II
LA SANGRE PRECIOSA
DE CRISTO
TRIUNFOS DE LA
SANGRE
La liturgia es la voz sublime
de la Esposa Mística que canta al Esposo los divinos epitalamios y los cánticos
de la gloria. Ahora bien, en dos himnos litúrgicos se encuentran al entonar dos
estrofas, unos versos delicados que se corresponden en el concepto y en el
movimiento lírico. En el Oficio reciente de la Presiosísima Sangre canta la
Esposa: Salvete Christi vulnera! Salve, ¡oh heridas de Cristo!
Con el mismo ímpetu entona también
otro himno en el Oficio de los Santos Inocentes: Salvete, flores
Martyrum! Salve, ¡oh flores de los Mártires!
¡Oh cuán bello resulta este
acercamiento de mártires y de coronas! Pues, ¿no fue, efectivamente, de las
llagas abiertas del Crucificado de donde manó la sangre que hubo de cubrir de
púrpura y perfumar todas las flores del Martirio, desde las primeras rosas
frescas y encendidas que entretejieron coronas de sangre inocente alrededor del
pesebre de Jesús Niño, hasta las rosas más variadas y magníficas, deshojadas a
través de los siglos por las rachas de las persecuciones por rendir homenaje al
Mártir del Gólgota?
Por esto, la Esposa canta a
Cristo: Rex gloriose Martyrum. ¡Oh Rey glorioso de los Mártires! A
ellos, en efecto, fue a quienes dejó en herencia la orla de su vestido
ensangrentado, como también las perlas de la real corona.
Los mártires representan en la
Historia de la Iglesia los triunfos más seguros y más esplendorosos de la
Sangre de Cristo.
San Agustín ilustra con reflexiones
geniales este aspecto conmovedor del Misterio de la Sangre, diciendo: Sudó Sangre por todo el Cuerpo de Jesucristo,
precisamente para figurar en su cuerpo, que es la Iglesia, la sangre de los
Mártires. Brotaba sangre de todo el cuerpo; así también la Iglesia tiene sus
mártires y por todas las partes de su cuerpo se vertió su sangre. En esa
casi identificación de la Sangre de Cristo con la sangre de los Mártires,
vertida por todo el cuerpo de la Iglesia a través de los siglos, está toda la
valoración del martirio cristiano y la gloria póstuma del primer Mártir
crucificado.
Así se comprende perfectamente la doctrina
de San Pablo, que se gozaba en padecer por aquellos que él había engendrado a
la gracia, y cuando afirmaba que daba acabamiento en su carne a lo que faltaba
a los sufrimientos de Cristo (Colos., 1,24).
Por consiguiente, es Siempre Jesús
quien lucha, quien sufre y consigue victoria; el eterno Crucificado por la
humana malicia, el Vencedor inmortal de los siglos. Jesús estará en la agonía hasta el fin del mundo (Pascal). Nos
corresponde a nosotros el estar vigilantes y proporcionarle consuelo a Cristo
mientras duren estas agonías a Él ya a
su Iglesia, debiendo estar preparados en cada momento a seguir la invitación de
Jesús, camino del patíbulo: Surgite,
eamus. ¡Levataos, vamos! (Mt., 26,46).
Cada vez que el Redentor repitió
durante estos veinte siglos su amorosa invitación, ha encontrado siempre masas
de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones que se han adelantado,
dispuestas a seguirte usque ad mortem.
Sí, ¡hasta la muerte!, y muchas veces ¡una muerte atroz e ignominiosa! ¿Para
qué? Para corresponder con amor al amor,
para juntar sangre con Sangre, por el
Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (Colos., 1,24): Y la Iglesia ha
triunfado por la Sangre, porque la sangre de los mártires fue semilla de
cristianos y porque las persecuciones fueron sus vendimias de sangre y de
méritos, de ultrajes y de gloria.
Hoy también se hace oír la voz de
Cristo que nos invita, mientras ciertas antorchas siniestras brillan entre las
tinieblas del mundo, bisbisean atemorizadas las gentes y crujen las armas de
los asaltantes, dispuestos a hacer nuevas presas. ¿Qué respuesta tendrá Cristo?
Hermanos nuestros han respondido ya valientemente
como San Pedro: Señor, estamos preparados
para ir contigo, no sólo a la prisión, sino a la muerte (Lc., 22,33). Y
estos no renegarán de Cristo como Pedro el cobarde, sino que, como Pedro el
penitente, se dejarán crucificar. He ahí el drama trágico y sublime de Rusia,
de Méjico, de España…, y ¡quisiéramos poner punto final!
Mas, la mujer del Apocalipsis, ebria de la sangre de los Santos (Apoc.,
17,6), tiene aún sed. Inclinémonos y adoremos. La hora de las tinieblas es para
la Sangre de Cristo la hora del triunfo.
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