:
En la ferviente vigilia del
gran jubileo del año 2000, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II proclamó
copatrona de toda Europa a santa Brígida de Suecia. Esta mañana quiero
presentar su figura, su mensaje y las razones por las que esta santa mujer tiene
mucho que enseñar —todavía hoy— a la Iglesia y al mundo.
Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida,
porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso
de canonización inmediatamente después de su muerte, acontecida en 1373.
Brígida nació setenta años antes, en 1303, en Finster, Suecia, una nación del
norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con
el mismo entusiasmo con el que la santa la había recibido de sus padres, personas
muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.
Podemos distinguir dos períodos en la vida de esta
santa. El primero se caracteriza por su condición de mujer
felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de una importante
provincia del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la
muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, la segunda de los cuales, Karin (Catalina),
es venerada como santa. Se trata de un signo elocuente del compromiso educativo
de Brígida respecto de sus hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica fue
apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte
durante cierto tiempo, con el fin de instruir a su joven esposa, Blanca de
Namur, en la cultura sueca.
Brígida, guiada espiritualmente por un docto religioso que la
inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva
sobre su familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera
«iglesia doméstica». Junto con su marido, adoptó la regla de los Terciarios
franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad con los indigentes;
incluso fundó un hospital. Al lado de su esposa, Ulf aprendió a mejorar su
carácter y a progresar en la vida cristiana. Al regreso de una larga peregrinación
a Santiago de Compostela, realizada en 1341 junto a otros miembros de la
familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco
tiempo después, en la paz de un monasterio donde se había retirado, Ulf
concluyó su vida terrena.
Este primer período de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar lo
que hoy podríamos definir una auténtica «espiritualidad conyugal»: los esposos
cristianos pueden recorrer juntos un camino de santidad, sostenidos por la
gracia del sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió
en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer quien con su sensibilidad
religiosa, con la delicadeza y la dulzura logra que el marido recorra un camino
de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día tras día, también
hoy iluminan a su familia con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu
del Señor suscite también hoy la santidad de los esposos cristianos, para
mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del
Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en la
generación y en la educación de los hijos, la apertura y la solidaridad hacia
el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.
Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo período
de su vida. Renunció a otras nupcias para intensificar la unión con el
Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las
viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta santa un modelo a
seguir. En efecto, Brígida, tras la muerte de su marido, después de distribuir
sus bienes a los pobres, aunque nunca accedió a la consagración religiosa, se
estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Allí comenzaron las
revelaciones divinas, que la acompañaron durante todo el resto de su vida.
Brígida las dictó a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al
latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones).
A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título precisamente Revelationes
extravagantes (Revelaciones suplementarias).
Las Revelaciones de santa Brígida presentan un
contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta en forma
de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los
demonios; diálogos en los cuales también Brígida interviene. Otras veces, en
cambio, se trata del relato de una visión particular; y en otras se narra lo
que la Virgen María le revela acerca de la vida y los misterios del Hijo. El
valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de
alguna duda, lo precisa el venerable Juan Pablo II en la carta Spes aedificandi:
«Al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, sin pronunciarse sobre cada
una de las revelaciones que tuvo, aceptó la autenticidad global de su
experiencia interior» (n. 5).
De hecho, leyendo estas Revelaciones nos sentimos
interpelados sobre numerosos temas importantes. Por ejemplo, aparece con
frecuencia la descripción, con detalles bastante realistas, de la Pasión de
Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada,
contemplando en ella el amor infinito de Dios a los hombres. En labios del
Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: «Oh,
amigos míos, yo amo con tanta ternura a mis ovejas que, si fuera posible,
quisiera morir muchas otras veces por cada una de ellas con la misma muerte que
sufrí para la redención de todas» (Revelationes, libro I, c. 59).
También la dolorosa maternidad de María, que la convirtió en Mediadora y Madre
de misericordia, es un tema que se repite en las Revelaciones.
Al recibir estos carismas, Brígida era consciente de ser
destinataria de un don de gran predilección de parte del Señor: «Hija mía
—leemos en el primer libro de las Revelaciones—, te he elegido a ti
para mí, ámame con todo tu corazón... más que a todo lo que existe en el mundo»
(c. 1). Por otra parte, Brígida sabía bien y estaba firmemente convencida de
que todo carisma está destinado a edificar a la Iglesia. Precisamente por este
motivo, no pocas de sus revelaciones iban dirigidas, en forma de amonestaciones
incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluidas las autoridades
religiosas y políticas, para que vivieran su vida cristiana con coherencia;
pero siempre lo hacía con una actitud de respeto y fidelidad plena al
Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del apóstol Pedro.
En 1349 Brígida dejó Suecia para siempre y peregrinó a Roma. No
sólo quería participar en el jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener
del Papa la aprobación de la Regla de una Orden religiosa que quería fundar,
dedicada al Santo Salvador y compuesta de monjes y monjas bajo la autoridad de
la abadesa. Este es un elemento que no nos debe sorprender: en el Medievo
existían fundaciones monásticas con una rama masculina y una rama femenina,
pero con la práctica de la misma Regla monástica, que preveía la dirección de
la abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana se reconoce a la mujer una
dignidad propia, y —siguiendo el ejemplo de María, Reina de los Apóstoles— un
lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es
igualmente importante para el crecimiento espiritual de la comunidad. Además,
la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su
vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.
En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida
de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se dirigió en peregrinación a
varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco,
hacia el cual Brígida nutrió siempre gran devoción. Por último, en 1371, se
cumplió su mayor deseo: el viaje a Tierra Santa, adonde fue en compañía de sus
hijos espirituales, un grupo que Brígida llamaba «los amigos de Dios».
Durante esos años, los Pontífices estaban en Aviñón, lejos de Roma:
Brígida se dirigió a ellos pidiéndoles encarecidamente que volvieran a la sede
de Pedro, en la ciudad eterna.
Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI regresara
definitivamente a Roma. Fue enterrada provisionalmente en la iglesia romana de
San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la llevaron de
nuevo a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa
fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En
1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.
La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los
dones y las experiencias que he querido recordar en este breve perfil
biográfico-espiritual, hace de ella una figura eminente en la historia de
Europa. Proveniente de Escandinavia, santa Brígida testimonia que el cristianismo
ha impregnado profundamente la vida de todos los pueblos de este continente. Al
declararla copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II deseó que santa Brígida
—que vivió en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental todavía no estaba
herida por la división— interceda eficazmente ante Dios para obtener la gracia
tan esperada de la unidad plena de todos los cristianos. Por esta misma
intención, tan importante para nosotros, y para que Europa sepa alimentarse
siempre de sus raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas,
invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, discípula fiel de
Dios, copatrona de Europa. Gracias por vuestra atención.
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