III
LA HORA DE LA SANGRE
A LAS ESPOSAS DE LA
SANGRE
Vuestra vocación es verdaderamente
sublime, ¡oh vírgenes consagradas al Señor! Cada una de vosotras puede hacer
suyo el cántico de Santa Inés: Amo a
Cristo, y quiero ser su esposa, porque amándolo soy casta, tocándolo soy pura,
poseyéndolo soy virgen. De su boca sólo miel y leche he gustado y su Sangre es
la que colorea mis mejillas (Liturgia).
Esposas de Cristo, es lo mismo que
decir, esposas de Sangre. ¡Qué excelsa es vuestra dignidad! ¿No es tiene Él
clavadas a su Cruz con los santos votos, cual con otros tres clavos? ¿No
encontráis diariamente en su Sangre el místico alimento de vuestras almas y de
vuestra virginidad consagrada? La Eucaristía es, en efecto, para vosotras
también el trigo de los elegidos y el
vino que hace germinar las vírgenes (Zac., 9,17).
A vosotras os toca, por consiguiente,
aprovecharos sin tasa del misterio de la Sangre de Cristo, en la que hallaréis
los anhelos de mayor santidad, la fortaleza cierta para seguir guardando
fidelidad al Esposo y la embriaguez divina del amor y del sacrificio. La Virgen –como dice San Pablo- sólo tiene que preocuparse de las cosas del
Señor y de ser santa en cuerpo y espíritu (1 Cor., 7,34).
Ahora bien: nunca está mejor vuelto
el pensamiento hacia las cosas del Señor que cuando se fija en las llagas del
Crucifijo y se sumerge en la roja sima de su Sangre. Las vírgenes prudentes han
de llevar siempre su lámpara encendida y con mucho repuesto de aceite para esperar
la deliciosa venida del Esposo (Mt., 25). Y que cuando, durante esa espera,
venga Cristo llamando a vuestras puertas para invitaros a las eternas nupcias,
alumbren vuestras lámparas, abastecidas abundantemente del aceite purísimo de
la Sangre de Cristo.
Tenéis que permanecer así para
vosotras mismas y para cuantas almas haréis hijas vuestras en virtud de la
Sangre del Esposo. Como decía el Cisne de Lisieux: Tu Sangre y tus lágrimas, fuente fecunda y que virginiza los cálices de
las flores, han hecho capaces a las vírgenes de engendrarte un crecido número
de corazones, aun desde este mundo. Por esto, la misma Santa Teresita
exclamaba en sus arrebatos: Yo soy
virgen, ¡oh Jesús! Y ¡qué misterio tan
profundo!, ¡uniéndome a Ti yo soy madre de almas! Este sentimiento tan vivo
de maternidad espiritual se descubrió en ella tras una visión de sangre: Un domingo –dice-, al cerrar mi libro de oraciones en terminándose la misa, quedó un poco
sobresaliendo de los bordes una estampa que representaba a Jesús crucificado,
dejando ver una de las manos herida y sangrante del Redentor. Experimenté
entonces un sentimiento nuevo e inefable. Parecía deshacérseme el corazón de
dolor a la vista de aquella Sangre preciosa que se caía en el suelo sin que
nadie se diera prisa en recogerla. Hice entonces el propósito de permanecer
continuamente a los pies de la Cruz para recoger aquel rocío divino de salvación
y repartirlo entre las almas. Su primer
hijo fue un conocido malhechor que, ya sobre el palco de la muerte, había cogido
un crucifijo que le presentó el sacerdote y había besado tres veces aquellas
santísimas llagas. Cuando conoció Teresa esos detalles saltó loca de
alegría. Comentando el caso: Después de esa gracia, verdaderamente
excepcional, aumentó cada día más mi deseo de salvar almas. Me parecía estar
escuchando a Jesús que me decía suavemente, como a la Samaritana: “Dame de
beber”. Era el nuestro un cambio de amor: yo repartía la Sangre de Jesús y
luego le ofrecía a Jesús aquellas mismas
almas vigorizadas con el rocío del Calvario (Historia de un alma, capítulo V).
Aquí tenéis, ¿oh vírgenes
consagradas!, vuestras ambiciones de esposas, vuestros regalos de boda y
vuestras estupendas conquistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario