III
LA HORA DE LA SANGRE
LA MÍSTICA DE LA
SANGRE
¿Qué será lo mejor que nosotros
podríamos oponer a las aberraciones, a las infamias, a los sacrilegios que
tanto deshonran y entristecen en nuestros tiempos? No parece que haya más que
una respuesta: debemos oponer un
conocimiento más profundo, más culto, más íntimo y un amor más encendido a la
Sangre que nos ha redimido.
Debemos profundizar más en el
conocimiento de este misterio. En él encontraremos abundantísima luz para
afirmar nuestra fe e iluminar nuestro camino espiritual. Esto es lo que yo
intenté demostrar al escoger este tema para vuestras meditaciones; aunque bien
me doy cuenta que en tan corto volumen de páginas apenas lo dejamos delineado.
Y, sin embargo, si no me engaño, ¡qué horizontes tan amplios y luminosos se
abrieron ante nuestra inteligencia! ¡Cuántas veces nuestro corazón se sintió
inundado de gozo y cuántas también de dolor! ¿No meditaron delante del crucifijo
todos los santos? ¿Y se puede meditar en él sin descubrir aquel goteo rojo que
cae del divino Paciente y que continúa cayendo desde el Cuerpo Místico de la
Iglesia, siempre chorreando la preciosa sangre sobre nuestras almas?
Existe una mística de la Sangre, que –como
verificamos- se apoya sobre fundamentos muy sólidos de la doctrina inspirada de
los Apóstoles, particularmente de San Pablo, y que cada vez fue adquiriendo más
amplio y profundo desarrollo. Entre los grandes maestros de esta doctrina, a través
de la tradición cristiana, cabe señalar en particular, entre las más geniales y
felices interpretaciones de los Padres de la Iglesia, a San Juan Crisóstomo y a
San Agustín. Entre los amplios y firmes comentarios de los doctores, destacan
San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura. De los escritos de
los santos que vivieron profundamente este misterio, me agrada recordar, con
los de San Lorenzo Justiniano, a los de las dos místicas toscanas, Santa Catalina
de Sena, que dijo cosas admirables, y de Santa María magdalena de Pacis, a las
que, más cerca ya de nosotros, habría que sumar el Beato Gaspar del Búfalo,
fundador de una congregación de misioneros con el nombre y la bandera de la Preciosísima
Sangre. Finalmente, muchos escritores ascéticos, antiguos y modernos, que
trataron directamente o de paso este dulcísimo tema, que guarda tan íntima
conexión con todos los demás misterios de Cristo y de la Redención.
Acompañando a la mística teórica está
la mística práctica, vivida por alas excepcionales, cuya penetración del valor
y significado de la Divina Sangre, hizo que ellas se reprodujeran en diferentes
formas, abundantes detalles y sentimientos de la Pasión de Cristo. Hay que
pensar en san Pablo, que se siente calvado
con Cristo en la Cruz y que lleva en su cuerpo, marcados en las cicatrices
de su pasión, los estigmas de Jesús
(gal., 6,17); en el Pobrecillo de Asís, que, en la soledad de la Alvernia,
recibe prodigiosamente en su cuerpo demacrado la impresión de las cinco llagas
luminosas y sangrantes del mismo Crucifijo que le aparece en la figura de
serafín,; en la virgen dominica de Sena, que fue escogida por Jesús por esposa de sangre, herida también ella por el
fuego divino en forma de cinco rayos que le abrieron en su cuerpecillo frágil
las cinco heridas del Crucificado; y en otras numerosas almas privilegiadas
(algunas de nuestros días), en cuya humanidad se renueva la divina crucifixión
con el estilicidio místico y real de la sangre. Y no solamente la crucifixión,
sino también todos los demás momentos cruentos de la Pasión parece que se
renuevan: la agonía del Huerto, la flagelación, la coronación de espinas e
incluso la herida del corazón. ¡Oh corazón de Teresa de Jesús, dínoslo tú, que
fuiste transverberado por el dardo de un serafín en un éxtasis de amor y de
dolor que te duró toda la vida!
Nos atreveríamos a afirmar que no
puede darse una santidad que no sea crucificada. Verdaderamente es un contrato
inefable: ¡amor por amor y sangre por Sangre!
Y eso en todos los tiempos,
particularmente cuando la Humanidad siente mayor necesidad de participar
intensamente de la Pasión de Cristo. Tal sucede especialmente en nuestros
tiempos. Hay una necesidad apremiante de expiación, aparte de que Jesús, por su
cuenta, trata de hacerse nuevas víctimas de amor y de sangre.
A la cabeza de esta pequeña legión
está santa teresita del Niño Jesús, la rosa que se deshoja lentamente en el
místico Calvario del Carmelo. Está Santa Gema Galgani, flor de pasionaria que,
sacudida por la tormenta, se reclina sobre su joven tallo rojo en sangre.
Pero ¿quién sería capaz de dar todos
los nombres de esas víctimas? ¿Quién está en los secretos de Dios? Con el grito
que la Santa de Sena termina su jornada en la vida: ¡Sangre! ¡Sangre!, se mezcla el grito de la pequeña víctima de
nuestros tiempos: ¡Dios mío, te amo!
No significan diversa cosa. Es la misma respuesta humana que, a través de los
siglos, ha tenido el sitio de Divino agonizante del Gólgota.
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