miércoles, 17 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (11) La distribución de la Sangre - Cardenal Piazza


II

LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA


LA DISTRIBUCIÓN DE LA SANGRE



En el Cuerpo Místico, lo propio lo propio que en el cuerpo natural, no todos los miembros desempeñan la misma función. Todos reciben lo suficiente para mantenerse vivos, pero solamente algunos están en disposición de dar además a los otros, cooperando activamente a la conservación y el crecimiento del organismo entero.

Esto mismo explica la misión que tiene el sacerdocio de administrar, bajo las órdenes del Jefe supremo, Cristo, las riquezas de la Redención, esto es, la Preciosa Sangre. El mismo que bajó –dice San Pablo- es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo; y Él constituyó a los unos Apóstoles, a los otros profetas, a estos evangelistas, a aquellos pastores y doctores, para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo (Efes., 4,10-11). Tal es, por consiguiente, la función de los obispos y de los sacerdotes y tal es su divina misión en la Iglesia y por la Iglesia. Ellos son los órganos que transmiten naturalmente la gracia para santificar a los demás miembros y dar crecimiento al Cuerpo Místico.

Nosotros, los obispos y sacerdotes, percibimos la inefable belleza de dicha misión y al mismo tiempo no podemos menos de lamentar la desproporción de nuestras fuerzas. Pero nos sentimos al mismo tiempo felices en poder consagrar toda nuestra actividad para llevar a cabo esta encomienda y en unir a la misma nuestros insignificantes sacrificios personales. De manera que podemos repetir lo del Apóstol de las gentes: Me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia, de la que soy Ministro (Colos., 1,24-25).


Esa era la palabra exacta: Ministro de la Palabra y Ministro de la Sangre. El sacerdote tiene una doble autoridad, de magisterio y de ministerio. La una complementa a la otra, y ambas persiguen idéntico fin: la santificación de los miembros del Cuerpo Místico. La palabra sola tendría un sonido vacío, si no condujera a la comunicación de la Sangre. Esta se leva a efecto de tres maneras por el sacerdocio:
Mediante la administración gratuita.
Por la administración de los sacramentos.
Y ofreciendo el santo sacrificio.

¿Qué otra cosa son las indulgencias que la Iglesia otorga a los fieles bajo determinadas condiciones –indulgencias parciales, plenarias, solemnes de jubileo-, sino dones gratuitos de la Sangre de Cristo? Pus por sus méritos es principalmente por lo que dichas satisfacciones de valor infinito, precio de su sangre y confiadas al depósito y administración de la Iglesia, vienen a convertirse en indultos generosos de las penas temporales  en favor de quienes hacen las obras prescritas en estado de gracia. Y por mucho que se prodiguen los reparos, nunca jamás se agita el tesoro, puesto que es infinito.

La administración de los sacramentos, parte principal del ministerio sacerdotal, es el modo más ordinario y eficaz, aparte de ser indispensable, para administrar la gracia a quienes están muertos por el pecado. Estos signos admirables de la gracia guardan conexión íntima y necesaria con la Pasión y con la Sangre de Cristo. Recuerdan, en efecto, aquella Sangre que es la causa de nuestra santificación. Hacen siempre presente el efecto de la Sangre en la gracia que florece en el sacramento. Finalmente, pronostican la gloria futura, que es como el fruto de la Sangre, ya maduro para la eternidad (cfr. Summa, III, q.60 a.3).

Se pueden admirar así en los sacramentos de la Iglesia los riachuelos del agua misteriosa, de la que profetizó Isaías: Sacaréis con alegría el agua de las fuentes del Salvador (Isaías, 12,3). Ya vimos cuándo quedaron abiertas esas fuentes en la Humanidad santísima de Jesús. Es cosa manifiesta –concluye el Angélico- que los sacramentos de la Iglesia tienen toda su eficacia en la Pasión de Cristo, cuya virtud se nos pega, por decirlo así, en el momento en que los recibimos. En prueba de ello, al estar Cristo colgado de la Cruz manaron de su costado agua y sangre, de los que la primera recuerda el bautismo y la segunda la Eucaristía, que son los dos sacramentos principales (1. C., q. 62, a.5).

Ya hicimos mención más arriba del primer sacramento de nuestra regeneración e incorporación a Cristo. De la Eucaristía trataremos después. Detengámonos un poco a estudiar la importancia y el significado especial que tiene otro grande sacramento, la Penitencia, en la que la Sangre de Cristo corre para convertirse en baño de las almas. Escuchemos a San Alberto Magno: El Señor supo extraer la medicina espiritual que nos cura de todas las enfermedades contraídas por nuestros pecados, de la tierra bendita de la carne y de la Sangre de Jesús. Y su discípulo, Santo Tomás de Aquino, enseña que el mismo Jesucristo, Dios y Hombre, dejó establecida por su Pasión la causa de nuestra liberación del pecado, para siempre, al estilo de como si un médico preparase una medicina, capaz de curar todas las enfermedades, incluso posibles en el futuro. Excusado es decir que tal medicina ha de aplicarse,  para que surta efecto, en cada caso particular. Y esto es lo que se hace precisamente cuando se reciben el bautismo, la Penitencia y los demás sacramentos (Summa., III, q. 49, a. 1).

Esto sucede de un modo peculiar en la Penitencia, a la que los Padres y el Tridentino llaman un bautismo trabajoso (Trid., sess.14, c.2), puesto que supone nuestra personal y laboriosa cooperación. En ella, efectivamente, nuestras lágrimas de dolor y arrepentimiento se unen a la Sangre purificadora de Cristo para formar el único lavatorio, la medicina infalible que destruye el pecado mortal y todo cuanto encuentre en su uso de infectado y manchado. Aquí nuestras pequeñas satisfacciones humanas, unidas a las satisfacciones divinas ofrecidas por Cristo al Padre, obtienen del mismo el inevitable beneficio del perdón, la sonrisa de la gracia y el tesoro de los méritos, un refrigerio contra el ardor de las pasiones y la fuerza para luchar y vencer. No lo echéis en olvido –os diré, con un excelente autor ascético-; siempre que recibís dignamente, con devoción, este sacramento, aunque fuera sólo para confesar pecados veniales, caerá abundantemente sobre vuestras almas la Sangre de Cristo para vivificarlas y fortificarlas contra la tara del pecado, así como para destruir en ellas las raíces y los efectos de la culpa. El alma encuentra en este sacramento una gracia especial para desarraigar los vicios y siempre más purificarse, y también para encontrar o aumentar en sí la vida de la gracia (Marmión: Cristo, vida del alma).

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