II
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
IGLESIA
LA DISTRIBUCIÓN DE LA
SANGRE
En el Cuerpo Místico,
lo propio lo propio que en el cuerpo natural, no todos los miembros desempeñan
la misma función. Todos reciben lo suficiente para mantenerse vivos, pero
solamente algunos están en disposición de dar además a los otros, cooperando activamente
a la conservación y el crecimiento del organismo entero.
Esto mismo explica la
misión que tiene el sacerdocio de administrar, bajo las órdenes del Jefe
supremo, Cristo, las riquezas de la Redención, esto es, la Preciosa Sangre. El mismo que bajó –dice San Pablo- es el que subió sobre todos los cielos para
llenarlo todo; y Él constituyó a los unos Apóstoles, a los otros profetas, a
estos evangelistas, a aquellos pastores y doctores, para la perfección
consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del
Cuerpo de Cristo (Efes., 4,10-11). Tal es, por consiguiente, la función de
los obispos y de los sacerdotes y tal es su divina misión en la Iglesia y por
la Iglesia. Ellos son los órganos que transmiten naturalmente la gracia para
santificar a los demás miembros y dar crecimiento al Cuerpo Místico.
Nosotros, los obispos
y sacerdotes, percibimos la inefable belleza de dicha misión y al mismo tiempo
no podemos menos de lamentar la desproporción de nuestras fuerzas. Pero nos
sentimos al mismo tiempo felices en poder consagrar toda nuestra actividad para
llevar a cabo esta encomienda y en unir a la misma nuestros insignificantes
sacrificios personales. De manera que podemos repetir lo del Apóstol de las
gentes: Me alegro de mis padecimientos
por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo
por su Cuerpo, que es la Iglesia, de la que soy Ministro (Colos., 1,24-25).
Esa era la palabra
exacta: Ministro de la Palabra y Ministro
de la Sangre. El sacerdote tiene una doble autoridad, de magisterio y de
ministerio. La una complementa a la otra, y ambas persiguen idéntico fin: la
santificación de los miembros del Cuerpo Místico. La palabra sola tendría un
sonido vacío, si no condujera a la comunicación de la Sangre. Esta se leva a
efecto de tres maneras por el sacerdocio:
Mediante la
administración gratuita.
Por la administración
de los sacramentos.
Y ofreciendo el santo
sacrificio.
¿Qué otra cosa son las
indulgencias que la Iglesia otorga a los fieles bajo determinadas condiciones –indulgencias
parciales, plenarias, solemnes de jubileo-, sino dones gratuitos de la Sangre
de Cristo? Pus por sus méritos es principalmente por lo que dichas
satisfacciones de valor infinito, precio de su sangre y confiadas al depósito y
administración de la Iglesia, vienen a convertirse en indultos generosos de las
penas temporales en favor de quienes
hacen las obras prescritas en estado de gracia. Y por mucho que se prodiguen
los reparos, nunca jamás se agita el tesoro, puesto que es infinito.
La administración de
los sacramentos, parte principal del ministerio sacerdotal, es el modo más
ordinario y eficaz, aparte de ser indispensable, para administrar la gracia a
quienes están muertos por el pecado. Estos signos admirables de la gracia
guardan conexión íntima y necesaria con la Pasión y con la Sangre de Cristo. Recuerdan,
en efecto, aquella Sangre que es la causa de nuestra santificación. Hacen siempre
presente el efecto de la Sangre en la gracia que florece en el sacramento.
Finalmente, pronostican la gloria futura, que es como el fruto de la Sangre, ya
maduro para la eternidad (cfr. Summa,
III, q.60 a.3).
Se pueden admirar así en
los sacramentos de la Iglesia los riachuelos del agua misteriosa, de la que
profetizó Isaías: Sacaréis con alegría el
agua de las fuentes del Salvador (Isaías, 12,3). Ya vimos cuándo quedaron
abiertas esas fuentes en la Humanidad santísima de Jesús. Es cosa manifiesta –concluye el Angélico- que los sacramentos de la Iglesia tienen toda su eficacia en la Pasión
de Cristo, cuya virtud se nos pega, por decirlo así, en el momento en que los
recibimos. En prueba de ello, al estar Cristo colgado de la Cruz manaron de su
costado agua y sangre, de los que la primera recuerda el bautismo y la segunda
la Eucaristía, que son los dos sacramentos principales (1. C., q. 62, a.5).
Ya hicimos mención más
arriba del primer sacramento de nuestra regeneración e incorporación a Cristo.
De la Eucaristía trataremos después. Detengámonos un poco a estudiar la
importancia y el significado especial que tiene otro grande sacramento, la
Penitencia, en la que la Sangre de Cristo corre para convertirse en baño de las
almas. Escuchemos a San Alberto Magno: El
Señor supo extraer la medicina espiritual que nos cura de todas las
enfermedades contraídas por nuestros pecados, de la tierra bendita de la carne
y de la Sangre de Jesús. Y su discípulo, Santo Tomás de Aquino, enseña que
el mismo Jesucristo, Dios y Hombre, dejó establecida por su Pasión la causa de
nuestra liberación del pecado, para siempre, al estilo de como si un médico
preparase una medicina, capaz de curar todas las enfermedades, incluso posibles
en el futuro. Excusado es decir que tal medicina ha de aplicarse, para que surta efecto, en cada caso
particular. Y esto es lo que se hace precisamente cuando se reciben el
bautismo, la Penitencia y los demás sacramentos (Summa., III, q. 49, a. 1).
Esto sucede de un modo
peculiar en la Penitencia, a la que los Padres y el Tridentino llaman un bautismo trabajoso (Trid., sess.14,
c.2), puesto que supone nuestra personal y laboriosa cooperación. En ella,
efectivamente, nuestras lágrimas de dolor y arrepentimiento se unen a la Sangre
purificadora de Cristo para formar el único lavatorio, la medicina infalible
que destruye el pecado mortal y todo cuanto encuentre en su uso de infectado y
manchado. Aquí nuestras pequeñas satisfacciones humanas, unidas a las
satisfacciones divinas ofrecidas por Cristo al Padre, obtienen del mismo el
inevitable beneficio del perdón, la sonrisa de la gracia y el tesoro de los
méritos, un refrigerio contra el ardor de las pasiones y la fuerza para luchar y
vencer. No lo echéis en olvido –os diré,
con un excelente autor ascético-; siempre
que recibís dignamente, con devoción, este sacramento, aunque fuera sólo para
confesar pecados veniales, caerá abundantemente sobre vuestras almas la Sangre
de Cristo para vivificarlas y fortificarlas contra la tara del pecado, así como
para destruir en ellas las raíces y los efectos de la culpa. El alma encuentra
en este sacramento una gracia especial para desarraigar los vicios y siempre
más purificarse, y también para encontrar o aumentar en sí la vida de la gracia
(Marmión: Cristo, vida del alma).
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