III
LA HORA DE LA SANGRE
A LOS HERALDOS DE
LA SANGRE
Sois vosotros, cuantos militáis en la
Acción católica. Siempre que pienso en vosotros siento colmado mi corazón de
ternura y paternal orgullo. ¿pues no es a vosotros, almas generosas, a quienes
efectivamente encomienda el sacerdote el tesoro de la Divina Sangre para que lo
llevéis donde él no puede llegar, dondequiera que haya alguien que, encarcelado
en el cuerpo o en el espíritu, espera el don de Dios? Habéis de imitar a
Tarsicio, el acólito de las catacumbas, que recibió el Cuerpo del Señor para
llevárselo a los futuros mártires y lo defendió hasta derramar su propia
sangre, cayendo así el primer mártir de la Eucaristía. Yo sé perfectamente que
en vosotros arden los mismos ideales y el mismo corazón.
Ahora que, vosotros no lleváis la
Sangre en la realidad de la Eucaristía, sino en el místico ardor de vuestra
vida y de vuestras palabras, en la blanca pureza, en el fuego de la caridad, en
la constancia del sacrificio. Ahí es donde resplandece en vosotros la Sangre de
Cristo, con la que fuisteis marcados en señal de miembros de su Cuerpo Místico
y de soldados para la defensa de su santa causa.
Sois heraldos de la Sangre por
comisión de la Iglesia, que fe quien abrió en vuestros labios la fuente de la
persuasión por la palabra; de aquella palabra del Evangelio con la que vosotros
abrís precisamente nuevos caminos para que triunfe la Sangre Divina. Por esta
Sangre, que recibís en la comunión eucarística, es por la que queda consagrada
vuestra lengua y recibe el don de una elocuencia irresistible. Esta Sangre, hecho
fuego, es la que os alimenta en el alma de este triple amor: a las almas, a la
Iglesia y al Vicario de Cristo.
Vuestro ideal y vuestro programa no
miran otra cosa más que ganar almas. Ya sabéis por experiencia cuánto cuestan,
sobre todo en tantas ocasiones en que no podéis rehusar vuestra colaboración al
sacerdote o en que debéis enfrentaros valientemente con molestias y, si a mano
viene, incluso con persecuciones. Estimando el inmenso beneficio de pertenecer
a la Iglesia, que Cristo adquirió con su
Sangre (Act., 20,28), amáis tiernamente a esta Esposa de Aquel que a grandes gritos la hizo esposa suya con la Sangre
bendita (Dante). La amáis con el mismo amor que amáis a Jesús: amor
delicado y firme, humilde y generoso, confirmado por obras, consagrado con la
sangre del corazón. Y con semejante entusiasmo amáis asimismo al dulce Cristo en la tierra, al Padre
santísimo de las almas redimidas. Por él aguantáis bien vuestras fatigas,
con él oráis y sufrís, y en esto ponéis vuestro orgullo y vuestros deseos.
A decir verdad, e nuestros días ha
desaparecido aquello de ver cautivo a
Cristo en su Vicario o de nuevo ser ultrajado; no se ve renovar en él el
tormento del vinagre, de la hiel, y verse muerto entre dos ladrones vivos (Dante:
Purgat., 20); pero existe otro martirio que comienza y acaba en lo secreto del
corazón y que nadie tiene derecho a negar aunque no lo vea. Pues bien: el papa
ha hablado, exteriorizando sus augustas ansiedades y sus penas. Naturalmente,
cuanto está hoy sucediendo en el mundo no podía menos de repercutir
dolorosamente en el corazón del Padre. ¡Es una hora de sangre nuestra!
¡Que el ángel consolador sustituya el
cáliz de amargura, pegado a los labios del Cristo visible, por otro cáliz
embriagador de Sangre Divina!
¡que nuestras plegarias y
mortificaciones, unidas a las del Padre común, apresuren el despeje de las
tinieblas y el resplandor de una aurora de fúlgidos arreboles de caridad!
¡Que, por último, el Rey Eterno del
martirio y de la gloria, conceda a cuantos combaten por el triunfo de su Reino
sobre la tierra el poder entrar en día en el Reino de los cielos para formar
parte de la milicia santa, a la que
Cristo desposó en su sangre (Dante., c. 31).
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