III
LA HORA DE LA SANGRE
LA SANGRE HUMANA
DESCONSAGRADA
Quizá el crimen más grande de la
Humanidad desde hace algún siglo sea el querer eliminar de todas partes, almas
y edificios, el sello de la Redención. De esa manera se explica que la sangre
humana, deificada por los divinos contactos, venga siendo cada día más
desconsagrada por teorías y prácticas anticristianas.
Se han llegado así fatalmente a dos
extremos opuestos: la cínica dispersión, como si se tratara de una cosa sin
valor, y la glorificación pagana hasta el ridículo.
Todos sabemos el aprecio que en
nuestros tiempos se tiene de la vida humana. Un derroche impresionante de
sangre, cada vez en aumento, ha venido vertiéndose desde la primera guerra
mundial, que pareció inaugurar una era nueva de sangre y por eso definida por
Benedicto XV el inútil desangre. (¡Oh,
cuánto se intentó entonces disculpar de escándalo lo que contenía dicha frase,
que los acontecimientos se encargarían de justificar más tarde como verdadera y
profética!)
La Escritura resumiría una impresión
sobre esta triste realidad, diciendo: (salmos 78,3) Effuderunt sanguinem eorum tamquam aquam, o como un puñado de
tierra: sicut humus (Sof., 1,7). Y
¿qué extraño es si hoy no se habla más que del material humano? No nos sirve
volver la vista atrás, para buscar una compensación que nos justifique,
recodando los siglos más turbios de la historia, en tiempos de os bárbaros, por
ejemplo. Semejante desperdicio casi inconsciente de la sangre humana, cual
estamos presenciando, parece cada vez más absurdo después de veinte siglos de
Cristianismo, y verificándose por otra parte cada vez mayor refinamiento en la
civilización. Pero toda explicación se encuentra en el hecho de que la
civilización ha vuelto al paganismo.
Nosotros nos inclinamos ante los
héroes de la patria que hubieron de cumplir actos de valor extraordinario,
enfrentándose con riesgos y aun con la muerte con coraje, movidos por un ideal
y un sentimiento más nobles cuanto más identificados con una conciencia
cristiana. Pero a quien nos objetase que sin guerras no tendríamos tan grandes
y tan numerosos héroes, podríase contestar que, por el mismo procedimiento, ¡no
tendríamos tampoco los mártires sin los tiranos! Y, sin embargo, nadie que
tenga la cabeza en su sitio podrá hacer panegírico de los tiranos, de sus
pretensiones ni de sus métodos. Nunca llegaremos a comprender cómo entre los
hombres dotados de inteligencia, de sentido común y de corazón no se acierta a
buscar soluciones equitativas en todas las desavenencias, por graves que sean, siempre
que se ponga en el empeño todo el espíritu de humana y cristiana solidaridad,
junto con un sentimiento de grave responsabilidad y con un concepto exacto de
lo que vale la vida humana.
Salvo en casos de legítima defensa,
deberían y podrían desaparecer las guerras. Se proclame cuanto se quiera contra
este anhelo, que se trata de una utopía. Lo cierto es que jamás se podrá borrar
de la Sagrada Escritura la amenaza divina contra los sanguinarios: El que derrame la sangre humana, por mano de
hombre será derramada la suya, porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios (Gén.,
9,6). Y el Señor dice en contra de las naciones que tratan de embriagarse de
sangre y de victorias por medio de guerras injustas: ¡Ay del que edifica con sangre la ciudad y la cimenta sobre la iniquidad!...
Le tocará su vez el cáliz de la diestra
del Señor, que te hará beber hasta la saciedad la vergüenza, hasta
emborracharte (Habac., 2,12-16).
Jesús alabó a Pedro cuando lo
confesó: Hijo del Dios vivo, porque
si había dicho eso, no fue obedeciendo a la revelación
de la carne o de la sangre, sino a la de su Padre (Mt., 16,17). Habría que
esperar a nuestro siglo XX para que algunos pregoneros hicieran el artículo del
llamado mito de la sangre y de la raza, deduciéndolo de supuestas
revelaciones de la carne y de la sangre, una vez rechazada la revelación divina
(cfr. Pío XI, Encíclica Sobe las
condiciones de la Iglesia en el Reich). No es necesario aclarar en qué
consista semejante aberración. Bastaría con denunciar las teorías y las
prácticas selectivas que se adoptan con pretexto de mantener la pureza de la
sangre y de la raza, y que son de gravemente lesa dignidad humana.
Un príncipe de la Iglesia, hecho
blanco principal de las persecuciones de la nueva herejía, dio la refutación
adecuada. El Dogma de la raza fue abolido
por el dogma de la fe hace ya muchos siglos… No podremos olvidar jamás que no
fuimos redimidos por sangre alemana (que cada uno sustituya su palabra por
la de su propia nacionalidad); nosotros
fuimos redimidos por la Sangre Preciosa de Nuestro Señor Crucificado. No hay
otro nombre alguno no otra sangre en el cielo en virtud de la cual podamos
nosotros santificarnos, sino es el nombre y la Sangre de Cristo (Card. Faulhaber:
Judaísmo, Cristianismo Germanismo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario