I
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
REDENCIÓN
VALOR DE LA SANGRE DE
CRISTO
Hay que señalar ya en
ella una nobleza de origen. En el mensaje de la Anunciación se dijo que el había
de nacer: será grande, será llamado el
Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará la silla de David, su Padre (Lc.
1,32). Se trata, pues, de una Sangre Real que destila a través de los siglos
hasta llegar a correr por las venas de una Virgen. Jesús es la flor abierta en
la plenitud de los siglos sobre la vara de Jesé; es la raíz y la progenie de David, la estrella resplandeciente de la
mañana (Apoc. 22,16). Quienquiera que legue a escandalizarse porque Jesús adoptó la naturaleza humana, de un
pueblo que después había de clavarlo en la Cruz, no entiende nada del drama
mundial del Hijo de Dios, Quien, cual sumo sacerdote, opuso la acción divina de
la muerte redentora al crimen de sus crucificadores (Pío XI. Con viva ansia, 1937).
Pero es aún superada esta
nobleza de origen por una nobleza superior y divina. Esa Sangre, ofrecida por
una Madre que permanece Virgen, recogida y vivificada por el Espíritu santo,
fue asumida para estar unida a la Persona del Verbo, viniendo a ser así: la Sangre de Dios. No hay palabra humana
que acierte a expresar, ni mente alguna que pueda comprender cuánto valga cada
gota y cada átomo de esta Divina Sangre. Su precio es en realidad infinito.
Sólo que, en orden a
la Redención, tiene valor únicamente la Sangre derramada. Cuando San Pablo
afirmó que, sin derramamiento de sangre,
no hay remisión (Heb. 9,22), hizo algo más que recordar la ley levítica; el
asentó así un principio hondamente radicado en la conciencia humana., cual es,
que: para expiar las culpas nada sirve sino es la sangre. Pero, ¿qué sangre?
Los paganos y cuantos
habían perdido, junto con las noticias de una revelación primitiva, el sentido
de una prohibición inspirada en la dignidad del hombre, sacrificaron a sus
divinidades falsas, con un ritual horripilante, holocaustos de vírgenes y de
niños inocentes.
Los judíos, en cambio,
que conservaron intacta la revelación y, con ella en veto absoluto: No matarás, hubieron de buscar otras
víctimas. Fue Dios mismo quien se las señaló: corderos y cabritos, toros y
terneros, que eran degollados sobre los altares en ceremonias diarias o
periódicas. Mas, ¿qué eficacia podría tener aquella sangre de animales, sino de
significar una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal que
se aviniera con las intenciones del culto? Se necesitaba una sangre más noble
para expiar la culpa.
En realidad, ninguna
sangre bastara, sino fuera la Sangre de Dios.
No podía haber tenido
diversa solución el conflicto entre las dos leyes. Las exigencias de una
expiación que, teniendo en cuenta los derechos y los intereses de la Divinidad,
debería adoptar proporciones infinitas, pedían como consecuencia la necesidad
de un sacrificio de valor infinito. He aquí porque al entrar en el mundo dice
(Cristo al Padre): No quisiste sacrificio
ni oblación, pero me adaptaste un cuerpo. No te agradaron los holocaustos por
el pecado. Entonces yo dije: Heme aquí; yo vengo (Heb. 10,5-7). El Apóstol
razona así: Si la sangre de los machos
cabríos y de los toros, y la aspersión de la ceniza de la vaca, santifica a los
inmundos y les da la limpieza de la carne, ¡cuánto más la Sangre de Cristo, que
por el Espíritu eterno así mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra
conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo! (Heb. 9,13-14).
No se podía determinar
mejor el valor y la eficacia de esta Sangre, derramada por un ímpetu del amor,
que es lo que caracteriza y avalora todas las otras abundantes efusiones, hasta
el agotamiento total. Hubiera bastado una sola gota para redimir al mundo
entero. En cambio, Jesús quiso derramarla toda, gota a gota. Y, ¿por quiénes?
¡Por nosotros pecadores! ¡He aquí el heroísmo de la caridad! ¡He aquí el
fundamento de nuestra esperanza!
Dios –como dice San
Pablo- probó su amor hacia nosotros en
que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados
ahora por su sangre, seremos por Él salvados de la ira (Rom. 5, 8-9). ¡Oh!,
¿qué triunfo más grande éste de la caridad divina sobre nosotros! ¡Sangre y fuego, inestimable amor!,
exclamaba Santa Catalina de Siena. Y el dulcísimo San Buenaventura nos invita
así: Mira hacia arriba y mira como la
sanguinolenta rosa de la pasión se cubre de púrpura en señal de un amor al rojo
vivo. La caridad y la pasión disputan entre sí; aquella por ser más ardiente,
ésta por ser más cruenta… la flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de
los tiempos, se abrió del todo y en todo
el cuerpo, bañada por los rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del
amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre (La vid mística, c. 23).
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