domingo, 28 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (22) A las esposas de la Sangre- Cardenal Piazza



III
LA HORA DE LA SANGRE

A LAS ESPOSAS DE LA SANGRE



Vuestra vocación es verdaderamente sublime, ¡oh vírgenes consagradas al Señor! Cada una de vosotras puede hacer suyo el cántico de Santa Inés: Amo a Cristo, y quiero ser su esposa, porque amándolo soy casta, tocándolo soy pura, poseyéndolo soy virgen. De su boca sólo miel y leche he gustado y su Sangre es la que colorea mis mejillas (Liturgia).

Esposas de Cristo, es lo mismo que decir, esposas de Sangre. ¡Qué excelsa es vuestra dignidad! ¿No es tiene Él clavadas a su Cruz con los santos votos, cual con otros tres clavos? ¿No encontráis diariamente en su Sangre el místico alimento de vuestras almas y de vuestra virginidad consagrada? La Eucaristía es, en efecto, para vosotras también el trigo de los elegidos y el vino que hace germinar las vírgenes (Zac., 9,17).

A vosotras os toca, por consiguiente, aprovecharos sin tasa del misterio de la Sangre de Cristo, en la que hallaréis los anhelos de mayor santidad, la fortaleza cierta para seguir guardando fidelidad al Esposo y la embriaguez divina del amor y del sacrificio. La Virgen –como dice San Pablo- sólo tiene que preocuparse de las cosas del Señor y de ser santa en cuerpo y espíritu (1 Cor., 7,34).


Ahora bien: nunca está mejor vuelto el pensamiento hacia las cosas del Señor que cuando se fija en las llagas del Crucifijo y se sumerge en la roja sima de su Sangre. Las vírgenes prudentes han de llevar siempre su lámpara encendida y con mucho repuesto de aceite para esperar la deliciosa venida del Esposo (Mt., 25). Y que cuando, durante esa espera, venga Cristo llamando a vuestras puertas para invitaros a las eternas nupcias, alumbren vuestras lámparas, abastecidas abundantemente del aceite purísimo de la Sangre de Cristo.

Tenéis que permanecer así para vosotras mismas y para cuantas almas haréis hijas vuestras en virtud de la Sangre del Esposo. Como decía el Cisne de Lisieux: Tu Sangre y tus lágrimas, fuente fecunda y que virginiza los cálices de las flores, han hecho capaces a las vírgenes de engendrarte un crecido número de corazones, aun desde este mundo. Por esto, la misma Santa Teresita exclamaba en sus arrebatos: Yo soy virgen, ¡oh Jesús!  Y ¡qué misterio tan profundo!, ¡uniéndome a Ti yo soy madre de almas! Este sentimiento tan vivo de maternidad espiritual se descubrió en ella tras una visión de sangre: Un domingo –dice-, al cerrar mi libro de oraciones en terminándose la misa, quedó un poco sobresaliendo de los bordes una estampa que representaba a Jesús crucificado, dejando ver una de las manos herida y sangrante del Redentor. Experimenté entonces un sentimiento nuevo e inefable. Parecía deshacérseme el corazón de dolor a la vista de aquella Sangre preciosa que se caía en el suelo sin que nadie se diera prisa en recogerla. Hice entonces el propósito de permanecer continuamente a los pies de la Cruz para recoger aquel rocío divino de salvación y repartirlo entre las almas. Su primer hijo fue un conocido malhechor que, ya sobre el palco de la muerte, había cogido un crucifijo que le presentó el sacerdote y había besado tres veces aquellas santísimas llagas. Cuando conoció Teresa esos detalles saltó loca de alegría.  Comentando el caso: Después de esa gracia, verdaderamente excepcional, aumentó cada día más mi deseo de salvar almas. Me parecía estar escuchando a Jesús que me decía suavemente, como a la Samaritana: “Dame de beber”. Era el nuestro un cambio de amor: yo repartía la Sangre de Jesús y luego le ofrecía a Jesús  aquellas mismas almas vigorizadas con el rocío del Calvario (Historia de un alma, capítulo V).

Aquí tenéis, ¿oh vírgenes consagradas!, vuestras ambiciones de esposas, vuestros regalos de boda y vuestras estupendas conquistas.

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